1: La delgada línea azul

Ahora los disturbios habían adquirido su propia belleza particular. Arcos de fuego de gasolina bajo la luna creciente. Místicas parábolas carmesíes de las trazadoras. Fosforescencia de los cañones de los fusiles de pelotas de goma. Un griterío lejano, como el de los hombres de la cubierta de un buque prisión torpedeado. El resoplido escarlata de los cócteles molotov al impactar con superficies rígidas. Helicópteros por todas partes con reflectores que se encuentran entre sí como amantes en el Más Allá.

Y todo esto a través de una lente de esa lluvia oleaginosa de Belfast.

Lo contemplaba con los otros desde el Land Rover, en lo alto del monte Knockagh. Nadie hablaba. Las palabras resultaban insuficientes. Para aquella escena se necesitaba un Picasso, no un poeta.

La policía y los alborotadores estaban dispuestos en dos frentes irregulares que se extendían por una docena de calles, ambos bandos enfrentados iluminados por los flashes de las cámaras de los fotógrafos de prensa y las llamas de las botellas de leche rellenas de petróleo que se lanzaban rodando por la tierra de nadie como ofrendas votivas al dios de las curvas.

De vez en cuando uno de los bandos cargaba contra el otro y las dos líneas se tocaban durante un tiempo para luego desconectarse y regresar a sus posiciones iniciales.

El olor era puro hedor de civilización: pólvora, cordita, mecha lenta, queroseno.

Era perfecto.

Era Giselle.

Era El lago de los cisnes.

Y sin embargo…

Y sin embargo teníamos la sensación de que habíamos visto cosas mejores.

De hecho, habíamos visto cosas mejores la semana anterior, sin ir más lejos, en el pabellón de enfermería de la cárcel de Maze cuando el líder del IRA, Bobby Sands, había pasado finalmente a mejor vida.

Bobby era un chico de la tierra, de Newtownabbey, y un emblema para el movimiento, porque nunca había matado a nadie y procedía de un entorno mixto católico-protestante. Y por añadidura, con barba, con lo que se parecía a Jesucristo, cosa que a nadie hace daño.

Bobby Sands era el maitreya, el próximo maestro universal, el mártir que redimiría a la humanidad mediante su sufrimiento.

Cuando Bobby murió finalmente en el sexagésimo sexto día de su huelga de hambre, las zonas católicas de la ciudad entraron en una erupción espontánea de rabia y de frustración.

Pero eso fue hace una semana, y Frankie Hughes, el segundo huelguista de hambre que murió, no tenía ninguna de las ventajas de Bobby. Nadie pensaba que Frankie fuera Jesucristo. A Frankie le gustaba matar, y lo hacía pero que muy bien. Frankie no vertía ni una sola lágrima sobre los niños muertos. Ni siquiera para las cámaras.

Y los disturbios por su muerte tenían un algo de… orquestados.

Quizá sobre el terreno parecieran ser el mismo caos, y tal vez eso dirían mañana los periódicos de Boston a Pekín… Pero aquí arriba, en el Knockagh, resultaba evidente que los guripas llevábamos las de ganar. Los alborotadores se habían visto encerrados en una pequeña franja de la parte oeste de la ciudad, entre los montes y los bloques de viviendas protestantes. Se enfrentaban a un millar de polis profesionales, más doscientos o trescientos policías de la reserva, otros doscientos del UDR, el Ulster Defence Regiment, y una unidad regular de soldados del ejército británico, un batallón de apoyo inmediato. En esta ocasión los britones eran los escoceses del Black Watch, tropas repletas de garrulos de Glasgow en busca de oportunidades de armar bulla. Había cientos de alborotadores, pero no los miles que se habían pronosticado: no podía decirse que eso representara un alzamiento generalizado ni siquiera de la población católica, y, desde luego, la «revolución» prometida… bueno, no sería esta noche.

—Tiene mala pinta —dijo el joven agente Price como para abrir la conversación.

—Sí, como mucho este chico suscita división de opiniones —replicó el detective McCrabban con su fuerte y silbante acento de campesino de Ballymena.

—No es divertido ser el segundo huelguista de hambre que la palma. El primero es el que todo el mundo recuerda, y el número dos no vale para nada. Nadie escribirá canciones folclóricas en su honor —asintió el sargento McCallister.

—¿Usted qué piensa, Duffy? —me preguntó el agente Price.

Me encogí de hombros.

—Crabbie tiene razón. El número dos nunca podrá tener tanta repercusión. Y la lluvia no le ayuda mucho.

—¿La lluvia? —dijo McCallister en tono escéptico—. ¡Olvidaos de la lluvia! Es por el Papa. Frankie tuvo la mala suerte de estirar la pata unas horas antes de que alguien intentara matar al Papa.

Yo había hecho un estudio sobre los disturbios en Belfast de 1870 a 1970 en el que se constataba una proporción inversa entre lluvia y algaradas. Cuanto más fuerte lloviese, menos probables eran los problemas, pero me guardé mucho de abrir el pico sobre el tema, porque ninguno de los que estaban allí había ido a la universidad y no tenía nada que ganar restregándoles mis títulos por la cara. Y el gran sargento McCallister tenía su punto de razón con lo de Juan Pablo II. No en todos los noticiarios podían decir que alguien le pegó un tiro al Santo Padre.

—Ese Frankie Hughes era un cabronazo. Un animal como pocos. Su unidad operativa fue la que mató a Will Gordon y a su hijita —añadió el sargento McCallister.

—Creí que al que habían matado era al crío —dijo McCrabban.

