6: Un sábado malo muy largo
Apagué el motor y me instalé en mi pequeña cárcel existencial antes de salir a esa cárcel existencial más grande que es Irlanda del Norte.
El aparcamiento estaba vacío y comprobé bien los bajos del coche sólo por colocarme del lado de la seguridad. Nada, por supuesto.
Dije hola a Oscar McDowell y leí con detenimiento las primeras páginas.
«Colapso de Liz Taylor», eran los titulares del Sun y del Daily Mirror. «Últimos días del juicio para el destripador», era la oferta del Daily Mail. «Líos en la boda real», titulaba el Daily Express. De los periódicos irlandeses, un par cubría los disturbios a causa de Frankie Hughes y hacían cábalas sobre cuál sería el siguiente huelguista en morir de hambre, y los otros se ocupaban de la exseñora de Richard Burton.
—¿Qué le ha pasado a Liz Taylor? —pregunté a Oscar.
—Compra el periódico y lo sabrás —respondió.
En vez de eso compré una cajetilla de Marlboro Lights y una coca-cola.
Oscar me dirigió una mirada rara al darme el cambio.
—¿Qué? —le dije.
—Tú eres poli, ¿verdad, Sean?
—Sí —dije con suspicacia.
—Oye… ¿tú no podrías hacer algo con lo de los muchachos?
—¿Qué muchachos?
—Estoy hasta las narices. Aquí apenas si sacamos algo. Ya nadie tiene dinero. Las suscripciones de revistas me han bajado un cincuenta por ciento desde que cerró la ICI. Así que podrías decirles que… Ya sabes a qué me refiero.
Lo sabía, sí. Me hablaba del dinero que tenía que pagar cada semana a los paramilitares por su protección. Del dinero que tenía que sacar directamente de la caja y entregar a los matones del barrio para que no le quemaran el negocio.
Oscar andaba por la sesentena. Todo él emanaba agotamiento. Hacía años que hubiera debido venderlo todo y mudarse a un lugar soleado.
—¿Cuál es la tarifa actual? —le pregunté.
—Bobby me pide cien libras por semana. No puedo. Imposible, con la economía así. ¡Imposible! ¿No puedes decirles algo, Sean? ¿Insuflarles un poco de sentido común? ¿Puedes?
—Yo no puedo hacer nada, Oscar —le dije meneando la cabeza—. Si estuvieras dispuesto a testificar, sería otra cosa, pero no creo que estés dispuesto a testificar, ¿verdad?
Negó con la cabeza.
—¡Jamás en la vida! —subrayó.
—Pues entonces no puedo hacer nada, como te he dicho.
—Tiene que haber algún canal alternativo, Sean, ya sabes, algún modo de hablar con ellos sin más. Diles que están cargando mucho más de la cuenta tal y como está la economía. Si tengo que cerrar el negocio, perderemos todos.
—No puedo reunirme con ellos. Asuntos Internos diría que eso es connivencia.
—No me refiero a una reunión formal ni nada parecido, sólo que si en el cumplimiento de tus funciones te cruzas por casualidad con esos caballeros en concreto, les dejes caer uno o dos pequeños comentarios.
Cogí una barrita Mars, cigarrillos y coca-cola.
—Supongo que el Bobby al que te refieres es Bobby Cameron, el de Coronation Road —le dije.
—A mí no me has oído ningún nombre.
—Ajá. Veré lo que puedo hacer.
Oscar lanzó un suspiro de alivio.
—Toma, te olvidas los periódicos —dijo entregándome el Times y el Guardian gratis.
Los acepté con toda naturalidad.
Los dejé en el asiento del copiloto y me miré en el espejo.
«Tu primer regalito por tu primera actuación, Sean. Así se empieza. Pasos de niño», me dije para mis adentros.
Otro control del ejército en Marine Highway. Esta vez, los paracas de los cojones. Miraron bien mi credencial y me hicieron pasar levantando sarcásticamente los pulgares.
Ray estaba de vuelta en la cabina de la comisaría de la RUC y me saludó con la cabeza al abrirme la barrera de entrada del aparcamiento del cuartel.
Salí del coche en medio del sirimiri y decidí dejar el tabaco. Había bajado a dos o tres pitillos al día, que gorroneaba. Sólo compraba en casos de emergencia.
Subí a la sala de pruebas del CID.
Volví a leer entera la postal a través de la bolsa de protección.
Escribí «duelistas perpetuos/laberinto/maricas» en mi libreta.
Comprobé si había faxes de Belfast.
Nada.
Puse los pies encima de la silla y pensé un poco.
Dos víctimas. Dos manos. Simetría. Espejos, opuestos, duelistas, adversarios, llave y cerrojo. Todo eran dúos.
Todo, excepto el laberinto.
«Compartimos el camino a través del labyrinzos».
Sólo existía una ruta para atravesar el laberinto.
El camino verdadero. El laberinto. Construido por Dédalo el volador…
Tal vez eso significase algo.
Dédalo, Ícaro, Stephen Daedalus, James Joyce, Dublín…
Nada.
Me rasqué la barbilla y pensé y se me cayó un lápiz de la mesa.
Llamé a balística.
—Los indicios preliminares muestran que los dos proyectiles proceden de la misma arma —me dijeron.
Agarré una máquina de escribir y trabajé en la exposición. Me comí la barrita Mars y me bebí la coca-cola. McCrabban apareció a las ocho y media. Le conté lo de la postal.
La leyó y me preguntó si sacaba algo en limpio de ella.
—¿Tú crees que es auténtica? —le pregunté.
—Bueno, siempre tenemos un montón de engaños en cada caso, pero esto, no sé, me parece distinto.
—¿Alguna idea sobre nuestro sujeto?
—Que odia a los maricas. Lo que me hace pensar que nuestro Don Nadie también debía de serlo. Tiene que serlo, ¿no es cierto?
—Sí.
Crabbie hizo una transcripción a máquina de la nota, sacó fotocopias y me ayudó con la exposición del caso.
A las 8:45 llamó Matty para decir que llegaría tarde por culpa de una alarma de bomba en el tren Larne-Carrick.
—¿Desde dónde llamas? —le pregunté.
—Desde la estación —mintió.
—¿Y cómo es que estoy oyendo a David Frost de fondo?
—Hum.
—¡Mueve el culo y plántate aquí ahora mismo, rata perezosa! —le grité, y colgué.
—La juventud —dijo McCrabban.
—¿Qué pasa con ella?
—Necesitan dormir más que nosotros.
—¿Sabes?, no creo que podamos resolver este caso nosotros tres solos —dije.
A Crabbie no le gustaba oír esa clase de cosas (ni ninguna otra sobre sentimientos personales) y empezó a rellenar su pipa con furia para encubrir su incomodidad.
La encendió, tosió y lanzó al aire un anillo de humo azul.
—Sí —dijo, y ése sería todo el consuelo que podría obtener de aquella cara adusta.
—Hazme un favor y averigua quién vende postales del cottage de Andrew Jackson en Carrickfergus y en Belfast y pregúntales si vendieron alguna últimamente y si recuerdan a quién.
