Capítulo 26

—Eenterramos a mi marido hace unos días —dijo la señora Glentworth contemplando el retrato que colgaba encima de la chimenea—. Todo fue muy repentino. Fue víctima de un accidente en su laboratorio. El generador de electricidad, ¿saben? Debió de sufrir una terrible conmoción y se le paró el corazón.

—Por favor, acepte nuestras condolencias por su pérdida, señora Glentworth —manifestó Elenora con dulzura.

La señora Glentworth asintió mecánicamente con la cabeza. Se trataba de una mujer frágil y huesuda; tenía el cabello gris y ralo y lo llevaba recogido bajo un gorro viejo. Un aire de digna pobreza y estoica resignación pesaba sobre sus delgados hombros.

—Le advertí acerca de aquella máquina. —La señora Glentworth apretujó el pañuelo que sostenía en las manos y tensó la mandíbula como si le rechinaran los dientes—. Pero él nunca me escuchó. Siempre realizaba experimentos con ella.

Elenora contempló a Arthur, que estaba de pie junto a la ventana sosteniendo una taza intacta de té en una mano. Su rostro constituía una máscara impasible que, sin embargo, no ocultaba su expresión atenta. Elenora estaba convencida de que estaba pensando, precisamente, lo mismo que ella. A la luz de los últimos acontecimientos, el accidente fatal del laboratorio de Glentworth parecía algo más que una mera coincidencia.

Sin embargo, si la señora Glentworth sospechaba que su marido había sido asesinado, no daba ninguna muestra de ello. Quizá no le importaba demasiado, pensó Elenora. La deslucida sala estaba envuelta en una penumbra apropiada para una situación de luto, pero la viuda no parecía sentirse triste, sino tensa y desesperada. Elenora habría jurado que, tras las palabras correctas y los modales civilizados de su anfitriona, ardía una rabia irrefrenable.

La señora Glentworth los había recibido de buen grado, sin duda intimidada por el nombre y el título de Arthur. Sin embargo, era obvio que estaba algo desconcertada.

—¿Sabía usted que, George Lancaster, mi tío abuelo, fue asesinado en su laboratorio por un ladrón hace unas semanas? —preguntó Arthur.

La señora Glentworth frunció el ceño.

—No, no lo sabía —respondió.

—¿Y sabía usted que su marido y Lancaster habían sido muy buenos amigos en su juventud? —añadió Elenora con voz suave.

—Desde luego. —La señora Glentworth apretujó el pañuelo—. Soy consciente de que los tres eran amigos muy íntimos.

Elenora notó que Arthur se quedaba muy quieto y no se atrevió a mirarlo.

—¿Ha dicho usted los tres, señora Glentworth? —preguntó Elenora con la esperanza de que su voz reflejara una curiosidad desinteresada.

—Durante una época, eran como uña y carne. Se conocieron en Cambridge, ¿saben? Lo único que les preocupaba era la ciencia, no el dinero, de modo que se volcaron en sus laboratorios y en sus experimentos ridículos.

—Señora Glentworth —empezó Elenora con cautela—, me pregunto si…

—Le aseguro que, en ocasiones, he deseado que mi marido fuera un atracador o un salteador de caminos —confesó la señora Glentworth. De pronto se estremeció y como si el muro de una presa se hubiera derrumbado en su interior, la ansiedad y la rabia reprimidas brotaron al exterior—. Quizás entonces me habría quedado algún dinero. Pero no, él estaba obsesionado con las ciencias naturales. Se gastó prácticamente hasta el último penique en aparatos para el laboratorio.

—¿Qué tipo de experimentos llevaba a cabo su esposo? —preguntó Arthur.

La señora Glentworth pareció no haber oído la pregunta. Su rabia fluía sin freno.

—Glentworth tenía unos ingresos respetables cuando nos casamos —prosiguió—. Si no hubiera sido así, mis padres no me habrían permitido casarme con él. Sin embargo, actuó de forma irresponsable y nunca invirtió ni un penique. Se gastó todo el dinero sin tenernos en consideración ni a mí ni a sus hijas. Era peor que un jugador empedernido. Siempre alegaba que necesitaba un microscopio más moderno o una lente nueva.

Arthur intervino para reconducir la conversación.

—Señora Glentworth, ha mencionado usted que su esposo tenía un segundo amigo…

—Miren a su alrededor. —La señora Glentworth agitó la mano con la que sostenía el pañuelo—. ¿Ven algún objeto de valor? Nada. Nada en absoluto. A lo largo de los años, mi marido vendió la plata y las pinturas para obtener dinero y comprar artículos para su laboratorio. Al final, incluso vendió su querida caja de rapé. Creí que nunca se separaría de ella. Incluso me había dicho que quería que lo enterraran con la caja.

Elenora miró con más atención el retrato que había encima de la repisa de la chimenea. Representaba a un caballero corpulento y de cabello ralo vestido con unos pantalones y un abrigo pasados de moda. En una mano sostenía una caja de rapé en cuya tapa estaba incrustada una piedra roja tallada de gran tamaño.

Elenora miró a Arthur y vio que él también examinaba el retrato.

