11: Los amigos de Tommy Little
El cielo estaba azul y el Concorde dejaba una buena estela sobre nuestras cabezas. Nos quedamos un momento contemplándolo antes de meternos en el BMW y cruzar la verja para salir. Delante de la comisaría, un puñado de fanáticos creyentes ya talluditos cantaban a coro sobre los homosexuales, el Segundo Advenimiento y proclamaban que nosotros, la policía, éramos agentes del Anticristo.
Era un grupo razonablemente nutrido y un poco más arriba de la calle había aprovechado para estacionar una furgoneta que vendía patatas fritas, cookies y donuts calientes de mermelada.
—¿Un donut? —le pregunté a Crabbie.
—No diría que no.
Compramos media docena y nos fuimos hacia el campo.
New Line Lane salía justo de la New Line Road, como a una milla del pueblo de Ballycarry.
Había un montón de baches, y las zarzamoras invadían de tal manera ambos lados del camino que empecé a preocuparme por la pintura del coche.
Cuando por fin llegamos a la casita, no era muy grande: un cottage de una sola planta, de piedra encalada, ventanas retranqueadas y techo de brezo. Sin duda los turistas se hubieran vuelto locos al verlo, en cambio los ocupantes se quejarían de las goteras y la humedad. De la chimenea salían volutas del humo azulado del carbón de turba.
Aparqué el BMW, bajamos y eché una mirada a mis espaldas, camino abajo, hacia la lengua gris del estuario de Belfast y más allá las grúas amarillas de los astilleros de Harlan y Wolff. La ciudad parecía pacífica, como siempre pasaba desde allí arriba. No había incendios, pero se notaba que algo serio sucedía por el número de helicópteros que revoloteaban sobre el Ardoyne: dos Gazelles, un Sea King y un Wessex.
El sol había hecho su aparición, de modo que dejé mi impermeable en el coche. No era demasiado profesional hacer el trabajo de policía con una camiseta de Deep Purple, pero qué le íbamos a hacer.
Llamé con los nudillos a una puertecita de madera que habían pintado con un precioso tono de verde.
—¿El señor Hays? —preguntó Crabbie.
Se abrió la puerta. Hays era alto y delgado, de unos veinticinco años. Llevaba gafas John Lennon de color azul y el pelo rubio engominado. Vestía vaqueros blancos y camisa blanca. Tenía una raspadura en la mejilla y un labio partido, apenas cicatrizado, de cuando, sin la menor duda, el IRA le interrogó sobre la muerte de Tommy. Nos apuntaba con una escopeta de dos cañones del calibre 12.
—¿En qué puedo servirles? —preguntó con un acento distinguido del sur de Belfast.
—Somos agentes de policía. Estamos investigando la muerte de Tommy Little —le dije mostrándole la acreditación.
—No tengo nada que decir —replicó Hays antes de leer el carné con atención.
—¿Hasta muy recientemente vivía usted con Tommy Little en el 44 de Falls Crescent?
—Hasta ayer —murmuró.
—¿Hasta que el IRA lo echó a patadas?
—Sin comentarios.
—Tal vez podría usted apartar esa escopeta de mis cojones, estoy pensando en ser padre —dijo Crabbie.
Hays bajó la escopeta.
—¿A quién esperaba usted? —le pregunté señalando el arma.
—Nunca se sabe, ¿no es cierto? —dijo Hays.
—¿Esta casa es suya? —pregunté.
—Era de papá. Veníamos aquí de vez en cuando para escaparnos de Belfast.
—¿Usted y Tommy Little?
—Sin comentarios.
—¿En qué trabaja usted, señor Hays? —pregunté.
—Trabajo en la comisión forestal.
—Ah, un trabajo interesante, seguro. He oído decir que hasta 1800 una ardilla podía cruzar Irlanda de un lado a otro saltando de rama en rama.
—Es más o menos cierto —masculló, y entrecerró los ojos.
He visto mucha gente retraída, pero aquel tipo era de lo más arisco que pueda imaginarse. En circunstancias normales entrevistarse con él sería algo muy duro, pero para nuestra fortuna ahora estaba extenuado, humillado y, lo mejor de todo, cabreado.
—¿Quién le dijo que no hablase con nosotros, señor Hays?
—¿Quién cree usted?
—¿El IRA?
—El IRA y mi sentido común innato.
—¿Podemos entrar, señor Hays?
Negó con la cabeza.
—Mire, señor Hays, soy sargento detective de la RUC de Carrickfergus. Investigo la muerte de Tommy. Al contrario que sus amigos del IRA, que quieren que a todo este asunto se le dé carpetazo, yo quiero encontrar al asesino. Quiero encontrar al que lo hizo.