—O sea, básicamente, ¿qué llame a todos los quioscos de Carrick y Belfast? —preguntó McCrabban.
—Sí.
—Vale, jefe.
Por fin llegó Matty y le enseñé la postal, que se llevó para hacer más análisis. Sacó huellas dactilares, la pasó por la luz negra y por la ultravioleta. Todas las huellas estaban borradas excepto un par que sospechaba que eran las mías y las del cartero. Le dije que enviase a un agente de la reserva a la oficina de Correos de Carrick para sacar las huellas del cartero de Coronation Road.
A las 9:05 tenía lista la exposición y se la leí a bote pronto a los chicos. Les pareció que estaba bien, aunque McCrabban me hizo acortarla porque el sargento McCallister no tenía mucha capacidad de concentración.
A las 9:15 llamé a Mike Kernoghan, del servicio secreto de la Special Branch; le dije lo de mi corresponsal anónimo y le pregunté si alguno de sus chicos podía pinchar mi teléfono por si al asesino le daba por intimar más conmigo.
A Mike le pareció una buena idea y dijo que esa misma tarde me enviaría a un par de muchachos para «arreglarme la tele».
Le dije que siempre dejaba una llave debajo del cactus y él me comentó que sus muchachos no necesitaban llaves, que con un clavo oxidado podían entrar en cualquier adosado del Servicio de la Vivienda de Irlanda del Norte, dato que no me inspiró una gran confianza en las condiciones de seguridad de mi hogar.
Volví a mirar si había algún fax de Belfast y llamé al laboratorio de medicina legal para asegurarme de que trabajaban a fondo en la identificación de nuestro Don Nadie. Me juraron que eso es lo que estaban haciendo y que tenían en marcha una línea de investigación muy prometedora.
—¿De veras? No me estará tomando el pelo, ¿verdad?
—Nunca haríamos eso, sargento.
—¿Cuándo me llegará la buena nueva?
—Nos gusta confirmarlo siempre todo antes, sargento Duffy, pero estoy razonablemente seguro de que tendremos un resultado positivo a última hora de hoy.
—¿Un resultado positivo?
—Sí.
—¿Entonces saben quién es?
—Estamos bastante seguros. En estos momentos estamos en el proceso de confirmación.
—¿No puede darme una pista? ¿No será Lord Lucan, verdad? ¿D. B. Cooper? ¿Lady Di?
El tipo del laboratorio forense me colgó. Me puse a llamar en busca de algún pariente de Andrew Young, pero lo más cercano que pude encontrar fueron sus compañeros de trabajo.
En cuanto Matty terminó con las copias le pedí que se pusiera a rastrear cualquier imputación de abusos sexuales contra Young. Un antiguo pupilo enfurecido sería un magnífico recurso al que acudir en un caso como éste.
A las 9:30 reuní al equipo en la sala del CID, los coloqué en unas sillas a mi lado y puse otras tres delante del tablero blanco.
A las 9:35 entraron los sargentos McCallister y Burke. Burke era otro guripa de la vieja escuela de unos cincuenta y cinco años. Un fulano que no se andaba con bromas. Ex del ejército y de la policía militar. Había estado destinado en Palestina, Chipre, Kenia, en todas partes. Parecía el padre autoritario de todos. El bueno de Burke no hablaba mucho, pero lo que decía solía proceder de la sabiduría adquirida a lo largo de una vida larga e interesante… o eso, o auténticas chorradas.
El inspector jefe Brennan entró el último. Venía con chistera y chaqué.
—Dese prisa, Duffy, no tengo mucho tiempo —me dijo.
—Sí, claro, supongo que no quiere llegar tarde al teatro, señor Lincoln —dijo el sargento McCallister, y todos soltamos la carcajada.
—Igual es que tiene un pluriempleo de mago —dijo el sargento Burke.
—Voy a la boda de mi sobrina. ¡Empiece ya, Duffy!
Les leí mi exposición. Había siete puntos principales:
1. A la víctima todavía sin identificar de Barn Field la habían matado de un tiro con una 9 mm, estilo ejecución.
2. Había tenido un contacto homosexual reciente y le habían introducido un trozo de partitura por el ano.
3. Habían sustituido su mano derecha por la de Andrew Young, conocido homosexual, también asesinado en su casa de Boneybefore con una 9 mm.
4. La partitura era de La Bohème, de la parte que contiene el verso «Tienes la manita helada», que le canta Rodolfo a Mimí.
5. Andrew Young era profesor de música en el colegio de secundaria de Carrick y organizaba el festival de Carrick. No, no había programado La Bohème ni en el colegio ni en el festival.
6. Al parecer el asesino había llamado a la comisaría de policía de Carrick, averiguando qué detective llevaba el caso, y me había enviado una postal muy extraña (de la que les fui pasando fotocopias) que podría contener alguna clave o ser sólo una maniobra de distracción.
7. Los proyectiles de 9 mm de ambas víctimas concordaban.
Brennan y los dos sargentos escucharon todo sin interrumpir.
—¿Cuál es su conclusión preliminar, sargento Duffy? —me preguntó Brennan cuando terminé.
—Es evidente que los dos asesinatos están relacionados. La doctora Cathcart piensa que hubo una diferencia de dos o quizás tres horas entre las dos muertes. Lo sabrá con más precisión cuando haya realizado la autopsia de Young. En consecuencia, pienso que tenemos entre manos a un potencial asesino en serie. En este momento no veo ninguna evidencia de conexiones paramilitares, por lo que estaríamos ante el primer asesino en serie no sectario de la historia de Irlanda del Norte —dije.
—¿Y por qué se le ocurre salir a la luz justamente ahora? —preguntó McCallister.
—No lo sé. ¿Envidia, quizás? Habrá estado viendo toda esa publicidad que le han dado al juicio del destripador de Yorkshire y se habrá cabreado —aventuré.
—Puede que el caos de las huelgas de hambre le haya servido de tapadera y brindado la oportunidad que necesitaba —dijo McCrabban.
—Es como si ese mariquita viejo, ese Young, hubiera sacado de quicio a alguien y que a ese alguien le hubiese dado la vena y decidió cargarse a unos mariquitas más —dijo Burke.
—Matty está mirando si existen acusaciones contra él —dije yo.
—Y ese asunto de la música no me gusta nada. Es jodidamente raro —dijo Burke.
—A mí tampoco me gusta. Hay algo ahí que huele que apesta. Me he leído el libreto de La Bohème, pero no he visto nada —dije.
—Madre mía, ¿qué vamos a hacer si a ese tal Young también le han metido algo por el culo? —murmuró Brennan.
—¿Apretar bien las nalgas? —propuso McCallister, y otra vez hubo risas generalizadas.
—Sobre eso estamos a la espera de la autopsia, inspector jefe —añadí cuando se calmaron las risitas.
Se hizo el silencio, subrayado por un estruendo lejano, en Belfast, que podía ser de cualquier cosa, desde un barco descargando en los muelles hasta una serie de bombas coordinadas.
