20: ¿Quién mató a Lucy Moore?
Sueños. Sueños de laberintos. Un laberinto no es un dédalo. No hay caminos sin salida. Todos llevan inexorablemente al centro. Todos los caminos conducen de fuera adentro. De dentro afuera. Dédalo no era un genio. Sólo un ensamblador. Un carpintero de patio.
Los laberintos tienen forma de lazo corredizo.
Lucy Moore tenía el dedo en el lazo corredizo. Deseaba volver a ver a su bebé. Deseaba vivir. El hombre deseó su muerte. Niño sin madre, no tienes quien te proteja. Yo seré tu voz. Tu vengador.
La oscuridad.
Caer, rodar en el pozo negro.
La caída nunca se detendrá. Los números seguirán contando hasta el final de los tiempos. Los enteros son infinitos. Los espacios entre enteros son infinitos. Déjame hablarte de los árboles, Lucy. Bajamos de los árboles. Nos alejamos de los árboles. Los árboles son un paso atrás.
Todos me llaman Mimí. No sé por qué, porque mi nombre es Lucía.
Straid.
El bosque. Woodburn Forest.
La letra «S».
El laberinto.
Él la mató.
Él era el hombre.
Abrí los ojos de par en par. La lluvia había desbordado las alcantarillas. Aliens líquidos aferrados a las ventanas como una mujer maltratada se aferra a un mal matrimonio.
Salté de la cama.
Laura tenía cara de susto.
—¿Algo va mal? —preguntó.
—¿Adónde dijiste que te mudabas?
—Straid.
—¿Qué dijiste del bosque?
—¿Pero de qué hablas?
—¡Dijiste algo de que la casa de tu abuela daba al bosque! —dije cogiéndola por los hombros.
—Me estás asustando, Sean.
La solté.
—Dijiste algo de que la casa daba al bosque.
—Oh… sí. Dije que su casa era bonita porque por detrás da al bosque de Woodburn Forest.
Agarré los vaqueros y me caí al intentar ponérmelos. La muñeca se me había hinchado como una calabaza.
—¡Ayúdame a vestirme!
—¿Pero qué pasa?
—¡Por favor! —le grité.
—Muy bien, muy bien, no te sulfures.
Me subió los pantalones y los abrochó y cogí un jersey negro.
Salí al descansillo y bajé las escaleras.
Miré el reloj de la cocina. 08:45. Esperé hasta las nueve y llamé al anexo de prensa del Sinn Fein en Bradbury House.
—Hola, soy Mike Smith del New York Times, quisiera hablar con Freddie Scavanni, por favor —dije.
—Un momentito —replicó su secretaria.
—¿Diga? —dijo Freddie.
Freddie estaba en el trabajo. Fenomenal. Colgué. Llamé a Jack Pougher de la Special Branch.
—Hola, soy Duffy, de la RUC de Carrickfergus. ¿Podrías hacerme un favor y encontrarme la dirección particular de Freddie Scavanni? Nosotros nunca la hemos tenido, pero doy por hecho que vosotros la sabréis, porque vosotros lo sabéis todo.
Jack no vio nada raro en mi petición y al cabo de un minuto volvió para decirme:
—Es una ficha muy rara, Sean. Cantidad de páginas en blanco, y además se supone que no tengo que dar la dirección de la casa de Scavanni a nadie que esté por debajo del rango de comisario.
—Está bien, Jack, se la pediré a un colega mío que está en Inteligencia militar. Esos chicos siempre son un pelín mejores a la hora de pasarte lo que tienen.
Claro que yo no tenía ningún colega en Inteligencia militar, e incluso si lo hubiese tenido, me habría mandado a la mierda. Pero Jack eso no lo sabía.
—No te me aceleres, Sean. Me debes un favor, ¿vale?
—Te debo un favor.
—Muy bien, pues. Siskin Road 19, Straid, y yo no te lo he dicho.
Colgué, abrí el cajón de debajo del teléfono, saqué el mapa oficial de vigilancia de East Antrim y busqué el pueblo de Straid. Lo encontré y entonces busqué Siskin Road. Corría paralela a Woodburn Forest.
Cogí el impermeable y comprobé que tenía el 38 en el bolsillo.
Me puse las Converse Hi-Top y busqué las llaves del coche.
—¡Ah, no! No vas a ir a ningún sitio conduciendo con esa muñeca —dijo Laura arrebatándome las llaves de la mano.
—¡Dame las llaves!
—Ni hablar. No vas a conducir. Órdenes del médico —dijo. Tenía una mirada firme.
