14: El apartamento
Y después… nada. Veinticuatro horas de nada. Algo corriente en la vida de un poli. Acción trepidante, zonas de peligro, ciento cincuenta por hora y a continuación, nada de nada. Otra razón por la que necesitas un buen libro.
Nada de nada en nuestro caso significa nada de pistas, nada de avances en el proceso, nada de testigos, nada de chivatazos al CID o al Teléfono Confidencial.
Probablemente el enfoque gay nos perjudicara. Nadie quería dejar información sobre un asesinato homosexual. No todo el mundo en el Ulster estaba tan loco como George Seawright, pero aquello era Irlanda del Norte en 1981 y era apenas levemente menos conservadora que, digamos, Salem en 1692. Consideraban que si sabían alguna cosa sobre ese tema probablemente significaba que también eran maricas.
El procedimiento burocrático te mantiene en marcha. Comprobé si había bombas debajo del coche y me fui al trabajo. Repasamos los archivos, repasamos los informes. Llamé a Tráfico y averigüé que Shane conducía un Volkswagen escarabajo. Di la lata a la Special Branch con lo de Tommy Little hasta que uno de los jefazos se puso al aparato y me dijo que estaba perdiendo el tiempo, que la inteligencia policial era muy buena y que si Tommy Little desempeñaba algún papel era el de actor secundario de una comedia.
Nos entrevistamos en persona con los colegas de Lucy Moore y no sacamos nada en limpio. Examinamos la postal de Boneybefore y no había más huellas que las mías y las del cartero. Miramos y volvimos a comprobar cualquier relación posible entre las víctimas pero no pudimos encontrar ninguna. Comprobamos qué había sido del Ford Granada perdido de Tommy Little, pero no descubrimos nada. Examiné las partituras de música y escuché los discos. Miré la lista de éxitos y le pedí a Crabbie que comprobara si allí veía alguna relación entre las dos personas. Otra vez no hubo nada fuera de lo obvio. Las deducciones que extrajimos de nuestras investigaciones nos condujeron a varios callejones sin salida, lo mismo que en cualquier laberinto real.
El martes por la tarde recibimos un fax de la fiscalía forense. Sir David Fitzhughes, forense general de East Antrim, había leído el informe de autopsia de la doctora Cathcart y nuestras notas y había emitido una declaración preliminar de muerte por suicidio en el caso de Lucy Moore. La investigación completa se terminaría en noviembre, pero este preliminar era suficiente para tener a Brennan echándome el aliento en el cogote insistiendo para que liquidara el caso.
Por una parte no sabíamos dónde había estado Lucy desde Navidad. Por otra, ocultar a una mujer embarazada no era ningún delito. Ni siquiera en Belfast. Brennan quería que dedicara toda mi atención a los asesinatos. La forense decía que Lucy se había suicidado, el fiscal forense decía que Lucy se había suicidado, los periódicos decían que Lucy se había suicidado.
Pero yo no estaba tan contento con la solución. Acepté dejar la investigación en suspenso pero no cerrar el caso. En la carpeta escribí «Probable suicidio».
Completé el perfil psicológico del asesino. Era materia estándar a partir del índice de Wrigley-Carmichael: varón blanco, de veinticinco a cuarenta y cinco años, cociente de inteligencia moderadamente alto, casi con toda seguridad exrecluso y casi con toda seguridad delincuente sexual de algún tipo. Cotejamos los nombres con la base de datos. Obtuvimos veintitrés coincidencias, pero ninguno seguía por allí. Todos y cada uno de ellos vivían ahora en Inglaterra, Escocia o aún más lejos. En cuanto salen de prisión, los delincuentes sexuales huyen de Irlanda del Norte porque saben que más tarde o más temprano algún jefecillo paramilitar en busca de hacerse un nombre les pegará un tiro en la rodilla o los matará.
En una sociedad normal y corriente por ahí es por donde buscarías pistas.
Pero no estábamos en una sociedad normal y corriente.
No había pistas. Muros de piedra. Aunque también teníamos a Shane. Ese chico, Shane, era más falso que un billete de cinco chelines. ¿Billy y Shane se lo montarían juntos? ¿O sería Shane un heroico llanero solitario en un mundo criminalmente intolerante? Si Shane y Tommy Little estaban liados, puede que Shane lo matara para taparlo. Cualquier cosa había podido pasar: pelea de amantes, miedo a ser descubierto, lo que quieras. Seguro que soltó el sermón ese de incurrir en la cólera divina del IRA, pero en el calor de una pelea no se piensa en esas cosas.
El problema con Shane era la coartada. Dijo que después de marcharse Tommy Little había estado jugando al billar con Billy y los otros tíos hasta medianoche. Y obviamente lo encubrirían.
Pensé en los posibles enfoques. Shane no me había parecido de esos que se apasionan por la ópera y la cultura griega, pero nunca se sabe, ¿verdad? Sería bonito fisgar un poco por su casa…
El martes por la noche Laura y yo fuimos a ver Carros de fuego. Iba de corredores. Dos jóvenes británicos ganaban. Y sentí que así debía ser. Pero nadie, sin embargo, hizo estallar una bomba en el cine y tampoco hubo amenazas.
Laura me preguntó por Heather. Le conté parte de la verdad. Una agente de la reserva que estaba un poco borracha y asustada después de unos disturbios en Belfast se me había acercado por un momento. Además estaba casada, añadí.
—Tienes todo el derecho a ver a quien quieras, nosotros dos no salimos de verdad —dijo.
—No pienso ver a nadie más —le dije.
La acompañé hasta la puerta de su apartamento pero no me dejó entrar a tomar un café. No me importó. Me dio un beso en la mejilla y dijo algo del fin de semana.
Yo le respondí algo.
Estaba distraído.