—¿Cuál es el próximo paso, sargento Duffy? —preguntó Brennan.
Le informé de los diversos ángulos de ataque que seguíamos y de que se suponía que nos llegaría hoy por fin el informe de las huellas de Don Nadie.
—¿Y si nuestro corresponsal vuelve a ponerse en contacto? —preguntó el sargento Burke.
Les conté lo de mi llamada a la Special Branch.
Me di cuenta de que a Brennan aquello no le hacía muy feliz, pero no dijo nada. Y además ya estaba preocupado por la hora y porque tenía cosas más importantes que hacer.
—¿Ha pensado en la prensa? —preguntó.
—Claro, evidentemente, en algún momento habrá que informarlos —dije—. Pero probablemente podamos retrasarlo un poquito. Ésta no es una semana escasa de noticias.
—Esto nos estallará en la cara, sargento Duffy —dijo Brennan con un suspiro—. Si no avisamos a la prensa puede estar seguro de que lo hará nuestro escritor de notitas anónimas, o algún vecino del señor Young, o cualquier otro. ¿Tiene ya una estrategia para los medios?
—Hum…, pues no, no exactamente, no sé… —tartamudeé. Miré a Matty y a McCrabban, pero ambos habían descubierto algo fascinante en la moqueta.
Brennan miró a McCallister.
—¿Y usted, Alan? Es una tarea de lo más desagradecida, pero necesitamos a alguien, y por lo que parece el sargento detective Duffy ya tiene suficiente trabajo. Podría darles usted un buen resumen defensivo a un par de gacetilleros locales. Ya se lo he visto hacer antes.
McCallister me sonrió y meneó la cabeza.
—No, no, compañeros, ésa no es la forma de manejar el tema. Nada de defensivas. Lo presentaremos como un triunfo. Gracias a un inteligente trabajo policial hemos relacionado dos asesinatos. Hablaremos de las modernas técnicas forenses y de cómo incluso en estos tiempos difíciles nosotros, la pasma honrada y trabajadora, podemos dedicar el esfuerzo y la atención debidos a cada caso que se nos presenta.
Brennan asintió.
—Eso me gusta —dijo.
—No vendrán los de la tele porque andan liados con todos esos otros disparates, pero convocaremos a algunos amigos del Belfast Telegraph, el Carrickfergus Advertiser, el Irish News y el Newsletter y se lo ofreceremos. Tal vez también a esa mujer, esa Saoirse Neeson de Crime Beat, el programa de sucesos de Downtown Radio.
Brennan me miró. Yo me encogí de hombros. Cuando pensé que aquél era un caso sin importancia estaba ansioso porque viniera la tele, pero ahora que se había complicado más resultaba, como mínimo, un elemento de miedo escénico; no obstante, si el gran Alan McCallister quería echar una mano…
—Si Alan quiere hacerlo, fantástico —dije.
—Muy bien, lo derivaremos todo al sargento McCallister —dijo Brennan.
¡Alto ahí! ¿Derivarlo todo? ¿Qué quería decir con eso?
Afortunadamente Alan me vio la cara y sacó su mejor versión de Uri Geller.
—No, no. Yo no soy del CID. Este caso no es mío, es de Duffy. Que lo lleve todo el sargento Duffy. Yo haré simplemente de agente de prensa. Él me dirá lo que hay que decir, yo lo diré y ya está.
—Bien dicho, Alan. Estos muchachos del CID son criaturas volubles y sensibles y no les gusta que se metan en lo suyo —dijo Brennan. Se levantó y me pasó el brazo por los hombros—. ¿A qué clase de chiflado nos enfrentamos aquí, hijo?
—Pues a un tipo con el que ninguno de nosotros se ha encontrado antes en el Ulster. Un asesino en serie inteligente, meticuloso y no sectario.
—Un psicópata total y disparatado —dijo Burke.
—Pero no como tú te piensas. Los sociópatas tienden a no tener consideración ni empatía por los sentimientos de los demás, pero en la práctica muchas veces son personas encantadoras con un carisma considerable. Espero que nuestro chico (y estoy casi que seguro de que es un hombre) nos planteará un desafío, pero lo pescaremos, tengo absoluta confianza —dije, y miré a Brennan a los ojos.
—Me alegro de oírlo —dijo Brennan—. Pero déjenme decir una cosa. Sean: quiero que me diga si piensa que el asunto nos desborda. Admitir la verdad no es señal de flaqueza. Usted mismo lo dijo la otra noche. Usted es relativamente novato en todo esto y andamos escasos de efectivos… así que siempre podemos recurrir a un auténtico experto de la Special Branch o incluso a uno del otro lado del Canal…
La idea de que me arrebataran el caso me produjo un escalofrío profundo. Como Carrickfergus era un pueblo protestante, se esperaba que cualquier travesura, o casi, fuera obra de los paramilitares unionistas, que no eran tan eficientes al desarrollar sus ataques como los del IRA, y que, en todo caso, era improbable que atacasen a la policía. En cuestiones de seguridad, sólo había cuatro o cinco puestos mejores en Irlanda del Norte, y ésa era una de las razones por las que no me emocioné demasiado cuando me destinaron aquí, a esta agua mayormente mansa. Si querías hacerte un nombre tenías que estar en Belfast o en Derry, pero aún sería peor si me arrebataban todos los casos interesantes…
—Usted mismo me dijo que andábamos más que escasos de recursos. Que Belfast necesita hasta el último hombre disponible hasta que se acaben la huelga de hambre y los disturbios. Y ponerse a llamar a mamá a Inglaterra sería embarazoso para toda la RUC. No, creo que podemos arreglárnoslas aquí, en Carrick, inspector jefe, podemos perfectamente.
—Muy bien —dijo no del todo convencido—. No se lo volveré a preguntar. Confío en que acudirá usted a mí.
—Así lo haré, inspector jefe.
—¿Algún otro comentario? —preguntó Brennan, pero a nadie se le ocurrió nada.
Brennan susurró algo al oído de Matty y éste se levantó y volvió con una botella de whisky de malta Jura. Nos sirvió una generosa dosis a cada uno en vasos de plástico y alzó el suyo.
—Al contrario de otras comisarías, que han podido transformarse de arriba abajo gracias al oro mágico de Londres, nosotros seguimos siendo un pequeño cuartel, un pequeño cuartel con un ambiente familiar, así que esto será un desafío, pero el desafío lo superaremos si arrimamos el hombro todos juntos. ¿No es así, muchachos? ¿No es así, Sean?
—No hay más remedio, jefe.
Bebimos nuestros whiskys. Era del bueno de verdad, y sabía a sal, a mar, a viento, a lluvia y al Antiguo Testamento.
—Bien, chicos. Meteos ese trago por el gaznate y salid ahí fuera. ¡A trabajar! Debo decírselo al comisario Hollis antes de informar a la prensa, así que sería estupendo tener algo que ponerle delante cuando vea su cara gordinflona. Puede que pase por aquí después de la boda, pero ahora tengo que irme —dijo Brennan.
