12: Morder en la tumba

De creer a los periódicos, en el mundo no sucedían más que dos cosas: la boda real y las huelgas de hambre del IRA; uno de los centros de atención era la cúpula barroca de la catedral de San Pablo de Londres, y el otro estaba en mitad de un trozo agrio y cenagoso del valle de Lagan, justo al oeste de Lisburn: la prisión de Maze.

Maze había sido construida en 1971, en la resaca de la desastrosa operación Demetrius, en la que centenares de «sospechosos» del IRA fueron detenidos en un intento desesperado por impedir la escalada del conflicto. En un principio los tenían encerrados en barracas de la antigua base de la RAF de Long Kesh, pero finalmente se construyó la prisión de Maze en los alrededores con su muro perimetral macizo y ocho «bloques H» de hormigón.

Muchos de los internos no tenían en realidad relación alguna con el IRA, pero sin duda seis meses o un año de reclusión en manos de los británicos les habría hecho cambiar. Los británicos siempre han sido grandes expertos en verter gasolina sobre cualquier situación en Irlanda. La Insurrección de Pascua, el Domingo Sangriento, el Internamiento… todas ellas excelentes herramientas de reclutamiento de radicales.

Una vez terminado el Internamiento y liberados los prisioneros, se decidió que los voluntarios del IRA sólo entrarían en prisión si eran condenados realmente por un delito: asesinato, asociación para cometer atentados, tenencia ilícita de armas, etcétera. Inicialmente, sin embargo, a los presos del IRA se les había garantizado un estatuto especial porque sus delitos se consideraron de naturaleza política. Pero luego, en 1976, por un capricho, ese estatuto fue revocado por el secretario de Estado para Irlanda del Norte. Los presos habían protestado de diversas maneras, y las más conocidas, la de negarse a llevar ropa carcelaria y la de embadurnar de excrementos las paredes de sus celdas.

En 1979 los conservadores recuperaron el poder, pero, por supuesto, la señora Thatcher se negó a «ceder ante los terroristas» y no quiso reimplantar el estatuto especial. Empezaron las huelgas de hambre. Yo simpaticé. Bobby Sands, Frankie Hughes y los otros sólo pretendían que las cosas volvieran al statu quo previo a 1976.

La elección de Bobby Sands al Parlamento y su muerte tras sesenta y seis días de huelga de hambre se habían constituido en el acontecimiento mediático de la década en Irlanda, y los reclutadores del IRA tenían ahora que rechazar a cientos de hombres y mujeres jóvenes. Mis sentimientos no encajaban muy bien con estar trabajando para la misma gente responsable de tan absoluta incompetencia.

Matty condujo el coche hasta los muros de la prisión de Maze, que eran grises y anchos y rematados con espirales de alambre de púas.

Apagué la cinta de Presence, el álbum de Led Zeppelin que a pesar de haberlo oído docenas de veces seguía sonando a mierda. Matty lanzó un suspiro de alivio.

Llovía con fuerza y el funcionario de la prisión no salió de su garita para comprobar la tarjeta de identificación que le enseñaba.

Eso tampoco inspiraba ninguna confianza.

—Sólo hace falta un Land Rover de la policía robado para que cualquiera se cuele en este tugurio —le dije en voz baja a Matty, sentado junto a mí en el asiento delantero. Ninguno de los dos llevábamos uniforme. Yo vestía un polo negro debajo de la chaqueta de cuero y él una especie de blusón pirata blanco que debía de haberle visto a Adam Ant en Top of the Pop’s.

La sólida verja de acero se deslizó sobre sus ruedas y entramos en un aparcamiento pequeño al socaire de una torre de vigilancia de hormigón pardo.

—Debe de ser terrible estar aquí, ¿verdad? —dijo Matty.

Asentí sombrío. Sólo podía imaginar qué aspecto tendría el ala hospitalaria de la prisión en la que una docena de hombres escuálidos enganchados a sus goteros morían paulatinamente destrozando el corazón de los miembros de sus familias, que lloraban mientras los sacerdotes les daban la extremaunción.

—Sí, Matty, yo también lo creo.

Por suerte habíamos ido temprano. Todavía no eran las nueve, de modo que los periodistas aún no se habían levantado de la cama y la lluvia había alejado a los manifestantes que nos habían dicho que encontraríamos ante las puertas de la cárcel.

Frunciendo el ceño, un hombre rechoncho de cara azul me miró desde detrás de su cristal a prueba de balas.

—Sargento Duffy de la RUC de Carrick. He venido a ver a Seamus Moore —dije.

—Firme aquí —replicó, pasándome una hoja en una tablilla por una ranura horizontal.

Firmé y le devolví la tablilla.

No examinó mi identificación. Torcí el gesto, miré a Matty y meneé la cabeza. Sonó un zumbido y se abrió una verja metálica.

Una vez franqueada, estábamos dentro del recinto principal de la prisión.

Había ocho bloques H en alas separadas para presos republicanos y unionistas, en realidad, alas separadas para los diversos grupos republicanos y unionistas. Había un ala del IRA Provisional, una sección del INLA, otra sección de la UVF, toda un ala para la UFF/UDA y zonas reservadas a otras facciones menores.

Aparcamos el Rover y nos bajamos.

—¿El sargento Duffy? —me preguntó un hombre de edad, cara triste y mostachos grises con uniforme de funcionario de prisiones bajo un paraguas negro gigante.

—Ése soy yo.

—Davey Childers, oficial de enlace de la RUC.

Nos estrechamos la mano.

—Hemos arreglado las cosas para que se vea con Moore en el área de visitantes.

—¿No está en el hospital?

—Oh, no, sólo lleva una semana en huelga de hambre. Todavía no es necesario.

Miré a Matty y los dos nos sentimos aliviados.

Cruzamos una serie de pasadizos estrechos y con alambre de púas en lo alto del muro hasta que llegamos a un edificio de una planta estilo búnker también rodeado con una valla de alambre.

Aquel sitio no se parecía a las cárceles victorianas de Inglaterra, con su imponente arquitectura neogótica de ladrillos rojos que se suponía que debía impresionar a los internos simbolizando el poder del Estado; no, aquel sitio parecía más bien improvisado, temporal y chapucero, y lo único que te impresionaba de él era hasta qué punto la actual política británica en Irlanda estaba dominada por el cálculo a corto plazo.

Cruzamos una serie de dobles puertas, depositamos las armas, dimos una palmadita a un simpático perro policía que nos olió e inmediatamente vimos a un Seamus Moore de aspecto francamente saludable que nos esperaba sentado ante una mesa larga de formica. Llevaba barba, el pelo largo y pijama. Fumaba un cigarrillo y bebía lo que parecía un tazón de té.

—No sabía que le permitieran tomar té —murmuró Matty.

—No hagas comentarios, no queremos que se nos pique y se largue —musité.