—Qué va. El crío se salvó. La bomba estaba dentro del coche. El niño resultó gravemente herido. Will y su hija quedaron hechos migas —explicó McCallister.

Tras este comentario se hizo un silencio, interrumpido por una descarga lejana de balas de goma.

—¡Esos putos fenianos! —dijo Price.

El sargento McCallister se aclaró la garganta. Price se preguntó un par de segundos qué había dicho y luego se acordó de mí, el católico.

—Oh, perdón, sin ofender, Duffy —murmuró con los labios delgados y la cara afilada más delgados y más afilada que nunca.

—Sin ofender, sargento detective Duffy —dijo el sargento McCallister para poner en su sitio al agente nuevo.

—Sin ofender, sargento Duffy —repitió Price con petulancia.

—No hay ofensa, hijo. Me encantaría ver las cosas desde tu punto de vista, pero no consigo ser tan ignorante.

Todos soltaron una carcajada, así que aproveché para hacer mutis y me metí en el Land Rover a leer el Belfast Telegraph.

Todo era sobre el Papa. Su asesino potencial era un turco que se llamaba Ali Agca y le había disparado en la plaza de San Pedro. En ese momento el Telegraph no disponía de mucha más información, pero rellenaban el tema con las opiniones de gente conmocionada, de políticos locales y de unos cuantos chalados protestantes de extrema derecha, como el concejal George Seawright, que consideraba el hecho «un golpe importante contra el Anticristo».

El sargento McCallister metió su cara regordeta y su típica nariz de bebedor por la parte de atrás del Land Rover.

—No estarás ofendido con Price, ¿verdad, Sean? —preguntó de buenas maneras.

—No, por Dios. Sólo quería quitarme la lluvia de encima —le respondí.

El sargento McCallister sonrió aliviado. Tenía una de esas sonrisas contagiosas con las que a mí no me había bendecido el Creador.

—Estupendo —dijo—. Bueno, mira, estaba pensando, ¿qué te parece si damos por rematada la faena? Ya no nos va a necesitar nadie más. Allí en los disturbios están más que cubiertos. Yo creo que hasta les sobra personal. ¿Qué, nos las piramos?

—Tú eres el suboficial más antiguo. Tú mandas.

—Pondré que salimos a las doce de la noche, pero nos las piramos ya, ¿qué me dices?

—Coño, Alan, creo que es la cosa más sensata que he oído desde que llegamos aquí arriba.

Cuando regresábamos monte abajo, McCallister puso una casete y fuimos oyendo su combinación particular en una cinta que había grabado con Crystal Gayle, Tammy Wynette y Dolly Parton. Me dejaron en Coronation Road, Carrickfergus.

—¿Es tu nueva mansión? —preguntó McCrabban contemplando la fachada del número 113 recién pintada.

—Sí, acabo de mudarme, hará un par de semanas; todavía no he tenido tiempo de hacer una fiesta de inauguración ni nada —dije a toda prisa.

—¿La has comprado? —preguntó el sargento McCallister.

Dije que sí con la cabeza. La mayoría de la gente de la urbanización Victoria estaba de alquiler, pero unos cuantos iban comprando sus casas de protección al Servicio ejecutivo de la Vivienda de Irlanda del Norte con los planes de privatización de la señora Thatcher. Yo había comprado aquella casa vacía por sólo 10 000 libras (la familia que vivía antes allí debía dos años de renta y una noche cogieron sus cosas y se largaron sin más. A América, decían algunos, pero la verdad es que nadie lo sabía muy bien).

—¿La has pintado de rosa? —preguntó Price con una sonrisa.

—Es lavanda, idiota daltónico —le dije.

McCallister se dio cuenta de que estaba claro que Price seguía sin captar el mensaje.

—Oídme, chicos, ¿sabéis por qué Price casi suspende el examen de ingreso en la policía? ¡Porque creía que un polígono era un polígamo!

Los jóvenes soltaron las risitas pertinentes y uno dio un puñetazo en el hombro de Price.

—Hay que arrancar, compañero —anunció tras guiñarme un ojo. Y dicho eso cerraron las puertas de atrás del Rover.

—¡Hasta la vista! —les grité cuando arrancó el coche, aunque era poco probable que me oyeran a través del cristal a prueba de balas y la chapa blindada.

Me quedé allí de pie sintiéndome ridículo con toda aquella impedimenta antidisturbios, casco y subfusil Sterling incluidos.

Un muchacho me contemplaba con la boca abierta.

—¿Es un arma de verdad, señor? —preguntó.

—Confío en que lo sea, desde luego —dije; abrí la cancela y recorrí el sendero del jardín. No era una mala casa: una obra sólida en medio de la fila de adosados, construidos en los cincuenta, como el resto de la urbanización Victoria, Carrickfergus, para los trabajadores protestantes pobres. Aunque desde luego en estos días prácticamente nadie tenía trabajo. La planta textil de la ICI echó el cierre el año anterior, en otoño de 1980, y allí trabajaba uno de cada cuatro hombres de Carrick. Ahora el pueblo tenía una tasa de paro del veinte por ciento, y sería peor si no fuera por la emigración a Inglaterra y Australia y la fábrica de coches DeLoreans, que acababa de abrirse en Dunmurray. Si la gente compraba DeLoreans según los cálculos previstos, Carrickfergus e Irlanda del Norte tendrían una oportunidad. Si no…

—¿Una noche ajetreada? —me preguntó la señora Campbell desde la puerta de al lado.

La señora Campbell… Sonreí y no dije nada. Mejor no. Nada de problemas. Treinta y dos años. Pelirroja. Un bombón. El marido fuera, en las plataformas petrolíferas del mar del Norte. Dos mocosos de menos de diez. Mejor que no.