—Sí, inspector jefe —replicamos todos.
Nos saltamos el almuerzo y estuvimos llamando por teléfono. Debatimos lo de la postal y lo de la música, pero no dimos con el camino.
Brennan volvió de la boda y preguntó por nuestros progresos, pero no teníamos nada que ofrecerle. Se metió en su despacho para cambiarse.
Acababa de terminar una conversación con el jefe de Andrew Young, que me negó tener el menor conocimiento de su homosexualidad (un tema delicado porque podía ser imputado como cómplice de acuerdo con la Sección 11 del Acta de Enmienda de la Ley Penal de 1885, que considera los actos homosexuales «indecencia grosera»), cuando un Brennan ya de uniforme me puso la manaza en el hombro y se sentó sobre mi mesa.
—¿Conoce a Lucy Moore? —me preguntó.
—No.
—¿Cuánto tiempo lleva ya aquí, Sean?
—Casi un mes, inspector jefe.
—De soltera se llamaba Lucy O’Neill. Los O’Neill son una conocida familia republicana. Gente importante de por aquí. Católicos muy acomodados. El padre es abogado, lleva temas de derechos humanos, y la madre, una mandamás de Trocaire, esa gran institución benéfica de los católicos. ¿Le suena un poco ahora?
—Me temo que no, inspector jefe.
—Los dos estuvieron con el Papa cuando vino a Irlanda en el setenta y nueve. Vamos, hombre, ya sabe de quién le hablo.
Brennan tenía esa desafortunada costumbre de dar por hecho que todos los católicos iban a la misma misa de la misma iglesia al mismo tiempo.
—Pues no…
—Bueno, de todas formas, a Seamus, el marido de Lucy, lo encarcelaron en Maze el año pasado por tenencia de armas; y por una u otra razón la pareja se divorció.
—¿Es del IRA?
—Naturalmente.
—No les gusta nada que sus mujeres se divorcien de ellos cuando están en la cárcel.
—No, al menos en teoría. Pero al parecer a Seamus Moore no le importó demasiado porque tenía otra mujercita de tapadillo. Más de una.
—Ah, ya entiendo.
—En cualquier caso están divorciados. Él estará encerrado una temporada. Ella vuelve a vivir con papá y mamá y todo es normal hasta la Nochebuena pasada. Entonces desaparece. La familia no consigue encontrarla, así que lanzan mensajes entre su comunidad y, como eso no funciona, nos llaman.
—¿Seamus hizo que la mataran desde dentro?
—No, no, nada de eso. Seamus no tiene poder para eso. Es un personaje muy secundario. Ha desaparecido, nada más. Era Navidad y andábamos muy escasos de personal, así que me ocupé yo de la investigación.
—¿Se hizo cargo usted? —pregunté un tanto sorprendido.
—Era un caso crucial. Soy el encargado de demostrar que somos la policía de las dos partes de Carrickfergus, de los protestantes y de los católicos. De manera que sí, me puse al frente y movilicé a Matty y a McCrabban tras quitar todos los estorbos del medio, pero no hubo puñetera forma de encontrarla.
—¿Cuáles fueron las circunstancias?
—Nochebuena. Estación de Barn Halt. La joven esperaba la llegada del tren de Belfast y se esfumó sin más.
—Así, ¡puf! Desapareció sin más.
—Puf. Desaparecida. Sin más. Me disgustó mucho no encontrar ni el menor rastro de ella. Pero entonces, en enero, la familia empezó a recibir cartas y postales suyas en las que les decía que estaba muy bien y que no se preocupasen por ella.
—¿Cartas auténticas?
—Sí. Hicimos analizar la caligrafía.
—¿Dónde las echaba al correo?
—Del otro lado de la frontera. República de Irlanda, Cork, Dublín, de todas partes.
—Así que sencillamente se escapó. Ahí no veo ningún misterio. Pasa continuamente. No es un final feliz, pero tampoco trágico —dije.
—Eso pensé yo —dijo Brennan con un suspiro—. Y eso le dije a la señora O’Neill. «No se preocupe, simplemente se ha escapado, es algo que he visto un millón de veces. Seguro que está perfectamente».
Se levantó, fue hasta la ventana, apoyó la frente contra el cristal. Su cabeza grande de vikingo con el pelo medio canoso se recortaba contra el vidrio. De repente me pareció hasta anciano.
—¿Qué sucede?
—La han encontrado.
—¿Muerta?
—Reúna a su equipo, pidan un Land Rover y vayan a Woodburn Forest. Allí encontrarán al guarda forestal, un hombre que se llama De Sloot —murmuró.
—Sí, inspector jefe.
A los diez minutos íbamos ya por la campiña.
Lomas onduladas, colinas, granjas pequeñas, vacas, ovejas, caballos… un mundo alejado del conflicto.
Diez minutos más y ya estábamos en Woodburn Forest, un pequeño bosque caducifolio rodeado de reforestaciones recientes de pino y abeto. El guarda nos esperaba en la entrada del sudoeste.
—Ahí está —dije, y detuve el Land Rover.
Era un tipo alto, ya mayor, con la cara roja y curtida y pelo gris muy corto. Llevaba un anorak tipo Barbour, botas de montañero y una gorra.
—¡Todo el mundo abajo! —les dije a Crabbie, delante, y a Matty, detrás.
—Soy De Sloot —dijo el guarda forestal con acento holandés. Nos estrechamos la mano y ayudé a Matty a descargar su equipo.
De Sloot era todo eficacia.
—Vengan por aquí, por favor —dijo.
Le seguimos monte arriba por un cortafuegos empinado y entramos en una de las zonas antiguas del bosque de pinos.
Eran árboles altos y muy apretados, densos. Tan densos que de hecho el suelo del bosque era un erial oscuro e inerte de pinocha y poco más. Según nos adentrábamos más, tuvimos que recurrir a las linternas. El monte estaba orientado al norte y había sus buenos cinco o seis grados menos de temperatura que fuera del bosque. En las hondonadas y en la cara de las rocas se veían incluso parches de nieve que habían sobrevivido a las lluvias de primavera.
—¿Quién encontró el cuerpo? —pregunté a De Sloot.
—Yo. Bueno, más bien mis perros. Habían informado de un raposo que atacaba a las ovejas y creí que lo habían encontrado, al raposo o a un tejón, pero estaba equivocado, claro.
—¿Vio usted al zorro?
—No, fue una denuncia.
—¿Quién la hizo? —le pregunté.
—Un hombre —dijo De Sloot.
—¿Qué hombre? —insistí.
—No lo sé. Esta mañana llamaron para decir que un raposo había atacado a unas ovejas y se había internado en Woodburn Forest.
—Describa la voz del hombre.
—¿Norirlandés? Eso creo. Varón.
—¿Qué más? ¿Edad?
—No sé…
—¿Qué dijo exactamente?
De Sloot reflexionó un momento.
