10: Presas fáciles
Nos calzamos todo el equipo antidisturbios y los chicos sacaron sendos subfusiles Sterling de la armería, salvo para mí, claro, porque todavía no había tramitado lo de traérmelo de Coronation Road.
Al salir por la puerta nos vio el inspector jefe Brennan.
—¿Dónde vais tan vestidos de Navidad, muchachos? —preguntó.
—A Falls, vamos a echar un vistazo a la casa de Tommy Little.
—¿Tommy Little es…?
—La víctima número uno.
—Ah, sí. No os importará que me añada al carro, ¿verdad? Necesito aire fresco después de todas las emociones de la rueda de prensa de esta mañana —dijo Brennan.
—Bueno, inspector jefe, tal vez fuera mejor que no, iremos demasiado apretados —repliqué, porque no quería que aquello se pareciese aún más a una excursión en autocar al circo.
Pero Brennan no estaba por la labor de que lo disuadieran.
—Yo no iré nada apretado. Me sentaré delante.
Escena veinte minutos más tarde: McCallister al volante, Brennan a su lado en el asiento del copiloto, y Crabbie, dos agentes bastante cortos y yo achicharrándonos detrás. Uno de los agentes era mujer. La primera que veía en Carrick. Se llamaba Heather Fitzgerald y tenía las mejillas tan encarnadas que parecían estar ardiendo. Una jovencita de buen ver, con ojos color esmeralda y pelo oscuro rizado, tímida como un ratón, además; sería una lástima que tropezáramos con alguna bomba callejera y se le hiciera migas aquella cara bonita.
—¿Cuál es la dirección? —preguntó McCallister cuando llegábamos a Belfast Oeste.
—Falls Court 33. Es una bocacalle de Falls Road —le dije.
Falls Road no estaba tan mal como nos esperábamos. Desde luego que había un barullo tremendo de periodistas delante del centro de información del Sinn Fein y que había controles de policía y un par de helicópteros militares por arriba, pero la mayor parte de la gente andaba a sus asuntos, iban a la lechería, a la carnicería, a las tiendas y, por supuesto, al pub y las casas de apuestas.
Falls Court era otra de esas criminales calles sin salida que la pasma aborrece, y el número 33 estaba, naturalmente, al fondo del todo.
—Alan, cuando llegues a la casa, da la vuelta y deja el motor en marcha; los agentes y yo nos desplegaremos y prevendremos el fuego de cobertura por si acaso, y mientras, Crabbie y Sean pueden entrar y hacer sus filigranas de detectives —dijo Brennan.
—Me parece bien —coincidí.
—Y si oyen disparos, salgan —añadió con una sonrisa.
El viejo chivo estaba disfrutando.
El Land Rover se detuvo y Brennan y los dos reservistas desembarcaron con los Sterling apuntando a todos los puntos cardinales de la brújula.
Crabbie y yo fuimos al número 33. Era la última casa del típico bloque de adosados de ladrillo rojo con mural enorme en la pared de cierre, recién pintado, con retratos de Bobby Sands y Frankie Hughes y encima de ellos, en grandes letras blancas, la cita de Patrick Pearse de 1915: «¡Qué tontos, pero qué tontos, nos han dado nuestra muerte feniana!».
Crabbie y yo contemplamos el mural y nos miramos. Ambos pensábamos lo mismo: sí, así es como se hace crecer un movimiento.
Delante del número 33 había dos hombres sentados en sillas de plástico, de pelo corto, tatuajes en telaraña, chaquetas vaqueras, camisetas blancas, pantalones tejanos pitillo desteñidos, botas Dr. Martens. Eran vigilantes del IRA y probablemente escondieran unas buenas herramientas. Si quisiéramos, los detendríamos por eso, pero ¿para qué empeorar las cosas?
No sabía por qué estaban allí sentados ni por qué estaba abierta la puerta principal de la casa.
El guardia enviado con anterioridad había colocado unas cintas amarillas de «Policía. Precinto de pruebas. Prohibido el paso» en la puerta de entrada, cintas que ahora yacían arrugadas en el suelo a los pies de los dos hombres.