—Ya sabe, con los disturbios y todo eso —insistió mientras yo intentaba encontrar las llaves.

—Sí —dije.

—Supongo que habrá oído lo del Papa.

—Sí.

—Podría encontrar por lo menos una docena de sospechosos en esta calle —dijo.

—Seguro que sí —le confirmé.

—Personalmente, fíjese, a mí me resulta espantoso, realmente espantoso.

Parpadeé una o dos veces y miré al frente. Aquella declaración me preocupaba. Significaba que trataba de mostrar su simpatía, lo que me llevaba a la inevitable conclusión de que probablemente yo le gustaba y que sabía (como todos los demás vecinos de la calle) que era católico.

Llevaba allí tres semanas y apenas había hablado con nadie. ¿Qué había hecho en ese tiempo para delatarme así? ¿Sería el modo de pronunciar las jotas o simplemente que era un pelín menos agrio que la población protestante de Coronation Road?

Metí la llave en la cerradura, hice un saludo con la cabeza y entré. Colgué el chaquetón, me quité el chaleco antibalas y desabroché la pistola. Por si acaso era requerido para servicios antidisturbios, también me habían provisto de un bote de gases lacrimógenos, una buena porra y aquel espeluznante subfusil de la Segunda Guerra Mundial, probablemente por si teníamos que vérnoslas con una emboscada del IRA en ruta. Dejé con mucho cuidado todo aquel arsenal en la mesa del recibidor.

Colgué el casco de su gancho y subí al piso de arriba.

Había tres dormitorios. Dos los utilizaba de trastero y para mí había reservado el de delante, que era el más espacioso y tenía chimenea y una bonita vista sobre Coronation Road y los montes de Antrim al fondo.

La urbanización Victoria está en las afueras de Carrickfergus y por lo tanto en las afueras del área urbana del Gran Belfast. Carrick va siendo gradualmente engullido por Belfast, pero de momento sigue poseyendo cierto carácter propio: una villa medieval de 13 000 habitantes con un pequeño puerto en funcionamiento y un par de fábricas textiles ya vacías.

Al norte de Coronation Road estabas en plena campiña irlandesa; al sur y al este, en el casco urbano. Eso me gustaba. Tenía un pie en ambos mundos, además. Había nacido en 1950 en Cushendun, cuando esa parte de la Irlanda del Norte rural era como otro planeta. Ni teléfono, ni electricidad, la gente todavía moviéndose con caballos, turba para cocinar y calentarse y los domingos algunos de los protestantes más disparatados remando o navegando a vela por el canal del Norte en sus botes para acudir a la iglesia en Escocia.

Sí, me habían parido como chico campesino, pero en 1969, justo cuando empezaba a despuntar el conflicto, me fui a la Queen’s University de Belfast a estudiar psicología con una beca completa. La ciudad me encantó: los bares, las avenidas, la personalidad y, por lo menos durante un tiempo, la universidad, cuya área era inmune a lo peor de la violencia.

Era la época de Seamus Heaney, de Paul Muldoon, de Ciaran Carson, y la QUB era como una velita que trataba de iluminar la oscuridad creciente.

Y no lo hice mal allí, aunque esté mal decirlo. En aquellos días nadie estudiaba psicología, así que yo destacaba. Por falta de competencia, supongo, pero aun así… Obtuve el título con sobresaliente, me enamoré y desenamoré un par de veces, publiqué un articulillo sobre la escasa fiabilidad de los testigos oculares en el Irish Journal of Criminology y quizás habría seguido una carrera académica y encontrado un trabajo al otro lado del charco si no hubiera sido por el incidente.

El incidente.

Por qué estaba aquí ahora mismo. Por qué me había hecho de la pasma en primer lugar.

Me quité el resto del uniforme de policía y lo colgué en el armario. Debajo de tanta cincha había sudado como un protestante en misa mayor, de modo que me di una ducha rápida para quitarme de encima la peste a poli. Me sequé y contemplé mi cuerpo desnudo en el espejo: 1,78, 70 kilos. Larguirucho, no musculoso. Treinta años pero aparentándolos, no como tantos colegas de sesenta cigarrillos al día. Piel morena, pelo oscuro rizado, ojos azul oscuro. Nariz aguileña muy poco celta, y cuando me bronceaba había quienes en un principio me tomaban por alguna clase de turista español o francés (aunque en estos tiempos no se veían demasiados pájaros raros de éstos). Que yo sepa, en mis antepasados no hay ni una sola gota de sangre española o francesa, pero siempre quedan en el aire esos dudosos cuentos locales que corren por Cushendun sobre supervivientes del naufragio de la Armada Invencible…

Conté las canas.

Catorce, ya.

Pensé en los bigotes de Serpico. Volví a desechar la idea.

Me alcé una ceja a mí mismo.

«Señora Campbell, debe de sentirse terriblemente sola con su marido lejos, en el mar del Norte…», dije haciendo una imitación de Julio Iglesias no sé por qué.

«Oh, sí, muy sola, y en una casa tan fría…», replicó la señora Campbell.

Me reí y quizás en homenaje a esa mítica herencia ibérica busqué la camiseta del Che Guevara que Jim Fitzpatrick había serigrafiado especialmente para mí. Encontré un par de vaqueros viejos y mis deportivas Adidas. Encendí la estufa de parafina de arriba y volví a bajar.