—Necesito el coche —dije en un tono más calmado.
—Que te lleve uno de tus guardias.
—Imposible. No puedo mezclarlos en esto. Se supone que no tengo que volver a ocuparme de esos casos. Acabarán tirándome al pozo de la mierda.
—¿Adónde vas?
—Siskin Road, Straid, cerca de Woodburn Forest.
—¿Y qué hay ahí?
—¡Respuestas, carajo!
—Tranquilízate, Sean.
¿Tranquilizarme? Tendríamos que estar en medio de la calle gritando: la muerte se acerca. Por siempre y para siempre. Y no podemos hacer nada.
No podemos hacer nada, sino atraer a sus discípulos.
—Sean, qué…
—Él mató a Lucy Moore, no sé por qué, pero lo hizo y voy a pillarlo.
—¿Quién?
—Freddie Scavanni.
—¿Qué?
Le quité las llaves del coche.
—¿Adónde vas?
—A su casa junto a Woodburn Forest.
Ella había realizado la autopsia. Nunca se había quedado del todo satisfecha de su informe.
—Yo te llevaré —dijo.
—¡Ni hablar!
—Te llevo yo o no vas. Déjame que te ate los zapatos mientras te lo piensas.
Me ató los zapatos mientras me lo pensaba.
—Harás todo lo que te diga, y si las cosas se ponen feas, me esperas en el maldito coche.
—¡Qué machote eres! Me gusta —dijo burlándose de mí.
Nos metimos en el BMW y bajamos por Coronation Road hasta la avenida Taylor y allí pegué un grito:
—¡Pisa el freno!
El BMW se paró entre chirridos.
Me bajé y miré debajo por si había una bomba lapa, pero no había ninguna.
—Vale, adelante.
Subimos por Prospect Road y la New Line de nuevo y luego por Councillors Road hasta Siskin Road. Durante la última media milla de nuestro recorrido el bosque quedaba a un lado de la carretera. Aquel bosque de pinos familiar, denso, exterior, con el bosque caducifolio más antiguo detrás.
—¿Dónde está Straid desde aquí? —pregunté.
—Oh, a unos pocos kilómetros más por esta carretera.
—He oído hablar del pueblo de Straid, pero no tenía ni idea de que estuviera tan cerca de Carrickfergus, tan cerca de Woodburn Forest.
Pasamos delante de una placa en una verja que ponía Siskin Road 19.
—¡Aquí! —dije.
Detuvo el BMW y me bajé y examiné la verja. Tenía un mecanismo de cierre electrónico que se abría por control remoto. Así que Freddie podía abrirla sin bajar del coche, que era la clase de cosa que querías si ocupabas un puesto de responsabilidad en el IRA. Un individuo que se baja del coche y tantea con las llaves a primera hora de la mañana o a última de la tarde es el sueño de quienes tienden emboscadas.
La puerta era de acero grueso de astillero y corría sobre un raíl a lo largo de la entrada. Un muro alto y macizo de piedra circundaba toda la propiedad, y estaba rematado con pinchos de hierro giratorios.
Muy feo.
—¿Vas a entrar por la fuerza en casa de ese tío? ¿No necesitas orden judicial o algo? —dijo Laura.
—Bah, todo irá bien.
—Todo irá bien, dice. ¿Y cómo vas a conseguir meterte ahí dentro?
—Es bastante fácil para un tipo con recursos como yo —dije.
Saqué el juego de ganzúas y desatornillé la tapa de la caja del control remoto. Junté los cables expuestos en la caja de control y la verja empezó a deslizarse.
—Deprisa, da marcha atrás al coche antes de que esto se cierre otra vez —dije.
—No estoy muy segura de esto. —Laura tenía un ceño desaprobador—. Si vuelve y nos encuentra…
—Cuando vuelva, estaremos esperándolo aquí con la mitad de la RUC para detenerlo.
Circulamos por un corto camino de gravilla escoltado por árboles hasta llegar a la casa de Freddie.
Era una casa grande, de cuatro o cinco dormitorios, con torre, una de esas granjas fortificadas que se construyeron en el siglo XVII durante las guerras civiles entre ingleses e irlandeses. Tenía unos muros de piedra gruesos, encalados, y uno de los lados se alzaba para formar una torre redonda de tres plantas.
Vi ahora que aquel muro exterior macizo era una muralla, un badhun, porque aquel sitio debía de haber sido una plaza fuerte para la cría de ganado en tiempos de la colonización. Un buen lugar para que un jugador clandestino importante estableciera su santuario.