Estaba pensando en aquel otro beso.
Intentaba quitármelo de la cabeza de una puta vez.
Cuando volví a casa de la comisaría me encontré a Sammy, mi barbero marxista, paseando a su buldog. Me dijo que tenía pinta de deprimido. Le dije que lo estaba. Dijo que no era sorprendente ante el inminente colapso del capitalismo. Dijo que eso era un motivo de celebración, no para generar ansiedad, y que tendría que empezar a oír Radio Albania en onda corta.
Me fui a casa, me preparé un gimlet de vodka y busqué Radio Albania Libre. Sammy tenía razón: me levantó el ánimo. Denunciaban a los americanos, denunciaban a los rusos, alababan a Mao, saludaban emocionados los logros del camarada Enver Hoxha, el ajedrez, el atletismo, la investigación física y la innovación agrícola.
Miércoles por la mañana: comprobé si había bombas debajo del coche, me fui al tajo y allí me senté a mirar la fea jeta de McCrabban de nueve a diez.
—Crabbie, ¿quieres venir a Belfast conmigo?
—¿Para qué?
—Vamos a ver a Scavanni.
—¿Por qué?
—Me gustaría tener tu impresión sobre él, Crabbie. A mí no me gustó y creo que esconde algo.
—Bueno, sí, ¿por qué no? Sólo estaba fingiendo que trabajaba —dijo Crabbie con un bostezo.
Firmamos la salida de un Land Rover y conduje yo por toda Shore Road. Pasamos el parque del Lough Shore en Newtonabbey. No tenía ningún sentido hablarles a McCrabban y a Matty de Shane. Todavía no. No hasta que supiera algo.
Llovía fuerte, el tráfico era ligero.
Pasamos junto al lugar de una explosión de bomba reciente que estaba siendo allanado con eficiencia cruel para convertirlo en un estacionamiento de coches. Muy pronto Belfast sería la única ciudad del mundo con más espacio de aparcamiento que coches.
Salimos andando de la RUC de la calle Queen y cruzamos por una caseta de registro para entrar en el centro de la ciudad.
—Oye, jefe, estoy muerto de hambre, esta mañana no he desayunado, ¿no podríamos comer algo? —dijo Crabbie.
—¿No has desayunado? —dije, contemplando el fantasma de su ojo morado—. ¿Estás seguro de que todo es dulce y luminoso chez los McCrabban?
—Es que la… es que…, está un poco… está embarazada, ¿sabes?
Tuve la sensación de que aquél había sido un hito fundamental en mis pretensiones de conseguir que se abriera un poco.
—Enhorabuena. Desayuno. La cuestión es ¿dónde?
Debido a los disparatados precios de los seguros en Belfast no estaba instalada ninguna de las cadenas importantes: ni McDonalds, ni Burger King, ni Kentucky Fried Chicken ni nada.
—En cualquier parte.
Encontramos un garito grasiento al lado de la calle Anne y yo pedí cereales. Crabbie, la fritada del Ulster, así que lo esperé mientras engullía: tortitas, pan de patata, pan de soda, salchichas, beicon, huevo, pudín negro, pudín blanco…, y todo frito en manteca de cerdo. Menú especial ataque al corazón.
Fuimos andando hasta Cornmarket y llegamos a Bradbury House.
Los pintores pintaban ahora el vestíbulo de beis hospital mental.
—Scavanni tiene una oficina de prensa del Sinn Fein nueva en el segundo piso.
Se lo estaba explicando cuando me fijé en que en el directorio del portal aparecían en la planta baja las oficinas del concejal George Seawright. Aquello era interesante. Era como encontrarse a Rommel y a Montgomery compartiendo tienda de campaña.
Se lo comenté a Crabbie.
—He oído rumores sobre él —dijo McCrabban.
—¿Sobre quién? ¿Seawright?
—Dicen que está muy unido a los paramilitares.
—Vamos a hacerle una visita.
—¿Para qué? —preguntó Crabbie.
—Odia a los homosexuales, ¿no es cierto? Vamos a ver qué hacía la noche que se cargaron a Tommy.
—Te estás pasando, colega —dijo Crabbie.
—Es exactamente lo que hay que hacer cuando no tienes ninguna pista.
Yo llevaba el polo negro y la cazadora de cuero y Crabbie camisa naranja y corbata, de manera que tuvimos que convencer a la secretaria de Seawright de que éramos polis enseñándole nuestras credenciales. Nos indicó el despacho del jefe, que, igual que el de Scavanni, daba a la calle Cornmarket, en la que habían ahorcado a los Irlandeses Unidos la última vez que protestantes y católicos se habían unido en la lucha y bla bla bla…
Sin embargo, al contrario que el cuartel de Scavanni, la oficina de Seawright estaba adornada con varias banderas de la Unión y cajas y más cajas de un panfletillo del DUP titulado Pruebas de que la Biblia tiene razón. Seawright era un tipo grande con un mocho de pelo grasiento y unos gruesos lentes tipo años setenta. Vestía un traje gris de cuadros que le quedaba una talla pequeño. El corte de pelo a lo Napoleón le daba un aire cómico, pero en realidad no era tan gracioso.
—¿Qué puedo hacer por ustedes, caballeros? —preguntó después de que la secretaria nos hiciera entrar.
Le dije que éramos de la RUC de Carrickfergus y estábamos investigando los asesinatos de Tommy Little y Andrew Young.
—¿Esos dos sarasas? A ese tipo deberían darle una medalla, ya lo creo —dijo con una sonrisa repugnante.
—¿Dónde estuvo usted la noche del martes doce?
—Estuve en la cama con mi mujer, eso es.
—¿Ella lo certificará?
—Más le vale.
—¿Conocía usted a Tommy Little o a Andrew Young?
