9: El cuarto poder

El sargento McCallister era un policía campechano, a la antigua, nada au fait con los nuevos métodos forenses y el trabajo policial científico, y por ese motivo yo tendía a infravalorarlo.

Ahora, al verlo dar su informe a la prensa, lo comprendí. Hacía un trabajo genial. Manejaba las preguntas con gran aplomo y era encantador pero firme. Minimizó los aspectos sensacionalistas del caso y les explicó a los medios simplemente que teníamos entre manos a una persona que había matado a dos presuntos homosexuales y había amenazado con matar a más. Y eso era todo lo que sabíamos en estos momentos.

Cuando le preguntaron cómo sabíamos que las dos muertes las había efectuado la misma persona, contestó que había similitudes forenses y ciertos indicios que de momento todavía no queríamos revelar.

La respuesta de la prensa resultó un tanto decepcionante.

No apareció ninguno de los plumillas estadounidenses y de los britones, sólo tres: el del Sun, el del Guardian y el del Daily Mail.

Aunque todavía nos quedaban los locales: el Belfast Telegraph, el Irish News, el Newsletter y el Carrickfergus Advertiser; y de Dublín: el Irish Independent y el Irish Times.

Teníamos un generador diésel en el sótano, de modo que el corte de luz no nos preocupaba. Mientras escuchaba hablar a McCallister, contemplé por la ventana la enorme masa gris de la central eléctrica de Kilroot, una milla costa arriba, que por primera vez desde mi llegada a Carrick no lanzaba humo negro por aquella gran chimenea suya de doscientos metros.

—¿Por qué crees que no aparecieron los yanquis? —susurró Matty mientras McCrabban señalaba a los plumillas en un mapa los dos cadáveres.

—Supongo que en términos americanos dos muertos no dan para un «asesino en serie» —le respondió Brennan en otro susurro.

Yo tenía otro punto de vista. Pensaba que los yanquis no habían venido porque aquel pequeño incidente suponía una trama innecesariamente complicada, comparado con esa otra historia tan simple de unos patriotas irlandeses amantes de la paz que se dejaban morir de hambre para expulsar a los malvados imperialistas británicos.

Ése también sería mi punto de vista si me hubiera ido a Nueva York y me hubiera quedado a vivir.

De todas formas, incluso a veces sentía que era un poco así.

—… será dirigida por el sargento Duffy, que es un detective con experiencia y que en estos momentos tiene en marcha varias líneas de investigación —terminó McCallister.

—¿Puedo hacerle una pregunta al sargento Duffy? —Lanzó el tipo del Belfast Telegraph.

Me puse colorado y me miré las Dr. Martens relucientes.

—El sargento Duffy está muy ocupado con este caso, pero les aseguro, caballeros, que si se produce cualquier novedad importante les mantendremos informados.

Hubo unas pocas preguntas más y el tipo del Daily Mail preguntó si el hecho de que la homosexualidad fuera ilegal en Irlanda del Norte condicionaría nuestra investigación.

—También es ilegal criar palomas sin licencia, pero no podemos poner a nuestros efectivos a detener sin ton ni son a criadores de palomas, ¿verdad? El trabajo de hacer cumplir la ley en Irlanda del Norte corresponde a la Royal Ulster Constabulary, y no a los grupos paramilitares, ni a los grupos de «vigilantes» ni de «ciudadanos preocupados», es responsabilidad nuestra y solamente nuestra —dijo McCallister de un modo que me sentí orgulloso de él. No para que se me salten las lágrimas pero sí para producir un calorcito reconfortante en la tripa.

A nadie se le ocurrió ninguna pregunta más.

—Muy bien, caballeros, creo que ya es suficiente por esta mañana —dijo McCallister.

Hice el gesto con el pulgar hacia arriba a Alan y él me respondió con un gran guiño.

Reuní a mi equipo en la sala de pruebas del CID. Por fin nos había llegado la última dirección de Tommy Little, y no del servicio secreto de la RUC sino de las puñeteras oficinas de Hacienda. Vivía al lado de Falls Road, lo que significaba otra peliaguda visita a Belfast Oeste.

—Bueno, lo primero es lo primero —empecé—. Lucy Moore. La autopsia dice suicidio, y no hay duda de que la fiscalía forense dirá lo mismo, pero esta noche lo consulté con la almohada y he decidido que quiero mantener el caso abierto. Tenemos mucha tela que cortar, muchachos, pero cualquier momento libre que tengáis me gustaría que lo dedicaseis a husmear a ver dónde pudo estar viviendo, a quién veía y qué pasó con la criatura.