El techo era de pizarra gruesa y había rejas de hierro forjado en las ventanas. La puerta principal era un armatoste de roble macizo con cerrojos de hierro. De cuando estudié historia, recordaba que los badhuns tenían grandes sótanos para almacenar alimentos y grano, y muchos se construían junto a su propio pozo o manantial. Así se podría sobrevivir fácilmente a cualquier ataque con ametralladora o lanzagranadas, y también saldrías bien parado ante una invasión de zombis, la caída de un cometa o el apocalipsis.
Era el tipo de sitio que costaba dinero. Por supuesto que Freddie tenía su sueldo de jefe de prensa, pero ¿de qué otros sitios sacaría la guita? ¿Comisiones por los pagos de protección? ¿Drogas?
—¿Cómo vas a entrar ahí dentro? Ahí hay quince centímetros de roble irlandés —dijo Laura examinando la puerta.
—Sólo tengo que forzar la cerradura.
Me sonrió. Tenía las ventanas de la nariz temblorosas y las mejillas arreboladas. Estaba disfrutando. Pasándoselo bien.
Así que mejor entrar ya. Los cerrojos viejos son complicados, y puede que los antiguos del siglo XVII imposibles, pero ya veríamos.
Probé el mecanismo con una ganzúa. Fue perfecto. No hacía falta una llave de tensor, todo lo que tuve que hacer fue insertar la ganzúa en la parte de abajo del ojo de la cerradura y asegurarme de que se deslizaba por debajo del fiador del cierre y se comportaba como el paletón de la llave. Inserté el siguiente gancho sobre el de la primera ganzúa y lo pasé por debajo del fiador del cerrojo. Tanteé un poco hasta notar resistencia, que se produjo en forma de una serie de barbas colgantes en la parte de atrás de la ganzúa. Empujé hacia arriba las barbas que colgaban para reproducir el máximo empuje de la llave al girar.
El cerrojo se abrió.
Me puse unos guantes de látex y corrí el pestillo.
—¿Qué buscamos exactamente?
—Qué busco yo. A partir de ahora me esperas en el coche.
—No te lo crees ni tú, no después de tanta diversión.
Comprendí que no se avendría a razones y que incluso podría servirme de ayuda. Le di un par de guantes.
—Muy bien. Buscamos pruebas de que Lucy Moore estuvo viviendo aquí. Cualquier cosa. Ropa de mujer, ropa de bebé, cualquier documento de identidad. ¡Cualquier cosa así! Y una máquina de escribir manual Imperial 55. Si mueves cualquier cosa, vuelve a ponerla exactamente como estaba. Que no sepa nunca que alguien estuvo aquí —dije.
—Oye, y si encuentro tres tazones de porridge, ¿puedo comerme el del osito pequeño? —dijo.
Entramos.
Armazón de madera. Paredes interiores de piedra encalada. Ventanas pequeñas. No demasiada luz, pero un encanto rústico innegable. En la pared, acuarelas, que cuando examiné una resultó ser una minúscula pero valiosa Jack D. Yeats.
Una sala de estar enorme con un piano, dos sofás, un televisor muy grande.
Me dirigí al piano. No había cuadernos de partituras, cosa un tanto extraña. Si tocas, siempre tienes uno o dos cuadernos de partituras por ahí tirados, ¿verdad? Recorrí la estantería, pero allí tampoco había partituras, y nada interesante. Un montón de Leon Uris.
Fui al piso de arriba y registré los dormitorios. No eran bonitos. Sencillos, irlandeses, minimalistas incluso. Muebles de madera, paredes encaladas.
Limpio. Ni ropa de mujer ni ropa de bebé.
Había un estudio con un escritorio de persiana cerrado con llave. Lo abrí con la ganzúa y revolví entre un aburrido surtido de facturas y balances de cuentas. Nada fuera de lo normal.
Bajé al sótano pero lo único que encontré fueron unas pocas botellas de vino. Probablemente caro, pero ¿quién sabe? Ninguna máquina de escribir vieja.
El último puerto de recalada fue la colección de discos de la sala de estar.
Era un verdadero entendido.
Me sentí identificado.
Mil álbumes. Fácil. Tal vez trescientos clásicos ordenados alfabéticamente.
—¡Mira esto! ¡Puccini! —dije sacando la grabación de La Bohème por sir Thomas Beecham de 1956.
—¿Y eso qué demuestra? —preguntó Laura.
—No lo sé —dije volviendo a colocar el disco en la estantería bien llena—. ¿Tú qué has encontrado?
—Nada.
—Esto parece la casa de un puto boy scout —dije deprimido.