Seawright se reclinó para atrás en la butaca.
—Su investigación debe de llevar un camino lamentable si han tenido que venir a interrogarme a mí sólo porque he dicho un par de cosas de los maricas. Quiero decir, perdóneme, agente Duffy, pero ¿ser marica no sigue siendo ilegal en Irlanda del Norte?
—Ser homosexual no, lo son los actos homosexuales, pero hay ahora un caso muy interesante ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos que…
—Al carajo Europa. Esa jodida puta de Babilonia nos traerá el Apocalipsis. Dieciséis años, sargento Duffy, 1997. No 2000, no. Los fenianos tienen mal el calendario. 1997, ése es el año del Milenio. Cuando Nuestro Señor Jesucristo volverá a la tierra y limpiará este mundo de idólatras y fenianos y maricas y todos cuantos se burlan de la sagrada Biblia.
—¿Debo tener cuidado con algún día en particular? —le pregunté.
—El 29 de agosto —dijo inmediatamente. Me quedé un poco sorprendido con eso y miré a Crabbie, que le preguntó a Seawright si alguno de sus seguidores había estado fanfarroneando con lo de los asesinatos. Seawright negó que fuera así.
La secretaria de Seawright habló por el interfono:
—Concejal, me temo que tiene usted otra cita.
Crabbie me lanzó una mirada de «¿por qué estamos perdiendo el tiempo aquí?». Asentí y me puse de pie.
—Si alguno de sus seguidores siente el impulso de acelerar la obra del Milenio, confío en que usted lo disuada, concejal Seawright. El asesinato también es delito —dije, y le dejé mi tarjeta sobre la mesa.
Recogí uno de los panfletos de Pruebas de que la Biblia tiene razón y salí a la zona de recepción. Es imposible exagerar la sorpresa que me llevé el ver a Freddie Scavanni hablando cordialmente con la secretaria del concejal Seawright. Llevaba un traje a medida de seda negra con camisa negra y corbata negra. En cualquier otro sitio hubieras vuelto a mirar bien a Freddie, pero para los estándares de Irlanda del Norte Scavanni era todo un dandi.
—Hola, Freddie —dije jovialmente—. Justo íbamos a visitarle. Qué gracioso encontrárnoslo aquí. Con el concejal Seawright, nada menos. Qué cosa más interesante, ¿verdad, detective McCrabban?
—Muy interesante —confirmó McCrabban.
—¿Para qué quería verme? —preguntó Scavanni claramente irritado.
—Le esperaremos arriba y entonces hablaremos —dije, le guiñé un ojo y subimos.
La oficina de Freddie era un enjambre de jóvenes con barba y pantalones de pana de cintura baja. Había dos mujeres en minifalda y jerseys de Aran ajustados y parecía que fueran a echársete encima en un abrir y cerrar de ojos si decías que llegabas allí escapando de la pasma.
Saludé con la cabeza a la secretaria de Scavanni y entré sin más en su despacho.
—No se preocupe, Freddie nos espera —dije.
McCrabban encendió su pipa y yo me puse a leer Pruebas de que la Biblia tiene razón hasta que apareció Freddie quince minutos más tarde.
—¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó, al parecer ya de mejor humor.
Le pasé el panfleto del DUP.
—Un material fascinante, Freddie. Su colega de allá abajo, Seawright, piensa que los fósiles fueron colocados por Dios bajo tierra para poner a prueba nuestra fe. ¿Usted también lo piensa?
Freddie cogió el panfleto y lo dejó caer en la papelera.
—No tengo tiempo para jueguecitos. Como puede ver, en estos momentos estamos muy ocupados.
—¿Qué hacía ahí rondando a George Seawright? ¿No se supone que son enemigos mortales o algo así?
—No sea ingenuo.
Asentí. Sí. Había sido ingenuo. Freddie tenía algo que Seawright no tenía. Un aura, un carisma, una arrogancia. Era un hombre relajado. Demasiado relajado. Dos detectives habían venido a verlo a propósito de un asesinato y ni siquiera le salía una gota de sudor. Era tan frío como el maldito verano irlandés.
Cuando personas como Freddie entran en una habitación, cambia la gravedad. Es algo que se nota. Freddie tenía presencia, como Billy Wright y Gerry Adams. Tal vez todos los líderes importantes la tenían. ¿También Freddie era eso? ¿Importante?
Lo pensé durante uno o dos instantes.
—Este trabajo es básicamente una tapadera, ¿no? —insinué.
—¿Cómo?
—Una tapadera, una fachada, un camuflaje.
—¿De qué me está hablando?
—¿Trabaja usted también para la FRU del IRA, Freddie?
McCrabban me miró atónito.
—Nunca he oído hablar de eso —dijo Freddie.
—La FRU, la «brigada de limpieza», la unidad de seguridad interna del IRA.
—No tengo ni idea de adónde quiere ir a parar —dijo meneando la cabeza.
—Hay algo que me preocupa, Freddie. Tommy Little era el jefe de la Force Research Unit. Y la noche que lo asesinaron se dirigía a verlo a usted. Si yo soy un soldado raso común y corriente y el jefe de la FRU viene a verme, me cagaría en los pantalones. Cogería el primer avión a la puta Indochina. Pero usted no. ¿Cómo es eso, Freddie?
—Yo lo llamé. Por unos coches. ¿Recuerda?
—La historia sobre el asesino en serie de homosexuales no se conoció hasta dos días después de la desaparición de Tommy. Durante esos dos días el IRA conoce un hecho y sólo ese hecho: Tommy Little, el jefe de servicio de seguridad interna, ha salido a verlo a usted. ¿Cómo es que no está muerto, Freddie? ¿Cómo es que no lo han torturado o matado?
Suspiró.