Di las luces, fui a la cocina, saqué un vaso de medio litro del refrigerador y lo llené por la mitad de zumo de lima. Le añadí unos cubitos de hielo y me lo llevé a la habitación delantera: la buena, la sala de estar, el salón. Por alguna arcana razón protestante en Coronation Road nadie utilizaba ese cuarto. Allí tenían el piano y la Biblia familiar y las sillas duras que sólo colocaban para visitas importantes, como policías o ministros de culto.

Yo no podía con esa clase de sandeces. Instalé allí la televisión y el estéreo, y aunque todavía me quedaban por completar algunos detalles de decoración, me gustó lo que había conseguido. Pinté las paredes de un azul mediterráneo absolutamente nada Coronation Road y colgué unas cosas de arte —abstractas, la mayoría— que saqué de la escuela politécnica de diseño. Había una estantería llena de novelas y libros de arte y una lámpara sueca de lo más chic. Todo el esquema lo tenía en la cabeza. El esquema no era mío, lo admito, pero no dejaba de ser un esquema. Dos años antes había vivido con Gresha, una amiga de Cushendun, que en los primeros años setenta había escapado del ambiente bélico del Ulster para irse a Nueva York. Al parecer allí se convirtió en la típica gorrona colgada que soltaba nombres como Warhol, Ginsberg, Sontag… Nada de todo aquello me impresionó gran cosa, pero sí que experimenté un poco y el chabolo que tenía en St. Mark’s Place me ponía cantidad, así que me imagino que intenté con plena conciencia captar aquí algo de su estética. Sin embargo, hay límites sobre lo que uno puede hacer en una casa adosada de una urbanización degradada de protestantes en la vasta Irlanda del Norte, pero si cierras las cortinas y pones la música fuerte…

Completé el vaso de lima con vodka Smirnoff de 40º, agité el preparado y tomé al azar un libro de la librería.

Era La delgada línea roja, de Jim Jones, que había leído en mi excursión por la Segunda Guerra Mundial junto con Catch 22, Los desnudos y los muertos, El arcoíris de la gravedad, etcétera. Todos los polis solíamos tener un libro entre manos para las esperas entre disturbio y disturbio. En esos momentos yo no tenía ninguno, y eso me ponía nervioso. Fui picoteando por los fragmentos mejores y más manoseados hasta que di con la parte en la que el sargento primero Welsh de la compañía C de Charlie decide simplemente mirar fijamente a todos los hombres del transporte de tropas durante dos minutos, no hacer caso de sus preguntas ni importarle que se crean que está loco porque para eso es el puto sargento primero y puede hacer lo que le salga de la entrepierna. Bueno. Muy bueno.

Leída esa escena, encendí la tele, comprobé que el Papa seguía vivo y cambié a la BBC2, donde retransmitían un torneo de billar poco importante del que ni había oído hablar. Me iba notando un cierto mareíllo a causa del vodka aquel y disfrutaba cantidad de aquella partida difusa entre Alex Higgins y Cliff Thorburn (ambos muchachos iban por su quinta pinta de cerveza) cuando sonó el teléfono.

Conté los timbrazos. Siete, ocho, nueve. Cuando llegué a diez, me fui al recibidor y conté dos o tres más.

Finalmente, al llegar a quince, descolgué.

—¿Sí? —pregunté con suspicacia.

—Hay buenas y malas noticias —dijo el inspector jefe Brennan.

—¿Cuáles son las buenas, inspector jefe? —pregunté.

—Que está cerca. Puede ir andando desde ahí.

—¿Y las malas?

—Que es desagradable.

—¡Jesús! ¿No serán críos?

—No esa clase de cosa desagradable.

—¿Pues de qué clase, entonces?

—Le cortaron una mano.

—¡Qué encanto! ¿Dónde?

—En Barn Field, el descampado cerca de la avenida Taylor. ¿Lo conoce?

—Sí. ¿Usted está ahí ahora?

—Le llamo desde casa de una buena señora en Fairymount.

—¿Una buena señora bien rubia?

—¡Véngase ahora mismo para aquí, so idiota!

—Le veré ahí dentro de diez minutos, inspector jefe.

Colgué el teléfono. Ahora es cuando los mostachos de Serpico irían que ni pintados. Te miras en el espejo del recibidor, te acaricias los bigotes de Serpico y pones cara de reflexionar.

En vez de eso, me rasqué la barbilla mal afeitada mientras improvisaba algo. Un momento muy bien calculado para un asesinato, con todos los disturbios en Belfast y la muerte del prisionero en huelga de hambre y el pobre Papa a medio camino entre el cielo y la tierra. Demostraba… ¿qué? ¿Inteligencia? ¿Suerte?

Cogí la gabardina y abrí la puerta de la calle. La señora Campbell seguía allí plantada, de cháchara con la señora Bridewell, la vecina del otro lado.

—¿Se marcha otra vez? —me preguntó—. Ah, no hay descanso para los impíos, ¿verdad?

—Así es —dije muy serio.

Me miró con sus ojos verdes y arrojó lejos la ceniza del pitillo que sostenía en la mano izquierda. Algo se agitó más abajo.

—Hay un, eeh, un presunto asesinato en la avenida Taylor. Voy a echar un vistazo —dije.

Ambas mujeres adoptaron una expresión adecuadamente espantada, lo que me indicó que por una vez en mi carrera policial iba por delante de los rumores callejeros.

Dejé allí a las mujeres y eché a andar por Coronation Road. La lluvia se había convertido en llovizna y la noche estaba en calma; la acústica era tan perfecta que se oían los disparos de pelotas de goma nada menos que desde el centro de Belfast.

