Capítulo 10
El asesino realizó otro ajuste en la pesada máquina de hierro y bronce y se apartó de ella para examinar su trabajo. Estaba muy cerca de su objetivo. Había resuelto el gran misterio del viejo lapidario, el último misterio, el que su predecesor no había conseguido descifrar. Uno o dos ajustes finales y la máquina estaría terminada. Muy pronto la poderosa energía del rayo de Júpiter estaría a su servicio.
Una euforia febril, y tan renovadora como el fuego de un alquimista, se apoderó de él. Todo su ser vibraba ante la perspectiva del éxito.
El asesino miró su reloj. Ya casi había amanecido. Atravesó el laboratorio y fue apagando las luces a su paso. Después cogió el farol y entró en la cripta.
Había descubierto que existían dos entradas secretas al laboratorio. La jaula de hierro que descendía desde la antigua abadía resultaba muy útil, pero no le gustaba emplearla con frecuencia porque, como su predecesor, temía despertar la curiosidad de los que vivían cerca de allí.
La verdad era que la mayor parte de la gente de los alrededores tenía miedo de la abadía, creía que estaba embrujada. Sin embargo, si alguien especialmente audaz veía a un caballero vestido con elegancia entrando y saliendo de la capilla todas las noches, probablemente podía llegar a superar su temor. Por lo tanto, el asesino reservaba aquella entrada para las ocasiones en las que tuviera mucha prisa.
El río perdido constituía una ruta más segura, aunque también más pesada, para sus visitas regulares y nocturnas al laboratorio.
En la parte trasera de la cripta, el agua lamía el muelle subterráneo y secreto. El asesino subió a uno de los botes de fondo plano que guardaba allí y, moviéndose con cautela para no perder el equilibrio, colocó el farol en la proa y cogió la pértiga.
Con un empujón firme desplazó la pequeña embarcación al centro de la corriente de ese río perdido en el olvido desde hacía siglos. El bote flotaba con suavidad por la superficie del agua oscura y pestilente y el asesino tenía que agacharse de vez en cuando para esquivar los viejos puentes de piedra que cruzaban el río.
Ese viaje le resultaba extraño e inquietante. Lo había realizado ya en múltiples ocasiones, pero dudaba de que llegara nunca a acostumbrarse a la oscuridad opresiva y al olor nauseabundo del agua. Pensar que su predecesor había ido y venido del laboratorio siguiendo incontables veces esa misma ruta, sin embargo, lo reconfortaba. Todo formaba parte de su grandioso destino, creía.
Una de las antiguas reliquias que poblaban las orillas del río apareció ante sus ojos. La luz del farol realizó un movimiento de vaivén por la superficie del relieve de mármol que estaba parcialmente sumergido en el barro. El relieve representaba una escena en la que un dios extraño cubierto con una gorra peculiar daba muerte a un toro enorme. Según las anotaciones del diario de su predecesor, se trataba de Mithras, el misterioso dios de un culto romano que, en su día, había florecido en aquella zona.
El asesino apartó la vista, como había aprendido a hacer cada vez que se cruzaba con una de aquellas viejas estatuas. La mirada acusadora de sus ojos sin visión lo intranquilizaban. Era como si los antiguos dioses pudieran ver el rincón de su interior en el que hervía y se agitaba la extraña energía que alimentaba su genio; como si comprendieran que, en cierto sentido, aquella energía escapaba a su control.