—Deduzco que éstas no son preguntas retóricas.
Lo eran veinte minutos antes, pero ahora ya no. Si montabas una oficina de prensa, ¿por qué tener de vecino al concejal Seawright del DUP? No parece que los locales de oficina en Belfast fueran algo tan preciado, ¿verdad? ¿Por qué compartir edificio con Seawright? Supongo que la verdadera pregunta es ¿por qué no? ¿Qué tienes que temer si perteneces a la FRU? Si eres de la FRU, todos los demás tendrán cuidado contigo, no tú. Desde luego que a ti no te daría miedo un bribón como Seawright.
Sonreí, me incliné hacia atrás en la silla y probé con otro farol:
—Sé muy bien quién es usted, Freddie. Es también de la FRU, ¿no es cierto? Y todavía más. Usted era el adjunto de Tommy Little, usted era el segundo de a bordo de la FRU.
—¡Brillante! —dijo, y se rió.
—¿Para qué iba a verlo Tommy? Se me ha pasado por la cabeza que usted y Tommy tenían un lío. Usted es un hombre guapo, pero eso no puede ser, ¿verdad? Si fuera homosexual no seguiría en este trabajo, ¿no es cierto? En estos momentos hay una purga en marcha para distanciar al IRA de este asunto tan desagradable.
—Tiene usted cantidad de imaginación, agente. Es un desperdicio que esté usted en la RUC.
—Y Tommy no iba a verlo para darle apoyo, ¿verdad? Si iba a verlo por orden del Consejo Militar del IRA hubiera llevado a todo un equipo completo, ¿no es cierto? No, no iba a verlo para consultarle algún asunto. Y la razón por la que no está usted muerto, Freddie, es porque sigue siendo un miembro bien valorado del equipo, ¿verdad?
—Igual es el que lleva la investigación de la muerte de Tommy Little. Igual es el que da apoyo a otras personas —dijo Crabbie sumándose a la fiesta. Aquello me gustó y le sonreí.
—Todo esto, el trabajo nuevo, la oficina nueva con el DUP justo un piso más abajo. Seawright es de la UVF, ¿verdad? Seawright es de la UVF, Billy White es de la UDA y usted el flamante jefe de la FRU y nuevo oficial de enlace entre los paramilitares unionistas y el IRA —dije.
Freddie cruzó las manos sobre el estómago y soltó una risita.
—Es un cuento estupendo. Tendrían ustedes que hacerse profesionales.
—¿Quiere oír un cuento? A ver qué le parece éste. Usted aspiraba al puesto de Tommy, así que se lo cargó sin más y luego fue y liquidó a un tipo que por casualidad sabía que era gay. Y lo hizo porque la rama militar del IRA la forman un puñado de conservadores que aceptarán cualquier mierda que les cuenten, los maricones matándose entre sí o chiflados que andan por ahí matando homosexuales —dije.
Freddie me sonrió. Miró a McCrabban.
—Debe usted de pasarlo fenomenal yendo de pareja con él. Apostaría a que en la comisaría no necesitan televisión.
—¿Le gusta la ópera, Freddie?
—Algunas.
—¿Toca algún instrumento? —pregunté.
—El piano —dijo Scavanni con una amplia sonrisa espontánea—. ¿Adónde diantre quiere llegar con esto?
—¿Qué me dice del griego? ¿Sabe usted griego, Freddie? —pregunté con toda calma.
—¿Griego antiguo?
—Sí.
—Lo estudié en el colegio.
—¿Conoce la historia de Ariadna?
—La del Minotauro, desde luego.
No lo negó. No titubeó ni se entretuvo. Se limitó a seguir allí sentado divirtiéndose conmigo. Pasaron quince segundos. Su sonrisa se amplió un poco más.
Empecé a pensar que era yo el que se había perdido en el laberinto.
Cerré los ojos e intenté pensar.
—Señor Scavanni —dijo la secretaria—, se acumulan las llamadas, si ha terminado ya…
—Caballeros, por favor, la verdad es que hoy estoy hasta arriba de trabajo —dijo Freddie.
Abrí los ojos, me levanté.
—Vámonos, Crabbie —dije. Me volví a Scavanni y añadí—: Usted y yo volveremos a hablar.
—La próxima vez que lo pretenda y se meta aquí será mejor que traiga una orden judicial, sargento Duffy. Algunos tenemos trabajo que hacer.
Asentí pero no repliqué.
Salimos a la calle y echamos a andar hacia la comisaría de policía de la calle Queen.
En la cantina nos tomamos unos sándwiches y busqué al representante de la Special Branch del puesto, al que le pregunté si tenían algún tipo de información especial sobre Freddie Scavanni. Sacó las carpetas. Freddie tenía su ficha, naturalmente, pero llevaba por lo menos seis o siete años fuera de juego y había restringido su actividad exclusivamente al terreno político.
—¿No es una pieza importante?
—No es importante.
Mientras volvíamos a Carrick en el Land Rover, Crabbie puso Downtown Radio y fuimos oyendo a Kenny Rogers y a Dolly Parton. Una vez que atravesamos los bloqueos de carretera y los controles del ejército, McCrabban se volvió hacia mí, que iba a su lado.
—Me sorprende que no estés mareado, Sean —me dijo.
—¿Ah, sí? ¿Y eso por qué?
—Después de esta expedición de pesca.
—Qué gracioso.
—No, la verdad es que ha sido útil.
—¿No crees que Scavanni nos esconde cosas?
—Desde luego que sí, sin duda. Pero aunque fuera de la FRU, ¿eso qué quiere decir exactamente? Nosotros buscamos al que mató a Tommy Little, y si hubiese sido Freddie Scavanni a estas alturas ya estaría muerto, ¿o no?
—Puede que en eso tengas razón.
