Capítulo 32

La débil luz que emanaba de los farolillos de los carruajes y de la lámpara de gas de la puerta del Green Lyon se desvaneció con rapidez a espaldas de Arthur. Aceleró el paso para no perder de vista la lámpara de Roland. Tenía que concentrarse en apoyarse únicamente en las puntas de los pies para que los talones de sus botas no produjeran ningún ruido en las losas del pavimento.

Roland, por su parte, no realizaba ningún esfuerzo para caminar con sigilo. Sus pasos eran rápidos y seguros, los pasos de un hombre que sabía adónde se dirigía.

La estrecha y sinuosa calle estaba flanqueada por tiendecillas que estaban cerradas a esas horas y, además, ninguna de las habitaciones que había encima de aquellos negocios estaba iluminada. A la luz del día, no se trataba de un vecindario especialmente peligroso, pero a aquellas horas sólo un loco pasearía por aquel barrio sin compañía.

¿Qué había guiado a Roland hasta allí?

Unos minutos más tarde, su perseguido se detuvo delante de un portal que estaba a oscuras. Arthur se escondió en otro portal, desde donde vio a Roland entrando en un vestíbulo pequeño y angosto. La luz del farolillo que transportaba brilló un momento y desapareció por completo cuando el joven cerró la puerta del edificio.

Arthur pensó que quizá Roland había acudido allí a visitar a una mujer. No sería nada extraño. Tener una amante era algo habitual entre los caballeros, incluso entre los que hacía poco que se habían casado. Sin embargo, este lujo resultaba caro y, a decir de todos, las finanzas de Burnley estaban por los suelos.

Arthur examinó las ventanas de las habitaciones que había encima del portal en el que Roland acababa de entrar, pero no percibió ninguna luz. Roland debía de haberse dirigido a una vivienda situada en la parte trasera del edificio.

Arthur llegó a la conclusión de que no averiguaría nada si seguía escondido en aquel portal, así que encendió su propio farol, bajó la intensidad de la luz al mínimo y salió de las sombras. Después cruzó la estrecha calle y giró el pomo de la puerta por la que Roland había desaparecido.

La puerta se abrió con facilidad.

La tenue luz de su farol iluminó unas escaleras que conducían a la planta superior. Arthur sacó la pistola que llevaba en el bolsillo del abrigo.

Subió los escalones con cautela, escudriñando las sombras en busca de alguna forma sospechosa, pero nada se movió en la oscuridad.

Cuando llegó al final de las escaleras, descubrió un pasillo a oscuras. Había dos puertas y una línea delgada de luz asomaba por debajo de una de ellas.

Arthur dejó su farol en el rellano para que su débil resplandor iluminara el suelo y no perfilara con claridad su figura. No tenía ningún sentido que se convirtiera en un blanco perfecto, pensó.

A continuación se dirigió a la puerta con luz e intentó girar el pomo con la mano izquierda. Éste cedió con facilidad. Hiciera lo que hiciese en aquel lugar, Roland no parecía muy preocupado por si alguien lo atracaba. Claro que quizá no pretendía permanecer allí mucho tiempo y deseaba poder salir con rapidez sin tener que buscar la llave.

Arthur escuchó con atención durante unos instantes. No se oía ninguna conversación, sólo los movimientos de una persona, que debía de ser Roland.

Alguien abrió y cerró un cajón. Unos segundos más tarde se oyó un crujido. ¿Eran las bisagras oxidadas de un armario?

Arthur oyó un chirrido largo y aprovechó el sonido para abrir la puerta. Al otro lado había una habitación pequeña amueblada con una cama, un armario y un lavamanos viejo. Roland estaba acuclillado sobre el suelo de madera y buscaba algo debajo de la cama. Era evidente que no había oído entrar a Arthur.

—Buenas noches, Burnley.