—Quizás sea inocente.
—Imposible. Es demasiada coincidencia. El cuerpo de Lucy Moore se encontró en Woodburn Forest. Murió la misma noche que Tommy Little. Ese trozo de partitura. Tienes la manita helada. Me llamo Lucía pero todos me llaman Mimí. Una historia. Tenía prisa. No sabía que lo hacía. Y Eurídice, ¿recuerdas? ¡Eurídice no logra volver! ¡Lucy no volvió! Apolo enseñó a tocar la lira a Orfeo. Apolo es el señor de la luz. Lucía significa luz. ¿No lo ves? El hilo de Ariadna. ¡El laberinto nos conduce de vuelta justamente aquí!
Laura cruzó los brazos y suspiró.
—Jesús, ¿así es como hacéis el trabajo de policía? Con ese sistema no iríais muy lejos en patología.
Yo divagaba y lo sabía perfectamente, joder. Y ella tenía razón: aquello no era trabajo policial, era intuición, suposiciones. Todo muy inconsistente.
Subí otra vez, rastreé por debajo de las camas, detrás de los armarios, en el cuarto de baño… Cuando volví a bajar, Laura estaba sentada en el sofá.
—¿Nos vamos?
Estaba decepcionada. No estaba nada impresionada con mis habilidades detectivescas. Apúntate al club, hermana.
—Él la mató. Él es la «S» que vigilaba a Lucy —insistí.
Me senté junto a ella en el sofá de cuero.
—¿Qué pruebas tienes de que Lucy estuvo aquí?
—Se deshizo de todo.
—¿Y por qué iba a matarla? ¿Qué motivo podía tener?
—Era la esposa de un prisionero en huelga de hambre. Se tiraba a la mujer de un prisionero en huelga de hambre.
—Exmujer. ¿Y eso qué?
—Quedaría muy mal. Dañaría su carrera.
—Venga, el asesinato la daña todavía más.
—Puede que hubiera una pelea.
—Aquí no hay nada, Sean —me dijo apretándome la mano—. ¿Qué vive cerca de Woodburn Forest? ¿Qué el apellido empieza con S?
—Y que Tommy Little venía a verlo. Y que escucha a Puccini.
—Vámonos antes de que vuelva. Te echarían del trabajo, Sean.
—No. ¡Todo es a cuenta de Tommy! Tiene que serlo. Tommy Little sí que vino a verlo. Tommy Little estuvo en esta habitación.
—¿Mató a Lucy y además mató a Tommy?
—¡Sí! Están relacionados. ¡Siempre han estado relacionados!
—A lo mejor puedes colgarle todos los asesinatos sin resolver de Irlanda del Norte a Freddie Scavanni —dijo con bastante buen sentido, pero casi ni la oí.
—Es él. Tiene que serlo —dije, y ahora ya con un toque de pánico.
—¿Por qué tiene que serlo? ¿Para que tú puedas resolver el caso y ser el héroe? Venga, Sean, vámonos.
—Cinco minutos más. Encontraremos algo.
—Ayer decías que fue Shane Davidson. Que estaba liado con Tommy Little y que lo mató para cubrirse. Que fue él el que dejó la pista falsa.
—¡En eso estaba equivocado! Ésos no tuvieron nada que ver con su muerte. Shane es el chico de Billy White y tenía una aventura con Tommy Little, pero no lo mató él.
—Seguro que a Shane le aliviaría oír eso.
El reloj de péndulo sonó.
En el bosque graznaban los cuervos.
Laura se puso de pie y tiró de mí con las dos manos.
—Marchémonos de aquí —susurró.
Me quedé allí de pie otro minuto, pensando desesperadamente. Pero al final tuve que admitir mi derrota.
—Estaba tan seguro —dije.
—Ya lo sé —replicó, y me besó en la mejilla—. Todo el mundo quiere una oportunidad de redención.
Salimos y cerré la puerta tras de mí.
—Venga. Vamos a almorzar a algún sitio —dijo Laura.
Titubeé.
—Déjame mirar dos minutos en el bosque y luego nos vamos.
La veía mucho más feliz ahora que estábamos fuera de la casa. Me cogió de la mano.
—Digamos que se cargó a los dos. Tuvo que librarse del cadáver de Tommy en un sitio muy lejos de aquí. Y del de ella. Pudo cargarla a hombros y luego colgarla en el bosque —dije.
—¿Y por qué no se limitó a enterrar a los dos?