McCrabban levantó el dedo y abrió su bloc de notas.

—Catorce recién nacidos abandonados en la misión de St. Jude, el Royal Victoria Hospital y los hospitales Whiteabbey, City y Mater durante la semana pasada. Al parecer es un número bastante estándar. La semana anterior fue similar. Todos anónimos, claro está.

—Bien. Mañana tengo que ir a ver a sus padres y a su exmarido y ver si nos ofrecen algo nuevo. Como mínimo, me gustaría cerrar la agenda del caso.

Crabbie abrió y cerró la boca asombrado.

—¿Has dicho que vas a ir a ver al marido? —preguntó.

—Sí.

—Sabes que está en huelga de hambre, ¿verdad? En Maze.

—Lo sé.

—¿Vas a meterte en toda esa locura?

—Sí.

—Pues conmigo no cuentes —dijo Crabbie moviendo con fuerza la cabeza.

—Muy bien. Iré yo solo.

—Yo iré con usted —dijo Matty.

Señalé con el dedo a Matty y miré a Crabbie.

—¿Ves? Este muchacho sabe pensar. ¿Quién va a tener la mejor historia cuando escriba sus memorias?

—Primero tendrá que aprender a escribir a máquina —dijo McCrabban.

—Vale, vale, vamos a lo importante. Tenemos que encontrar el coche de ese individuo, de Tommy Little. Matty, ¿te pondrás a trabajar en eso?

—Sí.

—Y tenemos que ir a visitar su casa de todas todas. Hoy. ¿Vivía solo? ¿Con un novio? ¿Un gato? ¿Qué? Tenemos que averiguar eso. Crabbie, llama al cuartel del distrito que corresponda y que manden allí unos agentes para proteger las pruebas.

—Eso no les va a gustar.

—Pero tú harás que les guste.

—Vale —dijo; e hizo la llamada.

—Ahora, veamos qué tenemos de momento.

Volvimos a leer el informe de patología, ahora en equipo, y repasamos las pruebas materiales. Discutimos motivaciones y teorías. Yo era el único que sabía algo de asesinos en serie y les expliqué unas cuantas nociones sobre causas psicológicas (traumas infantiles, presenciar actos de violencia, rechazo de tus iguales) que por desgracia afectaban a la mitad de los ciudadanos de Belfast. Otra motivación era, por supuesto, ser detenido en edad juvenil o adulta, lo que afectaba a un notable porcentaje de la población.

—Alguien que aborrece a los maricas posiblemente haya sufrido una mala experiencia con uno cuando era niño —comentó Crabbie, y me dirigió una mirada rápida sin subir los párpados. Entre los protestantes, como bien sabía yo, era opinión corriente que todos los monaguillos católicos habían sido violados en la infancia por algún sacerdote. Como sabía que no tenía el menor sentido discutir eso, decidí que sería mejor optar por la lógica.

—Me parece que ese tipo de rabia se dirigiría hacia un individuo concreto, y no hacia objetivos al azar —dije; y entonces se me ocurrió otra idea—. Si es que son objetivos al azar.

—Están relacionados por las manos y por las balas —asintió McCrabban—. ¿Podrían relacionarse de alguna otra forma?

—Buen detalle —dije—. Matty, ¿podrías ocuparte de eso tú?

Matty asintió.

El sargento McCallister asomó la cabeza por la puerta.

—¿Os importa que me siente con vosotros, chicos? —preguntó—. No diré ni mu.

—Claro, Alan, colega, te agradecemos mucho cualquier contribución que puedas hacer.

McCallister se sentó junto a mí. Tomé un sorbo de café y continué:

—No sé qué pensaréis vosotros, chicos, pero a mí me parece que de momento la clave de esta investigación es la víctima número uno. Tommy Little. Dónde lo mataron, cómo lo mataron, con quién vivía.

Matty sacó un papel. Dijo:

—De acuerdo con las notas, no tiene ningún pariente en Irlanda. Un hermano mayor en Australia. Hizo trabajos para el Sinn Fein de conductor y de, comillas «guardia de seguridad» comillas. Un tipo más bien solitario, me imagino.

—Sí, pero lo que necesitamos averiguar de algún modo son sus movimientos, creo yo. Un amigo, algún vecino. Alguien tiene que saber algo —dije yo.

—Pero nadie hablará con nosotros. Y si nos asomamos por allí nos lincharán. Vivía al lado de Falls Road —dijo Matty.

—Tiene razón. Allí impera una política con los polis: digas lo que digas, no digas nada —añadió Crabbie.

