21: Coronation Road

Metí la mano debajo de la almohada, pero el revólver se había quedado abajo, en el bolsillo del impermeable. Le tapé la boca a Laura antes de que llegara a gritar.

—Métete debajo de la cama. No hagas el menor ruido. Estarás a salvo.

Oí a los hombres precipitándose escaleras arriba.

Debía de tener unos tres o cuatro segundos por delante.

Si vacilaba, estaría muerto. O estaríamos.

Agarré un atizador de la chimenea que funcionaba mal y salí corriendo desnudo al rellano. Llegué al último peldaño de la escalera al mismo tiempo que el primer atacante. El pasamontañas le limitaba el campo visual pero eso no importó de verdad, sino ese microsegundo de más que tardó en llegar al último escalón. Le aplasté el atizador contra la cabeza soltando un aullido a la vez.

Metal contra hueso.

Se derrumbó al instante y cayó para atrás escaleras abajo sobre el atacante número dos.

El atacante número dos, sin embargo, puso la mano delante e impidió que su camarada lo tirara al suelo. Me disparó dos veces con un enorme 45 que resonó con una espantosa detonación en el espacio cerrado del hueco de la escalera. Los dos tiros del 45 fallaron por centímetros.

Oculté la cabeza detrás de la pared de la escalera e intenté desesperadamente que se me ocurriera algún plan. Me matarían si salía por las ventanas del dormitorio de delante y seguro que había otro hombre esperando en las de atrás.

Otra bala del 45 se estrelló contra la yuca que había en lo alto de la escalera. El atacante número dos se había recuperado y subía lentamente los peldaños.

—Venga, Gusty —dijo una voz, voz que reconocí como la de Shane Davidson. Así que Billy White y su panda habían venido a matarme antes de que le contase al mundo entero lo que sabía de ellos.

Laura se acercó a la puerta del dormitorio a mis espaldas.

—¿Qué puedo hacer? —preguntó.

Corrí hasta el final del rellano y agarré la estufa de parafina de metro y medio de alto por una de las asas de arriba.

—¡Coge la otra asa! —dije.

No estaba previsto que nadie moviera la estufa cuando estaba cargada y no estaba previsto que nadie moviera la estufa cuando estaba encendida.

La arrastramos por el rellano hasta el inicio mismo de la escalera. Tenía el depósito hasta arriba, y nos quemaba y nos hacía ampollas en las manos.

—¡Ahora, échate atrás! —dije, levantándola desde atrás por las dos asas.

Estaba espantosamente caliente y el acero inoxidable esmaltado me abrasaba el pecho.

Fui gritando mientras la colgaba en lo más alto de los escalones.

Aquel grito paró en seco a Shane, a media subida.

Me vio a mí y vio la estufa y por un momento no lo entendió. Disparó el arma, pero la bala del 45 se estrelló contra la chapa de acero de la estufa haciendo brotar chorros de parafina sobre él y el hombre inconsciente que tenía al lado. Le lancé la estufa encima y salté para protegerme tras la pared de la escalera, pero no fui lo bastante rápido para evitar del todo la deflagración cuando la estufa se estrelló contra Shane, el tubo de cristal se hizo pedazos y el combustible se incendió de golpe. Hubo una explosión y la onda expansiva me lanzó contra la pared del rellano.

Intenté seguir de pie, pero no lo conseguí y caí escaleras abajo sobre el horror de los hombres quemándose y el metal al rojo vivo.

Me fui de cabeza contra la mesa de cristal del teléfono que estaba junto a la puerta de entrada.

Un Shane destripado y en llamas se deslizó escalones abajo sobre mí. Grité horrorizado y lo aparté a patadas.

Logré levantarme y desde la calle abrieron fuego sobre mí con un fusil de asalto a través de la puerta de entrada.

Me lancé sobre la alfombra y repté por el recibidor mientras las ráfagas de AK-47 perforaban el vacío por encima de mi cabeza y se estrellaban y aplastaban y destrozaban las paredes y el techo. Esquirlas, chispas, ráfagas de 7.62 × 39 mm libias atravesando toda la casa y hasta Carrickfergus con destino final en el estuario de Belfast.

Hice una evaluación rápida para ver si todavía estaba entero.

Me dolía todo pero no tenía nada roto ni quemado.

—¡Sean! —gritó Laura desde arriba.

—¡Estoy perfectamente! —grité yo.