—¿Vendió la caja de rapé que aparece en este retrato? —preguntó Arthur.

La señora Glentworth inspiró levemente por la nariz mientras se la tapaba con el pañuelo.

—Sí —respondió.

—¿Sabe quién se la compró? —volvió a preguntar él.

—No. Supongo que la llevó a una casa de empeño. Y lo más probable es que consiguiera muy poco dinero a cambio. —La mandíbula de la señora Glentworth tembló de rabia—. Aunque yo no vi ni un penique de ese dinero. De hecho, ni siquiera se molestó en contarme que la había vendido.

Arthur la miró fijamente.

—¿Tiene alguna idea de cuándo la empeñó?

—No —respondió ella—. Debió de ser poco antes de que se matara con el generador de electricidad. —La señora Glentworth utilizó el pañuelo arrugado para secarse alguna que otra lágrima—. Quizá la vendió aquel mismo día. Creo recordar que la tenía durante el desayuno. Salió de casa para practicar un poco de ejercicio y tardó un poco en volver. Sin duda, fue entonces cuando acudió a ver al prestamista.

—¿Cuándo se dio cuenta de que la caja no estaba? —preguntó Elenora.

—No me di cuenta hasta que descubrí su cadáver, esa noche. Aquella tarde yo había ido a visitar a una amiga que estaba enferma. Cuando regresé mi marido ya estaba en casa y se había encerrado bajo llave en el laboratorio, como solía hacer siempre. Ni siquiera se molestó en salir para cenar.

—¿Esto era inusual? —preguntó Arthur.

—En absoluto. Cuando se enfrascaba en uno de sus experimentos, podía pasarse horas en el laboratorio. Sin embargo, antes de irme a la cama llamé a la puerta para recordarle que apagara las luces cuando subiera al dormitorio. Como no obtuve ninguna respuesta, me preocupé. Como ya he dicho, la puerta estaba cerrada con llave, de modo que tuve que ir a buscar una copia. Entonces fue cuando…, cuando yo…

La señora Glentworth se echó a llorar y se sonó la nariz.

—… cuando descubrió su cadáver —terminó Elenora con amabilidad.

—Así es. Tardé un tiempo en tranquilizarme y darme cuenta de que la caja de rapé no estaba. Entonces llegué a la conclusión de que debía de haberla vendido aquel mismo día. Sólo Dios sabe lo que hizo con el dinero, pues no estaba en sus bolsillos. Quizá decidió pagar a alguno de sus acreedores más apremiantes.

A continuación se produjo un breve silencio. Elenora intercambió otra mirada de complicidad con Arthur, pero ninguno de los dos dijo nada.

—De todos modos, nunca creí que se separaría de aquella caja —manifestó la señora Glentworth al cabo de un rato—. Se sentía muy unido a ella.

—¿Su marido estuvo solo en la casa aquella tarde, mientras usted visitaba a su amiga? —preguntó Arthur.

—Así es. Tenemos una criada, pero aquel día no estaba en casa. En realidad, ya no suele estar mucho por aquí. Hace tiempo que no le pagamos y sospecho que está buscando otro empleo.

—Comprendo —declaró Arthur.

La señora Glentworth miró a su alrededor con aire de resignación.

—Supongo que tendré que vender la casa. Es la única propiedad que poseo. Sólo espero que obtenga por ella el dinero suficiente para pagar a los acreedores de mi marido.

—¿Qué hará después de vender la casa? —preguntó Elenora.

—Me veré obligada a mudarme a la casa de mi hermana y su marido. Los detesto y ellos sienten lo mismo por mí. Además, no les sobra el dinero. Tendré una vida miserable, pero ¿qué otra cosa puedo hacer?

—Yo le diré lo que puede hacer —declaró Elenora de una forma resuelta—. Puede usted vender la casa a St. Merryn. Él le dará más de lo que conseguiría si se la vendiera a cualquier otra persona. Además, le permitirá utilizarla durante el resto de su vida.

La señora Glentworth la miró con la boca abierta.

—¿Cómo dice? —Lanzó una mirada rápida e incrédula a Arthur—. ¿Por qué querría el señor conde comprar esta casa por más dinero del que vale?

—Porque hoy nos ha ayudado usted muchísimo y él se sentirá feliz al poder mostrarle su agradecimiento. —Elenora miró a Arthur y añadió—: ¿No es así, Arthur?

Arthur arqueó las cejas, pero sólo dijo:

—Desde luego.

La señora Glentworth miró a Arthur con aire inseguro.

—¿Comprará usted mi casa sólo porque he contestado a sus preguntas?

Él sonrió levemente.

—La verdad es que me siento muy agradecido, señora. Pero desearía hacerle una última pregunta.

—Sí, claro.

La esperanza y el alivio empezaron a iluminar la expresión demacrada de la señora Glentworth.

—¿Recuerda el nombre del otro amigo de su marido?

—Lord Treyford —respondió la señora Glentworth frunciendo un poco el ceño—. Nunca lo conocí, aunque, al principio, mi esposo lo mencionaba con frecuencia. Pero Treyford está muerto. Murió asesinado hace muchos años, cuando todavía era joven.