Caminé hacia el sur, pasé junto a una panda de pilluelos que jugaban al fútbol con un balón de voleibol remendado. Sentí lástima por ellos, todos con el padre en paro. Les saludé ¡hola!, y seguí la marcha recorriendo filas y filas de adosados idénticos con alguna casa suelta que los inquilinos habían comprado y que a continuación habían modificado con arreglos de ventanas, añadidos e invernaderos.

Torcí a la derecha por Barn Road y atajé a través de la escuela primaria de Victoria.

Las pintadas nuevas en las paredes de las naves para las bicicletas exultaban con el asunto del Papa: «Turquía, 1; Vaticano, 0» y «¿Quién mató a JP?», una referencia a Dallas no demasiado sutil.

Me colé por la valla trasera y crucé el Barn Field.

Frente a mí tenía ahora la lengua oscura de la ría de Belfast y sobre ella tres helicópteros del ejército agitando las aguas mientras transportaban tropas de Bangor al barrio de Ardoyne.

Crucé un trecho de campo baldío con la única presencia de una oveja de aire demente. Oí el generador que alimentaba los reflectores y luego vi a Brennan con un par de guardias que todavía no conocía y a Matty McBride, el auxiliar del forense. Matty llevaba vaqueros y jersey en vez del nuevo mono blanco que les habían dado a todos los forenses con órdenes de utilizarlo. Tendría que soltarle un buen rapapolvo a aquel cabrón haragán, pero no delante de Brennan y los agentes, claro.

Saludé a los chicos con la mano y me devolvieron el saludo.

El inspector jefe Brennan era mi superior directo, el hombre a cargo de toda la comisaría de policía de Carrickfergus. Las comisarías más grandes estaban a cargo de un comisario, pero Carrick ni siquiera llegaba a jefatura de división. Así que yo, un sargento novato que llevaba dos meses destinado allí, era de hecho el cuarto oficial más antiguo del puesto. Pero era un destino seguro, y después de dos semanas allí estaba gratamente impresionado con la atmósfera de compañerismo, y no tanto con la profesionalidad de mis colegas.

Crucé el terreno embarrado y estreché la mano a Brennan.

Era un hombre alto de rostro ovalado, pelo castaño claro, casi rubio, y ojos inteligentes azul pizarra. No tenía pinta de irlandés, ni de inglés, es probable que en su reserva genética hubiera sangre vikinga.

Era de esas personas que consideran que dar la mano con poca fuerza puede suponer alguna merma de su autoridad, lo que significa que cada vez que te la estrechaba te hacía un daño de la puñeta.

Solté la mía con una mueca y miré a mi alrededor un par de segundos. Brennan y los agentes habían creado un desastre del demonio, contaminando todo el escenario del delito con sus botazas y sus manos sin guantes. Solté un pequeño suspiro para mis adentros.

—Me alegro de verle, Sean —dijo Brennan.

—Un tanto sorprendido de verle, inspector jefe. Debemos de andar algo escasos de personal si tiene que hacer usted de oficial de guardia.

—Usted lo ha dicho, colega. Todo el mundo ha ido a reforzar los controles. ¿Sabe quién se ha quedado cuidando de la tienda?

—¿Quién?

—Carol.

—¿Carol? ¡Jesús bendito! Éste sería un buen momento para ese ataque con misiles del IRA que tanto nos han prometido —murmuré.

Brennan levantó una ceja.

—Haga todas las bromas que quiera, socio, pero yo he visto el informe de Inteligencia. El IRA tiene cajones llenos de ellos. De Libia.

—Si usted lo dice, inspector.

—¿Conoce a Quinn y a Davey? —preguntó Brennan.

Di la mano a los dos agentes de la reserva a los que, en el curso natural de las cosas, no volvería a ver antes de un mes.

—¿Dónde está su arma? —preguntó Brennan con su acento plano, aterrorizador, monótono, de East Antrim.

Capté el timbre casi oficial de su voz.

—Lo siento, inspector jefe, me dejé el revólver en casa —respondí.

—¿Y qué habría pasado si mi llamada hubiera sido bajo coacción y esto fuera una emboscada? —preguntó Brennan.

—Supongo que me habrían matado —dije, como buen estúpido.

—Pues sí. Lo habrían matado, sí. Considere esto como una amonestación.

—¿Una amonestación oficial?

—Oficial no, naturalmente. Pero no se lo tome a la ligera; se lo cargarían encantados, ¿no cree, muchacho? Encantados.

—Supongo que sí, inspector jefe —admití. Todo el mundo sabía que para el IRA los polis católicos tenían premio.

Brennan extendió sus dedazos enguantados como cuchillos de carnicero y me pellizcó la mejilla.

—Y no vamos a dejar que pase eso, ¿verdad, cielito?

—No, inspector jefe.

Brennan apretó tanto que me hizo daño de verdad; luego soltó.

—Muy bien; bueno, y ahora, ¿qué saca en limpio de todo esto? —dijo.

Matty estaba sacando fotografías de un cuerpo colocado en el asiento delantero de un coche quemado. El coche estaba rodeado de basura al socaire de la maciza pared del viejo molino de Ambler. El vehículo era un Ford Cortina abandonado y destrozado años, incluso décadas antes. Ahora, sin parabrisas, sin puertas, sin ruedas, parecía una escultura oxidada.

Desde donde yo estaba se veía una mata de pelo amarillo de mediana longitud.

Me acerqué más.

El cliché de toda película de policías y ladrones: la rubia muerta en el vertedero. Porque el muerto siempre era una chica, no lo que teníamos allí delante: un tipo mofletudo con las puntas del pelo amarillas y una cazadora vaquera de AC/DC.