Nos sentamos enfrente de él y yo hice las presentaciones. Seamus era un muchachote de buen ver con ojos de gato verdes, cejas arqueadas y una cierta sonrisa encantadora; tenía una cicatriz de color violeta que le iba de la barbilla al labio inferior pero que no le había estropeado aquella cara guapa y satisfecha. Estaba delgado, naturalmente, pero no escuálido. Lo habían encarcelado por tenencia de una escopeta robada, lo que sólo le había supuesto una sentencia de dos años y medio. Por qué se habría impuesto el sacrificio de ponerse en huelga de hambre no dejaba de ser un tanto misterioso para mí. Se puede entender que alguien con cadena perpetua o con diez años encima lo haga, pero no alguien al que le darán la condicional dentro de doce meses. Tal vez fuera sólo para reforzar sus credenciales y convertirse en uno de los que abandonaban la huelga a las dos semanas «haciendo caso a las súplicas de su familia».

—Tiene cinco minutos, polizonte —dijo—. A las nueve y media tengo una entrevista por teléfono con el Boston Herald.

—Muy bien. Primero déjeme decirle que siento mucho lo de su esposa, Seamus. Yo fui el que la encontró.

—Exesposa.

—No importa. Exesposa.

—Suicidio, ¿verdad? —preguntó.

—Eso es lo que parece.

—Menuda boba. Y además la habían dejado preñada, ¿no es cierto?

—¿Dónde oyó eso? —pregunté.

Se echó a reír y expulsó el humo.

—Se oyen cosas aunque no se sepa dónde —dijo.

Aquella actitud suya iba a necesitar un trabajo serio, pero eso no era faena para mí, yo tenía que ser relativamente amable con él. En cualquier momento podía levantarse, dar media vuelta y largarse danzando a su celda, y yo no podría dar ni un puñetero paso para impedirlo.

—¿Cuándo tuvo noticias de Lucy por última vez?

—Madre mía —dijo meneando la cabeza—. ¿En noviembre pasado? Después de que nos dieran el divorcio. Dijo que le debía dos mil libras de su coche, lo que era una trola de cojones. Nos pusimos de acuerdo en darle aquella birria de Mini a mi madre. No le debía ni un puto penique.

Apagó el cigarrillo en el cenicero, encendió otro y miró el reloj.

—He oído que se escapó a Cork —añadió.

—¿Cómo lo sabe? —pregunté.

—Porque mandó postales a su madre y a su hermana Claire. O sea, ¿quién coño se marcha corriendo a Cork? Menuda niñata. Si te han preñado, lo que tienes que hacer es irte al puto Londres y que te lo miren allí, joder.

—Hubiera pensado que a usted le molestaría que se quedase embarazada mientras lo tenían aquí encerrado.

—¿Y qué cojones me importa? Estábamos divorciados. Por mí como si se quería casar con el puto príncipe Carlos.

—¿Entonces no ha tenido noticias suyas desde Navidad?

—No —dijo apretando los labios con determinación.

—¿Alguna vez la amenazó, Seamus?

—Qué cojones. No he perdido ni dos segundos pensando en ella desde el año pasado.

—¿Entonces no le habría importado que se hubiese liado con otra persona?

—¿Estás sordo, poli? Ya te lo he dicho, joder, me importa una mierda.

Me froté la barbilla y miré a Matty, pero no dijo nada.

—¿Me prestas un pito? —pregunté.

—Adelante —dijo.

Encendí un Benson & Hedges y le di otro a Matty.

—¿Por qué un hombre quiere matarse de hambre hasta morir? —pregunté.

—¡Por Irlanda! —vociferó Seamus.

—¿Sabe qué dice mi barbero?

—¿Qué coño dice tu barbero? —preguntó.

—Dice que el nacionalismo es un concepto pasado de moda. Que era un arma que utilizaban los capitalistas para dividir a los trabajadores y mantenerlos sujetos.

—En una Irlanda libre —dijo meneando la cabeza— ricos y pobres, católicos y protestantes estarán unidos.

—¿Lo cree de verdad? ¿Eso es lo que pasó en la república?

Se levantó.

—Ya te he aguantado bastante, madero. Tengo que hablar con gente importante.

—Siéntese, Seamus. Me dijo que me concedía cinco minutos. Vamos, socio. Is neamhbhuan cogadh na gcarad; má bhíonn sé crua, ní bhíonn sé fada —le dije en el dialecto irlandés de los valles en el que me había criado.

Se quedó perplejo al oírme hablar en gaélico y parpadeó un par de veces antes de volver a sentarse.

—¿Se le ocurre alguna razón por la que alguien quisiera verla muerta? —pregunté.

—¿Se la cargó alguien? —preguntó con algo que parecía genuina sorpresa.

—Estamos esperando el veredicto del fiscal forense. Parece un suicidio pero nunca se sabe. Sólo me preguntaba si alguien querría verla muerta.

Seamus negó con la cabeza, pero hubiera jurado que se lo estaba pensando.

—Creo que no —dijo finalmente.

Pero allí había un pero.

—Pero… —empecé.

—Bueno —miró a su espalda y bajó la voz—. Los veteranos no deben haberse tomado muy bien que la preñaran conmigo aquí encerrado.

—¿Incluso después de que le dieran el divorcio? —dije.

Seamus se echó a reír.

—A ojos de la iglesia no hay diferencia, ¿verdad?

Estaba a punto de seguir con el tema del pero cuando oí que una voz nos gritaba desde el otro lado de la sala de visitas.

—¿Qué está pasando ahí?

Me volví y vi a Gerry Adams, el presidente del Sinn Fein, y otro individuo alto que no conocía dirigiéndose hacia nosotros. Matty y yo nos pusimos de pie. Adams estaba furioso.

—¿Es usted madero? ¿Detective? ¿Quién le ha dado permiso para hablar con uno de nuestros mártires? —me apremió Adams.

—¿No debería esperar a que se mueran para llamarlos mártires? —dije.

Eso era lo que no tenía que decir.

A Adams se le erizó la barba.

—¿Quién le ha dado a usted permiso para hablar con nuestro compañero?

—Investigo la muerte de su exesposa.

El otro hombre se me puso delante de la cara.

—No se les permite a ustedes hablar con ninguno de los prisioneros de nuestro módulo de Long Kesh sin la presencia de un letrado —dijo con un acento suave casi inglés de colegio privado del sur.

—A Seamus no le importa —insistí.

El otro hombre ignoró mi comentario.

—Seamus, vuelve a tu sección —dijo—. Recuerda que esta mañana tienes que atender una llamada de teléfono de América.

—De acuerdo, Freddie —dijo Seamus, y tras hacerme un ligero gesto con la cabeza echó a andar rápidamente hacia la salida.

—Y ahora, tal vez debería usted irse rápidamente de aquí, madero —dijo Freddie. Era un hombre alto, de uno noventa y complexión fuerte, pero relajado y que llevaba bien su tamaño. Era de tez oscura y llevaba un traje azul a medida y una corbata de seda verde. El pelo negro recogido atrás en una cola de caballo. Una pequeña insignia en la solapa decía JEFE DE PRENSA. Adams llevaba su consabido jersey blanco típico de las Aran y parecía desaliñado en comparación con su acompañante. Los contrastes no terminaban ahí. Freddie tenía los ojos castaño oscuro, casi negros, nariz continental y era un chico guapo y lo sabía. El aura de Adams era en cambio la del típico profesor de historia izquierdoso, con barba entera, lentes gruesos y pelo castaño descuidado con alguna pincelada de gris aquí y allá.