—¿Ésta es la casa de Tommy Little? —pregunté.
—¿Qué cojones quieres, madero? —preguntó uno de los hombres.
—Oh, no sé muy bien, la paz universal, una explicación de por qué dejaron de hacer los cereales de arroz Puffa Puffa, la noticia de que por fin los Led Zeppelin encontraron un batería para sustituir a Bonzo… esa clase de cosas —dije.
A los del IRA la broma no les causó mucha impresión.
—Aquí no sois bienvenidos, y si yo fuera vosotros escaparía a casa zumbando —dijo el otro, un individuo grasiento con toda la cara llena de granos.
Saqué el revólver de reglamento.
—Déjeme dejarle esto bien clarito, cara bonita: yo no me escapo nunca a ninguna parte —dije, y entré en la casa.
Oí al otro miembro del IRA ahogar una risotada.
Crabbie entró detrás de mí.
Comprobamos inmediatamente que llegábamos tarde.
La casa estaba completamente desnuda. No había muebles, ni alfombras, ni cuadros en las paredes, ni nada. Era como si Tommy Little no hubiera existido.
Fuimos al piso de arriba, pero también lo habían vaciado.
Ya habían vendido o quemado las cosas de Tommy, sin duda para tomar distancias con cada uno de los aspectos de su vida. Nadie quería complicarse la vida viéndose mezclado en unos asesinatos en serie de gays justo cuando estaban logrando su mayor victoria de propaganda desde hacía décadas.
—Como a Trotsky. Lo están borrando de la historia —dije.
Bajamos las escaleras y volvimos junto a Esbirro 1 y Esbirro 2.
—¿Qué han hecho con las cosas de Tommy? ¿El Ejército de Salvación? —pregunté.
Esbirro 2 meneó la cabeza.
—Las hemos tirado todas en una hoguera de protestantes.
—¿Tenía algún pariente aparte del hermano de las antípodas? ¿Hijos, sobrinos, sobrinas? —pregunté. En los archivos no constaba, pero preguntar no cuesta nada.
—Tommy no era del tipo paternal, ¿no te parece? —dijo Esbirro 1.
—¿Amigos, familia, algo así? —pregunté.
—¡Para nosotros Tommy está muerto y más que muerto! ¡Ese puto marica se llevó lo que se merecía! —masculló Esbirro 1.
—Estos tíos no nos sirven de nada. Marchémonos de aquí, colega —dijo Crabbie.
—A Tommy lo asesinó algún chiflado y quiero descubrir al que lo hizo, de modo que si a cualquiera de ustedes se le ocurre algo, llámenme, por favor.
Les tendí una tarjeta de visita a cada uno, con mi nombre y el teléfono del CID de Carrickfergus.
Esbirro 1 miró la tarjeta y me miró.
—¿Eres católico? —preguntó.
—Sí, lo soy. Buen ojo.
El tipo soltó un escupitajo.
—Eres un puto traidor, eso es lo que eres. Aceptando las putas monedas del puto rey. ¿Cómo puedes dormir por las noches?
Me incliné tanto sobre él que no habría más de una pulgada entre mi nariz y sus napias puntiagudas.
—Pues normalmente del lado izquierdo, con una almohadota grande y mullida y mi pijama favorito, uno de El hombre de los seis millones de dólares —dije poniendo una voz rasposa a lo Clint Eastwood.
Esbirro 2 y Crabbie se rieron.
Regresamos al Land Rover y nos metimos todos dentro.
—¿Alguna información? —preguntó Brennan.
—Un fiasco total —dijo Crabbie—. Han vaciado la casa completamente y ya están instalando a alguien nuevo.
—¿Qué le había dicho? —me preguntó alzando las cejas.
—Tenía usted razón, señor —repuse.
—Muy bien, Alan, llévanos de vuelta a Carrick, a propulsión —dijo Brennan.