—También lo he estado pensando. Un factor es el tiempo. Como máximo tenía dos horas antes de que la desaparición de Tommy hiciera sonar las alarmas. Un par de horas para amañar un plan…
—¿Pero por qué iba a hacer todo eso, Sean? ¿No necesitas un móvil?
Llegamos a la puerta de hierro forjado de la parte de atrás del badhun, levantamos el pestillo y echamos a andar por el bosque. Estaba mojado y oscuro. Extraños hongos blancos se abrían paso entre la tierra empapada. Helechos gigantes crecían de las cortezas de los árboles caídos. Había un olor a moho, un olor a hojas podridas, a otoño, a tumbas.
—Apenas un par de pasos y ya estamos en Woodburn Forest.
—Pero recuerda que a Lucy no la encontraron nada cerca de aquí. Era allí, al otro lado de ese monte, ¿no? —preguntó Laura.
—Obviamente no la iba a colgar justo al lado de su casa.
—¿Y cómo la transporta?
—Al hombro. Como los bomberos. Así puedes llevar a alguien dos kilómetros.
La vi escéptica.
—Déjame enseñártelo.
—Venga.
Utilizando la mano buena, la levanté, me la puse sobre el hombro derecho y le di un azote en el trasero.
—¡Eh! —chilló.
Caminé unos veinte metros y me detuve.
—¿Lo ves? Ya te has quedado sin aliento y…
La bajé.
—¡Jesús! ¡Mira! ¡Ahí! —dije, señalando entre los árboles. A unos treinta metros de la carretera, en un vallecito ancho entre dos castaños enormes, había un Ford Granada quemado.
Corrí hacia él.
El cristal se había fundido y combado, el interior era un barullo de residuos negros y tapicerías ennegrecidas, pero no había ni óxido ni erosión. Tenían que haberlo hecho recientemente. Durante el último mes. Abrí una puerta y miré dentro.
Lo habían rociado de gasolina y quemado, pero luego alguien había apagado el fuego con un extintor de espuma. Habían rascado el número de las matrículas y cuando levanté el capó vi que los números de serie del chasis habían sido fundidos con un soldador eléctrico.
—¡Madre de Dios!
—¿Qué pasa, Sean?
—Es el coche de Tommy. Tiene que serlo.
—¿Tenía un Ford Granada? —preguntó, pero yo ni la escuchaba.
—Por algún motivo Tommy viene hasta aquí y Freddie lo mata. La chica es testigo, así que tiene que ahorcarla. Le amputa la mano a Tommy Little y le endilga un trozo de partitura por el recto. Se va en coche a casa del único otro maricón que conoce. Le pega un tiro. Le corta la mano. Deja la mano de Tommy allí.
—¿Estás seguro de que éste es el coche de Tommy Little?
—Es el coche de Tommy. Freddie no puede permitir que lo pillen conduciéndolo y tampoco que el IRA lo encuentre en su casa, así que lo saca a la carretera y lo quema.
—No lo entiendo. ¿Mató a Tommy Little y lo llevó hasta Carrick?
—Lo mata. Mete a Tommy en el maletero de su coche. Conduce con cuidado para cruzar los bloqueos de la policía y del ejército. Y llega tan lejos como al Barn Field de Carrickfergus, se libra del cuerpo de Tommy en un sitio en que confía que lo encontrarán rápidamente junto a la mano de Andrew Young. Vuelve aquí a toda prisa. Conduce el coche de Tommy hasta el medio del bosque y le pega fuego. Pero no quiere dejar el coche ardiendo toda la noche por si atrae la atención. Espera a que encuentren el cuerpo de Tommy y entonces llama a la policía, descubre mi nombre y escribe una pila de sandeces en una postal y me la manda a casa. Llama al Teléfono Confidencial y empieza lo de las amenazas y las pistas falsas. Llama al Sunday World. Y nos lleva a todos y cada uno de nosotros a dar un bonito paseo por el laberinto. Sus jefes del IRA saben que Tommy iba a ir a verlo, pero les dice que Tommy no llegó a aparecer. Los del IRA sospechan, son escépticos, pero cuando descubren que Tommy estaba mezclado en una sórdida historia con un asesino en serie de homosexuales por en medio barren todo el asunto debajo de la alfombra. Las maniobras de distracción funcionan.
—¿Pero por qué, Sean? ¿Por qué matar a Lucy? ¿Por qué matar a Tommy?
—No lo sé. Pero lo descubriré. Lo detendré y formularé cargos por delitos de terrorismo y lo interrogaré y se vendrá abajo. ¡Venga! Volvamos a su casa y llamemos a la RUC de Carrick. No me importa si me suspenden de empleo, joder, pero lo voy a arrestar.