—Tommy salió aquella noche, es todo lo que sé —dijo Hays, y trató de cerrar la puerta.
Metí el pie en el vano y la mantuve abierta.
—¿Y dónde fue?
—No voy a decirle nada más.
—¿Adónde fue? —preguntó Crabbie.
—No sé nada.
—Venga, estamos intentando descubrir quién lo mató —insistí.
Se le estaban llenando los ojos de lágrimas pero seguía negando con la cabeza.
—No puedo contarles nada. Eso me lo dejaron bien claro. Me ataron a una puta silla. Me pusieron una pistola en la frente. Y me dijeron que tenía suerte de que me dejaran seguir con vida.
Respiré hondo y le puse una mano en el hombro.
—Díganos simplemente adónde fue esa noche —susurré.
Hays me miró fijamente pero siguió con la boca cerrada.
Miré a Crabbie. Desde luego que podíamos llevárnoslo, pero con un abogado del Sinn Fein presente en la sala sí que sería como un muro de piedra… Además, los dos nos dábamos cuenta de que cedía.
Empezaba a temblar, no un temblor exagerado sino pequeños estremecimientos que iban aumentando hacia un clímax, como los que van en el autobús al santuario de Nuestra Señora de Knock.
Aquello era la gran mierda sagrada. Aquello era dolor.
—Necesitamos saber adónde fue Tommy —dijo Crabbie en tono amable.
—¿A quién fue a ver, Walter? —pregunté.
—Ya he leído el periódico —dijo Hays meneando la cabeza—. No tiene nada que ver con el trabajo de Tommy, ¿verdad? Fue obra de un loco que va por ahí matando gente al azar. ¡Matando maricas!
Dijo la palabra «maricas» con un gesto despectivo…, del modo en que pensaba que lo diríamos nosotros.
Pero ya era demasiado tarde. Nos había confesado algo importante. El trabajo de Tommy.
—¿Qué hacía Tommy en el IRA, Walter?
—¿Ni siquiera saben eso? —dijo Hays con desdén—. No tenéis ni una puta pista, tíos.
Crabbie y yo cruzamos una mirada anhelante.
—¿Qué es lo que hacía, Walter?
—¡No voy a decirles nada! —bramó Hays.
Había que cambiar de táctica. Era como ir construyendo una escalera peldaño a peldaño.
—¿Llegó a aparecer el coche de Tommy? —pregunté.
Walter negó con la cabeza.
—¿Qué coche usaba? —preguntó Crabbie.
—Un Ford Granada azul del 78, BXI 1263.
Apunté el número de matrícula en la libreta.
—¿Cuánto tiempo llevaban Tommy y usted juntos? —pregunté.
—Cuatro años.
—Cuatro años. Debía de significarlo todo para usted. Venga, Walter, ¿no quiere que encontremos al asesino de Tommy?
—No podrán sacarme nada. Nada —dijo con un sollozo—. ¡Y ahora tienen que marcharse, de verdad!
Metí la mano en el bolsillo para darle una tarjeta pero no quiso aceptarla.
—Si la encuentran en la casa, me liquidan seguro.
Ahora lloraba de verdad.
—Está bien, tío —dije. Le di un apretón en el hombro—. Está bien —dije—. Está bien.
Se le saltaron las lágrimas.
Pasó todo un minuto.
Se sorbió la nariz y consiguió recomponerse. Lo miré a los ojos.
—¿A quién iba a ver, Walter? Denos un nombre.
Volvió a sorber el llanto. Un atisbo de duro pedernal brilló en su expresión. Una decisión.
—Son dos nombres —murmuró.
—Dígame.
—No le servirán de mucho.
—¿Por qué no?
—Ninguno de los dos es el asesino. El IRA ya hizo una investigación interna y los dos siguen vivos.
—Dígamelos de todos modos. Cuéntemelo todo.
—Muy bien —se limpió la nariz—. Si así me libro de ustedes…
—Nos marcharemos, se lo prometo.
Suspiró y tomó aire con fuerza.
—Vale, vale; pues son las siete de la tarde y en la BBC2 dan billar y juega Alex Higgins, y a Tommy le encanta ver jugar a Alex, pero se pone la cazadora y le pregunto que adónde va y me dice algo de que tiene que ver a Billy White por lo de los cobros. Y no pienso nada especial porque iba a ver a Billy cada dos semanas más o menos. Y en realidad no le escucho demasiado. Y justo está saliendo por la puerta, literalmente, y suena el teléfono y lo coge y habla como un minuto y yo no le presto mucha atención porque estoy viendo el billar también, y luego cuelga y le pregunto quién era. Y no me responde. Así que me giro para mirarlo y le pregunto que qué pasa. Y farfulla algo de asuntos de los que hay que ocuparse y que después de eso tiene que bajar a casa de Freddie Scavanni. Y entonces se marcha. Y ésa… ésa fue la última vez que lo vi.