Volvimos a Falls Road propiamente dicha. Brennan hizo parar en un quiosco de prensa para comprar la primera edición del Belfast Telegraph. Decepción: nuestra rueda de prensa no salía en primera página, dominada por este titular: «Cuatro más se unen a la huelga de hambre».
Pero sí que nos dieron la página tres, y había una bonita foto del sargento McCallister debajo del titular: «La RUC investiga un doble asesinato de homosexuales».
—Podrían habernos dado más espacio —se quejó Brennan—. O sea, quiero decir, que está muy bien tener un crimen de verdad por una vez. Un asesinato normal y corriente, no sectario. Esto por aquí es como lo de hombre muerde a perro. Es noticia. Estoy sopesando escribir al director.
Estábamos ya casi en el cruce de Falls Road con la nueva carretera de dos carriles cuando McCallister dio un frenazo tremendo.
Miré por el parabrisas y vi un autobús secuestrado de la Ulsterbus incendiado colocado de lado, atravesado sobre la calzada y bloqueando el paso. Debían de haberle pegado fuego durante los últimos cinco minutos, porque fuimos los primeros polis en llegar al lugar de los hechos y ni siquiera había sonado el aviso por la radio de la policía.
De repente sonaron cuatro golpazos tremendos contra la chapa de acero del flanco derecho del Land Rover.
Los dos agentes de reserva soltaron un chillido.
Miré por la mirilla. Alguien nos disparaba desde los setenta metros de altura de la Divis Tower, el quinto edificio más alto de Belfast, una ciudad levantada sobre terrenos de marisma.
Otros dos fuertes impactos en el flanco del Land Rover y balas perdidas resonando contra el pavimento. En un principio la Divis Tower y todo el complejo de viviendas de los Divis Flats pretendían ser un proyecto modelo de recuperación y mejora de barrios deprimidos, pero rápidamente degeneró y se convirtió en un gueto de varios pisos, totalmente controlado por el IRA.
—¿Qué cojones es eso? —gritó Brennan.
—Ametralladora calibre cincuenta, jefe —respondió con placidez el sargento McCallister—. Las vi en el ejército. Inconfundibles.
—¡Madre mía! ¿Y puede hacer un agujero en la chapa blindada? —preguntó Brennan.
—Tal vez. La verdad es que no lo sé —repuso McCallister.
Brennan se giró para mirarnos a los cuatro de atrás. Tenía una gran excitación en los ojos. Aquello no me gustó.
—Muy bien, chicos y chicas, nos desplegaremos por detrás, concentrad el fuego en la boca de las ráfagas, ¡eso les dará algo en qué pensar a esos cabrones! —dijo Brennan, mientras más proyectiles del calibre cincuenta destrozaban el asfalto a nuestro alrededor. Supongo que debe de ser difícil apuntar con esos cacharros.
El sargento McCallister me miró y meneó la cabeza. No quería decir nada, pero confiaba en que lo dijera yo.
—Ésa, inspector jefe, no creo que sea una buena idea. Probablemente estén esperando con un lanzagranadas, y en cuanto abramos las puertas de atrás dispararán y nos freirán a todos —dije, pensando que alguno de nosotros tenía que decir algo.
—¡Pero no podemos dejar que nos disparen sin más! —dijo Heather con las mejillas más coloradas que nunca por la presión sanguínea.
—¡No, por Dios que no podemos! ¡Vamos a darles una lección que no olvidarán! —le contestó Brennan.
—No podemos ponernos a disparar contra la Divis Tower, inspector jefe. Está llena de gente —dije yo.
—Inspector jefe, hay una orden en vigor para todo Belfast Oeste, las normas de enfrentamiento no permiten devolver el fuego del complejo de viviendas Divis sin permiso expreso del mando de la División —añadió con firmeza McCallister.
Una nueva ráfaga del calibre cincuenta nos hizo temblar y lanzó por el aire fragmentos de acero del blindaje del Land Rover. Era como estar metidos en una máquina pinball.
Metidos en una máquina de petacos con el escalofrío añadido de una muerte inminente.