—Yo sigo sin ver… —empezó, pero fue interrumpida por una fuerte detonación y trozos de corteza que salieron volando del castaño que tenía detrás.
—¿Qué ha sido eso?
—¡Cuerpo a tierra! —le grité—. ¡Y quédate así!
Se lanzó a la espesa capa de hojas que cubría el suelo del bosque. Yo saqué el revólver de reglamento y di media vuelta para mirar a mis espaldas.
Nadie.
Otra detonación y esta vez mi cabeza se libró de la bala por centímetros.
¿De dónde venía?
De algún lugar en dirección a la casa.
Me deshice del impermeable, repté entre la maleza, volví a agacharme y corrí entre los árboles haciendo un gran semicírculo por la derecha.
Mantuve a Laura y al coche en mi campo visual y lo busqué.
Había previsto mi movimiento y me estaba esperando junto a un roble quemado por un rayo. Lo vi por el rabillo del ojo una décima de segundo antes de que disparase. Me lancé al suelo y oí el estampido de la 9 milímetros tres veces más; rodé tras el árbol más próximo, un pino escocés delgadito, y luego continué rodando hasta un pequeño talud. Otra vez cuerpo a tierra, moviéndome de costado, en silencio, con cuidado, conteniendo el aliento.
—¿Dónde estás? —grité, y pude ver su perfil diez metros a mi derecha. Todavía iba trajeado, sostenía la pistola con ambas manos y miraba al espacio que yo ocupaba hacía un instante.
Esta vez le había ganado el flanco con éxito.
Me puse de pie.
Un pie delante del otro, cauteloso, primero la punta y luego el talón de mis Converse. Plantarla suavemente en las hojas, en las ramitas, y suavemente aparecer detrás del hijoputa.
Le planté el cañón del 38 en el cuello.
—Tira la pistola y pon las manos en la cabeza despacito.
Hizo lo que le decía. Di un paso atrás.
—¡Laura! ¡Se acabó todo! Lo he pillado.
—¿Estás seguro? —me gritó de lejos.
—Mira a ver si encuentras mi impermeable, tengo las esposas ahí.
Scavanni se dio la vuelta y me miró. Sonreía ampliamente. Advertí cómo se le borraba la sonrisa de su jodida cara al golpearle con la pistola.
Laura me trajo el impermeable. Tenía la cara arrebolada. Jadeaba. Por un instante insano deseé volarle a Freddie los sesos, tender a Laura en el suelo y follarla como un loco.
—Extiende las manos —le dije a Scavanni—. Laura, busca en mi bolsillo, saca las esposas y pónselas.
No me pareció muy decidida.
—No te preocupes, si da tirones, le pongo una en la oreja izquierda.
—No es eso. ¿Cómo funcionan estas cosas? —preguntó.
—Métele las manos y ciérralas fuerte —le expliqué.
—Ah, ya entiendo.
Le cerró las esposas.
—¿Y ahora qué, sargento Duffy? —dijo Scavanni.
—Ahora, señor Scavanni, volvemos a casa, llamo al detective inspector jefe Todd y aparece aquí con un puñado de hombres ansiosos por tener una pequeña charla con usted. Se lo llevarán, a mí me darán una puta medalla y tal vez un ascenso y usted se pasa la vida en la cárcel. Probablemente en confinamiento, porque así podrán convertirlo en ejemplo para todos, ¿no es eso?
Scavanni no pareció inmutarse ni preocuparse en absoluto.
—Hay un teléfono en la sala de estar —dijo.
—Muy bien, vamos.
Volvimos a cruzar los muros del jardín. Tenía el coche en el camino de entrada y la puerta principal estaba abierta. Era evidente que la llamada telefónica a su despacho le había alertado y que había volado a casa para ver qué pasaba, si es que pasaba algo. Mejor para mí.
—¿Por qué la mató? —le preguntó Laura.
—Querida, no creo que nos hayan presentado —dijo Scavanni.
—La doctora Laura Cathcart. Forense.
—Encantado. Freddie Scavanni, jefe de prensa del Sinn Fein —dijo Freddie.
—¿Por qué la mató? —le preguntó de nuevo.
—No sé de qué me habla. Yo no maté a nadie. No he matado a nadie en mi vida.
—¿A quién disparaba en el bosque?
—Pensé que era otra vez ese zorro terrible. Causa estragos en mi comedero de pájaros. Supongo que tendría que haber cogido la escopeta.