—¿Qué pasaba en casa de Scavanni? —le pregunté apuntándolo en la libreta.
Abrió la boca, la cerró, miró a otro lado.
—Hay más cosas, vamos, Walter, cuéntalo.
—No. No hay mucho más. Esa misma noche, uno de los de arriba telefoneó preguntando por Tommy, como una hora después de que se marchase, y le conté lo que había dicho Tommy.
—¿Qué quiere decir con lo de «uno de los de arriba»?
—Uno de los grandes jefes. Pero no conseguirán que les dé el nombre nunca jamás.
—¿Se refiere a uno de los grandes jefes del IRA?
—Sí.
—¿Cómo de grande?
—El más grande. El más de todos. Y eso es todo lo que les voy a decir.
Miré a Crabbie. Él tampoco se podía creer lo que oía.
—Vale, Walter, entonces ¿qué le dijo exactamente a ese de los de arriba?
—Que Tommy ya había salido. Que iba a ver a Billy White y a Freddie Scavanni.
Lo anoté.
—¿Y entonces qué pasó?
—Bueno, Tommy no volvió a casa y los jefazos volvieron a llamar a medianoche preguntando por él y les dije que todavía no lo había visto. Tommy trabajaba noches enteras para los chicos un montón de veces, así que yo no estaba muy preocupado. Pero entonces los jefazos empezaron a llamar otra vez por la mañana y durante toda la tarde, y empecé a sentirme realmente preocupado, y luego esa noche un par de matones con pasamontañas llamaron a la puerta y me llevaron con ellos para hacerme el tercer grado…
Titubeó y luego dejó de hablar como si acabara de pescarse a sí mismo haciendo algo terriblemente malo. «Chivato» siempre había sido una palabra envenenada en Irlanda, y hoy un «chivato» era cualquiera que simplemente abriera la boca en presencia de un policía.
—Bien, sargento Duffy, eso es todo. Ya sabe lo que yo sé. Por favor márchense y por favor no vuelvan nunca más —dijo Walter en tono cansino, y me empujó hacia el porche.
—Espere un momento, Walter, yo…
Antes de que pudiera decir una palabra más cerró la puerta.
Me quedé allí plantado un momento y luego me volví hacia Crabbie.
—¿Alguno de esos nombres te dice algo?
—No sé quién es Freddie Scavanni, pero Billy White es un activo paramilitar protestante de Newtonabbey. Es el comandante de la división de la UVF en East Antrim.
—¿Y por qué un hombre del IRA iba a visitar a dirigente de la UVF?
—Por un montón de razones.
—¿Drogas?
—Sí, para dividir el territorio para drogas, para convenir treguas, para escoger las zonas de protección, para esa clase de cosas. Pero la cosa es, Sean, la pregunta que tenemos que hacernos es ¿por qué Billy White se ve con un tipo del IRA de bajo rango?
—Y sabemos la respuesta, ¿verdad que sí? Porque Tommy Little no es ningún tipo de bajo rango del IRA ni mucho menos, ¿verdad?
—No. Seguro que no —coincidió Crabbie.
Volvimos a la comisaría de Carrick y mientras Crabbie informaba a Matty yo busqué la ficha de Billy White:
Nacido en Belfast, 1947. Buen estudiante. Colegio Metodista. 10 créditos de secundaria. 2 créditos superiores. 1966-1971 se traslada a Rodesia, donde se incorpora a la policía. Expulsado de Rodesia en 1971 por razones sin especificar. Detenido en 1972 por receptación de mercancía robada en Londres. 1972-1974 en varias instituciones inglesas por gentileza de Su Majestad. Vuelve a Belfast en 1974. Se une a la UVF y es detenido por intento de asesinato. El testigo de cargo desaparece. Ninguna detención posterior. Presunto sicario, presunto recaudador de extorsiones, presunto distribuidor de drogas. Rango actual en la UVF: primer comandante e intendente mayor.
La ficha no decía lo que hacía actualmente Billy en la UVF, pero ser oficial de enlace con otros grupos paramilitares lo convertía prácticamente en intocable.
Miré entonces la ficha de Freddie Scavanni.