El agente de la reserva de cuyo nombre no me había enterado empezó a vomitar entre las piernas.
—Y entonces, ¿qué sugerís, miedicas sin vergüenza? —gritó Brennan.
—Es que si le aciertan a un neumático nos quedaremos aquí estancados, así que sugiero que rodeemos el autobús y después, no sé, tal vez llamar al ejército, esto es más bien competencia suya —dije.
—¡Pero cómo! ¿Salir huyendo, cojones? ¿Y qué pasa con la situación general? Estamos aquí para respaldar la ley y el orden. ¡No podemos echar a correr cada vez que se monte una puñetera pelea!
Aun así, para gran decepción de Brennan, eso fue lo que hicimos: echar a correr.
Rodeamos el autobús ardiendo, informamos al ejército del tiroteo y volvimos en medio de un silencio lleno de humillación a nuestra comisaría de Carrickfergus.
Estacionamos el Land Rover y nos quedamos todos impresionadísimos al ver los grandes mordiscos que los proyectiles del calibre cincuenta habían dejado en el blindaje.
Mi equipo bueno apestaba a vómito, así que me lo quité y me puse los pantalones vaqueros y la camiseta del concierto de Deep Purple que guardaba en la taquilla. Mandé a uno de los agentes de la reserva con cara de aburrido a que dejara mi uniforme en la tintorería y abordé al sargento McCallister en la máquina de café.
—¿Te inventaste eso de las normas de enfrentamiento?
—Pues claro que me lo inventé —asintió—. ¿Cómo voy a saberme las normas de enfrentamiento en Belfast Oeste?
Saqué un tazón de té de desayuno irlandés para la agente Fitzgerald y se lo di cuando salió del servicio de señoras con la cara pálida y toda temblorosa.
—Hoy nos hemos divertido un poco, ¿eh? —le dije.
Aceptó el té muy agradecida.
—Nunca había estado en un tiroteo —dijo.
—No era tiroteo propiamente dicho, porque sólo disparaba una de las partes —dije.
Se dirigía al área de los reservistas, un sitio lúgubre, pero la conduje a mi mesa al lado de la ventana.
—Siéntese aquí, que hay luz —le dije.
Dejé que instalara su delicioso trasero en mi silla de cuero giratoria.
—Tiene una vista muy bonita —dijo.
La marea estaba baja, y la playa, llena de basura: carritos de la compra, latas de cerveza, bolsas de plástico, algas en putrefacción, los restos de un Ford Escort que había saltado desde el muelle de pescadores en 1978, peces muertos, medusas muertas, aguas fecales y petróleo en estado puro.
—Sí, una vista deliciosa —repliqué.
Dio un sorbo al té, con gusto.
—Está bueno, ¿qué es?
Le expliqué los arcanos secretos de la bolsita de té Tetley.
—Entonces, ¿de dónde es usted? —Le pegunté.
—Ahora de Greenisland, pero vengo de Islandmagee.
—¿Islandmagee es bonito?
—Muy bonito. Cuando llegas allí es casi como si no existiera el conflicto.
—Me encantaría visitarlo alguna vez.
Dejó el té en la mesa y cogió uno de mis folios A4 llenos de marcas, flechas e interrogaciones. Tenía escrito, en letras mayúsculas: «¿CÓMO SELECCIONÓ A SUS VÍCTIMAS?».
—¿Cómo seleccionó a sus víctimas? —me preguntó.
—No lo sé, pero cuando lo descubramos podremos…
Me dieron un golpecito en el hombro. Era McCrabban. Me sonreía zalamero.
—Perdona que te interrumpa en el trabajo, Sean, pero tienes una llamada por la línea 4.
—Discúlpeme —le dije a Heather, y apreté el botón de la línea 4.
—¿El sargento Duffy? —preguntó una voz.
—¿Quién es?
—No le hace falta saber mi nombre, pero nos vimos esta misma tarde, antes.
Esbirro 2.
—Adelante —le dije.