—¿Cómo? —Roland se dio rápidamente la vuelta y se puso de pie. Estuvo unos instantes contemplando a Arthur y exclamó—: ¡St. Merryn! ¿De modo que es cierto? —Una sensación de angustia se reflejó en sus ojos, pero no tardó en desvanecerse para dejar paso a una rabia intensa—. ¡La ha forzado a hacer el amor con usted, bastardo!

A continuación, presa de una furia incontenible, se lanzó contra Arthur con los brazos extendidos. O no había visto la pistola o estaba demasiado rabioso para preocuparse por la amenaza que ésta representaba.

Arthur salió con rapidez al pasillo, se hizo a un lado y estiró una pierna a través del umbral de la puerta. Roland se había abalanzado con tal ímpetu que no pudo detenerse. Tropezó con la bota de Arthur y agitó los brazos con desesperación en un intento inútil por recuperar el equilibrio. No cayó al suelo, pero se tambaleó y chocó contra la pared del otro lado del pasillo.

Tras el golpe, se estabilizó con ambas manos.

—¡Maldito sea, St. Merryn! —gritó.

—Le sugiero que hablemos como caballeros razonables y no como un par de locos exaltados —replicó Arthur con calma.

—¿Cómo se atreve a llamarse caballero después de lo que ha hecho?

Arthur bajó la pistola con lentitud. Roland pareció verla por primera vez y, con el ceño fruncido, siguió su movimiento con la mirada.

—¿Qué se supone que he hecho que es tan horrible? —preguntó Arthur.

—Usted conoce la naturaleza de su crimen a la perfección. Es monstruoso.

—Descríbamelo.

—Ha obligado a mi dulce Juliana a entregarse a usted a cambio de su promesa de hacerse cargo de mis deudas de juego. No lo niegue.

—Pues sí, lo niego rotundamente. —Arthur utilizó el cañón de la pistola para indicarle a Roland que entrara en la habitación—. De hecho, voy a negar todas y cada una de sus malditas palabras. —Lanzó una mirada a la oscuridad de las escaleras—. Entre. No quiero mantener esta conversación en el pasillo.

—¿Acaso pretende asesinarme? ¿Es éste el paso final en su plan de venganza?

—No, no voy a matarlo. Entre ahí. ¡Ahora!

Roland observó con recelo la pistola y, a regañadientes, se separó de la pared y entró en la habitación.

—Usted nunca la amó. Admítalo, St. Merryn. Sin embargo, la deseaba, ¿no es cierto? Se puso fuera de sí cuando ella huyó conmigo, de modo que tramó una venganza a sangre fría. Esperó usted el momento oportuno: hasta que yo estaba en terreno resbaladizo y entonces le hizo saber a Juliana que cubriría mis deudas si ella accedía a entregarse a usted.

—¿Quién le ha contado esta historia tan absurda, Burnley?

—Un amigo.

—Ya conoce el dicho: con amigos como éstos, no hace falta tener enemigos. —Arthur introdujo, de nuevo, la pistola en su bolsillo y examinó la habitación—. Supongo que ha venido aquí, esta noche, porque esperaba encontrarnos a Juliana y a mí en esta cama.

Roland se estremeció y apretó los labios.

—Recibí un mensaje mientras estaba en una sala de juego. El mensaje decía que si venía a esta dirección, de inmediato, encontraría pruebas de su culpabilidad.

—¿Cómo recibió el mensaje?

—Un muchacho se lo entregó al portero del club.

—Interesante… —Arthur cruzó la habitación hasta el armario y examinó el interior, pero estaba vacío—. ¿Y ha encontrado alguna prueba de que he chantajeado a su esposa para acostarme con ella?

—No había acabado de registrar la habitación cuando usted llegó. —Roland apretó los puños y añadió—: Sin embargo, el hecho de que esté usted aquí demuestra que conoce esta habitación.

—Yo había llegado a la misma conclusión respecto a usted —replicó Arthur.

A continuación se alejó del armario y se dirigió al lavamanos. Abrió y cerró metódicamente los cajones.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Roland.

