Capítulo 2
—No se ajusta a mis necesidades. Demasiado tímida, demasiado sumisa —dijo Arthur mientras se cerraba la puerta detrás de la mujer que acababa de entrevistar—. Creí que había quedado claro. Necesito una mujer con carácter y cierta presencia. No busco la típica dama de compañía. Tráiganme a otra.
La señora Goodhew intercambió una mirada con su socia, la señora Willis. Arthur sospechó que ambas estaban llegando al límite de su paciencia. Durante la última hora y media, había entrevistado a siete aspirantes. Sin embargo ninguna de las mujeres sumisas y sin estilo que ofrecía la agencia Goodhew & Willis reunía las condiciones para ser considerada candidata potencial al puesto que él ofrecía.
Arthur no culpaba a las señoras Goodhew y Willis por su impaciencia creciente, pero él había ya superado el límite de la impaciencia, estaba desesperado.
La señora Goodhew carraspeó, juntó sus grandes y eficientes manos encima del escritorio y contempló a Arthur con severidad.
—Milord, lamento informarle de que hemos agotado la lista de aspirantes adecuadas.
—Imposible. Tiene que haber alguien más.
Tenían que disponer de alguna otra candidata. Todo su plan dependía de encontrar a la mujer adecuada.
La señora Goodhew y la señora Willis lo miraron con el ceño fruncido desde detrás de sus escritorios gemelos. Ambas eran unas mujeres imponentes. La señora Goodhew era alta y de grandes proporciones y su rostro podría haber sido acuñado en una moneda antigua. Su socia era delgada y fina como el filo de unas tijeras.
Las dos vestían con sobriedad, pero con ropas caras. El tono grisáceo de sus cabellos les confería un aspecto juicioso y en sus ojos se reflejaba el peso considerable de su experiencia.
El letrero de la entrada indicaba que la agencia Goodhew & Willis llevaba más de quince años suministrando damas de compañía y gobernantas a personas de buena posición. El hecho de que aquellas dos mujeres hubieran fundado aquella agencia y que la hubieran dirigido durante tanto tiempo con ganancias evidentes constituía una prueba de su inteligencia y de su buen hacer en el mundo de los negocios.
Arthur estudió sus rostros decididos y consideró sus opciones. Antes de acudir a ellas, había visitado otras dos agencias que ofrecían una amplia selección de señoritas que buscaban trabajo como damas de compañía. Ambas agencias le ofrecieron un montón de aspirantes insulsas. Arthur sintió una punzada de lástima por todas aquellas mujeres: sólo unas condiciones de auténtica pobreza podían haberlas llevado a aspirar a un empleo de aquel tipo. Sin embargo, él no buscaba una mujer que despertara lástima en los demás.
Arthur se cogió las manos a la espalda, se enderezó y se encaró con las señoras Goodhew y Willis desde el otro extremo de la habitación.
—Si se les han acabado las candidatas adecuadas —declaró—, entonces la solución resulta evidente: encuéntrenme una candidata inadecuada.
Las dos mujeres lo miraron como si hubiera perdido la razón.
La señora Willis fue la primera en recuperarse.
—Ésta es una agencia respetable, señor. No disponemos de candidatas inadecuadas en nuestros archivos —replicó con su voz afilada—. La agencia garantiza que todas las aspirantes gozan de una reputación más que irreprochable. Sus referencias son impecables.
—Quizás haría bien en intentarlo en otra agencia —sugirió la señora Goodhew con determinación.
—No dispongo de tiempo para acudir a otra agencia. —Arthur no podía creer que su plan, en cuya elaboración había cuidado hasta el mínimo detalle, se viniera abajo sólo porque no podía encontrar a la mujer adecuada. Había dado por supuesto que ésa sería precisamente la parte sencilla del plan. Sin embargo, para su sorpresa, le estaba resultando muy complicada-Ya les he anunciado que debo encontrar a alguien para este puesto de inmediato…
La puerta se abrió de golpe y con rotundidad a su espalda poniendo punto final a su frase.