—¿Quieres que te lleve a casa?
Negué con la cabeza.
—Vamos a llevar este viejo pesquero a Rathcoole para ver si podemos hinchar las pelotas a Billy White y a su arrogante joven asistente Shane igual que se las hinchamos a Freddie.
Belfast Norte. Shore Road. Autovía M5. Polígono de viviendas Rathcoole. Todas las acotaciones precedentes: sirimiri, torres de pisos, adosados, murales de pistoleros enmascarados exhibiendo orgullosos ese icono de la segunda mitad del siglo XX, el kalashnikov, el AK 47.
Perros callejeros. Gatos callejeros. Ni una mujer. Ni un coche. Lluvia y aceite separándose en extraños colores y dibujos gracias a un proceso orgánico de cromatografía.
El salón de billares. El cuarto de atrás.
Las cajas de pitillos y los carteles de la UDA. Billy inclinado sobre un libro de contabilidad. Shane leyendo un cómic.
—¿Otra vez usted? —dijo Billy con cierta cara de decepción.
—¿Qué pasa? ¿Creyó que se había deshecho de mí con dos cartones de cigarrillos?
—Creí que no iba a volver a molestarme puesto que fui muy amable y contesté todas sus preguntas.
Shane me miraba por encima del cómic.
Batman.
¿Tienes una identidad secreta, Shane, chiquitín? ¿En qué te conviertes cuando oscurece?
—¿Está usted casado, Billy? —pregunté con naturalidad.
—Sí, dos hijos.
—¿Chicos? ¿Chicas?
—Uno de cada, Caitlin, de dos, e Ian, de cuatro. ¿Quiere ver las fotos?
—Me gustaría mucho —dije.
Miramos las fotos. Las habían sacado en una peregrinación al lugar de la batalla del Boyne en el condado de Meath.
—Encantadores —dije.
—Preciosos —añadió Crabbie.
—Bien —dije—. Tommy Little.
—¡Madre mía! Otra vez lo mismo no.
—Sí, otra vez lo mismo. Y otra vez y otra vez hasta que quedemos satisfechos —dijo Crabbie, al que no le gustó ni un pelo el tono de Billy.
Lancé una mirada a McCrabban. Te cedo el turno, colega.
—¿A qué hora vino aquí Tommy el martes pasado? —preguntó.
—Hacia las ocho —dijo Billy con un suspiro.
—¿Para qué vino?
Billy miró a Crabbie y luego a mí y alzó las cejas.
—A mi colega puede contarle lo de la heroína —dije—. Ese tema no nos importa.
Billy soltó otro suspiro.
—Tommy nos dio un par de bolsas de droga, charlamos de un par de cosas y luego se marchó. Eso es todo —dijo Billy.
—¿De qué hablaron? —preguntó McCrabban.
Billy se encogió de hombros.
—Nos tranquilizó diciendo que a pesar de la locura de las huelgas de hambre todos nuestros tratos bilaterales permanecían intactos. Dijo que Gerry Adams y Martin McGuinness soltarían un montón de retórica pero que a pesar de todo se mantendrían los acuerdos actuales sobre territorio, protección y narcóticos. Era lo lógico, pero no dejaba de ser bueno oírlo.
—¿Cuánto tiempo pudo llevar la conversación? ¿Diez minutos? En ese caso, se marcharía a las ¿ocho y diez? ¿Ocho y cuarto?
—No lo sé, pero no después de las ocho y veinte.
—¿Se metió en su coche y se marchó directamente?
Ninguno de los dos hombres dijo nada. McCrabban y yo intercambiamos una mirada.
—¿Y bien? —insistió McCrabban.
—No hizo exactamente eso —dijo Billy.
Noté como un calambre eléctrico en la columna.
—Siga —dije.
—No fue nada importante —dijo Shane.
Habla la esfinge. Excelente.
—¿Qué es lo que no fue importante? —pregunté.
—Dijo que iba a ir a Straid a ver a alguien.
Freddie Scavanni.
—¿Y?
—Bueno, diluviaba y le pregunté si podía llevarme —dijo Shane—. Vivo en un piso al lado de la carretera de Straid.
—Pero tú tienes coche, ¿verdad, Shane?
—Estaba escacharrado.
Qué conveniente. Le pregunté:
—¿Y entonces qué pasó a continuación, Shane?
Shane se mordió el labio inferior y meneó la cabeza.
—Joder. Por eso no había querido ni mencionarlo. No pasó nada. Me llevó en el coche. Iba con mucha prisa. Me dejó en casa cinco minutos después y él siguió su camino.
—¿Así que eso sería como a las ocho y media?
—Sí.
—Te llevó en su coche y luego continuó.
—Eso es. Como ya le dije, iba muy apurado de tiempo.
Dejé que el silencio se instalara en la habitación durante treinta segundos o así.
El silencio también es una forma de conversación.
Billy habló a través de su mirada de tipo duro, Shane a través de una mirada que nunca dejó de estar posada en el suelo.
—¿Por qué no me contaron todo esto el otro día, muchachos? —pregunté.
—No tenía sentido complicar las cosas. Si se lo hubiéramos contado, igual se pensaba que teníamos algo que ver con el asunto. Y no teníamos nada que ver. No estamos tan mal de la cabeza —dijo Billy.
—¿Y por qué nos lo cuentan ahora? —preguntó Crabbie.
—Shane y yo estuvimos hablando y nos preguntamos qué pasaría si encontraban el coche de Tommy con las huellas de Shane —dijo Billy—. Podían sacar una conclusión equivocada.
—O la correcta —dije.
Crabbie no sabía lo que yo sabía de Shane. Y me pregunté por un instante cómo podía decírselo exactamente.
—¿Está seguro de que Tommy no sufrió algún accidente desafortunado mientras estuvo aquí?