—Me preguntó si era el guarda forestal de Woodburn Forest. Le dije que sí. Dijo: «Un zorro anda molestando a las ovejas. Lo vi cuando se metía en Woodburn Forest». Nada más. Después colgó.
—¿A qué hora fue? —preguntó Crabbie.
—Hacia las diez, quizás las diez y media.
—¿Y a qué hora encontró el cuerpo?
—Poco después de las dos. Está muy adentro del bosque, como ven.
—Sí.
—Sí, ¿cuánto más puñeteramente dentro? —preguntó Matty, que peleaba con sus luces y aparatos.
—Dame algo —le dije tomando una de sus bolsas.
—Un buen trecho todavía —dijo De Sloot con jovialidad.
Ahora los árboles eran aún más tupidos, y estaba tan oscuro que nos las habríamos visto y deseado para encontrar el camino sin las linternas.
La pendiente aumentaba.
Me pregunté a qué altura estaríamos ya.
¿Trescientos metros? ¿Cuatrocientos?
Me alegré de ir de paisano. Los uniformes de poliéster eran criminales con cualquier temperatura extrema. Me quité la chaqueta y me la colgué del hombro.
Paramos para darnos un respiro y De Sloot nos ofreció agua de su cantimplora. Dimos unos tragos, se lo agradecimos, reemprendimos la marcha. Seguimos adelante sobre aquella alfombra oscura, sin vida, de pinocha podrida hasta que por fin De Sloot dio el alto.
—Ahí —dijo señalando una hondonada cubierta de nieve al pie de un árbol especialmente grande.
—¿Dónde? —pregunté.
No lograba ver nada.
—Junto a esa roca gris —dijo De Sloot.
Enfoqué con la linterna y entonces la vi.
Estaba completamente vestida, colgando de la rama de un roble. Había preparado el nudo, metido la cabeza y saltado del tocón de un árbol. Y se había arrepentido.
Prácticamente todos los que se ahorcan lo hacen mal.
Se supone que el nudo tiene que romperte el cuello, no matarte por asfixia.
Lucy había intentado desesperadamente agarrar la soga para aflojarla, incluso llegó a meter un dedo entre la garganta y la cuerda. Pero no consiguió nada.
Estaba azul. El ojo izquierdo se le salía de la órbita, el derecho había saltado y le colgaba sobre el pómulo.
Aparte de eso y del tétrico modo en que la brisa jugaba con sus cabellos castaños, no parecía muerta. Los pájaros aún no la habían descubierto.
Tendría veintipocos años, uno cincuenta y ocho o uno sesenta, estaba pálida y, hasta un tiempo no demasiado lejano, había sido guapa.
—Dejó el carné de conducir en el tocón ese de ahí —dijo De Sloot.
—¿Alguna nota? —preguntó Crabbie.
—No.
En situaciones como ésta lo que te salva es la rutina. Hay algo en el proceso y el procedimiento que te distancia de la realidad. Éramos unos profesionales con un trabajo que hacer. Es la misma razón que te lleva cada mañana a mirar debajo del coche, y no sólo por si hay una posible bomba, sino también por la sensación de alerta que cumplir con esa rutina te proporciona para el resto del día.
Proceso, procedimiento y profesionalidad.
—Quedaos aquí todos. Matty, saca la cámara y empieza con las fotos. Señor De Sloot, ¿ha tocado usted algo?
—No —dijo—. Leí el nombre del carné y me volví a casa y llamé a la policía. Y no dejé acercarse a los perros.
Colocamos los focos alimentados por batería. Desplegué el equipo y peinamos la zona más inmediata en busca de huellas de pisadas, pruebas forenses o cualquier cosa inusual.
Nada.
Matty hizo sus fotos y yo me cercioré de que su estrategia con la cámara era la correcta de rutina.
El cadáver estaba limpio y no había señales de que alguien más hubiera andado por allí. Miré a Matty.
—¿Te parecen bien los protocolos? ¿Tendríamos que cerrar el círculo?
—Sí. Ya tenemos material de sobra. Por lo menos tres rollos sólo de tomas generales.
—Bien. Tú sigue sacando y que nada nos detenga —dije.
Dejé a Matty terminar con sus fotografías.
—Será mejor no sacar las huellas dactilares aquí, no vayamos a vérnoslas con Cathcart —dije.
—¿Conocen a la mujer? —dijo De Sloot.
—Lucy Moore, de soltera O’Neill. Desaparecida desde Navidad —le respondí.
—Hasta ahora —masculló McCrabban.
—Hasta ahora —asentí.
Estábamos allí de pie, en medio del oscuro monte bajo, y empezaba a hacer mucho frío.
—Creo que aquí ya hemos terminado, jefe —dijo Matty.
—Corta la cuerda, haz que la lleven al departamento forense —dije.
—¿Hacer que la lleve quién? Es imposible conseguir que un funerario suba hasta aquí —dijo McCrabban.
—¡Pues lo haremos nosotros, coño! —dije yo.
Cortamos la soga y bajamos el cuerpo. Matty tomó unas muestras de cabellos y cargamos con el cadáver hasta el Land Rover.
Gracias a Dios que no me tocó ir detrás con ella.
Fuimos al Carrick Hospital y dejamos allí el cuerpo para que Laura lo examinará, pero la enfermera nos dijo que tardaría porque al final sí que habían reclamado a la doctora Cathcart desde Belfast para colaborar en las autopsias de las víctimas quemadas del The Peacock Room.
Cuando volvimos al cuartel, ya empezaba a anochecer y Brennan me esperaba en mi mesa de despacho.
—¿Era ella? —preguntó.
—Era ella —le dije—. O por lo menos era igual que la foto del carné de conducir. La forense nos lo dirá seguro cuando le sea posible.
—¿Suicidio?
—Eso parece.
Brennan puso cara de estar cósmicamente triste.
—Creo que sé por qué debe de haberse quitado del medio.
—¿Por qué?
—Su exmarido se sumó a la huelga de hambre en Maze el lunes.
—¿Él se pone en huelga de hambre y ella se siente culpable por lo del divorcio y se ahorca?
—Podría ser.
—Posible sí que lo es —dije, y me froté la barbilla dubitativo.
—¡La exesposa de un huelguista de hambre se suicida! Oh, Dios mío, a la prensa esto le va a encantar también, ¿verdad? —dijo Brennan.
—Podemos recurrir al viejo truco de «no podemos darles detalles por expreso deseo de la familia».
—Sí; y hablando de eso, supongo que será mejor decírselo ya a la familia. Pobre madre —dijo Brennan.
Entendí al momento lo que quería insinuar, pero no tenía ni la más remota posibilidad de que lo acompañara.
—Sí —le dije—, supongo que no tiene usted más remedio que ir, inspector jefe. Al fin y al cabo usted llevó el caso, y ya sabe lo atareado que ando yo —dije.
Suspiró de nuevo.
—Le agradecería que mirara la carpeta del caso por si se me escapó algo —dijo cuando ya se marchaba.
—Ningún problema, inspector jefe.