—Tommy Little tenía un novio. Se llama Walter Hays. No sé dónde vive en estos momentos. De allí lo echamos a patadas.
Lo apunté en el bloc.
—Walter Hays. Lo tengo. Daré con él. Muchas gracias —dije.
Esbirro 2 no colgó.
—¿Hay algo más? —le pregunté esperanzado.
—Leí el Belfast Telegraph de hoy.
—Sí…
—Tommy Little no era una persona que escondiese nada. Todo el mundo sabía que era un marica.
No entendía adónde quería llegar con aquello.
—De acuerdo, y entonces ¿eso qué significa? —le pregunté.
—Eso se lo tiene que preguntar usted, sargento Duffy, ¿por qué se toleraban las inclinaciones de Tommy?
—¿Qué por qué se toleraban sus inclinaciones? ¿Qué trata usted de decir?
Pero entonces lo tuve claro. Si Tommy Little no hubiera sido más que un conductor ocasional para los jerifaltes del IRA hacía mucho tiempo que le habrían metido un tiro en la rodilla y expulsado del movimiento.
Pero no era un simple conductor ocasional, ¿verdad?
—Se toleraban porque Tommy Little era importante, claro —dije—. Era un cargo, claro, ¿no es eso?
—Que tenga una buena noche, sargento Duffy.
La comunicación se cortó.
Fui a buscar a Crabbie y a Matty, me los llevé a una de las salas de interrogatorios y les conté lo que había pasado.
—¿Y eso qué significa? —preguntó Matty.
—Significa, Matty, que los archivos de la RUC están equivocados respecto a Tommy Little. Eso es lo que significa. Que era importante —dijo Crabbie.
—Pues quiero que averigües cómo de importante. Y si tienes que hacerlo, pinchas el teléfono a la Special Branch y al MI5 y a la inteligencia militar, lo que sea. Alguien sabe quién era este tipo y yo quiero saberlo también —les dije.
Matty asintió en silencio. Me volví hacia McCrabban.
—Y tú y yo vamos a descubrir dónde vive ahora Walter Hays y luego iremos a hacerle una pequeña visita.
Salí de la sala de interrogatorios y sonreí a Heather.
—¿A qué hora termina tu turno, guapa? —le pregunté.
—A las siete —dijo.
—¿Has comido alguna vez en un indio?
—No.
—¿Te apetece un bocado rápido después del trabajo? Para airearnos un poco después de los acontecimientos del día, ¿sabes?
Puso cara escéptica.
—No será picante, ¿verdad? No me sienta bien el picante.
—Qué va —dije negando con la cabeza—, ¿de dónde sacas eso? Está muy bien. Escucha, si a las siete no he vuelto, ¿me harás el favor de esperarme? Cámbiate de ropa y espérame, ¿vale?
—Vale —dijo, y me dedicó una hermosa sonrisa.
Crabbie salió de la sala de interrogatorios con un papel.
—Muros impenetrables por parte de los británicos en lo de Tommy Little, pero los de la Special Branch dicen que lo mirarán. Entre tanto, aquí está la dirección de Walter Hays: New Line Lane 99, Ballycarry.
—Vamos a llevar el BMW —dije—. Hoy ya estoy harto del Land Rover.
Bajamos la escalera y pasamos junto al tablón de anuncios. Alguien había recortado la foto del sargento McCallister del Belfast Telegraph. Por desgracia para Alan, su careto quedaba justo debajo de la palabra «homosexual». Los graciosos de la comisaría habían borrado el resto del titular.
—¿Esto es lo que aquí se piensan que es humor? —pregunté.
—A mí no me preguntes, yo soy más del Gordo y el Flaco —dijo Crabbie.
—Y, por supuesto, ésos dormían juntos en la misma cama, ¿a que sí?
Crabbie suspiró. Dijo:
—Esto es lo peor del mundo moderno, Sean, gente cínica como tú. En aquella época todo era más inocente. Pero son tiempos que se han ido para siempre.
—Desde luego que sí, colega, desde luego que sí.