Igual que las señoras Goodhew y Willis, Arthur se volvió para mirar a la mujer que acababa de entrar en el despacho como una exhalación y con la energía de una tormenta marina.
Enseguida se dio cuenta de que aquella mujer, quizá por casualidad, aunque él habría jurado que con toda la intención, había hecho lo posible para disimular sus atractivas facciones. Unas gafas con una montura de color pardo ocultaban, de una forma parcial, sus vivaces ojos dorados. Tenía el cabello negro y brillante, pero llevaba un recogido sumamente austero, más apropiado para un ama de llaves o una criada.
Su vestido era de corte práctico, confeccionado con una tela tosca y burda de un tono gris muy poco favorecedor. Parecía que lo hubieran elaborado a propósito para que la persona que lo llevara puesto pareciera más baja y más gorda de lo que en realidad era.
Los entendidos de la alta sociedad, y los petimetres que merodeaban por Bond Street comiéndose a las damas con los ojos, sin duda habrían desestimado a esa mujer de inmediato. «Pero ésos no son más que unos locos que no saben ver lo que hay debajo de la superficie», pensó Arthur.
A continuación observó la forma decidida, pero graciosa, como se movía. No había nada tímido o vacilante en ella. Una inteligencia vivaz brillaba en sus ojos exóticos y su persona irradiaba carácter y determinación.
Arthur intentó conservar la objetividad y llegó a la conclusión de que aquella mujer carecía de la perfección suave y formal que habría hecho que los hombres de la alta sociedad la consideraran un diamante de primera categoría. Pero había algo en ella que atraía la mirada de los demás: su energía, su vitalidad creaban un aura invisible. Con la vestimenta adecuada, no pasaría inadvertida en un salón de baile.
—Señorita Lodge, por favor, no puede usted entrar ahí. —La mujer que ocupaba el escritorio de la entrada apareció en el umbral de la puerta con aire titubeante y aspecto abochornado—. Ya se lo he dicho, la señora Goodhew y la señora Willis están tratando una cuestión de suma importancia con un cliente.
—¡Me da lo mismo! Como si están redactando su herencia o decidiendo los detalles de sus funerales, señorita McNab. Tengo que hablar con ellas de inmediato. Ya me he hartado de tanta tontería.
La señorita Lodge se detuvo delante de los escritorios gemelos. Arthur sabía que no se había dado cuenta de su presencia: estaba detrás de ella, entre las sombras. En parte, la culpa era de la espesa neblina del exterior, que no permitía que se filtrara por las ventanas del despacho más que una luz tenue y gris. Además, la escasa iluminación de la sala no llegaba a todos los rincones.
La señora Willis dejó escapar un suspiro lastimero y, según pudo leerse en la expresión de su rostro, se resignó a lo inevitable.
La señora Goodhew, que sin duda era más dura, se levantó de su asiento.
—¿Cómo se atreve a interrumpirnos de esta forma tan inconveniente, señorita Lodge?
—Mi intención es corregir la errónea impresión de que busco un empleo en la casa de una beoda o de un vividor libidinoso —respondió la señorita Lodge entornando ojos—. Dejemos clara una cosa. Necesito un empleo de inmediato y no puedo perder más tiempo entrevistando a posibles patronos que resultan inaceptables.
—Discutiremos esta cuestión más tarde, señorita Lodge —espetó, con brusquedad, la señora Goodhew.
—La discutiremos en este mismo instante. Ahora vengo de la cita que me habían concertado para esta tarde y puedo asegurarles que no aceptaría ese puesto aunque fuera el último que tuvieran.
La señora Goodhew esbozó una sonrisa que sólo podría definirse como de un frío triunfo.
—Pues da la casualidad, señorita Lodge, que ése es el último puesto que esta agencia tiene la intención de ofrecerle.
La señorita Lodge frunció el ceño.
—No sea absurda. Aunque el proceso sea muy molesto para todos los implicados, sobre todo para mí, me temo que debemos seguir insistiendo.
La señora Goodhew y la señora Willis intercambiaron una mirada. La señora Goodhew se volvió entonces hacia la señorita Lodge y replicó con frialdad:
—Todo lo contrario, no tiene sentido que le concertemos ni siquiera otra entrevista.