Me fui al archivador del CID, saqué la carpeta de la desaparición de Lucy Moore y me la llevé al Oak. El estómago gruñía, pero al parecer habían reventado de un bombazo el autobús del chef y no había podido ir a trabajar. Pedí un Bushmills, una pinta de negra y una pipa de Irish Flake.
Abrí la carpeta. Delgada. Lucy le había dicho a su madre que iba a ir a la estación de Barn Halt en Carrickfergus para tomar el tren de las 11:58 a. m. para Belfast el día de Nochebuena de 1980. La madre no tenía planeado ir con ella, pero cuando Lucy ya había salido de casa cambió de idea e hizo que la llevasen a Downshire Halt (la parada anterior) para así reunirse con su hija en el tren. A las 11:54 subió al tren en Downshire Halt. El trayecto hasta Barn Halt duraba cuatro minutos.
Un hombre llamado Cyril Peters pasaba en coche por el puente del tren de Horseshoe a las 11:56 a. m. Desde allí había visto a una mujer que encajaba exactamente con la descripción de Lucy y que esperaba el tren en Barn Halt.
Y luego…
Cero.
El tren llegó a su hora, pero Lucy no lo tomó.
La madre miró por la ventanilla para ver si estaba en el apeadero. No la vio, así que se recorrió todo el tren en su busca. No llevaba más que tres vagones, de modo que no tardó mucho en comprobar que no iba a bordo. Nadie la había visto. El revisor no recordaba si había alguien esperando en el andén y los pasajeros que se bajaron tampoco recordaban haberla visto.
Entre las 11:56 y las 11:58, desapareció.
Lucy había dicho que tal vez se quedase a dormir con unas amigas de Belfast, pero que estaría de vuelta la mañana de Navidad.
Llamaron a todos sus amigos. Lucy no estaba con ellos.
Nadie pidió rescate, nadie confirmó haberla visto, ninguna evidencia tangible en Barn Halt ni en ninguna otra parte.
Absolutamente nada durante diez días, hasta que llegó la primera postal, con matasellos de Cork. Era de su puño y letra y explicaba que «quería encontrarse a sí misma». Rogaba a sus padres que no enviasen a nadie a buscarla y prometía seguir en contacto con ellos.
Y lo hizo. Mandaba una carta sencilla o una postal corriente cada dos semanas. Brennan conservó fotocopias de varias de esas postales. Algunas hacían referencia a acontecimientos del momento, pero en ninguna se daba noticia de su paradero, de lo que hacía ni de con quién vivía. Por los sellos, debía de estar en algún lugar bastante al sur.
Para la RUC aquellas postales cerraban el caso, puesto que Lucy tenía veintidós años y por lo tanto era plenamente adulta. Si quería escapar a lugares desconocidos, era asunto suyo.
Leí el informe psicológico, la biografía y el sumario del caso. Era una chica sin preocupaciones y bastante feliz que estaba en primer curso del grado de inglés en la Queen’s University de Belfast cuando conoció a Seamus Moore. Se casaron a toda prisa (obviamente de penalti), ella sufrió un aborto natural y a él lo detuvieron casi inmediatamente por tenencia de armas y lo mandaron a pasar cuatro años en chirona.
Allí entró en la rama del IRA como preso de muy bajo nivel.
Ella iba a verlo una vez por semana hasta que un día se topó con la amante de Seamus, una tal Margaret Tanner, y allí mismo, en la sala de visitas, se produjo un buen rifirrafe. Gritos, tirones de pelo… a los funcionarios debió de encantarles.
Se iniciaron los trámites de divorcio.
Después del divorcio, Lucy volvió a vivir con sus padres.
En el Teléfono Confidencial habían recibido ocho llamadas sobre el caso Moore. Ninguna había dado el menor resultado. Se había entrado en contacto con el IRA a través de personas de confianza y habían negado de modo convincente cualquier implicación. La UDA también negó cualquier conexión.
Luego las cartas y postales a los padres y un par de ellas más a su hermana y a su hermano.
¿Dónde estaríamos sin las postales?
Una vez recibidas las cartas, y una vez debidamente autentificadas, el caso se cerró. Y eso era todo. Toda la carpeta del archivo.
Me fui andando a la comisaría y llamé al hospital de Carrick para saber si Laura había vuelto.
No era así.
Hablé con McCrabban de la postal de Andrew Jackson que me había enviado el asesino. Al parecer podían comprarse en cualquier parte. Ningún quiosquero de la localidad se acordaba de haber vendido alguna en fecha reciente.
A las cinco en punto sonó mi teléfono.
—¿Diga?
—¿El sargento Duffy?
—Sí, soy yo. ¿Quién es?
—Soy Ned Armstrong, del Teléfono Confidencial.
—Ah, hola, Ned, ¿qué puedo hacer por usted?
—No, se trata de lo que yo puedo hacer por usted —dijo Ned en tono cordial.
—Ah, muy bien, Ned, pues soy todo oídos.
—Llamó un tipo hará cosa de diez minutos y dijo, comillas, que tenía un mensaje para el CID de Carrickfergus. Dijo que él, comillas, había matado a los dos mariquitas y que iba a matar a más si sus gloriosas hazañas seguían sin aparecer en los periódicos.
—No cuelgue, por favor, señor Armstrong, un momento… ¡Crabbie, coge la línea dos! Adelante, Ned.
—De acuerdo, le leo: el tipo dijo que quería que los maricas se enterasen de que iba a por ellos. Y que éste era su primer y último aviso. Nos llamaba desde una cabina de Laganville Road, justo delante del club deportivo de la Gaelic Athletic Association, en Belfast. Y que si la pasma se acercaba hasta el número 44 de Laganville Road se llevaría una sorpresita.
—¿Ha grabado la llamada?
—No, la política de confidencialidad de este servicio impide la grabación y localización de las llamadas.
—¿Qué acento tenía ese hombre?
—Tenía un acento muy marcado del oeste de Belfast, el más exagerado que he oído en mi vida, lo que significa que lo ponía adrede para nosotros. Mucha gente lo hace, o disfraza la voz.
—¿Algo más?
—De momento, no.
—Nos ha sido de gran ayuda. Muchas gracias, Ned.
Apunté la dirección y colgué.
La excitación era palpable. No estábamos más de media docena en la comisaría, pero aquello era una gran oportunidad.
Brennan había ido a presentar su informe, así que busqué consejo en el sargento McCallister.
—¿Qué hago, Alan?
—Tú sabes lo que tienes que hacer. Ir hasta Laganville Road. Llévate a tus hombres y a un par de chicos. Equipo antidisturbios completo, colega, eso está en ese maldito Ardoyne, saliendo de la carretera de Crumlin, así que ya sabes, si la cosa se pone difícil, ni lo dudes, ¡a pirarse!
Nos pusimos el equipo antidisturbios, enganché a dos agentes de la reserva y firmé la salida de un Land Rover.