—¿No será usted Freddie Scavanni por casualidad? —dije al segundo hombre. Lo cogí por sorpresa.

—¿Y qué pasa? —preguntó visiblemente desconcertado.

—He intentado tener una pequeña charla con usted también —dije—. Ayer llamé dos veces al Sinn Fein pero no conseguí nada.

—No mantenemos conversacioncitas con la pasma —dijo Freddie.

Adams y Freddie dieron media vuelta para irse.

—No tengan tanta prisa, tíos, sólo serán dos segundos —les supliqué.

—Tenemos una mañana muy ocupada, hemos de volver al cuartel general —dijo Adams.

—Sólo necesito que me dediquen un segundo, muchachos —dije poniéndome delante de ellos.

Se suponía que Gerry Adams formaba parte del Consejo Militar del IRA y por tanto en Irlanda podía disponer fácilmente la muerte de cualquiera como y cuando quisiera. Así que su mirada de «quítate de en medio, pasmarote, o lo vas a lamentar» resultaba un anticipo bien sólido para garantizarte un año de pesadilla.

—Sí, vamos a tomar un poco de aire fresco, Gerry —dijo Freddie.

—¡Esperen! Puede que quieran oír esto: me parece que podemos ayudarnos mutuamente —dije.

—¿Cómo es eso? —preguntó Adams.

—Ayer hablé con usted, señor Adams. Llevo la investigación de la muerte de Tommy Little y tengo que hablar con el señor Scavanni. Tommy iba de camino para ver al señor Scavanni cuando desapareció.

Tenía la esperanza de sorprender tal vez a Adams con esa información, pero era evidente que ya la conocía. Tenía sentido. Scavanni no seguiría trabajando con el movimiento si no hubiera sido investigado y blanqueado por el IRA.

—Bien, lo que probablemente tenemos entre manos en este caso, señor Adams, es un asesino en serie a la caza de homosexuales. Es una historia bastante sensacionalista, y en cuanto concluya en Inglaterra el juicio del destripador los tabloides ingleses andarán desesperados por encontrar algo parecido hasta que llegue la boda real. Y ahí confluyen nuestros intereses. A usted le interesa mantener el foco de la prensa centrado en las huelgas de hambre, pero si esta historia del asesino en serie cobra importancia, serán malas noticias para usted y los suyos. Imagínese morir por Irlanda y que a nadie le importe porque el nuevo destripador irlandés acapara todos los titulares. Eso no les iba a gustar mucho, ¿cierto?

—No me gusta su tono displicente, joven —dijo Adams moviendo la cabeza con condescendencia—. Está trivializando un asunto importante. Y ahora, si no le importa…

—Un hombre del IRA mezclado en una historia de crímenes en serie de gays. ¿Cree realmente que es un giro que se pueden permitir afrontar este verano? ¿No le parecería mejor que su compañero Scavanni cooperara con nosotros, me dijera lo que sabe y me ayudara a pescar a ese chalado, y pescarlo pronto? Consecuencia: la huelga de hambre vuelve a ser la noticia número uno y la valiente lucha de sus voluntarios puede recuperar su merecido puesto en todas las portadas.

Adams miró a Scavanni, que se limitó a encogerse de hombros.

Me di cuenta de que aquello les había parecido razonable a ambos.

—Vuelvo a decirle que no me gusta su tono, pero supongo que nuestros intereses convergen en este caso. Nosotros, eh…, no hemos progresado mucho a la hora de descubrir al que mató a Tommy Little —dijo Adams.

—¿Qué me dice usted, señor Scavanni? —le pregunté.

—No estoy seguro de que le sirva de ayuda. Aquella noche Tommy no llegó a visitarme, pero si quiere que hablemos del tema venga a mi oficina hoy a mediodía. Bradbury House 11 —dijo Scavanni—. Le concederé quince minutos.

—¿Lo ven? Ya sabía que nos haríamos amigos rápidamente —dije guiñándole un ojo a Matty.

—Igual podemos ir juntos al cine algún día —dijo Matty con cara de palo.

—Sí, si esos desvergonzados dejan de poner bombas en todos los cines.

Se alejaron de mí con asco.

Una vez se hubieron ido, Matty y yo nos permitimos unas risas.

Me había quedado de lo más satisfecho de nuestro trabajo, y una vez estuvimos de vuelta en el Land Rover puse una cinta de los Stiff Little Fingers. Ahora llovía a cántaros, y el agua venía de ambos lados del Lough Neagh. Matty no era fan de los Stiff Little Fingers y estaba menos impresionado con lo que habíamos conseguido.

—Esto ha sido una pérdida de tiempo —masculló.

—Hemos sacado una entrevista con Scavanni.

—¿Y eso qué es? ¿Otro puñetero viaje a Belfast? Otra conversación sin sentido. Es del IRA, no va a contarnos nada. Y si lo hiciera, ¿cuál sería la diferencia? Dirá que Tommy Little nunca llegó a su casa, y si eso es mentira, el IRA lo hubiera descubierto y no seguiría apareciendo al lado del puñetero Gerry Adams, ¿no cree?

Era un comentario coherente, pero no me gustó la negatividad de Matty.

Cuando McCrabban no estaba de acuerdo contigo se limitaba a seguir sentado sin decir nada. Y si estaba de acuerdo, también seguía sentado sin decir nada.

—Simplemente, no veo adónde nos lleva todo esto en cualquiera de las dos investigaciones —continuó Matty.

—¡Hemos hecho progresos! No creo que el marido ordenara matar a Lucy —le repliqué mientras subía el volumen y los limpiaparabrisas al máximo.

—Antes tampoco pensábamos que hubiera ordenado que la matasen. No pensábamos que nadie hubiese ordenado su muerte —protestó Matty.

Cruzamos las verjas y pasamos delante de una larga fila de manifestantes, periodistas y otra gentuza reunida delante de la valla.

—Esos puñeteros huelguistas de hambre no ganarán nunca —dijo Matty en tono agrio.

—¿Pero qué pasa? ¿Tú nunca simpatizas con los desamparados? Te pones del lado del sheriff de Nottingham.

—Nosotros somos el sheriff de Nothingham, Sean.

Paré el Land Rover en un punto atestado de cámaras que andaban a empujones para lograr una buena posición sobre una pequeña loma desde la que se podía enfocar dentro de los propios bloques H.

—¡Eh, amigo! Te doy veinte libras si me dejas tirar unas fotos desde el techo de tu vehículo —me dijo un fotógrafo yanqui mientras daba la vuelta al Land Rover para ponerme en el asiento del pasajero.

—Qué cara tienes. Esto no es el país de Bongo Bongo, colega. Nosotros somos los incorruptibles representantes del gobierno de Su Majestad. No obstante, sí que aceptaría una donación de cien billetes para el fondo de caridad de las viudas de policías si lo haces todo bien deprisa.

Trepó al capó, sacó unas cuantas buenas fotos y me soltó dos billetes flamantes de cincuenta libras.