—¿Acaso no me ha oído, señora Goodhew? —preguntó con brusquedad la señorita Lodge—. Ya le he dicho que necesito un empleo nuevo de inmediato. Mi patrona actual se va de la ciudad pasado mañana para irse a vivir con una amiga, en el campo. Muy amablemente, me ha permitido quedarme con ella hasta su partida, pero cuando se vaya tendré que encontrar un nuevo alojamiento y, como durante los últimos meses he cobrado un salario escasísimo, no podré permitírmelo.
La señora Willis sacudió la cabeza de una forma que pareció reflejar verdadero pesar.
—Hemos hecho todo lo posible por encontrarle un nuevo, empleo, señorita Lodge. Le hemos concertado cinco entrevistas con cinco clientes durante los tres últimos días, pero usted no ha superado ninguna.
—No soy yo quien no ha superado las entrevistas, sino los posibles patronos —replicó la señorita Lodge levantando su mano enguantada y estirando uno a uno los dedos—. La señora Tibbett estaba bebida cuando llegué, y no dejó de darle sorbos a la ginebra hasta que perdió el equilibrio y cayó dormida en el sofá. La verdad, no entiendo por qué busca una dama de compañía: es completamente incapaz de mantener una conversación coherente.
—Ya es suficiente, señorita Lodge —manifestó la señora Goodhew con los dientes apretados.
—La señora Oxby no dijo palabra durante toda la entrevista. Dejó que su hijo se encargara de todo. —La señorita Lodge se encogió de hombros y prosiguió—: Es evidente que se trata de uno de esos hombres horribles que abusan de las pobres mujeres desamparadas en su propia casa. La situación era insoportable. No tengo ninguna intención de vivir bajo el mismo techo que ese hombre despreciable.
—Señorita Lodge, por favor —espetó la señora Goodhew golpeando con un pisapapeles la superficie de su escritorio.
La señorita Lodge la ignoró:
—Y después tenemos a la señora Stanbridge, que está tan enferma que tuvo que realizar la entrevista desde la cama. En mi opinión, resulta evidente que no vivirá más de dos semanas. Sus familiares se han hecho cargo de sus asuntos y no ven la hora de que ella se vaya al otro barrio para abalanzarse sobre su dinero. Enseguida me di cuenta de que me resultaría muy difícil cobrar mis honorarios.
La señora Goodhew, furiosa, se puso en pie y dijo severamente:
—Sus posibles patronos no son los culpables de sus aprietos, señorita Lodge. Usted es la única responsable de no encontrar un nuevo empleo.
—Tonterías. Hace seis meses, cuando acudí por primera vez a su agencia no tuve ningún problema en encontrar un empleo adecuado para mí.
—La señora Willis y yo hemos llegado a la conclusión de que aquel golpe de suerte sólo lo explica el hecho de que su patrona es una excéntrica reconocida a quien, por alguna razón incomprensible, usted le pareció divertida —declaró la señora Goodhew.
—Por desgracia para usted, señorita Lodge —añadió la señora Willis con una buena dosis de sarcasmo—, en estos momentos estamos escasas de clientes excéntricos. En general, no solemos tratar con este tipo de clientes.
Arthur se dio cuenta de que la tensión que reinaba en la habitación había ido escalando hasta tal punto que las tres mujeres se habían olvidado por completo de su presencia.
La señorita Lodge se puso colorada de rabia y replicó:
—La señora Egan no es una excéntrica, es una mujer inteligente y de mundo que tiene ideas muy progresistas sobre un amplio abanico de cuestiones.
—Veinte años atrás tenía un abanico de amantes que, según se decía, incluía a la mitad de los miembros de la alta sociedad, tanto masculinos como femeninos —apuntó la señora Goodhew—. También se rumorea que es una seguidora ferviente de las extravagantes ideas de Wollstonecraft respecto al comportamiento de las mujeres. Además no come carne, es una estudiosa de la metafísica y es del dominio público que, en una ocasión, viajó a Egipto con la única compañía de dos criadas.