—Busco lo que se suponía que usted debía encontrar en esta habitación. —Arthur abrió el último cajón y descubrió una bolsa de terciopelo negro cerrada con un cordón. Un estremecimiento recorrió su cuerpo—. Creo que era yo el que tenía que encontrar algo aquí esta noche.

Arthur desató el cordón de la bolsa y la vació. Dos objetos envueltos en sendas telas de hilo cayeron en la palma de su mano.

Arthur dejó los objetos sobre el mueble del lavamanos y los desenvolvió.

Eran dos hermosas cajas de rapé esmaltadas. Arthur y Roland las examinaron: cada una de ellas estaba decorada con una escena en miniatura de un alquimista trabajando y, en la tapa, tenían incrustada una enorme piedra roja tallada.

Roland se acercó con el ceño fruncido y preguntó:

—¿Qué hacen aquí unas cajas de rapé?

Arthur contempló los detalles que la luz del farol arrancaba a la superficie de las cajas que sostenía en la mano.

—Parece que los dos debíamos representar el papel de locos esta noche. Y casi lo conseguimos.

—¿De qué está usted hablando?

Arthur introdujo con cuidado las cajas de rapé en la bolsa de terciopelo.

—Creo que alguien pretendía que yo lo matara a usted esta noche, Burnley. O que lo detuvieran a usted por haberme asesinado.

* * *

El carruaje se puso en marcha antes de que Arthur cerrara la portezuela. Elenora se contuvo hasta que los dos hombres se sentaron frente a ella. Entonces intentó leer sus rostros en la oscuridad.

—¿Qué ocurre? —preguntó procurando superar la ansiedad que la dominaba.

—Permíteme que te presente a Roland Burnley. —Arthur cerró la portezuela y bajó los estores de las ventanillas—. Burnley, le presento a mi prometida, la señorita Elenora Lodge.

Roland se movió con intranquilidad en el extremo del asiento, lanzó a Arthur una mirada de incertidumbre y observó a Elenora.

Ella percibió curiosidad y desaprobación en sus ojos y dedujo que Roland había oído los rumores que circulaban en los clubes acerca de ella y que no sabía cómo reaccionar. Sin duda, se preguntaba si le estaban presentando a una dama respetable o a una cortesana. Para un caballero de buena cuna, una situación así constituía un dilema.

Ella le sonrió con calidez y extendió la mano hacia él con expectación.

—Es un placer conocerlo, señor.

Roland titubeó, pero ante la mano enguantada de una dama y una presentación formal, sus buenos modales acabaron por hacerse cargo de la situación.

—Señorita Lodge.

Roland inclinó la cabeza sobre la mano de Elenora en un saludo mecánico y superficial y, aunque le soltó la mano casi enseguida, Elenora tuvo tiempo de apreciar su forma de cogerla. A continuación miró a Arthur.

—No es el hombre que estás buscando —declaró en voz baja.

—Yo he llegado a la misma conclusión hace un rato. —Arthur dejó con suavidad la bolsa de terciopelo negro en el regazo de Elenora y encendió una de las lámparas del carruaje—. Pero al parecer alguien pretendía que yo creyera lo contrario. Mira esto.

Elenora palpó la forma y el peso de los objetos que había en el interior de la bolsa.

—¡No me digas que has encontrado las cajas de rapé!

—Así es.

—¡Santo cielo! —Elenora aflojó el cordel con rapidez y sacó los pequeños objetos que estaban envueltos en sendos pedazos de tela. Desenvolvió el primero y lo sostuvo junto a la lámpara. La luz se reflejó en los adornos esmaltados y destelló en la piedra roja de la tapa—. ¿Qué significa esto?

—Llevo haciéndole la misma pregunta a St. Merryn desde hace varios minutos —refunfuñó Roland—, y todavía no se ha dignado contestarme.

—La historia es complicada, señor —lo tranquilizó Elenora—. Estoy convencida de que St. Merryn se lo explicará todo ahora que los dos están a salvo.

Arthur cambió de posición y estiró una pierna.