—Zorro por los cojones. Nos vio junto al coche. Y supo que se había acabado el juego. No tiene sentido seguir con esa mierda de mentiras, Freddie.
Llegamos a la sala de estar y coloqué a Freddie en el puf. Laura se sentó en el sofá y yo en la butaca de al lado del teléfono.
—Antes de que llame usted a la RUC de Carrick, ¿me permitiría que hiciera una llamada? —preguntó Freddie.
—Ni de coña.
—Me parece que serviría para explicarlo todo.
—Sí, irá directa a un comando del IRA que vendrá corriendo para intentar salvarlo antes de que llegue la policía.
—Oh, no —dijo Freddie—. No es nada de eso. Es un número de Londres. 01 793 9000. Cuando haya comunicado y le pregunten quién llama, dígales que es Stakeknife. Y cuando le pregunten el número de referencia, dígales 1146.
—¿Perdón?
—01 793 9000. Cuando le contesten y le pregunten quién llama, les dice Stakeknife. Y cuando le pregunten el número de referencia, les dice 1146.
—¿A qué anda jugando, Scavanni?
—Marque el número. Ya lo verá. Si no lo hace, toda su carrera se irá a la mierda.
—¡No me amenace!
—No es una amenaza, créame. Marque el número. Y si en algún momento la cosa no le parece del todo bien, cuelgue inmediatamente y llame a la RUC de Carrick. ¿Qué tiene usted que perder?
—Bueno, tengo cierta curiosidad —dijo Laura, todavía colorada y excitada por todo aquello.
—Muy bien, se lo concedo. Consideremos esa llamada suya. Y si no me gusta, colgaré.
—Trato hecho.
Marqué 01 793 9000.
—¿Sí? ¿Quién llama, por favor? —dijo una voz joven de mujer con acento inglés.
—Stakeknife.
—¿Cuál es su número de referencia de cuatro dígitos, Stakeknife?
—1146.
—Gracias, Stakeknife, le paso con el señor Allen.
Hubo una pausa y se puso un hombre al aparato. Un inglés de más edad.
—¿Qué sucede, Stakeknife?
—¿Con quién hablo?
—¿Quién es usted? ¿De dónde sacó este número? —preguntó Allen.
—Me llamo sargento detective Duffy de la RUC de Carrickfergus —dije.
—¿Y dónde está Stakeknife?
—Está bien y a salvo. Detenido.
—¿Dónde? ¿En la comisaría? —bramó Allen.
—¿Quién cojones es usted? —le pregunté.
—Déjeme hablar con Stakeknife. ¿Cómo sabemos que sigue vivo? ¿Quién es usted?
—Ya se lo he dicho, soy policía y…
—¿Cuál es el número de su tarjeta de identificación?
—Déjeme hablar con él —dijo Freddie—. Me parece que puedo sacarlo de este pantano deprimente de desconfianza.
—¿Ése es Stakeknife? —preguntó Allen.
Miré a Scavanni.
—Me estoy hartando de esto —dije—. Voy a colgar.
—No, no —dijo Freddie meneando la cabeza—, déjeme hablar con ellos un momentito.
Miré a Laura. Se encogió de hombros.
—Muy bien. Le doy dos segundos. Si hay cualquier cosa que no me guste lo frío.
Le acerqué el teléfono y lo sostuve de manera que los dos pudiéramos oír.
—Ah, hola, señor Allen, aquí Stakeknife. Me temo que he sido detenido por un miembro de la policía de Carrickfergus. Quiere llevarme a la comisaría local. Todavía estamos en mi casa.
—¿Se lo ha dicho a alguien más?
—Ha traído a una amiga con él. Una forense.
—Mierda.
—Se muestra muy escéptico, señor Allen. Me temo que no va a aceptar sin más la palabra de usted. Que tendrá que llamar al ministro.
—Dígale que no cuelgue —dijo Allen—. Y devuélvale el teléfono.
—Quiere que no cuelgue usted —dijo Freddie.
—Ya lo he oído.
—¿Querrá usted mantener la comunicación, por favor, sargento Duffy? —preguntó Allen.
—Sí.
Volví a sentarme en el sofá. Descubrí que estaba temblando.
Pasó un minuto entero. Un minuto y medio.
En el teléfono, una voz dijo:
—Hola.
—¿Sí? —contesté.
—Hola, sargento Duffy. ¿Reconoce usted mi voz?
Era William Whitelaw, ministro del Interior, y viceprimer ministro de Margaret Thatcher.
—Sí, señor, reconozco su voz.