—Y, para colmo, de todos es conocido que viste únicamente de color púrpura —anunció la señora Willis—. Puedo asegurarle, señorita Lodge, que el calificativo de «excéntrica» es el más suave que podemos aplicar a su actual patrona.
—Están siendo ustedes muy injustas —dijo la señorita Lodge con un brillo de rabia en los ojos—. La señora Egan es una patrona digna de estima. No permitiré que la calumnien.
A Arthur le divirtió y le emocionó su lealtad hacia una patrona que estaba a punto de dejar de serlo.
La señora Goodhew resopló y puntualizó:
—No estamos aquí para discutir las cualidades personales de la señora Egan por muy dignas de estima que a usted le parezcan. El hecho es que, sin lugar a dudas, no podemos hacer nada más por usted, señorita Lodge.
—No la creo en absoluto —respondió la señorita Lodge.
La señora Willis levantó las cejas.
—¿Cómo espera que encontremos un empleo para usted, señorita Lodge, cuando, de una forma categórica, ha rechazado adoptar el comportamiento adecuado que se requiere para ser una buena dama de compañía? Ya le hemos explicado hasta la saciedad que la sumisión, la humildad y una conversación tranquila y moderada son imperativos para esta profesión.
—¡Bah! ¡He sido sumisa y humilde en extremo! —exclamó; la señorita Lodge parecía realmente ofendida por aquella crítica, pero prosiguió—: Y, en cuanto a la conversación comedida, reto a cualquiera de ustedes a que demuestren que mi conversación no ha sido, en todo momento, tranquila y moderada.
La señora Willis levantó la vista hacia el techo como si pidiera ayuda a un poder superior.
La señora Goodhew resopló y apuntó:
—Su idea acerca de lo que es un comportamiento adecuado difiere en gran medida de la que sostiene esta agencia. No podemos hacer nada más por usted, señorita Lodge.
Arthur se dio cuenta de que la señorita Lodge empezaba a preocuparse. Su mandíbula, firme y elegante, empezó a tensarse visiblemente: era evidente que estaba a punto de cambiar de táctica.
—No nos precipitemos —comentó ella con suavidad—. Estoy convencida de que tiene que haber más patronos posibles en sus archivos. —A continuación observó a las dos mujeres con una sonrisa repentina y brillante que podría haber iluminado todo un salón de baile—. Si me permiten consultarlos, sin duda todos nos ahorraremos un montón de tiempo.
—¿Que le permitamos consultar nuestros archivos? —La señora Willis se estremeció como si hubiera tocado un generador eléctrico—. Ni pensarlo. Estos archivos son confidenciales.
—Tranquilícese —respondió la señorita Lodge—. No tengo ninguna intención de cotillear acerca de sus clientes; lo único que deseo es examinar sus archivos para poder tomar una decisión con fundamento sobre mi futuro empleo.
La señora Willis levantó la barbilla y la miró apuntándola con su afilada nariz.
—Al parecer no acaba de comprender usted el quid de la cuestión, señorita Lodge. Es el cliente quien decide cuál de las aspirantes es la adecuada para el puesto, no al revés.
—En absoluto. —La señorita Lodge se acercó al escritorio de la señora Willis, se inclinó y apoyó sus manos enguantadas sobre la superficie pulida de la mesa—. Es usted quien no lo comprende. No puedo permitirme el lujo de desperdiciar más tiempo en este proyecto. Una forma sensata de que nos enfrentemos a este problema es que me permitan examinar los archivos.
—Nosotras no nos enfrentamos a ningún problema, señorita Lodge —replicó la señora Goodhew arqueando las cejas—. Es usted quien lo hace y me temo que, de ahora en adelante, deberá hacerlo en algún otro lugar.
—Esto es imposible —respondió la señorita Lodge clavándole los ojos—. Ya les he explicado que no dispongo de tiempo para acudir a otra agencia. Debo encontrar un empleo antes de que la señora Egan se mude al campo.
Arthur tomó una decisión.
—Quizá podría usted considerar otra oferta de empleo de esta agencia, señorita Lodge —dijo.