—En dos palabras, Burnley: estoy persiguiendo al criminal que asesinó a mi tío abuelo y, como mínimo, a dos hombres más.

Roland lo miró con determinación.

—¿Qué demonios dice?

—Según he podido saber, el asesino es un cliente asiduo del Green Lyon, de modo que, esta noche, la señorita Lodge y yo hemos estado vigilando el establecimiento. Imagine mi sorpresa cuando lo vi salir del club y caminar sólo por una callejuela oscura.

—Ya se lo he contado, tenía razones para creer que… —Roland se detuvo en mitad de la frase, miró a Elenora y se puso colorado.

Arthur también miró a Elenora.

—Alguien le contó que su esposa lo había traicionado conmigo, y que si acudía a determinada dirección encontraría pruebas.

Elenora se quedó de una pieza.

—¡Qué idea tan monstruosa! —exclamó.

Arthur se encogió de hombros y Elenora se volvió hacia Roland y dijo con decisión:

—Permítame decirle, señor, que St. Merryn es un caballero con un elevado sentido del honor y de la integridad muy agudo. Si lo conociera aunque sólo fuera un poco, sabría que resulta del todo inconcebible que St. Merryn haya seducido a su esposa.

Roland lanzó a Arthur una mirada feroz.

—Yo no estoy tan seguro —afirmó.

Los ojos de Arthur brillaron con ironía, pero no dijo nada.

—Pues yo sí que lo estoy —reafirmó Elenora—. Y si se empeña usted en creer tal tontería, no tendré más remedio que pensar que ha perdido el juicio. Además, debo decirle que si cree, aunque sólo sea por un instante, que su esposa es capaz de traicionarlo, también comete con ella una gran equivocación.

—Usted no sabe nada acerca de esta cuestión —murmuró Roland, aunque se notaba que empezaba a sentirse atrapado.

—En esto también se equivoca —le informó Elenora—. He tenido el privilegio de conocer a la señora Burnley y para mí es evidente que lo ama profundamente y que nunca haría nada que pudiera herirlo.

Las facciones de Roland se pusieron tensas debido a la incertidumbre y la confusión.

—¿Ha conocido usted a Juliana? No lo comprendo. ¿Cómo sucedió?

—Ahora no es el lugar ni el momento de hablar de nuestro encuentro. Es suficiente con que sepa que, aunque usted no esté seguro, yo tengo una fe absoluta en la profundidad de los sentimientos de su esposa hacia usted y una fe todavía mayor en el sentido del honor de St. Merryn. —A continuación se volvió hacia Arthur—. Por favor, continúa con tu historia.

Arthur inclinó la cabeza.

—Es evidente que el criminal lo organizó todo para que yo viera a Burnley aquí esta noche; dedujo que yo lo seguiría, que lo descubriría con las cajas de rapé y que llegaría a la conclusión de que es el hombre que estoy buscando. Sin duda, con todo esto pretendía desviar mi atención de la pista verdadera.

—Sí, claro —respondió Elenora con lentitud—. Resulta obvio que el asesino sabe que tú y el señor Burnley no os lleváis muy bien. Sin duda, estaba convencido de que cada uno de vosotros creería lo peor del otro.

—Ya… —musitó Roland, que parecía hundirse todavía más en la esquina del carruaje.

Arthur exhaló con pesadez.

Elenora les ofreció una sonrisa reconfortante.

—El asesino se equivocó mucho con los dos, ¿no es cierto? Era de esperar que no supiera que sois demasiado inteligentes e intuitivos para malinterpretar, de una forma tan errónea, vuestras intenciones mutuas. Sin duda, os juzgó por cómo habría reaccionado él en esta situación.

—Mmm.

A Arthur parecía aburrirle aquella conversación.

Roland gruñó y contempló la punta de sus botas.

Elenora miró el rostro de ambos y notó un cosquilleo inquietante en las palmas de las manos. Y, en aquel momento, supo que las predicciones del asesino habían estado muy cerca de hacerse realidad.