Le di uno a Matty y me quedé el otro. Matty metió una marcha y arrancamos en dirección a la autovía M2.

—¿Adónde? —preguntó.

—A la floristería de Betty Dennis en el Scotch Quarter de Carrick —le dije.

Pudimos evitar la hora punta, así que estábamos de regreso en Carrickfergus al cabo de quince minutos.

Los estibadores habían convocado una huelga, de modo que había colas de gente alarmada delante del supermercado y las tiendas de ultramarinos, pero nadie con ganas de gastarse sus pocas monedas en flores, así que no hubo ningún problema para entrar en la floristería. Compré claveles, que son unas bonitas flores neutrales. Aburridas, sí, pero neutrales.

—Hospital de Carrick —dije a Matty.

Aparcamos el Rover y nos encaminamos a la recepción con las flores. Hattie Jacques. Sin sonrisas.

Le di las flores.

—Esto es para la doctora Cathcart —dije.

—Me ocuparé de que las reciba —dijo Hattie.

—¿Está dentro? —pregunté.

—La doctora Cathcart me ha dado instrucciones de que no permita que ni usted ni ningún otro policía penetren en el área de cirugía —me dijo con una mirada severa—. Y ahora, si me disculpan, tengo mucho trabajo.

Matty sonrió, me dio una palmada en la espalda y me condujo otra vez afuera, a la lluvia.

—La cosa está cruda, hermano, la buena doctora no es fan tuya. ¡Te han echado abajo, colega! Te han echado abajo como al Barón Rojo —dijo Matty.

—El Barón Rojo era el que echaba abajo a los otros.

—Pero al final no, Sean, ¡al final no!

—¡Cállate! Cállate y llévame a casa de Lucy Moore. Escribí la dirección ahí en el plano.

—Así lo haré, jefe, así lo haré —dijo soltando otra carcajada.

Los padres de Lucy vivían en una granja grande no lejos de Carrickfergus. El padre, Edward O’Neill, había sido un nacionalista de la vieja escuela, uno de los pocos miembros católicos del Parlamento en la Asamblea de Stormont, y seguía siendo muy respetado en los círculos republicanos. Había tenido dos hijas, Lucy y Claire, y un hijo, Thomas. Claire era letrada asesora de contratos, con base en Dublín y Nueva York. Thomas, abogado en ejercicio en Londres. Lucy debía de haber sido la oveja negra al casarse con un haragán como Seamus Moore.

Aparcamos el Land Rover y nos llevó a la galería Daphne O’Neill, una señora de pelo gris prematuramente envejecida.

Edward estaba sentado junto a la ventana con una manta sobre las rodillas. Era un hombre grande al que habían reducido, como un rey o un político en el exilio.

Tomamos té.

Hablamos.

Ni el padre ni la madre de Lucy tenían nada que añadir. Guardaban duelo por la pérdida de una hija.

Lo peor que te puede pasar en el mundo les había pasado.

El inspector jefe Brennan ya les había informado de lo del bebé.

Estaban desolados. Flotando en un mar de dolor. Nos enseñaron las cartas y postales que les había enviado Lucy desde la República de Irlanda. Nosotros ya teníamos las fotocopias en nuestros archivos, por supuesto, así que los originales no nos aportaron nada nuevo.

—¿Lucy les dio alguna pista o les insinuó a ustedes o tal vez a Claire que estuviera embarazada?

La madre negó con la cabeza. Tenía unos pómulos altos, puntiagudos, y llevaba un moño blanco que le daba un aire noble. Tenía marcas de las lágrimas que le habían corrido por la cara y de alguna manera resultaba extraordinariamente hermosa con todo aquel dolor.

—Ni un atisbo, y tampoco se le notaba, porque me hubiera dado cuenta en Navidad.

—¿Se estaba viendo con alguien? ¿Un novio o alguien nuevo?

—¡No!, no que nosotros supiéramos. ¿Y después de divorciarse de Seamus por fin? No. Tenía un montón de amigos entre la gente del Sinn Fein, pero todos pensábamos que se pasaría una temporada tranquila. ¡Ay, Lucy, mi hijita querida, tan querida! ¡No lo entiendo, no puedo entenderlo!

—¿El bebé sigue vivo? —preguntó el señor O’Neill.

Yo estaba medio atragantado y miré a Matty en busca de ayuda.

—Tenemos muchas razones para pensar que es probable —dijo vacilante—. Es cierto que no encontramos restos de ningún cuerpo en Woodburn Forest, pero la semana pasada fueron abandonados dos docenas de criaturas en hospitales y orfanatos.

En la habitación se hizo el silencio. El señor O’Neill se aclaró la garganta y miró por la ventana. Los segundos se alargaron hasta hacerse un minuto.

—Sé lo que dicen algunas personas. Dicen que es una tradición irlandesa. Eso no es más que un comentario irónico sobre las hambrunas. Pero yo no veo nada irónico en el asunto. ¿Y usted, sargento?

Me quedé auténticamente desconcertado.

—¿Cómo dice, señor? —pregunté.

—Los jainitas de la India se dejan morir de hambre para obtener la pureza en la siguiente reencarnación. Ático el filósofo se dejó morir de hambre en Roma porque había enfermado y quería acelerar el final. En Irlanda nunca se ha considerado honorable esa conducta. No entiendo por qué esa supuesta tradición pudo importarse a nuestro país.

La verdad es que yo no tenía respuestas que darle. Estaba claro que reprochaba a los huelguistas haber hecho que Lucy se sintiera tan culpable como para matarse.

—Señor O’Neill, si pudiéramos descubrir dónde estuvo viviendo los últimos seis meses sería una gran ayuda a la hora de encajar las piezas que…

—¡No lo sabemos! —me dijo cortante el señor O’Neill—. Ojalá lo hubiéramos sabido.

—¿Quizás lo sepa alguna amiga de Lucy? —pregunté.

—Se lo hemos preguntado a todo el mundo una y otra vez —dijo el señor O’Neill dando un puñetazo contra la palma de la mano para subrayar sus palabras.

—Me gustaría hablar con ellos de todas formas —dije.

La señora O’Neill tranquilizó a su marido y nombraron a media docena de personas, con todas las cuales el CID de Carrick (es decir, Matty y Crabbie) se había entrevistado después de la desaparición inicial.

Aun así volvimos a la comisaría y los llamamos. Nadie había sabido nada de Lucy desde que desapareció, nadie tenía ningún conocimiento de novios ni embarazo. Los amigos eran católicos, nosotros éramos la policía… era un muro de piedra.

—¿Y ahora adónde? —preguntó Matty.

Miré el reloj.

—Supongo que iremos a ver a nuestro nuevo amigo Freddie Scavanni.

Entramos en Belfast por la M5. Autobuses quemados. Un blindado Saracen destrozado. Una camioneta de correos ardiendo. Soldados avanzando en hilera.

Dejamos el Land Rover estacionado en la comisaría de la RUC de la calle Queen’s.

Debido al endemismo de bombas incendiarias, bombas explosivas y el miedo a las bombas, los caminos de entrada al centro de la ciudad estaban bloqueados. No se permitía la entrada de vehículos en el corazón de Belfast y todos los compradores y civiles que circulaban eran registrados en alguna de la docena de «casetas de registro» construidas a toda prisa.