—Sargento Duffy, ¿le importaría mucho esperar unos minutos donde se encuentra ahora? Vamos a enviarles un par de chicos que le explicarán las cosas mucho mejor que yo.
—Sí, señor.
—Gracias, sargento Duffy, buen chico.
Colgué el teléfono. Miré a Laura.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Es del MI5. Es un agente del MI5 infiltrado en el IRA. Es un puto topo.
Media hora más tarde, dos hombres aparecieron en un Jaguar plateado.
Mandé a Laura al piso de arriba y mantuve a Freddie esposado con el revólver apuntándole a la cabeza hasta que me enseñaron las identificaciones.
Los dos andaban por la cuarentena. Exmilitares. Los típicos agentes de la vieja escuela. Una vez le quitaron las esposas a Freddie, me entró un ataque de pánico.
La manera más fácil de salir del asunto sería matarme inmediatamente.
Matarme.
Matar a Laura.
Quitarnos del medio.
Pero no nos mataron. Nos metieron en el asiento trasero del Jaguar y nos llevaron al cuartel del ejército de Thiepval en Lisburn. Cuartel general del ejército británico en Irlanda del Norte. Nos condujeron a una zona de alta seguridad vallada y luego a otra instalación aún de más alta seguridad dentro de la primera.
Nos pusieron en habitaciones separadas y nos pidieron una relación de los hechos.
Les conté lo de las pruebas que tenía contra Scavanni.
Me dijeron que les parecía todo bastante cogido con alfileres. Me dijeron que Stakeknife era un activo valioso. Un activo muy valioso. Que ahora era el jefe de la rama de seguridad interna del IRA, la Force Research Unit, y por consiguiente una persona muy importante, en efecto.
—Puede ser la figura clave para terminar con las huelgas de hambre. Puede ser la figura clave para terminar con el conflicto.
Escuché. Entendí. Me hicieron firmar un documento que no me permitieron leer. Me hicieron firmar la ley de Secretos Oficiales. Entró un nuevo equipo y volvieron a explicármelo todo.
Firmé más documentos. Entró un tercer equipo. Aquello continuó hasta las diez de la noche. Por fin quedaron satisfechos, convencidos de que yo no hablaría. Que no acusaría a Freddie. Que volvería al caso de los robos de bicicletas y nunca más hablaría de aquello.
Me preguntaron si comprendía la situación general. Les dije que entendía la situación general. Apareció una mujer de mediana edad con falda gris y blusa blanca.
—En ese caso —dijo como si resumiera una conversación—, podemos dejar que se vaya, sargento Duffy.
Me puse de pie y la miré a los ojos castaños.
—Hay una condición —dije.
Abrió y cerró la boca como una carpa del Lough Neagh que se pregunta si volverás a tirarla al agua o no.
—No está usted en posición de…
—Dígale a Freddie que las muertes tienen que acabarse. Que ya ha hecho lo suficiente para dejar su rastro. ¡Las muertes tienen que acabarse!
—Se lo diré.
Nos depositaron a Laura y a mí en el aparcamiento del puerto de Carrickfergus al lado de mi BMW, que ya estaba allí.
Laura temblaba.
—¿Frío? —le pregunté.
Negó con la cabeza.
—¿Te han hecho firmar todos esos impresos? —preguntó.
Asentí.
—¿Qué nos pasará si hablamos?
—No lo sé.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó.
—No lo sé.
—Tomemos una copa —sugirió.
Llegamos al Dobbins justo a tiempo para la última ronda. Pedí dos whiskies triples y dos gin-tonics dobles. Nos sentamos junto al fuego. Fuera empezó a llover.
—¿Qué le pasará a Scavanni? —preguntó.
—Nada.
Vació el gin-tonic de un trago.
—¡A beber, compañeros! —gritó Derek.
—Te acompañaré a casa —dije.
Negó con la cabeza.
—Vamos a la tuya. Esta noche quiero estar contigo.
No me encontraba lo bastante sobrio como para conducir el coche, así que lo dejé en el aparcamiento.
—De modo que así son las cosas. ¿Nunca recibirá el castigo por todo eso? —se preguntó.
—Es mejor no volver a pensar en el tema —le dije, y mi voz sonaba como si viniera del fondo de un pozo.
Subimos por la avenida Taylor, por Barn Road y Coronation Road. Entramos en el número 113. Encendí la estufa de parafina. Nos fuimos arriba y nos abrazamos bajo las sábanas y cerramos los ojos y tal vez incluso dormimos hasta que los hombres de los pasamontañas bajaron por el camino y aporrearon la puerta de la calle e irrumpieron con violencia en la casa.