—¿Sabe alguna otra cosa de él? —insistió Arthur—. ¿Estaba casado? ¿Dejó alguna viuda con quien me pueda entrevistar? ¿Algún hijo, quizá?

La señora Glentworth reflexionó unos instantes y sacudió la cabeza.

—No lo creo. Hace mucho tiempo, mi marido mencionó en diversas ocasiones que Treyford estaba dedicado a sus investigaciones en cuerpo y alma y que no disponía de tiempo para las exigencias que suponían una esposa y una familia. —La señora Glentworth suspiró—. En realidad, creo que sentía envidia de Treyford porque éste no estaba sometido a este tipo de obligaciones.

—¿Hizo su marido algún otro comentario acerca de Treyford? —preguntó Arthur.

—Solía decir que lord Treyford era, con mucho, el más brillante de los tres. En una ocasión me comentó que, si Treyford hubiera vivido más años, lo habrían considerado el segundo Newton de Inglaterra.

—Comprendo —respondió Arthur.

—Se creían muy inteligentes, ¿sabe? —dijo la señora Glentworth apretando las manos con fuerza en su regazo. Parte de su rabia se reflejó, de nuevo, en su rostro—. Estaban convencidos de que cambiarían el mundo con sus experimentos y sus elevadas conversaciones sobre las ciencias. Sin embargo, ¿qué bien han aportado sus estudios sobre filosofía natural? Ninguno. Y, ahora, todos han fallecido, ¿no es así?

—Eso parece —respondió Elenora en voz baja.

Arthur dejó sobre la mesa su taza de té sin terminar.

—Ha sido usted de gran ayuda, señora Glentworth. Ahora, si nos disculpa, debemos irnos. Me encargaré de que mi administrador la visite de inmediato para resolver la cuestión de la casa y de sus acreedores.

—Salvo ella, claro —terminó la señora Glentworth con acritud—. Ella todavía está viva. Los ha sobrevivido a todos, ¿no es cierto?

Elenora no miró a Arthur, pero era consciente de que, como ella, se había quedado de piedra.

—¿Ella? —repitió Arthur con un tono inexpresivo.

—Siempre la consideré una especie de hechicera —añadió la señora Glentworth con voz grave y lúgubre—. Quizá les lanzó una maldición. No me extrañaría.

—No la comprendo —respondió Elenora—. ¿Había una mujer en el estrecho círculo de amistades que tenía su esposo antiguamente?

Otra ola de rabia cruzó el rostro de la señora Glentworth.

—La llamaban su Diosa de la Inspiración. Mi marido y sus amigos nunca se perdieron sus tertulias de los miércoles por la tarde. Cuando ella los llamaba, acudían de inmediato a su casa de la ciudad. Entonces bebían oporto y brandy y charlaban sobre filosofía natural como si fueran hombres sabios e importantes. Supongo que intentaban impresionarla.

—¿Quién es ella? —preguntó Arthur.

La señora Glentworth estaba tan inmersa en sus desagradables recuerdos que la pregunta la aturdió.

—¿Que quién es?, pues lady Wilmington, claro. Ellos eran sus esclavos devotos, pero ahora todos han muerto y ella es la única superviviente. Un giro extraño del destino, ¿no creen?

* * *

Poco tiempo después Arthur ayudó a Elenora a subir al carruaje. Su mente estaba ocupada con la información que la señora Glentworth acababa de proporcionarles. Sin embargo, esto no le impidió apreciar la elegante curva de la espalda de Elenora cuando ella se inclinó para arremangarse las faldas antes de entrar en la cabina del vehículo.

—Has conseguido que esta visita me costara una buena cantidad de dinero —comentó él con suavidad mientras cerraba la portezuela y se sentaba frente a Elenora.

—Vamos, sabes muy bien que, aunque yo no hubiera estado allí, le habrías ofrecido ayuda a la señora Glentworth. Admítelo.

—No admito nada. —Arthur se apoyó en el respaldo y centró su atención en la conversación que acababan de mantener en la anticuada salita de la viuda Glentworth—. El hecho de que Glentworth falleciera por un accidente en su laboratorio sólo unas semanas después de que mi tío abuelo fuera asesinado podría significar que el asesino no ha golpeado dos, sino tres veces.

—Glentworth, tu tío abuelo e Ibbitts —dijo Elenora, y cruzó los brazos por debajo de su pecho como si hubiera sentido un escalofrío repentino—. Quizá la misteriosa lady Wilmington pueda contarnos algo importante. ¿La conoces?

—No, pero espero solucionar este detalle esta misma tarde, si es posible.

—Sí, claro, como has hecho con la señora Glentworth.

—Así es.

—Tu título y tu fortuna sin duda te proporcionan alguna que otra ventaja —comentó Elenora.

—Me abren puertas y me permiten formular preguntas. —Arthur se encogió de hombros y añadió—: Sin embargo, por desgracia no garantizan que las respuestas sean sinceras.

Y tampoco bastaban para conseguir a una mujer que estaba decidida a entrar en el mundo del comercio, mantener su independencia y vivir la vida según sus propias condiciones, pensó Arthur.