—Vamos, madero —dijo Billy meneando la cabeza—. ¿Por qué íbamos a hacer algo así? Eso no tiene ningún sentido para nosotros.
—Puede que el agente detective McCrabban vaya bien encaminado. Puede que fuera un accidente. Puede que le estuviera enseñando a Tommy su flamante Glock de nueve milímetros y que de repente ¡pum!
—¡Qué barbaridad! —masculló Billy.
Miré a McCrabban. Se encogió de hombros. Me levanté. Dije:
—¿Seguirán ustedes dos por aquí un rato más? Puede que tengamos más preguntas.
—Estaremos aquí —dijo Billy.
Salimos y fuimos al Land Rover. Mientras estábamos dentro hablando, algún mierdecilla nos había pintado «RUC SS» en la puerta de atrás.
—¡Virgen santa! —dije—. ¡Si Brennan ve esto!
—No hace falta que te sulfures, Sean —dijo Crabbie poniéndome la mano en el hombro—. Pasaremos por un garaje. Pediremos un poco de aguarrás y lo limpiaremos antes de volver a Carrick.
—¡Menudos mierdas, joder! —grité a todo el polígono, y mi voz rebotó por todos los ángulos rectos de hormigón.
Comprobé debajo si había bombas lapa, nos montamos y llamé a Matty por la radio. Tardaron una eternidad en encontrarlo porque estaba en el retrete.
—¿Sí? —dijo.
—Dame las direcciones de Billy White y Shane Davidson, y que sea rapidito —dije.
Se tomó su tiempecillo en contestar.
—Queen’s Parade, 18, Rathcoole, y, a ver…, número 4, Straid Road 134, Whiteabbey. Ah, y tengo algunas noticias —dijo finalmente.
—¿Qué noticias?
—De tu hombre, Seawright. Cuando estaba en Glasgow, parece ser que él y una panda de soldadores dieron una paliza a un par de travestis que hacían la calle. Casi los matan —dijo Matty.
—Enhorabuena, Matty —le dije, y miré a Crabbie.
—¿Qué decías antes de salir a pescar? —añadí.
—¿Volvemos a Belfast para hablar otra vez con Seawright? —se preguntó McCrabban.
—No, no —dije meneando la cabeza—, no le veo el punto, colega, no es probable que salga en la BBC apelando a que maten a los maricas si de verdad anda matando maricas.
—Cómo era lo que dijo tu hombre en la tele: las únicas dos cosas infinitas que hay son el universo y la estupidez humana.
—Es un buen tanto.
—¡Eh, chicos, que no he terminado! —dijo Matty por la radio.
—¿Hay más? —pregunté.
—Hay más.
—Pues sigue, entonces.
—He cruzado los datos de todos los pervertidos y pedófilos que han soltado de la cárcel durante el último año. En la oficina de libertad condicional me dicen que todos menos tres se han marchado de Irlanda del Norte. Los tres son: un joven que atiende por Jeremy McNight y que está en el hospital de Musgrave Park con cáncer de pulmón terminal, un tal Andy Templeton, que murió en el incendio de una casa; un incendio sospechoso, añadiría yo. Y finalmente, después de un montón de esfuerzos y de ir y venir…
—Limítate a seguir con el tema.
—Un nombre. Podría ser nuestro chico. Le cayeron cuatro años por violación homosexual. Salió hace dos meses.
—Mejor que no des el nombre por radio —dije.
—¡Claro que no! No soy retrasado total. Ya os lo daré cuando volváis a la comisaría.
—Bien, buen trabajo, colega.
Apagamos la radio.
—¿Y ahora adónde, kemosabe? —preguntó Crabbie.
—Primero Billy, Queen’s Parade 18. Por ahí tenemos una ventanita.
Recorrimos casi un kilómetro hasta el final de unos adosados y en la pared del fondo había un gran mural del rey Guillermo cruzando el Boyne. Era un hogar modesto. Una casa municipal, lo que me hizo pensar que Billy guardaba todo su dinero en una cuenta bancaria secreta; o eso o que lo había perdido todo en las apuestas como cualquier otro tramposo del montón. Lo que me recordó: cien libras a Shergar como ganador aunque me quedase en números rojos.
Recorrimos el sendero y llamamos al timbre. Mientras esperábamos, oímos una explosión en Belfast.
—Por el sonido, unas doscientas libras de explosivo —dijo Crabbie.
Nos abrió una mujer. Era una rubia atractiva, delgada, con falda vaquera y camiseta con la Union Jack. Llevaba un cigarrillo bailando en la comisura de la boca, un vaso de ginebra en una mano y una criatura llorando en la otra. Supuse que debía de ser Caitlin.
—¿Quién coño son ustedes? —preguntó.
—Somos la policía —dije.
—No está.
—Por eso hemos venido —dije.
Nos abrimos paso al interior. Mandé a Crabbie al piso de arriba para que buscara la pistola que seguro que Billy guardaba bajo la almohada mientras yo husmeaba por abajo. La casa estaba llena de cajas de cigarrillos, cajones de whisky Jameson y dos o tres docenas de consolas de videojuegos Atari. Ignoré todo aquello y me fui a la colección de discos.
Sinatra, Dean Martin, Buddy Holly, Hank Williams, más Sinatra.
La criatura lloraba.
La televisión bramaba.
Miré en el cesto de la ropa en busca de prendas ensangrentadas y busqué restos de sangre en la lavadora/secadora. Nada.
Caitlin me seguía con el bebé dando voces, pero no decía nada, tenía cara de ansiedad.
Fui al jardincillo de atrás y examiné la ropa tendida. Tampoco allí había nada con manchas de sangre.