—Bueno, este episodio ha terminado —continuó Elenora decidida a disipar aquel ambiente tan lúgubre—. Tenemos muchas preguntas para formularle, señor Burnley; espero que no le moleste.

—¿Qué preguntas? —inquirió él con recelo.

Arthur examinó su rostro y dijo:

—Empiece por contarnos todo lo que pueda acerca del hombre que le sugirió que acudiera a aquella habitación esta noche.

Roland cruzó los brazos.

—No hay mucho que contar —empezó a decir—. Lo conocí hace unos días en una partida de cartas. Aquella noche, le gané varios centenares de libras. Por desgracia, durante los días siguientes perdí una cifra superior a aquella cantidad.

—¿Fue él quien le sugirió que acudiera al Green Lyon? —preguntó Elenora.

Roland apretó los labios.

—Sí.

—¿Cómo se llama ese hombre? —continuó ella.

—Stone.

—Descríbalo —pidió Arthur.

Roland abrió las manos.

—Delgado. Ojos azules. Cabello castaño. Tiene, más o menos, mi estatura y unas facciones atractivas.

—¿Qué puede decirnos de su edad? —preguntó Elenora.

—Parecida a la mía. Supongo que ésta es una de las razones de que nos entendiéramos tan bien. Ésta y el hecho de que parecía comprender las dificultades que conlleva mi situación financiera.

Elenora cerró el puño sobre la bolsa de terciopelo que tenía en el regazo.

—¿Le contó alguna cosa acerca de sí mismo? —preguntó ella.

—Muy poco. —Roland hizo una pausa, como si intentara revivir sus recuerdos, y al cabo de unos instantes añadió—: Sobre todo hablamos de que mis problemas financieros actuales se debían a…

Roland se interrumpió de repente y lanzó a Arthur una mirada rápida y enojada.

—¿Lo animó a que me culpara de sus problemas? —preguntó Arthur con sequedad.

Roland volvió a contemplar sus botas.

Elenora asintió con la cabeza de un modo tranquilizador.

—No se preocupe, señor Burnley, sus problemas financieros pronto habrán terminado. St. Merryn tiene la intención de invitarlo a participar en uno de sus próximos proyectos de inversión.

Roland se enderezó de repente.

—¿Cómo? ¿De qué habla?

Arthur miró a Elenora con impaciencia y ella simuló no darse cuenta.

—Usted y St. Merryn pueden hablar sobre sus finanzas más tarde, señor Burnley. De momento, debemos ceñirnos al hombre que lo llevó al Green Lyon. Por favor, intente recordar cualquier cosa que dijera sobre sí mismo y que a usted le resultara interesante o inusual.

Roland titubeó, pues sin duda deseaba continuar con el tema de las inversiones, pero al final cedió.

—En realidad, no puedo contar mucho más —explicó—. Compartimos unas cuantas botellas de burdeos y jugamos a las cartas. —Roland hizo una pausa—. Bueno, hay una cosa. Me dio la impresión de que estaba muy interesado en la naturaleza y en otras cuestiones relacionadas con la ciencia.

Elenora contuvo el aliento.

—¿Qué le contó acerca de su interés por la ciencia? —preguntó Arthur.

—No lo recuerdo con exactitud. —Roland frunció el ceño—. El tema surgió después de un juego de azar. Yo había perdido una cifra bastante importante de dinero. Stone compró una botella de burdeos para consolarme. Bebimos durante un rato mientras charlábamos de varias cuestiones. Entonces me preguntó si sabía que Inglaterra había perdido a su segundo Newton hacía ya varios años, antes de que aquel hombre pudiera demostrar su genio al mundo.

A Elenora se le secó la boca, miró a Arthur y percibió en sus ojos una mirada de complicidad.

—Esto me recuerda la pregunta que olvidamos formularle a lady Wilmington —comentó Elenora—. Aunque es poco probable que nos respondiera la verdad, claro.