Alguien había secuestrado un autobús y le había prendido fuego en la carretera de la costa, así que metí el Land Rover por otro camino. Bajamos a Belfast por las colinas cruzando el distrito protestante de Ballysillan, todo decorado con murales de paramilitares enmascarados con fusiles de asalto y zombis militares portando la Union Jack.
Tomamos luego la carretera de Crumlin y torcimos para entrar en el Ardoyne, un polígono de viviendas de católicos acérrimos apenas a un par de calles de otro de protestantes igual de acérrimos; en otras palabras, una zona realmente caliente a punto de ignición.
—¿Alguien sabe dónde está Laganville Road? —pregunté.
Crabbie desplegó un plano y me dio unas instrucciones.
Nos perdimos dos veces, pero acabamos llegando.
Resultó ser una callecita sin salida de casas adosadas con una gran pintada que ocupaba el ancho de tres casas y decía: «¡No los dejéis morir!», refiriéndose a los de la huelga de hambre, claro.
Era la hora del té de un sábado y las cosas parecían tranquilas. Ya se habían acabado los partidos de fútbol y de momento nadie pensaba en salir. Igual podíamos entrar y salir sigilosamente sin que se enterasen.
Paré el Land Rover delante del club de la Gaelic Athletic Association desde donde había llamado el informante.
—Matty, sal y saca las huellas —dije.
—¿Por qué yo?
—Porque eres el más valiente.
—No, no lo soy.
—Tú baja. Eres el técnico forense, vamos.
Matty se mostraba reacio a dejar la protección del Land Rover y mandé a uno de los reservistas con él. Se llamaba Brown, tenía veintidós años y cuando no estaba de servicio era carpintero. Matty estaba cagado de miedo. Los dos iban con el equipo antidisturbios completo y sujetaban inquietos sus subfusiles Sterling. Eso me puso nervioso.
—Bajo ninguna circunstancia se os ocurra disparar esas putas armas, ¿está claro? Estaremos justo al final de la calle. Si hay problemas, apuntad con las armas, pero nada de pegar tiros.
—¿Y qué hacemos? —preguntó Matty.
—Echar a correr hasta aquí. Si hay complicaciones de verdad, ¿vale? —les dije.
Brown y Matty asintieron.
Fuimos en coche hasta el 44.
Estaba en ruinas, con las ventanas tapiadas con tablas y la puerta de entrada reventada a patadas. Aparqué el Land Rover y McCrabban, el otro reservista y yo nos bajamos.
—Voy a entrar, chicos. Prestad atención a las bombas-trampa. El tipo dijo que nos llevaríamos una sorpresa y éste es un sitio perfecto para ocultar un artefacto explosivo.
—En ese caso, yo iré el primero, Sean —dijo Crabbie.
—¿Cómo es que siempre te las arreglas para ser John Wayne? —le dije—. Tú limítate a aguantar aquí, Crabbie. Quedaos detrás de mí, los dos. Y si me matan, todos mis discos son para Matty, que es el único que sabrá apreciarlos.
—Yo me quedaré con todos los de country y cualquiera de los clásicos no cursis —dijo Crabbie.
—Me parece justo. Y ahora, quedaos aquí detrás.
Lo decía en tono frívolo, pero a lo largo de los años docenas de policías habían muerto a causa de una bomba-trampa. Era una táctica clásica del IRA. Llamabas para dar información de un asesinato, la policía iba a investigar y tropezaban con una bomba-trampa o los mismos terroristas detonaban a distancia una mina terrestre o una granada de mano casera. A veces plantaban un artefacto con temporizador en un coche aparcado en la calle y así también se cargaban a los del equipo de rescate.
Eché a andar por el camino de entrada.
De inmediato me llegó un olor a mierda y a meados.
Miré si se veían cables, losas sueltas o cualquier trampa evidente.
Nada.
De momento.
Saqué el revólver, encendí la linterna y entré en la casa.
Estaba completamente destrozada. Agujeros en el techo que goteaban agua, unas cuantas jeringas hipodérmicas.
La escalera estaba hecha polvo y el hedor a moho te asfixiaba.
—¿Todo en orden? —me gritó McCrabban desde la calle.
Entré en el cuarto de estar de la planta baja y en la cocina. Más basura, parafernalia de drogatas, goteras que caían del techo. Recorrí la planta baja entera y el patio de atrás. No pude subir al piso porque los peldaños estaban rotos, pero era evidente que allí no había estado nadie desde hacía algún tiempo.
Entonces, ¿por qué nos había hecho ir allí? ¿Sólo porque podía? ¿Una demostración de poder? ¿Nos estaría vigilando desde algún punto del otro lado de la calle y riéndose de nosotros?
—¡Aquí no hay nada! —les grité en respuesta.
—Pues entonces volvamos al Land Rover. ¡Hay problemas! —dijo McCrabban.
—¿Qué clase de problemas?
—Un grupo de tíos delante del club de la GAA.
Salí de la casa. Matty y Brown venían corriendo por la calle hacia nosotros. Los perseguía una docena de chicos con botellas y palos de hurling[1].
—No corráis, pareja de retrasados —murmuraba McCrabban para sí mismo.
—¡Venga, todo el mundo al Land Rover! Tú conduces, Crabbie, yo trataré de razonar con esa cuadrilla de linchadores.
Volví a recorrer el camino, esta vez para salir, y estaba a punto de dejar la casa número 44 cuando me percaté de que los antiguos propietarios habían instalado un buzón de estilo americano con su banderita roja para indicar que había correo.
La banderita estaba subida. Abrí la puertecita oxidada del buzón y por supuesto que dentro había un sobre marrón. Lo saqué y me lo metí entre el chaleco antibalas y el jersey.
Matty y un aterrorizado agente Brown llegaron al Land Rover.
—¿Has tomado las huellas? —pregunté.
—¿Estás de broma, joder? —dijo Matty furioso—. ¡Nos has mandado a una puta misión suicida!
—Vale, cálmate. Entrad en el Land Rover y cerrad las puñeteras puertas, Crabbie, ¡arranca el motor!
Metí el revólver en la cartuchera, alargué la mano y agarré una antidisturbios de balas de goma que estaba en el asiento delantero, la cargué y la preparé.
Eché a andar en dirección a los revoltosos.
Eran jovencitos de esos que deambulan por las calles y atacan a los policías o a los bomberos si se los encuentran. Con tanta tensión en el aire a causa de las huelgas de hambre, un Land Rover solitario era un objetivo irresistible.
A mi alrededor empezaron a estrellarse piedras y botellas.
Crabbie revolucionó el motor, esperó a que todos los compañeros estuvieran dentro para salir y se puso delante del vehículo con la escopeta de balas de goma.
Cuando la cuadrilla estuvo a cinco o seis metros de distancia, empezaron a dirigir sus ladrillos, piedras y botellas contra mí. Si lograban derribar a un hombre o inutilizar el vehículo, se largarían zumbando y avisarían a la brigada pesada, que se presentaría con sus granadas y bombas de gasolina.
Les apunté con la antidisturbios.
—¡Ya basta! —bramé.
Se pararon en seco y supe que tenía unos tres segundos.