Nacido en Ravenna, Italia, 1948. Emigrado a Cork en 1950 y a Belfast en 1951. Padre, uno de los muchos inmigrantes italianos que llegaron a Irlanda justo después de la guerra. Estudiante con beca en la Portora Royal School, en Enniskillen. 12 créditos de secundaria. 3 créditos superiores. Otro chico inteligente. Encarcelado por pertenencia al IRA en 1972, liberado en 1973. Diplomatura en periodismo de la Queen’s University de Belfast, 1976. En la actualidad, jefe de prensa del Sinn Fein. Rango actual en el IRA: desconocido.
Cerré las dos carpetas y las puse en mi mesa.
Llamé al cuartel general del Sinn Fein y pedí que me pusieran con Scavanni, pero me dijeron que fuera a darme un largo paseo para reconfortarme espiritualmente por la marisma de turbas más cercana.
—Eh, Crabbie, ¿te acuerdas de cuando el jefe dijo que era fenomenal encargarse de un pequeño caso normal de asesinato por una vez y que no involucrara a los paramilitares ni tuviera enfoques sectarios?
—Sí —dijo en tono agrio, y miró el reloj.
—No estoy muy seguro de que siga siendo así.
Les puse una goma a las carpetas de Scavanni y White y se las alargué. Las leyó y soltó un silbido. Eran las cinco en punto.
—Mañana va a ser un día ajetreado, colega —dije—. Mejor te vas a casa.
—¿Más ajetreado que hoy? —me preguntó.
—Oh, sí. Vamos a entrevistarnos con el papá y la mamá de Lucy Moore y con su marido en la cárcel de Maze para cerrar esa investigación y luego tendremos que ir a hablar con nuestros dos nuevos mejores amigos: Freddie y Billy.
—Yo llegaré tarde, Sean. Mañana tengo que ir a Derry al funeral de mi tío Tom —dijo Crabbie.
—Muy bien, pues entonces será un día ajetreado para Matty.
—Apuntaré esos nombres en la hoja de registro.
Crabbie escribió FREDDIE SCAVANNI y BILLY WHITE en la pizarra blanca. Se puso el abrigo.
—¿De verdad que te parece bien que me vaya a casa? —preguntó.
—Sí.
—¿Y yo qué? —preguntó Matty.
—¡Jesús! ¿Estabas aquí? ¿Dónde estás?
—Tumbado en el suelo junto al radiador.
—¿Por qué?
—La espalda me está matando. Tengo que hacer algo al respecto. Ayer casi no podía moverme con los cinco kilos del Sterling. Tendría que darme de baja por enfermedad.
—¡No hay bajas por enfermedad! ¿Has descubierto dónde mantienen trato los homosexuales?
—No.
—¿Has descubierto dónde se escondía Lucy Moore desde Navidad?
—No.
—¿Has descubierto si había algo que relacionase a Tommy Little con Andrew Young?
—No.
—¿Has descubierto de qué vivía Tommy Little de verdad?
—No.
—Brillante. Muy bien, puedes irte a casa también.
Matty sonrió y me dio las gracias. Una vez se marcharon ambos, encendí la televisión portátil para pillar las noticias de Irlanda del Norte de las seis en punto. Nuestra historia ocupaba sólo el quinto titular, después de una bomba en un autobús, la boda real, las huelgas de hambre y un ataque a un helicóptero del ejército: dos hombres homosexuales asesinados de un disparo en incidentes probablemente relacionados. La BBC, con su proverbial sabiduría, entrevistaba a George Seawright, concejal del Ayuntamiento de Belfast por el DUP, quien, como representante electo responsable, llamó a los homosexuales «una abominación ante Dios que se merece los peores tormentos del infierno».
Bajé el sonido, llamé a la Special Branch y les pedí que me enviasen los últimos informes de inteligencia sobre el Alto Mando y Consejo Militar del IRA. Luego llamé al servicio de prisiones de Irlanda del Norte para preguntar qué había que hacer para entrevistarse con un preso en huelga de hambre.
Hasta la hora en que Heather Fitzgerald terminara su turno maté el tiempo trabajando en el perfil psicológico del asesino pero no había demasiado material que tratar. Varón de veinticinco a cincuenta años. Inteligente. Conoce la música clásica. La mitología. ¿Sabe griego? La verdad es que eso no estrechaba demasiado la búsqueda, porque yo mismo había estudiado latín y griego como la mayoría de los chicos que habían ido a una escuela católica o a un instituto protestante.
A las siete en punto Heather y yo nos dirigíamos al restaurante indio Taj Mahal de la calle North. Éramos los únicos clientes.