Estaba sentado en el asiento del conductor con la cabeza caída a un lado, la parte de atrás del cráneo desaparecida y la cara parcialmente hundida. Era más bien joven, quizás treinta años, llevaba vaqueros, esa cazadora, una camiseta negra y botas Dr. Martens. Los rizos rubios estaban llenos de barro y sangre apelmazada. Tenía un morado justo a la derecha de la nariz; los ojos, cerrados, y las mejillas, más pálidas que el papel de carta.

El coche estaba sobre una elevación encima de la hierba crecida y de unas zarzas enmarañadas y sólo a unos metros de un atajo muy concurrido que cruzaba el descampado del Barn Field y que yo mismo usaba de vez en cuando.

Pellizqué la piel del cuello del cadáver.

La carne estaba fría, y la piel, tiesa.

El rigor mortis avanzaba al galope. A aquel chico lo habían liquidado hacía un tiempo. Muy probablemente en las primeras horas de la madrugada, o incluso a última hora de la noche anterior.

Debieron atacarlo aquí y dispararle o dispararle y arrastrarlo hasta aquí desde su coche en la avenida Taylor. Era un buen sitio. A una hora tardía no habría nadie por estos lugares que pudiera ser testigo del crimen o del abandono del cadáver, pero sí que alguien descubriría el cuerpo muy pronto en cuanto fuera de día. Diez minutos más calle arriba y estabas ya en pleno campo, pero nunca se era lo bastante precavido dada la cantidad de puestos de control que el ejército colocaba en cualquier parte sin avisar.

Volví a buscar huellas de pisadas. Docenas. Matty, Tom y los dos agentes de la reserva se habían acercado al muerto para echar un vistazo al cuerpo. No sabían hacerlo mejor, benditos sean, pero tomé nota mentalmente de preparar un pequeño seminario sobre «contaminación del escenario del crimen» para tal vez dentro de una o dos semanas, cuando ya todos supieran quién era.

Rodeé el coche y me acerqué a la alta pared del molino que, junto con las amplias ramas de un roble, formaba una pequeña zona de abrigo. Era evidente que aquello era un antiguo refugio de adolescentes o drogotas. Había un colchón en el suelo. Un sofá. Una silla reclinable vieja. Desperdicios. Bolsas de congelador a montones. Jeringuillas. Condones. Recogí una de las bolsas de congelador, la abrí con dificultad y olí el interior. Pegamento. Nada era reciente. Todo parecía tener como un par de meses. Era obvio que los adolescentes habían dado con una casa abandonada mejor para colocarse y crear una nueva generación.

Comprobé el campo visual.

El coche se veía desde la carretera y desde el atajo de Barn Field.

Así que ellos, quienesquiera que fuesen «ellos», querían que se encontrase el cuerpo.

Volví junto al vehículo y eché una segunda mirada al cadáver.

Aquellas mejillas pálidas, una oreja perforada, sin pendiente.

La mano izquierda de la víctima estaba en su sitio, pero la derecha yacía separada del cuerpo junto al pie del pedal del acelerador. Le habían disparado primero en el pecho y después en la nuca. No había mucha sangre alrededor de la mano, lo que significaba que probablemente se la habían cortado cuando el corazón había dejado ya de latir. Amputar un miembro con la víctima todavía viva implicaba la presencia de al menos dos personas. Una para sujetarla y otra para manejar la sierra. Pero pegarle un tiro y cortarle la mano después era muy fácil de hacer para un hombre solo.

Miré en busca de la acostumbrada bolsa de plástico con treinta monedas de seis o cincuenta peniques, pero no la encontré. No siempre dejaban las treinta monedas de plata cuando liquidaban a un chivato: pero sí muchas veces.

Aquí está la mano que tomó el dinero sucio y aquí el precio de Judas.

Allí tirada, junto al acelerador, aquella mano derecha parecía pequeña y lamentable. La izquierda tenía cicatrices en los nudillos, cicatrices de muchos combates a puñetazos.

En la otra mano había algo que no me gustaba, pero de momento no conseguía darme cuenta de qué era.

Inspiré con fuerza, asentí para mi coleto, me puse de pie.

—¿Y bien? —preguntó Brennan.

—Tengo la firme convicción, inspector jefe, de que no estamos ante un accidente de coche cualquiera —dije yo.

Brennan soltó una carcajada y meneó la cabeza.

—¿Por qué todos los retrasados del CID se creen unos puñeteros cómicos?

—Probablemente para encubrir una profunda inseguridad, señor.

—Muy bien, ¿qué ha sacado en limpio, Sean? ¿Primeras impresiones?

—Yo diría que nuestra víctima es un confidente paramilitar de bajo rango. Que descubrieron que nos filtraba cosas a nosotros o a los británicos y que lo mataron. Y con su típico estilo melodramático le amputaron la mano derecha después de liquidarlo y luego dejaron el cuerpo en un sitio fácil de encontrar para que el mensaje empezara a circular cuanto antes. Diría que la muerte se produjo más o menos a las doce de la noche pasada.

—¿Por qué de bajo rango?

—Bueno, ni Matty, ni usted ni yo lo hemos reconocido, así que no debe de ser más que un rufián poco importante de los bloques de viviendas; y también por este sitio, un tanto apartado, de modo que el que lo mató también debe de ser de por aquí. O por lo menos de Carrick. Apuesto a que el sargento McCallister podrá identificar a nuestro fiambre, y le apuesto a que encontraremos al que ordenó su muerte por los conductos habituales. ¿Quién dio el aviso?