Una larga cola de vigilantes civiles de uniforme que cacheaban, miraban bolsos y bolsas y te indicaban que pasaras junto a los agentes caninos. Una vez pasada la caseta, eras libre de caminar por toda la zona que rodea al ayuntamiento.

Por esta área interior circulaban también abundantes patrullas de la policía y del ejército, y con tanta precaución resultaba que la milla cuadrada del centro de la ciudad de Belfast era uno de los barrios comerciales más seguros del mundo. Los de las bombas no podían penetrar, y violadores, atracadores y rateros no podían salir. Aun así, aquellas casetas de registro eran un jodido engorro de marca mayor y había veces que tardabas quince minutos en pasarlas.

Naturalmente, los detectives de paisano bastaba con que enseñasen su identificación para situarse a la cabeza de la cola. Mientras empujábamos para adelantar, oíamos a nuestras espaldas lo de «jodidos puercos» y «RUC SS».

Los vigilantes civiles solían ser mujeres y solían ser jóvenes y atractivas, por cierto, así que lo de eludir sus atenciones no dejaba de ser una ventaja a medias. La razón por la que todo el mundo los llamaba vigilantes civiles es que eran fácilmente distinguibles de los agentes del imperialismo británico: la policía, el ejército y los funcionarios de prisiones. Había la esperanza de que el IRA jamás emitiera un comunicado en el que se los designara «objetivos legítimos», y, en efecto, de momento no lo habían hecho. Al contrario que Matty y yo, por supuesto, que podíamos ser asesinados con total impunidad.

Cruzamos Bradbury Place y encontramos Bradbury House en una calle adoquinada junto a Pottinger’s Entry. Era un edificio más antiguo restaurado recientemente para dividirlo en varias unidades menores: una óptica, una agencia de viajes, una peluquería.

La suite número 11 estaba en el segundo piso.

Estaba atestada de carpinteros, pintores y hombres con monos blancos que tendían líneas de teléfono.

Scavanni estaba de pie con uno de los electricistas examinando una complicada caja de fusibles que debían de haber colocado allí poco después de la Segunda Guerra Mundial.

Nos vio y se acercó con la mano tendida, aunque con cara de fastidio, como si no hubiera esperado realmente que apareciéramos de verdad. Le estreché la mano.

—Señor Scavanni, si pudiéramos robarle unos momentos… —dije.

—Muy bien —dijo con un suspiro—. Por aquí, sargento Dougherty.

—El jodido se olvidó su nombre —murmuró Matty mientras lo seguíamos por un pasillo de color pastel.

—No, seguro que no —repliqué meneando la cabeza.

El despacho de Scavanni era nuevo y dentro no había nada más que un teléfono, un escritorio y unas pocas sillas de plástico.

Se sentó detrás del escritorio, se quitó el reloj y lo puso sobre la mesa.

—Tienen quince minutos —dijo.

Detrás de él tenía una vista del Cornmarket, donde habían ejecutado a Henry Joy McCracken y a los otros líderes de la rama norte de los Irlandeses Unidos durante la rebelión de 1798. Ese alzamiento había sido la última vez que protestantes y católicos estuvieron del mismo lado; desde entonces habían estado divididos y con las espadas en alto.

—El reloj corre —dijo Scavanni.

—¿Qué es todo esto? —pregunté, señalando las oficinas.

—Es una oficina de prensa adjunta del Sinn Fein. Recibimos mil llamadas al día pidiendo entrevistas o comentarios. Ya no podíamos cumplir desde Falls Road.

—¿Qué hace usted en el Sinn Fein, señor Scavanni?

—No soy más que un empleado de bajo rango.

—¿Y qué hace usted en el IRA?

—Sargento —dijo alzando los ojos hacia mí—, no tengo absolutamente nada que ver con el IRA.

—¿Por qué iba a verlo Tommy Little la noche que desapareció?

—Cuestiones administrativas. Nada demasiado interesante.

—Tiene que haber sido un poquito interesante. Fue un cambio de planes repentino, ¿no? Nos han dicho que Tommy estaba en camino para encontrarse con un tal Billy White y que recibió una llamada de teléfono y dijo entonces que tenía que ir a verlo a usted.

Freddie ni se inmutó.

—Han hablado con Walter, ¿no es cierto? Sí. Yo lo llamé. Quería simplemente charlar con él de agenciarnos más coches. Tommy era uno de nuestros conductores y estábamos teniendo que doblar y triplicar nuestros coches para acompañar a los periodistas norteamericanos.

—¿Lo llamó usted? ¿Para hablar de coches?

—Sí. Comprueben las grabaciones del teléfono.

—Lo haremos —dijo Matty.

—¿Y fue una conversación larga?

—Si lo recuerdo bien, arreglamos todo el asunto en cuestión de un minuto. Le pregunté si podía encargarse de conseguir más coches para los medios americanos y dijo que se ocuparía del asunto.

—Entonces si todo estaba arreglado, ¿por qué tenía que ir a su casa?

—No tengo ni idea de por qué Walter les dijo que venía a verme, pero sí sé que nunca llegó a mi casa.

—¿Lo vio en algún momento el martes por la noche?

—No.

—¿No le resulta un poco extraño que dijera que iba a verle a usted pero después no lo hiciese?

—Sí, sería extraño si no le hubieran pegado un tiro en la cabeza en algún punto entre Belfast y mi casa.

—¿Dónde vive usted, señor Scavanni?

—Straid.

—¿Dónde está eso?

—Cerca de Ballynure —dijo Matty.

—¿Y no tiene ni idea de por qué Tommy sintió la necesidad de ir a verle a usted en persona?

—Ni la menor idea. Le pregunté si podía conseguir más coches para los reporteros norteamericanos y dijo que se ocuparía del tema. Creí que el asunto estaba arreglado.

—¿Qué hacía Tommy en el IRA? —pregunté.

—No tengo ni idea. Sé muy poco del IRA. Soy jefe de prensa del Sinn Fein —dijo Scavanni.

—¿Irá usted a su funeral?

Scavanni se encogió de hombros.

—Estoy muy ocupado. Y no lo conocía tanto.

—Nos han dicho que la muerte de Tommy es un buen engorro. Ni honores militares, ni salvas en su honor, nada de todo eso —dije.

—No tiene sentido que me lo pregunte a mí. No tengo ninguna pista.

Vi que con aquel personaje no iba a ninguna parte. Miré a Matty y le di una patadita por debajo de la mesa.

—¿Su padre vino de Italia? —preguntó Matty.

—Así es.

Eso era todo.

Por ahí no había modo de continuar.

Jesús, Matty.

—¿Qué opinión tiene de los homosexuales, señor Scavanni? —pregunté.

—Me parece que son geniales. Más mujeres para los demás —dijo sarcástico.

—¿Qué opina el Sinn Fein de los homosexuales?

—No tenemos ninguna política —dijo riéndose.

—¿Dónde estuvo usted la noche del doce de mayo?

—Estuve en casa viendo la tele.

—¿Solo?