Se había vestido de paisana: jersey negro, falda marrón larga y botas de tacón bajo. Seguía teniendo la cola de caballo y estaba preciosa.
Pedí media docena de cosas del menú y en vez de eso nos trajeron simplemente lo que ya tenían hecho. El camarero se ponía extrañamente evasivo en cuanto le preguntaba detalles de los platos, de modo que no lo presioné. Heather picoteaba en los platos como un pajarito sin comer casi nada. Yo hacía días que no tomaba una comida como Dios manda y me devoré lo que ella dejaba. Llevábamos ya tres Kingfisher cada uno cuando caminábamos de la mano hacia el Dobbins de la calle West. Ella pidió un gin-tonic y yo una pinta de Bass Pale Ale.
Dos copas más y ya nos llevábamos de fábula.
Heather se fue al servicio y yo permanecí de pie junto a la chimenea mirando deshacerse las briquetas de turba.
—Pensé que estarías aquí —dijo una voz.
Me volví. Era Laura.
—Venía a buscarte —dijo—. Quería preguntarte si querías ir al cine esta semana.
—Creí que el IRA había reventado todos los cines.
—Todos no —se rió.
—¿Qué ponen?
—Carros de fuego. ¿Has oído hablar de ella?
—¿Alguna especie de remake de Ben-Hur?
—Es sobre las olimpiadas.
Justo entonces Heather volvió del servicio. Me vio hablando con Laura e inmediatamente me cogió del brazo y me besó en la mejilla.
Laura parpadeó un par de veces.
—Laura, ésta es mi amiga Heather. Heather, ésta es Laura.
Las dos mujeres se miraron y no dijeron nada.
Heather me puso la mano en la mejilla, me volvió la cara hacia la suya y me besó en los labios.
Cuando acabó de besarme, Laura, naturalmente, ya no estaba.
—Vamos a terminar la copa y nos marchamos de aquí —dijo Heather.
Salimos a la calle y llamé a un taxi.
Nos llevó a casa de ella, en las tierras remotas de Greenisland.
Era una casa sorprendentemente grande para una joven agente de la reserva.
Si no la hubiera visto hoy en la furgoneta de la RUC, en ese momento habría pensado: vaya, mierda, una trampa dulce del IRA.
Se quitó la ropa dejando a la vista unas medias de malla y un body negro.
¿Qué coño es esto?, pensé cuando noté que me agarraba el pene por encima del pantalón.
—Hoy casi nos matan —dijo.
—No del todo.
—¿Eso no te excita? —dijo.
—Tú me excitas —le repliqué, y la besé de nuevo.
Sabía a ginebra y a tiempos mejores.
Le besé los pechos y el vientre y la tumbé sobre la cama.
—¡Fóllame, soy tu zorra! —gimió.
No necesité más ánimos.
Fue un encuentro sexual duro, animal, y después se subió encima de mí y volvimos a follar.
Me quedé dormido hasta la una y media, cuando me sacudió con fuerza.
—Mi marido vuelve del turno de noche a las dos —dijo—. Vístete y sal zumbando de aquí.
—¿Es en serio?
—Es soldador de planchas; si te ve te parte en dos trozos, pequeño, así que márchate.
Para volver a casa tuve que caminar ocho kilómetros bajo la lluvia.
Cuando llegué al 113 de Coronation Road estaba hecho migas. Me quité corriendo la ropa mojada, encendí la estufa de parafina de arriba y puse a Velvet Underground y Nico. Llevé la aguja hasta Venus in furs y apreté el botón de repetir. Cuando la viola loca de John Cale y la guitarra eléctrica de Lou Reed entraron a tope, me fui a la librería a buscar la Enciclopedia de Arte de la Britannica y recorrí los siglos hasta llegar al cuadro de Orfeo en los Infiernos de Jan Brueghel el Viejo. Me tumbé delante de la estufa mientras caía la lluvia y el viento azotaba las ventanas del cuarto de baño. Contemplé el infierno de Brueghel: diablos voladores, hogueras, almas atormentadas y en primer término dos damas con preciosos ropajes.
Me quedé allí tumbado dejando que los minutos me resbalaran por encima. Los minutos. Las horas. Toda la eternidad. Pensé en Orfeo en busca de su amada por los reinos de Hades. Pensé en Laura y en Heather. Pensé en Tommy y Walter. Busqué algún significado. Pero no había significado. Era un sinsentido. Todo ello. Había método pero no claves. Todos jugaban con nosotros, nada más, pensé. Y entonces, exactamente a las tres de la mañana, otra vez se fue la luz.