—A uno de los suyos se lo cargó un chiflado —dije yo meneando la cabeza—. Creo que cooperarán.

—Si me permites, Sean —dijo Alan poniéndome una mano en el brazo—, ¿el IRA descubre que han matado a uno de los suyos en el transcurso de una sórdida cita homosexual? Entonces yo creo que lo esconderán todo debajo de la alfombra y fingirán que nunca ha sucedido. ¿Qué pasaría si sus contribuyentes de Massachusetts se enterasen de que sus dólares tan duramente ganados van a parar a una cuadrilla de maricones? No, no, no. Si vais allí, os encontraréis ante un muro de piedra.

En eso tenía razón. Pero si no seguíamos el rastro de Tommy Little, no teníamos mucho más. A Andrew Young lo habían matado en su casa sin testigos y sin pruebas forenses. El expediente de Young estaba limpio, ni acusaciones de abusos ni quejas contra él. Puede que fuera gay, pero ya tenía sesenta años y parecía llevar una vida prácticamente célibe. Claro está que también seguiríamos todos los hilos que surgieran de Andrew Young, pero sería de tontos no hurgar todo lo que pudiésemos en lo de Little, aunque eso implicase una nueva visita a territorios sin ley.

—No tenemos nada más. Tenemos que seguir esa vía —dije.

—Bueno, yo no pienso volver a Belfast Oeste después de lo que pasó la última vez. Somos como patos de reclamo, blancos fáciles. Yo iré con usted a Maze, pero a Belfast Oeste no —dijo Matty.

—¿No has oído lo que ha dicho Sean de tus memorias? Ahí podías tener un capítulo entero —dijo Crabbie.

—Si llego a escribir un libro, será uno de pesca. No pienso ir a Falls Road.

Crabbie fue a la máquina para traer cafés. Volvió con noticias.

—El guardia que mandamos a casa de Little dice que le parece que está vacía. Si lo está, mucho mejor para nosotros. Para una propiedad desocupada no necesitamos orden judicial.

—Fenomenal. O sea, quiero decir, pensadlo bien, tíos, imaginaos que nos encontramos una nota en la nevera que diga: «Salgo a ver a X, espero que no me asesine».

Alan se rió.

—Probablemente iría a cualquier sitio de maricones muy conocido —dijo Crabbie.

—Ya, sí, pero ¿adónde? ¿Dónde vas en Carrick o en Belfast si eres maricón? ¿Hay algún bar habitual? ¿Alguna zona de casitas?

Tanto Matty como McCrabban parecieron sentirse incómodos ante esa nueva posibilidad. Y carecían, o fingían carecer, de la más mínima pista.

—¿Ninguno de vosotros dos conoce a un bujarrón?

—¡No, claro! —dijo Crabbie.

—Conocer a un marica no te convierte en marica, creo yo —dije.

—Pero ayuda, ¿no?

—Bueno, pues preguntad por ahí, ¿vale? —dije.

—¿Preguntar a quién? —dijo Matty.

—No sé. ¡Usa tu imaginación! Vete a los urinarios públicos y pregunta a cualquier pervertido que ande por allí.

—¡Y pensarán que yo también lo soy! —dijo Matty horrorizado.

—Y venga, hay que tocar todos los registros para dar con el coche de Tommy; ahí es probable que haya material forense —dije.

Cuando todos terminaron de escribir en sus blocs, me levanté.

—Muy bien, chicos, estamos de acuerdo, nos vamos a casa de Tommy Little en Falls Road. Matty, tú puedes ir a trabajarte los urinarios o venir con nosotros.

—Vale, haré lo de los putos urinarios. Vosotros ya sois viejos, muchachos, pero yo tengo toda la vida por delante. No pienso volver a Belfast Oeste después de lo de la última vez.

—¿Qué pasó la última vez? —preguntó Alan.

—Puaf, no fue nada, unos niñatos que nos tiraron un par de botellas. Nada importante —dije.

Alan estaba serio. Naturalmente, yo no había consignado aquello en el libro de incidencias, que sólo servía para que las cosas parecieran peor.

—Yo iré con vosotros y conduciré el coche y nos llevaremos un poco de carne de cañón para reírnos un poco —dijo Alan.

Miré a Crabbie.

—Yo aceptaría la oferta, jefe. El sargento McCallister es el mejor conductor de toda la comisaría —dijo.

—Shankill arriba o Falls abajo, al pobre poli, patada en los bajos —cantó Matty muy jovialmente.

—Esperemos que no —dijo Crabbie con un gesto preocupado en sus espesas cejas.