—Llamada anónima.

—¿El asesino?

—Nada de eso, una anciana que salió a pasear a su perro. A no ser que piense que ahora los terroristas emplean ancianas como sicarios.

—¿A qué hora llamaron?

—A las seis quince de esta tarde.

Asentí.

—Es un poco más tarde de lo que les habría gustado a nuestros asesinos, pero al final lo vio alguien. Estoy seguro de que mañana tendremos las huellas. Me llevaría una buena sorpresa si el chico no tiene ficha.

—¿Entonces le gusta lo suficiente para ponerse a seguir la pista? —preguntó Brennan dándome una buena palmada en la espalda.

—¿Y qué pasa con el fraude del Ulster Bank?

—Los delitos de guante blanco tendrán que esperar a que volvamos del borde del abismo.

—Es una bonita manera de decirlo.

—Las cosas se pondrán peor antes de mejorar, ¿no cree?

—Sí, lo creo —asentí.

—¿Ha llevado ya algún asesinato, Sean?

—Tres.

—¿Un asesinato triple o tres investigaciones separadas?

—Tres separadas.

—¿Y cuál fue el resultado de esas tres investigaciones, si se lo puedo preguntar?

—Bueno —dije torciendo la cara—, descubrí al autor de los tres casos.

—¿Presentaron cargos?

—Ni uno. En dos de ellos teníamos unos buenos testigos oculares, pero nadie quiso testificar.

Brennan dio un paso atrás y me miró un instante. Me abrió el impermeable.

—¿Éste es el puto Che Guevara?

—En efecto, inspector jefe.

—Está usted hecho un buen mangante. Me aparece en el lugar del delito desarmado, con zapatillas de deporte y una camiseta del Che Guevara. No sé adónde va a ir a parar el mundo.

—Lo más probable que adónde acabe mal, señor.

Sonrió y meneó la cabeza.

—No acabo de entenderlo, Duffy. ¿Por qué un tío tan listo se metió a poli?

—¿Por llevar un uniforme vistoso? ¿Por la emoción y la intriga de no saber si te asesinarán cualquier día al irte a trabajar?

—Bueno —dijo Brennan con un suspiro—, supongo que es cosa suya —dio un golpecito al reloj—. Puede que me dé tiempo a tomarme un whisquicito con soda en el club de golf.

—Antes de que se marche, jefe, tengo una pregunta. ¿A quién pondrán a trabajar conmigo en esto?

—Puede disponer de la totalidad de recursos del CID.

—¿Cómo? ¿Todos? ¿Los tres? —pregunté con un atisbo de sarcasmo.

—Así es, los tres —dijo muy serio, como si no le hubiera gustado nada mi tonillo.

—¿Puedo solicitar la asignación de un par de agentes…?

—¡No, no puede! —me interrumpió Brennan—. Andamos más apretados que el culo de un niño del coro. Tiene usted su equipo y sanseacabó. Por si no se había enterado, compañero, estamos a un tris de la guerra civil, après nous el puto diluvio, somos como el niño holandés que tapaba con el dedo el agujero en el dique, somos… esto… eeh…

—¿La delgada línea azul, inspector jefe?

—¡La delgada línea azul! ¡Exacto! —Golpeó con la punta del dedo la cara del Che—. Y hasta que se acaben las huelgas de hambre, colega, tampoco le darán ninguna ayuda desde Belfast. Pero usted puede llevar perfectamente el asunto, ¿verdad, sargento detective Duffy?

—Sí, señor, puedo llevarlo.

—Sí, mejor será, porque si no busco a otro ahora mismo, coño —bostezó, cansado de tanto vociferar—. Bien, dejo el asunto en sus competentes manos, pues. Tengo la impresión de que este caso no va a cubrirnos de gloria, pero claro, tenemos que cumplir con todos.

—Y eso hacemos, inspector jefe.

—Muy bien, pues.

Brennan saludó con la mano y se encaminó hacia su Ford Granada, aparcado detrás del Land Rover de la policía. Una vez desaparecido el Granada, llamé a Matty.

—¿Qué te parece?

Matty McBride era un poli de segunda generación de East Belfast. Tenía veintitrés años. Era un personaje curioso, de pelo castaño rizado, cuerpo flaco como un lápiz y que movía las orejas. Y bajito, en torno a uno sesenta y cinco. Pequeño y monísimo. Llevaba guantes de látex y tenía la nariz colorada, lo que le confería un cierto aspecto de payaso maligno. Entró en la policía recién salido del instituto y evidentemente fue lo bastante inteligente para meterse en el Departamento de Investigación Criminal, pero aun así yo tenía ciertas dudas sobre su capacidad de enfoque y atención a los detalles. Tenía su lado soñador. No era meticuloso ni obsesivo, un serio inconveniente para alguien del servicio forense. Y cuando le sugerí muy educadamente que se plantease hacer los cursos a tiempo parcial de Ciencias Forenses en la Universidad Abierta, se mofó directamente de la idea. Pero en fin, era joven, quizás todavía se le pudiese moldear.

—¿Confidente? ¿Disputas unionistas? ¿Algo por ese lado? —sugirió Matty.

—Sí, yo también apuesto por ese lado. ¿Crees que lo mataron aquí?

—Eso parece.

—¿Traérselo aquí y luego rebanarle la pezuña con el tío dando alaridos para que los oyera cualquiera?

—Vale —dijo Matty encogiéndose de hombros—, entonces lo mataron en otro sitio.

—Pero si lo hicieron así, ¿por qué crees que habrán traído el cuerpo hasta aquí desde la carretera?