Volví adentro. Crabbie bajó y me enseñó su trofeo, una Saturday Night cañón corto del 38. La llevaba colgada de un lápiz. La metí en una bolsa de pruebas.
—Nos llevaremos esto —le dije—. Y mejor si le da algo de comer a esa niñita que lleva ahí.
Fuimos en el coche al 134 de Straid Road, n.º 4.
Era un pequeño complejo cuadrado de apartamentos. Una docena de pisos, cada uno con su pequeña terraza. Podía haber sido bonito si no fuera porque habían pintado el exterior de un marrón como mierda de oveja.
El portal estaba abierto y subimos un tramo de escaleras hasta el número 4.
—¿Y ahora qué? —dijo McCrabban.
—Ahora esto, viejo patán —dije, y saqué mi juego de ganzúas.
Crabbie me puso una mano sobre el brazo.
—¡Sean, echa el freno! ¡No podemos entrar por las buenas!
—Haré constar tu protesta en el informe —dije poniendo acento de oficial de la marina inglesa.
McCrabban meneó la cabeza. En la Ballymena protestante cosas así no se toleraban. Una cosa era aceptar ocasionalmente un cartón de cigarrillos de un paramilitar, y otra, ignorar que la casa de un hombre es sagrada.
Era una cerradura Yale estándar y en menos de un minuto abrí el mecanismo.
—No toques nada —dije.
—Yo no voy a entrar —dijo Crabbie con petulancia.
—Sí, ya lo creo que sí.
—No, seguro que no, puñeta.
Pulsé el interruptor de la luz con un nudillo. Un apartamento pequeño de dos habitaciones con un pulcro sofá de cuero para dos, pufs de bolas, paredes pintadas de rojo y varios carteles de boxeadores enmarcados: estaba el de Alí contra Frazier, allá en los días de gloria; el de Joe Louis contra Max Schmeling en el Yankee Stadium.
El apartamento tenía un televisor de 22 pulgadas, un vídeo betamax y una docena de cintas: El padrino, El golpe, Encuentros en la tercera fase, etc.
Shane también tenía su lado sensible: quizás remedando las Treinta y seis vistas del Monte Fuji de Katsushika Hokusai había hecho media docena de acuarelas de la central eléctrica de Kilroot. Las dos últimas no eran malas, aunque se le había escapado un crepúsculo magenta un tanto imaginativo.
Lo que buscaba era la cesta de la ropa sucia y la colección de discos.
Primero la colada: calzoncillos, camisetas, un par de vaqueros. Nada de sangre.
Luego los discos. Me puse unos guantes de goma y los fui mirando. Shane tenía gustos muy parecidos a los míos: David Bowie, Led Zep, Queen, los Police, Blondie, los Ramones, Pink Floyd, los Stones. ¿Qué decían de nosotros dos?
—¿Qué has encontrado? —me preguntó Crabbie desde fuera.
—No hay clásicos. Ni ópera —dije.
—Desde aquí veo la librería. Son todo cómics y Enid Blyton. Este tío es casi analfabeto.
—Hagamos un repaso completo antes de llegar a cualquier conclusión.
—Lo harás tú. Yo vigilo.
Registré el dormitorio y el cuarto de baño. Encontré un poco de hierba, una lámina de tabletas de ácido y un par de revistas de culturismo.
—Salgamos de aquí —dije.
Dejamos la 38 en el laboratorio de balística de Cultra, les dijimos que la compararan con las balas de Tommy Little y Andrew Young y luego nos fuimos hacia casa.
Regresamos a Carrick y recogimos a Matty.
El delincuente sexual excarcelado era un tal Victor Combs, que vivía en el 41A de la torre Milebush de Monkstown. Exmaestro de escuela, actualmente en paro. Lo habían pillado manteniendo relaciones con otro hombre en un parque. El otro individuo, de diecisiete años, lo había acusado de violación y el juez se lo tragó.
Sonaba como si lo hubieran jodido bien, pero de todas formas fuimos a verlo.
La torre Milebush era otro de esos bloques de pisos de cuatro plantas de hormigón color mierda que habían ido creciendo en los grupos de viviendas baratas del Ulster durante los años sesenta y setenta. Eran húmedos y fríos y parecían casi deliberadamente desagradables. El día que el Servicio de Viviendas de Irlanda del Norte te daba la llave, probablemente te entregaran también un folleto con información sobre suicidios.
Aparcamos el Land Rover y subimos al 41A.
El señor Combs estaba en casa.
Llevaba batín y escuchaba música clásica, lo que captó nuestra atención.
Era grueso, con calvicie incipiente, cuarenta y cinco años, pero parecía tener veinte más, y caminó desde la puerta hasta el sofá apoyándose en un bastón.
El piso era todo lo agradable que había podido ponerlo.
Había libros, discos, y lo mantenía limpio. Había un gato.
Dejé que McCrabban llevara la entrevista mientras yo curioseaba los libros y los discos.
—¿Dónde estuvo usted la noche del doce de mayo?
—Aquí.
—¿Toda la noche?
—Sí.
—¿Alguien puede corroborarlo?
—¿De qué va todo esto?
—¿Hay alguien que pueda corroborar el hecho de que, como dice usted, estuvo aquí toda la noche?
—No, la verdad es que no.
—¿Tiene usted coche, señor Combs?
—No.
—¿Conoce a un hombre que se llama Tommy Little?
—No.
—¿Conoce a alguien que se llama Andrew Young?
—No. ¿De qué va todo esto?
Los discos no eran demasiado impresionantes. Aburridas colecciones de música clásica de las editadas en los primeros setenta por firmas alemanas baratas. No había partituras.
Miré a Crabbie y meneó la cabeza. La verdad es que Combs no tenía pinta de ponerse demasiado violento con nadie.