—¡Escuchad, tíos! Nosotros no somos de la DMSU. No somos el ejército ni la brigada antidisturbios. Somos detectives, investigamos un asesinato. Así que ahora mismo vamos a marcharnos de aquí y nadie sufrirá ningún daño…
Mantuve la escopeta antidisturbios apuntando al que iba en cabeza y empecé a retroceder hacia el Land Rover. El cabecilla era un bocazas muy feo, con la cabeza pelada, una camiseta del Celtic FC y medio bloque de hormigón en la mano.
—¡Éste es nuestro terreno, putos guripas! ¡Cabrones! —dijo, y me lanzó el medio bloque. Lo esquivé, pero no pude evitar un par de piedras que impactaron contra el chaleco antibalas.
—¡Métete dentro, Sean! —gritó Crabbie.
Salté al asiento del pasajero del Land Rover mientras una impresionante granizada de objetos surtidos caía sobre mí.
—¿Qué, cómo te ha ido el numerito de Gandhi con los del barrio? —me preguntó McCrabban con satisfacción contenida.
Un cartón de leche se estrelló contra el parabrisas.
Cerré la puerta del Land Rover.
—Tienen mucho que aprender de la autoridad moral contra la violencia.
—Creo que deberíamos irnos ya —dijo Crabbie.
Puso en marcha los limpiaparabrisas, dio unos cuantos buenos acelerones al motor y arrancó lentamente por en medio del grupo. Quizás uno de ellos fuera nuestro asesino. Intenté verles la cara, pero era imposible en medio de la leche y los proyectiles. Botellas y ladrillos rebotaban en el cristal antibalas y la chapa blindada de los costados. La cuadrilla empezó a corear: «¡RUC SS! ¡RUC SS, RUC SS!». Pero tras veinte segundos de cánticos habíamos llegado ya al final de la calle sin un solo pinchazo.
Al cabo de cinco minutos estábamos en la carretera de Crumlin y otros cinco minutos después a salvo en la zona protestante del norte de Belfast.
—¿Todos bien por ahí detrás? —pregunté a los ocupantes del asiento trasero.
—Todo en orden —dijo Matty, pero a través de la rejilla me llegaba olor a mierda. Uno de los reservistas se había cagado a base de bien.
Media hora más tarde Matty abría el sobre del número 44 en la sala del CID en presencia y bajo la mirada de McCrabban, el inspector jefe Brennan, el sargento McCallister y yo mismo.
Era una DIN A4 corriente. Un mensaje mecanografiado a un espacio:
¡¡¡Mi historia todavía no ha aparecido en el Belfast Telegraph!!! ¡¡¡¡No me toman en serio!!!! Tienen hasta la edición del lunes y luego mataré a un marica cada noche. Los liberaré de este valle de lágrimas. ¡¡¡¡Los maricas de televisión y de la pasma y de los polis y de todas partes!!!! Lee McCrea. Dougal Campbell. Gordon Billingham. Scott McAvenny. ¡¡Los conozco a todos!! ¡¡NO ME PONGAN A PRUEBA!! ¡¡Se me acaba la paciencia!!
Matty se lo llevó a la fotocopiadora y sacó media docena de copias antes de ponerse a trabajar en sus análisis forenses. Le llevó diez minutos descubrir que la máquina de escribir era una vieja Imperial 55 manual.
Lee McCrea era un presentador del noticiario local nocturno de la BBC. Dougal Campbell llevaba un programa de debates en Radio Ulster. Gordon Billingham hacía deportes en la UTV, la Ulster Television. Scott McAvenny dirigía el Scott’s Place, el único restaurante decente de Belfast. Todos ellos eran homosexuales, desde luego, no digamos que evidentes pero sí bien conocidos.
—¿Cuál es su veredicto, caballeros? —pregunté.
—¡Es un chiflado! —dijo Matty.
—Un chiflado que escribe a máquina sin una sola falta —dije yo.
Brennan me miró.
—Ésa es buena, Sean. ¿Qué otra cosa le llama la atención?
—No es una lista muy amplia, ¿verdad? Sólo cuatro homosexuales conocidos.
—Sí, además de los dos que se cargó —añadió McCallister.
—Supongo que será mejor dar ésa rueda de prensa el lunes por la mañana.
—Y más vale que pongamos protección a esa gente —sugerí.
—Llamaré a la Special Branch —dijo Brennan con desaliento.
Leí otra vez la nota y me senté. Tenía un dolor de cabeza monstruoso. Me habían atizado una docena de pedruscos y ladrillos, uno justo en lo más alto del casco antidisturbios.
Miré por la ventana las luces de los barcos que se movían entre la negrura de la ría y entraban por el canal de aguas profundas de Belfast.
Brennan me decía algo, pero no lo oía.
Observé la lancha del práctico salir de debajo del castillo para conducir a un buque de carga al puerto de Carrick, mucho más pequeño y complicado.
—… va a casa —terminó Brennan.
—¿Qué?
—Decía que parece Elvis en su especial de la CBS de 1977, ¿por qué no se va a su casa?
—Tengo cosas que hacer.
—Váyase. Tómese una copa. Dese un baño. Igual es el último que puede darse en una temporada, he oído que los obreros de la central eléctrica van a la huelga.
—No puedo. Sigo esperando lo de las huellas de Don Nadie.
—Yo las espero. Váyase. Y es una orden, Sean.
—Sí, inspector jefe.
Decidí irme a casa andando. Un error. En Victoria Road me pilló un aguacero. Lluvia fuerte, fría, procedente de una intensa borrasca sobre Islandia.
Coronation Road.
La quintaesencia de Irlanda es el olor a humo de turba que se alza para encontrarse con la lluvia.
Luz, miedo y depresión existencial que se filtran por los visillos de encaje.
N.º 113.
Giré la llave y entré. Me había olvidado del pinchazo del teléfono y quedé sorprendido al ver una caja negra junto al aparato. Los muchachos de Kernoghan no habían dejado el menor rastro, sólo ése. Me quité la ropa, fui a la cocina y abrí la nevera vacía. Medio bote de alubias Heinz. Un poco de queso amarillo. Me comí las alubias con una tostada, encendí la estufa de parafina de arriba y me metí en la cama.
Y me encontré soñando con la chica ahorcada en el bosque.
Estaba oscuro y las estrellas iban apareciendo sobre el oeste de Escocia y el este de Irlanda y el reino sumergido entre ambas. Nunca me gustaron los bosques. Mi abuela me decía que el bosque es la entrada a algún otro sitio. Allí donde acechan las cosas que sólo vemos a medias. Seres antiguos. Shees. Fantasmas de criaturas que en otro tiempo recorrían el mundo natural y que ahora están ociosas, en espera de alguna tarea, en espera de inmiscuirse en los sueños.
Le do thoil, les dije en irlandés, pero no me escuchaban, me llamaban por mi nombre desde detrás de los robles y los árboles encantados, se burlaban de mí, me estuvieron provocando hasta las tres de la mañana, cuando me despertó el ruido de las sirenas.