—No sé —dijo Matty en tono cansino.

—Para dejarlo bien a la vista, Matty. Querían que lo encontraran pronto.

Matty gruñó algo, nada interesado en aceptar la naturaleza pedagógica de nuestra relación.

—¿Has sacado las muestras de cabellos, las huellas? —le pregunté.

—No. Todo eso lo haré cuando haya terminado con las fotos.

—¿Qué forense tenemos?

—Cathcart.

—¿Es bueno?

—Buena. Es la doctora Cathcart.

Alcé las cejas. Primera vez que oía hablar de una médico forense.

—No es mala —añadió Matty.

Seguimos allí plantados contemplando el coche achicharrado y escuchando la lluvia que repiqueteaba sobre la chapa oxidada del techo.

—Supongo que sigo con la faena —dijo Matty.

—Sí —asentí.

—¿Al final vendrá la caballería de Belfast? —preguntó Matty mientras tomaba más fotografías.

—Qué va —dije negando con la cabeza—. Tú y yo solos, colega. Así estaremos más en familia.

—¡Jesús! ¿Voy a tener que hacer todo esto yo solo? —protestó Matty.

—Llama a ese par de vagos pachorras de ahí para que te ayuden —le dije.

—¿Ésos? —Matty se mostró escéptico—. Ese par no puede decirse que sean muy brillantes. Una cuestión para usted: el patrón dice que nos andemos con ojo con las fotos. ¿Necesita primeros planos? Porque si no los necesita, me los ahorraré.

—¿Qué nos andemos con ojo con las fotos? ¿Por qué?

—Cuestión de gastos, ¿sabe? Dos libras por cada rollo que revelamos. Y éste no es más que un confidente apiolado, ¿no?

Aquello me molestó. Era típico de los mandamases de la policía de Irlanda del Norte derrochar millones en equipamiento nuevo sin la menor utilidad que acabaría por pudrirse en cualquier almacén y pellizcar unos peniques en la investigación de un homicidio.

—Gasta todos los rollos de película que quieras. Ya los pagaré yo, coño. ¡Aquí hay un hombre asesinado! —dije.

—¡Vale, vale! No hace falta gritar —protestó Matty.

—Y recoge todas esas pruebas antes de que la lluvia se las lleve todas. Y que ese par de fantasmones te ayuden.

Me abroché el impermeable y me subí el cuello. Ahora llovía más fuerte y empezaba a tener frío.

—Puede quedarse y ayudarme si quiere —dijo Matty—. Le daré unos guantes de látex.

Me di unos golpecitos en la sien.

—Me encantaría ayudarte, colega, pero sólo soy hombre de ideas, no te serviría de mucho.

Matty se mordió la lengua y no dijo nada.

—Queda usted al mando de este escenario, agente McBride —dije en tono fuerte, oficial.

—Ok.

—Nada de atajos —añadí más suave, y di media vuelta y eché a andar hacia la avenida Taylor, donde estaba aparcado el Land Rover de la policía con las puertas de atrás abiertas. Dentro estaban un conductor y otro agente de la reserva, al que tampoco conocía, con el culo bien aposentado y leyendo el periódico. Di unos golpecitos en el cristal y el guardia pegó un respingo y me miró—. ¡Qué, usted, noche de los muertos vivientes! Cierre las puertas de atrás y espabile, compadre, aquí de esta guisa parece el reclamo para una emboscada.

—Sí, sargento —dijo el agente desconocido.

Se me ocurrió una idea.

—Enfoque los faros sobre el campo, ¿quiere?

Encendió las luces largas, de modo que Matty tenía más luz. Yo miré si veía un rastro de sangre desde la carretera hasta el cadáver y ya lo creo que descubrí unas cuantas gotas.

—¡Hay un rastro de sangre! —le grité a Matty, y él asintió con muchísimo menos entusiasmo del que me hubiera gustado. Me encogí de hombros, abroché el último botón del impermeable y volví andando por Coronation Road. Ya era bastante más de medianoche y todo el mundo estaba en la cama. La lluvia se había vuelto aguanieve y el olor a humo de turba te ponía cabezón. Ni un alma, ni un coche, ni siquiera un gato callejero. Docenas de cortinas protestantes beis, todas idénticas y perfectamente cerradas.

¿Así que todos estos jaffa cabrones ya saben que soy católico?, pensé, muy poco feliz. Ésa era justo la clase de información por la que el IRA pagaría un buen dinero si por aquí hubiera alguien con imaginación suficiente para vendérsela.

Subí el sendero del jardín, entré en casa, cerré mis cortinas bermellón, encendí la estufa eléctrica, me quité la ropa en la sala de estar y encontré una bata vieja. Me preparé otro lingotazo de vodka con lima. La tele ya había terminado sus emisiones y en los tres canales tenían la carta de ajuste. Puse Double Fantasy en el tocadiscos. Coloqué el mando en «Repetir», me tumbé en el sofá de cuero y cerré los ojos.

El Ulster más oscuro del año del Señor de 1981: lluvia en las buhardillas, helicópteros sobrevolando el estuario, unos disturbios reducidos a algún retumbar ocasional…

El problema con Double Fantasy era que el orden de canciones alternaba los cortes de John Lennon con los de Yoko Ono. Así que no podías escapar de Yoko más de cuatro minutos seguidos. Bajé el volumen al dos, me deslicé debajo del edredón rojo del sofá y, con un sorbo al gimlet de vodka de vez en cuando, me sumí en uno de esos sueños profundos que sólo tienen los hombres cuya vida, como la de los de la unidad militar C de Charlie, se vive al mismo límite.