—Solo.

—¿A qué hora se fue a acostar?

—No lo sé. ¿A las once?

—¿Qué hizo durante toda la noche?

—Ver la tele.

—¿Y se fue directo a la cama?

—Ajá.

—¿Y se durmió?

—Casi inmediatamente.

Fruncí el ceño y me mordí el labio.

—Frankie Hughes se estaba muriendo el doce de mayo —dije—. El huelguista de hambre número dos. Todo el Sinn Fein debía de ser un hormiguero de excitación, ¿y usted se fue a la cama sin más?

—Yo no podía hacer nada por Frankie. Y sabía que el miércoles iba a ser un día muy emotivo y atareado. Y desde luego que lo fue, se lo puedo asegurar.

Freddie señaló el reloj.

—Miren, lo lamento pero… es la hora, caballeros, por favor.

Nos levantamos y cuando salíamos del despacho le hice una pregunta más al estilo Colombo.

—¿No conocía a Lucy Moore, verdad?

—¿Lucy qué? —preguntó sin expresión alguna.

—La exmujer de Seamus.

—¿Esa muñequita que se suicidó?

—Sí.

—Temo que no. ¿Ella qué tiene que ver con nada?

—O sea, que a llamarse a andana, por lo que parece —gruñó Matty.

—¿Habla italiano, señor Scavanni?

—Claro.

Che gelida manina, ¿sabe qué significa?

—Bueno, obviamente, el dialecto es importante… ¿algo que tiene que ver con manos?

—Sí.

Volvió a señalar el reloj.

—Agentes, por favor, ya han pasado los quince minutos.

Hizo un gesto hacia la puerta con una mirada que nos decía que si teníamos alguna pregunta más no debíamos vacilar en «irnos a tomar por el saco».

Me llevé a Matty al Crown Bar y nos dieron un fantástico estofado de costillas de cerdo y una Guiness para almorzar. Un par de chicas hacían sonar un violín y una guitarra eléctrica para deleitarnos con canciones irlandesas sobre la hambruna, los caballos, los malvados britones…

—¿Qué le pareció, jefe? —preguntó Matty.

—¿Scavanni?

—Sí.

Di un sorbo a la Guiness.

—Me parece que nos oculta algo.

—Tengo la misma sensación.

—¿Te has fijado en las máquinas de escribir? Todas eléctricas.

—Sí. ¿Oyó lo que dijo de Tommy? «No tengo ni idea de por qué Tommy le dijo a Walter que iba a verme». ¿Qué implicación hay detrás de eso?

—¿Qué Walter miente?

—O tal vez que Tommy le mintió a Walter. ¿Y qué me dice de ese jueguecito de no saber nada de Lucy cuando era consciente de que ésa era la razón de nuestra visita a Maze esta mañana? ¿Estaba tan preocupado por ocultar alguna cosa importante que decidió ocultarlo todo?

—Me he perdido —dijo Matty.

Terminamos nuestro magnífico almuerzo, nos enrollamos un rato con los polis del puesto de la calle Queen, nos pasamos veinte minutos comprobando los registros telefónicos en la British Telecom (en efecto, Scavanni había llamado a Tommy Little la noche del doce de mayo) y concertamos una cita con Billy White.

Recuperamos el Land Rover y nos encaminamos al polígono de viviendas de Rathcoole en el norte de Belfast.

Era un gueto protestante a base de bloques y torres sombrías y desabridas y filas de adosados deprimentes. Apenas había servicios, mucho cemento, muchas pintadas sectarias, mucho paro, nada que hacer para los jóvenes salvo unirse a una banda.

No nos lanzaron cócteles molotov mientras entrábamos en el polígono, pero desde las cuatro torres emblemáticas recibimos una buena lluvia de huevos y cartones de leche.

Nos detuvimos en el pasaje comercial y encontramos con facilidad el local de Billy White encajado entre una casa de apuestas y una tienda de licores. Ostentaba el pomposo nombre de «Salón de Billares, Pool y Snooker de los Leales de Rathcoole».

Las pintadas que había por todas las paredes anunciaban que aquello era territorio de la UVF, del RHC (Red Hand Commando, otra milicia protestante ilegal) y del KAI de Rathcoole, un grupo del que nunca había oído hablar antes.

El salón de billares tenía una rejilla a prueba de balas, amortiguadores delante y media docena de tipos con vaqueros y cazadoras de lona ganduleando alrededor.

Matty y yo aparcamos el Rover, atravesamos entre el personal y pasamos al interior del local.

Había unas pocas mesas de billar americano y muchos más hombres en vaqueros que jugaban a los dardos y al billar ruso.

—¿Sois los maderos que vienen a ver a Billy? —preguntó uno de ellos, un gigante de cabeza pelada que le rozaba contra el techo manchado de nicotina.

—Sí —dije.

—Veamos alguna identificación —pidió.

Exhibimos nuestras tarjetas y nos llevaron a un cuarto trasero.

Detrás de un escritorio de pino sin barnizar en una habitación espantosa y claustrofóbica que hubiera podido rivalizar con el führerbunker por el precio, estaba sentado un vejete. En la pared había carteles de la UVF y lo que podía llamarse un gran retrato naíf al óleo de la reina Isabel II a caballo.

Detrás del viejo había cajas grandes de cigarrillos de todas las marcas imaginables.

El viejo miraba un programa de jardinería en un televisor enorme.

—¿Es usted Billy? —le pregunté.

El vejete ni me contestó.

Miré a Matty. Se encogió de hombros. Nos sentamos en sendas sillas de plástico. El viejo me miró con suspicacia.

—¿Son ustedes de Hacienda? —preguntó.

—No.

—¿De aduanas?

—Somos de la policía, hemos venido a ver a Billy.

—¿Y no están aquí por los misioneros de los apóstatas?

—Ni siquiera sé qué es eso. ¿Está Billy?

—Volverá dentro de cinco minutos. Sólo ha ido a buscar más petróleo para el generador. Anoche no teníamos electricidad.

—Ni nadie —dijo Matty.

—¿Quieren un poco de té? —preguntó el viejo.

—No me importaría —dijo Matty.

El viejo salió por la puerta y volvió un par de minutos después con tres tazones, una botella de leche, terrones de azúcar y un paquete de galletas de chocolate McVitie’s Digestive. Puso leche y azúcar en los dos tazones y los revolvió con el dedo índice teñido de nicotina.

—Gracias —dije cuando me tendió la taza.

El viejo empezó a parlotear, primero sobre los autobuses y el fútbol pero finalmente abordó las trincheras y la Gran Guerra, de la que dijo que era el único superviviente de una sección de los Voluntarios del Ulster del primer día de la batalla del Somnne. Miré el reloj. Habrían pasado cinco minutos.

—Voy a esperar fuera —dije. Atravesé la sala de juegos, abrí la puerta de la calle y respiré a fondo el aire libre y fresco del buen Dios. Se había puesto a llover y todos los tipos de ropa vaquera estaban dentro esperando que les tocase el turno en las mesas de billar ruso.

Delante de mí paró un Mercedes Benz 450 SL negro. El clásico automóvil descapotable que adoran terroristas, chuloputas y dictadores africanos.

