Capítulo 9
A la mañana siguiente, Elenora examinaba con atención su dormitorio con las manos apoyadas en las caderas y sin dejar de dar golpecitos en el suelo con la punta del pie.
La decoración, oscura y sombría, consistía en un armario de madera tallada muy ornamentado, una cama maciza y cubierta con pesadas telas y una alfombra deslucida. El papel de la pared era de una época anterior, cuando los diseños exóticos y exuberantes estaban de moda. Por desgracia, los colores se habían ido desvaneciendo y ya resultaba imposible distinguir las flores y los tallos retorcidos de las vides.
El grado de limpieza de la habitación estaba acorde con lo que Elenora había visto en el resto de la mansión. Sólo se había sacado el polvo, barrido el suelo y abrillantado los muebles de una forma superficial. El marco del espejo octogonal y la cabecera de la cama estaban cubiertos por una gruesa capa de mugre. Además, la vista turbia que se apreciaba a través de la ventana era una prueba de que nadie había limpiado los cristales recientemente.
Si iba a vivir allí durante las próximas semanas, tenía que hacer algo respecto al deplorable estado de la casa, decidió Elenora.
A continuación abrió la puerta y salió al lúgubre pasillo. No tenía muchas ganas de bajar a desayunar. La cena de la noche anterior había consistido en un insípido pollo estofado, algunas bolas de masa de harina que podían haber servido como lastre para un barco, un plato de verdura que había hervido hasta adquirir un desagradable tono gris y, de postre, un pudin grasiento.
Margaret y ella habían cenado solas en el sombrío comedor. Arthur, con acierto, había optado por ir a cenar al club. Elenora no lo culpaba por su decisión; ella también habría preferido cenar en cualquier otro lugar.
Elenora bajó las escaleras con la mirada puesta en el polvo que se había ido acumulando entre los balaustres del pasamanos y, una vez en la planta baja, se puso a buscar la salita del desayuno. Después de entrar en dos habitaciones que tenían las cortinas echadas y los muebles tapados con telas, se tropezó con Ned.
—Buenos días —saludó ella—. ¿Quieres indicarme dónde se encuentra la salita del desayuno?
Ned pareció desconcertado.
—Creo que está al final del pasillo, señora…
Ella arqueó las cejas.
—¿No sabes dónde se encuentra con exactitud? —le preguntó al chico.
Ned se ruborizó y empezó a tartamudear.
—Lo siento mucho, señora, pero desde que trabajo aquí no se ha utilizado.
—Comprendo. —Elenora se armó de paciencia y le preguntó—: Entonces, ¿dónde se sirve el desayuno?
—En el comedor, señora.
—Muy bien, gracias, Ned.
Elenora recorrió otro pasillo y entró en el comedor. En cierta manera, le sorprendió encontrar allí a Arthur, que estaba sentado en uno de los extremos de la larga mesa.
Él levantó la vista del periódico que estaba leyendo y frunció un poco el ceño, como si no estuviera seguro de qué hacer con ella a aquellas horas.
—Elenora —dijo Arthur y, tras levantarse, añadió—: Buenos días.
—Buenos días.
La puerta que comunicaba con la antecocina se abrió de golpe y apareció Sally. Todavía se la veía más nerviosa y angustiada que el día anterior. Tenía la frente empapada en sudor y un par de mechones largos de cabello se habían escapado de su cofia, de un blanco amarillento. Sally miró, sorprendida, a Elenora y se secó las manos en el sucio delantal.
—¡Señora! —exclamó mientras hacía una extraña reverencia—. No sabía que bajaría usted a desayunar.
—Ya me he dado cuenta —respondió Elenora señalando significativamente la mesa con la cabeza.
La doncella se dirigió, a toda prisa, al aparador y abrió un cajón de un tirón. Mientras Sally colocaba los cubiertos, Elenora cruzó la habitación para examinar lo que había para desayunar.