Ahora podía ver al resto de los asaltantes junto a una Transit negra aparcada delante de la casa. Había un tipo con un Kalashnikov en el asiento del copiloto, y eso no era lo peor: la puerta lateral de la furgoneta estaba abierta y dentro se veía a otros dos hombres apuntando con un lanzagranadas cargado con cohetes.

Un lanzagranadas RPG.

Un asesino de Land Rovers.

Pero entonces vi mi subfusil. El Sterling M4 de 9 milímetros que llevaba dos putas semanas olvidado en la mesa del recibidor. Lo agarré y cerré la pestaña curva.

Treinta y cuatro balas entre la muerte y yo.

Treinta y cuatro balas y habilidad. Tenía una ventaja fundamental. Yo había pasado horas en la galería de tiro y ellos, evidentemente, disparaban sus armas por primera o quizás segunda vez en su vida.

Me planté sobre los pies, desplegué la culata y ajusté el arma en el hombro.

Puse la mano izquierda en el revestimiento ventilado del cañón y di un paso para situar al lanzagranadas en la línea de tiro.

Apreté el gatillo y el cañón empezó a lanzar fuego y el arma a zumbar, y el cerrojo abierto cantaba como Ella Fitzgerald.

Bajé por el camino del jardín mirando a través de la mira de hierro. Las balas silbaban a mi alrededor pero yo apuntaba y ellos disparaban. Apunté primero al que tenía el lanzagranadas.

Acerté en el blanco y la Muerte les abrió los ojos y cayeron dentro de su radio de acción. La sangre brotaba de las heridas de la cabeza, las heridas del pecho, las arterias y venas seccionadas. La eternidad les revelaba sus misterios y se echaron para atrás dando tumbos para caer dentro de la furgoneta y arrojar el lanzacohetes a sus pies.

Volví el Sterling contra el hombre del AK-47. Con la excitación, la boca de su arma apuntaba ya tan arriba que parecía que intentara derribar al transbordador espacial. Le solté una ráfaga que atravesó la puerta de aluminio de la Transit, rebotó en su cuerpo y le hizo trizas los órganos internos hasta el punto de que mientras el Kalashnikov seguía disparando, la sangre le empapaba el pasamontañas y le salía un chorro por la boca.

Aquello fue suficiente para el conductor, que pisó el acelerador. La camioneta dio un salto hacia delante, el embrague patinó y el motor se caló. El conductor no entró en pánico. Se inclinó sobre el compañero muerto en busca de algo en el suelo y antes de que yo tuviera tiempo de reaccionar me disparó los dos cartuchos de una escopeta de caza recortada.

Las bolitas de perdigón se dirigieron a mí a trescientos metros por segundo.

Eso son treinta metros en una décima de segundo.

Plomo ardiente en el pecho, el cuello y los hombros.

Mi amado Sterling que se me cae de las manos.

Plomo ardiente y una sensación de ligereza total.

Ligereza y después el duro cemento.

Estrellas.

Pisadas.

El conductor se bajó de la furgoneta. Se levantó el pasamontañas y se acercó a mí. Del bolsillo de la chaqueta sacó una pistola Browning provista de silenciador.

Casi me echo a reír.

¿Para qué un silenciador después de todo aquel jaleo?

Se plantó junto a mí y me miró desde arriba.

—Tenías que meter tus putas narices en todo, ¿eh? Tenías que abrir esa bocaza. ¿Es que no captas las putas indirectas? Después de todos los pitillos que te regalamos —dijo.

Levantó el arma.

Cerré los ojos.

Contuve el aliento.

Una detonación.

Silencio.

Cuando abrí otra vez los ojos, tenía a Bobby Cameron mirándome y meneando la cabeza. Billy White estaba muerto a mi izquierda con la nuca reventada.

Bobby sonreía.

—¿Por qué? —conseguí articular.

—No me preguntaron primero —dijo encogiéndose de hombros—. No me pidieron permiso, y esta calle es mía.

Su sonrisa se desvaneció.

Las estrellas se desvanecieron.

Vi a Laura salir corriendo del vestíbulo en llamas con una manta por la cabeza. Una chica muy lista.

Estaba perdiendo cantidad de sangre. Sentía la cabeza ligera.

Oí sirenas.

Bobby puso el seguro de su 9 milímetros, la limpió y la dejó a mi lado. Asentí.

Si vivía, les diría que había sido yo.

—Esta calle es mía, joder —dijo otra vez Bobby.