Se bajaron dos hombres.

Uno de ellos sacó un barril de petróleo del maletero y empezó a empujarlo rodando hacia la parte de atrás del club. Era un joven de pelo rubio, de unos veintidós años. Un duendecillo guapo con pantalones marrones y una camiseta negra lisa.

El otro encendió un cigarrillo y me saludó con la cabeza. Comprendí que era Billy. Tenía casi todo el pelo negro salvo por un penacho gris en lo alto de la frente a lo Susan Sontag. Ojos verde azulado muy hundidos en el cráneo y las arrugas en torno a la boca más profundas todavía. Tenía un rostro céltico cuadrado, que me recordó un poco a Pedro Picapiedra o a Ian McKellen.

—¿Es usted el polizonte que ha estado llamando para verme? —preguntó.

—Sargento detective Sean Duffy de la RUC de Carrickfergus —respondí.

—¿Es un apellido católico?

—Sí.

Soltó una risita desagradable.

—Bien, ¿de qué va el tema?

—Tommy Little.

—Déjeme que lo adivine, ¿ha hablado con Walter Hays y le ha dicho que Tommy venía a verme a mí? ¿Es correcto? —dijo con astucia zorruna.

—Es correcto.

—¿Quiere saber cómo lo he sabido?

—Porque tiene poderes telepáticos.

—Lo sé porque los del IRA ya me han llamado por teléfono para preguntarme cuándo había visto a Tommy por última vez. Y fueron de lo más cortés.

Por supuesto que el IRA y la UVF eran enemigos jurados que en teoría intentaban matarse los unos a los otros a la menor oportunidad. Pero en la práctica, sin embargo, había muchos contactos entre ambas organizaciones. Cooperaban para reducir las fricciones entre las dos comunidades y facilitar la distribución y recaudación de los pagos por protección.

—¿Cuándo vio a Tommy por última vez?

—Tommy vino aquí hacia las ocho, la noche que se lo cargaron. El martes.

—¿Por qué?

—Teníamos negocios que resolver.

—¿Qué negocios?

—Eso no es relevante, sabueso —dijo Billy en tono amenazador.

Igual que con Gerry Adams y Freddie Scavanni, sabía quién tenía el poder allí. Lo tenía todo él. Así que tuve que ir con muchísimo tiento: podía dar por terminada aquella entrevista en el momento que le apeteciese y yo nunca volvería a tener la oportunidad de hablar con él.

—¿Eran asuntos de drogas? —pregunté.

Se encogió de hombros.

—Yo soy de homicidios, no de narcóticos —dije.

—Entonces, ¿off the record?

Off the record.

—Júrelo por la vida del puto Papa.

—Lo juro por la vida del Papa.

—Muy bien. Bueno, puedo contarle lo que se muere de ganas de saber y así le sacaré de ese tormento. Unos chicos muy malos mataron en Andy a un joven emprendedor al que nosotros habíamos dado un salvoconducto; así que yo me sentía un poco responsable de aquello y me preguntaba también qué habría pasado con las tres bolsas de heroína brown sugar que transportaba el joven aquel.

Mi cabeza iba a cien. ¿Heroína brown sugar? ¿Un salvoconducto? ¿Qué tenía que ver Tommy Little con todo aquello?

—¿Y qué dijo Tommy de eso? —pregunté con toda placidez.

—No dijo gran cosa de nada. Fuimos a mi despacho, me entregó dos de las tres bolsas, me preguntó si con eso estaba contento y le dije que sí.

—¿Y eso a qué hora fue exactamente?

—Como le dije, sobre las ocho.

—¿Cuánto duró la reunión?

—Dos minutos.

—¿Y entonces se marchó?

—Y entonces se marchó.

—¿Y nunca más lo volvió a ver?

Billy negó con la cabeza pero no abrió la boca.

—¿Nunca más volvió a ver a Tommy?

—No.

Billy llevaba puesto un chándal rojo, unas deportivas Adidas y una cadena de oro al cuello. A un lado de ese cuello ostentaba un tatuaje en tela de araña, y al otro, una mano roja del Ulster. Exhibía prácticamente el aspecto típico del paramilitar protestante de mitad del escalafón y sin embargo había algo en el conjunto que no encajaba del todo.

Aquello era la fachada. Era la imagen que proyectaba. Pero por debajo había algo más. Billy era inteligente y su acento no tenía nada que ver con el de Rathcoole. Más bien seguía teniendo un deje de África del Sur.

—Usted también fue poli una temporada, ¿verdad, Billy? En Rodesia.

—¿Poli? ¿Eso dice su ficha? Denos un poco más de crédito. Prácticamente dirigíamos nosotros el país. Éramos lo único que lo mantenía en pie. Aquéllos eran buenos tiempos, ¡tiempos importantes! Aquél sí que hubiera podido ser un paraíso. ¡Mírenlo ahora! Tendríamos que haber matado a Mugabe cuando tuvimos la oportunidad, y tuvimos la oportunidad, créame.

Podía imaginar parte de aquellos buenos tiempos: palizas en la cárcel, raids por Mozambique, pueblos incendiados, cosechas ardiendo…

—¿Cuánta gente mató usted en Rodesia, Billy?

—Más que suficientes, poli, más que suficientes —dijo jovial.

Me froté la mandíbula. ¿Aquello tenía alguna relevancia? Era un criminal endurecido, pero eso ya lo sabía.

—¿Ha oído hablar alguna vez de una chica que se llamaba Lucy Moore? —le pregunté.

—¿Quién?

—¿Sabe quién es Orfeo?

—¿Qué?

—¿Le gusta la música, Billy?

—Claro.

—¿Le gusta la ópera?

—¿La qué?

—La ópera. Wagner. Puccini.

—Para nada.

—¿No está en su onda?

—No está en mi onda.

Nos miramos el uno al otro mientras Billy encendía un cigarrillo. Me ofreció uno y lo acepté. En el aeropuerto de Belfast Harbour aterrizaba un avión y lo miré mientras maniobraba rígidamente al entrar en el vector de aterrizaje a lo largo de la costa del estuario de Belfast.

—Déjeme ver si está claro. Tommy Little vino a verlo el martes por la noche sobre las ocho. Trataba de aclarar una disputa potencialmente seria sobre la propiedad de la heroína de un traficante muerto. Permaneció aquí cinco minutos y después se marchó y nunca lo volvió a ver.

—Es correcto, más o menos —dijo Billy, y otra vez noté en sus ojos aquella mirada que no me gustaba del todo. Si aquello era la verdad, no era toda la verdad.

—¿Y qué hizo después de que se marchara Tommy?

—Jugué al billar hasta cosa de las doce y luego me fui a casa.

—¿Testigos?

—Todos los del club.

—Ésos jurarían solemnemente que fue usted el sha de Persia.

—Seguro que sí —se rió Billy.

—¿Qué opina usted de los maricas, Billy?

—¿Yo personalmente?

—Sí.

—Me importan un carajo. A quién le importa a qué se dedica la gente en sus putas casas.

—Muy progresista. ¿Y qué harían si descubrieran que uno de sus chicos es marica?