Al parecer, la situación en la cocina no había mejorado desde la noche anterior. Los huevos estaban congelados, las salchichas tenían un color malsano y las patatas olían a grasa rancia. Ante la desesperación, Elenora cogió un par de tostadas blandas y se sirvió una taza de café templado.
Cuando regresó a la mesa, vio que Sally había puesto el servicio en el extremo opuesto al que ocupaba Arthur. Elenora esperó a que la doncella hubiera salido de la habitación, cogió los cubiertos y la servilleta y los trasladó a la derecha de Arthur, donde se sentó con sus tostadas blandas y su taza de café templado.
Un silencio incómodo reinó unos instantes en la habitación.
—Espero que haya dormido bien esta noche —comentó, finalmente, Arthur.
—Muy bien, milord —respondió Elenora antes de darle un sorbo al café. No sólo estaba frío, sino que además tenía un sabor espantoso. Elenora dejó la taza sobre la mesa—. ¿Le importa que le pregunte si los miembros del servicio llevan mucho tiempo en la casa?
Él pareció sorprenderse por la pregunta.
—No había visto a ninguno de ellos en mi vida hasta que llegué hace unos días.
—¿No conoce a ninguno de ellos?
Arthur volvió la página del periódico y explicó:
—Paso en esta casa el menor tiempo posible. De hecho, no había estado aquí desde hacía un año. En las raras ocasiones en que vengo a Londres, prefiero quedarme en el club.
—Comprendo. —Su falta de interés por la casa explicaba algunas cosas, pensó ella—. ¿Quién supervisa a los criados?
—El anciano administrador de mi abuelo se encarga de todo lo relacionado con la casa. De hecho, lo heredé junto con la mansión, y ocuparse de la casa es la única tarea de la que se hace cargo en estos momentos. No utilizo sus servicios para ninguna otra cosa. —Arthur levantó su taza y preguntó—. ¿Por qué desea usted saberlo?
—Hay unos cuantos detalles domésticos que requieren alguna atención.
Él bebió un sorbo de café e hizo una mueca.
—Sí, ya me he dado cuenta, pero no tengo tiempo de encargarme de esos asuntos.
—Desde luego —contestó ella—; sin embargo, yo sí dispongo de tiempo. ¿Le molestaría que introdujera uno o dos cambios en la administración de su hogar?
—Yo no lo considero mi hogar —respondió Arthur encogiéndose de hombros. Dejó la taza sobre la mesa y prosiguió—: De hecho, estoy pensando en vender la casa; pero, por favor, mientras esté aquí realice todos los cambios que considere oportunos.
Ella mordisqueó una de las tostadas flácidas.
—Entiendo perfectamente que quiera usted vender esta propiedad. Sin duda, se trata de una residencia enorme y cara de mantener.
—El coste no tiene nada que ver con mi decisión. —La mirada de Arthur se endureció—. Lo que ocurre es que no me gusta este lugar. Cuando me case, necesitaré una vivienda en la ciudad para uso ocasional, pero prefiero comprar otra casa para tal fin.
Por alguna razón, al oír ese comentario Elenora perdió el poco interés que tenía por la tostada. Como era lógico, él estaba pensando en un matrimonio real, pensó ella. ¿Por qué la deprimía que él hablara de aquella cuestión? Él tenía ciertas obligaciones con respecto a su título y su familia. Además, cuando buscara a su condesa haría lo mismo que todos los hombres que se encontraban en su situación: elegiría a una dama joven y de buena familia que acabara de terminar los estudios; el tipo de mujer que había considerado demasiado delicada e inocente para emplearla como su prometida falsa.
La prometida de St. Merryn, su verdadera prometida, sería una dama con una reputación inmaculada, una dama cuya familia no estaría salpicada por el escándalo ni tampoco relacionada con el comercio. Además, le aportaría tierras y una fortuna, aunque él no necesitara ninguno de estos bienes, porque así era cómo funcionaban las cosas en la sociedad.