—Según los términos de su libertad condicional tengo derecho a registrar este domicilio en busca de un arma de fuego. Hago ejercicio de ese derecho —le dije.
No había armas. No había contrabando. No había nada sospechoso.
Pero quedaba el hecho de que no tenía coartada.
—¿Por qué sigue usted en Irlanda del Norte, señor Combs? ¿No tiene miedo de que alguien le pegue un tiro en la rodilla por delincuente sexual? —pregunté.
La cara de Combs se puso todavía más gris.
—Pues déjelos que me peguen el tiro. Dejen que hagan lo que les dé la gana. No me importa. Que me maten. Yo no hice nada malo y lo saben. Me han arruinado la vida. Me lo han arruinado todo. Mi familia no me habla. Ni mis amigos. Al carajo. Que vengan. Que me hagan lo más jodido que quieran.
—Me gusta su valentía. ¿Tiene algo en qué fundamentarla? ¿Una pistolita quizás? —pregunté.
—¿Qué encontró usted? —preguntó él.
—Nada.
Asintió.
—¿Quién iba a venderme un arma de todos modos?
—Pues cualquiera —dijo Matty.
Me senté en el sofá y lo miré.
—¿Qué fue lo que le pasó, colega?
Tardó mucho rato en contestar.
—El amor. Eso me pasó —dijo por fin.
Miré aquellos ojos extrañamente pálidos.
—Adelante.
—Fue error mío —dijo meneando la cabeza—. Quise volar demasiado cerca del cielo.
Nos despedimos y volvimos a la comisaría de policía de Carrick.
—¿Ese gordito? —se mofó Matty—. Quiso volar demasiado cerca del culo, más bien.
Crabbie se rió y luego me señaló a mí.
—¿Por qué no le recuerdas a Matty lo de Ícaro, Sean?
—Ícaro era el hijo de Dédalo, que era famoso por construir el laberinto antes de ser famoso por fabricar unas alas que no funcionaron.
—Coincidencias —dijo Matty.
—Probablemente —asentí.
Llegamos a la comisaría. Mandé a los chicos a casa y entré e informé al jefe. Brennan me sirvió un poco de Jura mientras oía mi relato.
—No progresamos demasiado, ¿eh, Sean?
—No, inspector jefe.
—Bueno, por lo menos el chiflado no ha vuelto a actuar, ¿verdad?
—No que sepamos.
—¿Qué más hay de nuevo? —preguntó.
Me bebí el whisky.
—¿En mi vida, inspector jefe?
—En su vida, Sean.
—Pues fui al cine; vi Carros de fuego.
—¿Es buena?
—Pues se van a correr por la playa hasta el Old Course de Saint Andrews. Creo que esa parte le gustaría, señor.
—Muy bien —dijo, y bostezó—. ¡Tire adelante! Y siga mi consejo y váyase a dormir temprano. Lo vamos a necesitar antes de que amanezca.
—¿Para qué?
Se dio unos golpecitos en la nariz.
—Alto secreto. Una VIP nos visita.
Ese femenino sólo podía referirse a la señora Thatcher o la reina. Cualquiera de las dos eran malas noticias.
Me fui a casa pero no conseguí dormirme temprano. Nunca podía. Cogí un poco del beicon de la CEE, lo freí con huevos y pan de patatas. Me lo comí delante de la tele. Había una serie nueva de policías que se llamaba Magnum, I.P. Eso era: un investigador privado. Y se apellidaba Magnum. Y tenía unos bigotes impresionantes como Serpico. Comprendí que ése era mi problema.
Llamé por teléfono a Laura pero me dijo que estaba a punto de salir.
—¿Con quién?
—Un colega.
—¿Qué colega?
—Un colega de la universidad.
—¿Hombre o mujer?
—Oh, eres imposible —dijo y colgó.
Llamé a Jack Pougher, de la inteligencia de la Special Branch, que era un viejo colega mío. Le solté mi teoría de que «Freddie Scavanni es una pieza importante». No estaba dispuesto a oír nada al respecto. Me dijo que debería limitarme a mis tareas de detective. Le dije que estaba hasta los huevos de eso. Discutimos de bigotes policiales y estuvimos de acuerdo en que ya estaban pasando de moda.
Cogí un vaso de pinta de la nevera y me preparé un gimlet de vodka.
Sonó el teléfono. Los de balística.
—Esa arma no disparó las balas que mataron a sus víctimas de homicidio —me dijo un jodido Nigel con acento campesino.
—¿Seguro?
—Estamos seguros al noventa y nueve por ciento.
Le di las gracias y colgué el teléfono. Billy White no mató a Tommy Little. Por lo menos no con esa pistola. Me bebí el vodka y pensé en el asesino. Había sido expeditivo captando nuestra atención en un primer momento con lo de las postales y los miembros amputados y ahora nada: ni nuevas víctimas ni nuevas comunicaciones. Eso tenía que significar algo. ¿Pero qué?
Pensé en Dermot McCann, un chico que conocí en St. Malachy. Dermot era un gran aventurero sexual incluso para 1968… Ahora estaba en la trena cumpliendo diez años por fabricar bombas.
Pensé en él en el Loughshore Park. Dejé de pensar en él. Me puse nervioso. Abrí la puerta de la calle y dejé las botellas de leche vacías. Volví a entrar, me quité la ropa hasta quedarme en camiseta y vaqueros, cogí una lata de aceite de la caseta del jardín y fingí engrasar la cancela de entrada que chirriaba. Si la señora Campbell salía en ese momento y decía aquello de «Oh, señor Duffy, es una lástima lo del Papa», pensé que la cogería en brazos, la haría pasar por encima de la valla, me la llevaría a la sala de estar y la follaría bien follada.
Engrasé la verja. Llegó la lluvia. La señora Campbell no llegó.