—Ya sabe lo que haríamos.

—¿Lo matarían?

—Tendríamos que hacerlo. Los de arriba nos lo exigirían.

El sirimiri se convirtió en lluvia.

—¿Tiene alguna pregunta más? —dijo Billy.

—Una o dos —dije.

—Entonces mejor que entremos.

Nos fuimos al agobiante cuarto trasero. Billy apagó la televisión y echó de allí al abuelo. Se sentó detrás del escritorio.

—¡Shane, ven aquí! —gritó, y apareció su joven asistente rubio. Shane se sentó junto a Billy, frente a nosotros. Era atractivo y guapito y displicente, y quizás dejara traslucir incluso una sombra de Júpiter y Ganímedes. Quizás.

—¿Y usted es? —le pregunté a Shane.

—Shane Davidson. Davidson con una d.

—El sargento Duffy quiere saber si el martes por la noche fue la última vez que vimos a Tommy Little —dijo Billy.

—Desde luego que sí —dijo Shane entrecerrando los ojos y mirando a Billy con una mirada que no supe interpretar. Matty también la vio y me hizo un ligerísimo gesto de cabeza.

—¡La puta mierda, tíos! No tendríais una puta discusión con Tommy y le pegaríais un tiro, ¿verdad?

—¿No lee los periódicos, amigo? A Tommy lo mató un chalado que va a por los maricas. Aunque yo lo llamo chalado, pero la verdad es que apuesto a que la mayoría de la gente piensa que está haciendo un favor a todos —dijo Billy.

—Y, además, ¡no somos tan tontos como para joder a Tommy Little! —dijo Shane.

—Desde luego que no. Los grandes Jefes Blancos nos liquidarían incluso antes que el IRA —añadió Billy.

—¿Qué hacía exactamente Billy en el IRA? ¿Qué puesto ocupaba? —pregunté.

Billy soltó una carcajada y pegó un manotazo en la mesa.

—¿Ese chico lleva cuatro días muerto y todavía no saben quién era? Dios santo, ¿pero quiénes son ustedes, los guardias de la Keystone o qué?

—¿Qué trabajo hacía Tommy Little para el IRA? —pregunté.

—¿De verdad no lo sabe? —dijo otra vez Shane provocando en su jefe una risa histérica.

—No.

—Tommy Little era el jefe de la FRU —dijo Billy.

—¿Qué Tommy Little era el jefe de la Force Research Unit del IRA? —dije incrédulo.

—Exacto.

—Pero ése es un puesto del Consejo Militar —dijo Matty, atónito.

—Comprenderán entonces que quienquiera que matase a Tommy tenía que ser un chalado, ¿no creen? —dijo Billy.

Lo creía, sí.

Todos los otros enfoques se habían venido abajo.

Tommy Little era el jefe de la FRU, la unidad de seguridad interna del IRA. La FRU era responsable de destapar a los chivatos de la policía y a los topos del MI5 en la organización. Era el grupo de personas más temido de toda la isla de Irlanda. Daban más miedo que cualquiera de los paramilitares, la Special Branch o las fuerzas especiales del ejército, el SAS.

Cuando el IRA te pillaba, te metían un tiro en la cabeza, o por lo menos en la rodilla. Si te pillaba la FRU, y sospechaban que eras un doble agente o un informador de la policía, la diversión podía durar toda una semana. Torturas con soldadores eléctricos, martillos, berbiquís, ácido, electrochoques. Castración. Ceguera. Descoyuntamiento. Aquéllos eran los métodos que la FRU utilizaba para obtener la verdad.

Nadie más que un lunático andaría jodiendo con el capitoste mayor de la FRU.

El golpe que te devolverían sería rápido y terrible.

Tenías que estar loco.

Me puse de pie. Matty se levantó conmigo.

—Tengan, caballeros, llévense su veneno —dijo Billy ofreciéndonos media docena de cartones de cigarrillos a cada uno.

Negué con la cabeza.

—Venga, muchachos, que han convocado una huelga en los muelles. Mañana por la mañana ya no quedarán pitillos en ninguna tienda —dijo Billy.

—Qué coño —dije en un impulso, y cogí un cartón de Marlboro. Matty cogió uno de Benson & Hedges y nos apropiamos también de una lata de tabaco de pipa de Virginia para McCrabban. Salimos de aquella oficina para encontrarnos en medio de la tarde lluviosa de color gris acorazado de Rathcoole.

—¿Volvemos al Rover? —preguntó Matty.

—Vamos a caminar un poco, para aclararnos la cabeza.

Caminamos a lo largo de las viviendas deslucidas y las torres de apartamentos destartaladas de los años sesenta. Todo era acromático y todo estaba medio en ruinas menos de veinte años después de edificarlo. Un experimento masivo de ingeniería social que había salido espantosamente mal.

—¿Dónde crees que están las mujeres, Matty? —le pregunté—. Aquí no hay más que hombres, ni mujeres ni niños.

—Dentro, lavando la ropa, dando azotes a los chiquillos, friendo las patatas.

Me paré delante de una pintada de siete metros de alto: «Ten cuidado, el KAI de Rathcoole te vigila».

—¿Qué significa KAI?

Kill all Irish.

—Matar a todos los irlandeses. Precioso. Rathcoole viene del Rath Cuile, que en irlandés significa «en el centro del círculo fuerte». Este sitio fue en otros tiempos un palacio real de los reyes de Ulaidh. Míralo ahora. Torres de cemento y filas y filas de adosados sin alma.

—Si hubiera sido un palacio estos sinvergüenzas lo hubieran hecho trizas de todos modos, créame —dijo Matty.

Miré el reloj. Eran las cuatro en punto. ¿Adónde se nos había ido el día?

—Deberíamos irnos a casa —dijo Matty—. Si Tommy Little era de la Force Research Unit, el Ángel de la Muerte no se acercaría a él ni con una pértiga de tres metros. Obviamente, ese enfoque es equivocado. Esa gente no es estúpida.

—Sí, ya lo sé. Muy bien. Muy bien, volvamos al Rover. Nos marcharemos, pero quiero que me dejes antes de doblar la esquina a salvo de los ojos fisgones de las torres de apartamentos.

—¿Qué quiere hacer?

—Voy a volver para ver la parte de atrás de las viviendas abandonadas y colarme en una para espiar cuándo sale a la calle nuestro hombre.

—¿Billy?

—Voy a esperar a que aparezca Shane, el amiguito de Billy. Me parece que sabe algo que no nos dice.

—En Belfast todo el mundo sabe algo que no dice.

Nos subimos al Land Rover. Matty me llevó hasta una cancha de baloncesto en ruinas llena ahora de desechos y basuras y repleta de contenedores, carritos de compra, cochecitos de niño y el típico coche quemado. Me bajé del Land Rover y me metí la pistola en el bolsillo del impermeable.

—Con cuidado, Sean, ¿vale? —dijo Matty.

—Mi segundo nombre es Cuidado. También es Aloysius, pero eso no hace falta que se lo cuentes a nadie.

Sonrió y eché a andar entre los círculos retorcidos de basuras camino de las casas abandonadas.