Elenora decidió que había llegado el momento de cambiar de tema de conversación:
—¿Los periódicos traen alguna noticia de interés?
—Los mismos chismes y cotilleos de siempre —respondió él con un cierto desdén—. Nada importante. ¿Qué tiene programado para hoy?
—Margaret y yo habíamos pensado ir de compras.
Él asintió con la cabeza.
—Excelente. Quiero que haga usted su aparición en sociedad lo antes posible.
—Creo que estaremos preparadas para asistir a la primera fiesta mañana por la tarde —lo tranquilizó ella.
Ibbitts entró en el comedor con la deslustrada bandeja del vestíbulo. En ella había un montón de notas y tarjetas.
Arthur levantó la vista.
—¿Qué me trae?
—Otro montón de tarjetas de visita e invitaciones de todo tipo, milord —respondió Ibbitts—. ¿Qué desea que haga con ellas?
—Las revisaré en la biblioteca.
—Sí, milord.
Arthur dejó la servilleta sobre la mesa sin doblar y se puso en pie.
—Discúlpame, querida —declaró—. Debo irme. Más tarde te haré llegar la lista de acontecimientos sociales a los que deberás acudir esta semana.
—Muy bien, Arthur —murmuró ella en un tono formal.
Elenora se dijo a sí misma que no se tomaría la palabra «querida» en serio. Aquella expresión de cariño se debía, única y exclusivamente, a la presencia de Ibbitts.
Cuando Arthur se inclinó y la besó, no en la mejilla, sino directamente en la boca, Elenora se quedó de piedra. Fue un beso breve y posesivo: el tipo de beso que un hombre daría a su auténtica prometida.
¿Quién iba a decir que Arthur era tan buen actor?, se preguntó ella algo aturdida.
Elenora se sintió tan desconcertada por la inesperada muestra de falso afecto que, durante unos instantes, no pudo articular palabra. Cuando se recuperó, Arthur ya había salido del comedor. Elenora oyó el amortiguado golpeteo de los tacones de sus lustrosas y elegantes botas Hessians alejándose por el pasillo.
—¿Algo más, señora? —preguntó Ibbitts en un tono que daba por hecho que no iba a desear nada más.
—En realidad, sí —contestó Elenora dejando la servilleta encima de la mesa—. Tráigame la contabilidad doméstica de los dos últimos trimestres.
Ibbitts se quedó mirándola, sin comprender, durante unos segundos. Sus mejillas enrojecieron y su mandíbula se abrió y se cerró varias veces antes de que consiguiera hablar de nuevo:
—¿Cómo dice, señora?
—Creo que está bastante claro, Ibbitts.
—El administrador del antiguo conde es quien lleva las cuentas de la propiedad, señora. Yo no las tengo. Yo sólo anoto los gastos y le entrego mis anotaciones al señor Ormesby.
—Comprendo. En este caso, quizá pueda responderme unas cuantas preguntas.
—¿Qué preguntas, señora? —preguntó Ibbitts con recelo.
—¿Dónde está la cocinera?
—Dejó el empleo hace unos meses, señora. Todavía no he encontrado una sustituta, aunque Sally parece desenvolverse bien en la cocina.
—Sally trabaja mucho, pero no tiene madera de cocinera.
—Espero poder contratar pronto a una cocinera nueva a través de una agencia —murmuró Ibbitts.
—¿De veras?
Elenora se puso en pie y se dirigió a la puerta de la cocina.
—¿Adónde va, señora? —preguntó Ibbitts.
—A consultar con Sally ciertas cuestiones culinarias. Mientras tanto, le sugiero que se esfuerce en conseguir una cocinera nueva y otra doncella. ¡Ah, sí!, y también necesitaremos un par de jardineros.
La mirada de Ibbitts se oscureció de rabia, pero no dijo nada.
Elenora sintió que un escalofrío le recorría la espina dorsal cuando le dio la espalda para entrar en la cocina.