7: Sábado noche y domingo mañana

Descubrí que no estaba en la cama. Me había dormido en el rellano, delante de la estufa de parafina. Aquél se estaba convirtiendo en mi espacio fetal. Llevaba puesta una camiseta de los Thin Lizzy y unos pantalones de chándal grises. No recordaba en absoluto habérmelos puesto.

Bajé las escaleras y abrí la puerta de la calle.

Todo el mundo había salido.

Bajé al final del sendero del jardín. El número 79 ardía. La casa de los Clawson. Me uní a los mirones porque, ¿quién puede resistirse a contemplar un incendio?

Una chiquita con una bata sucia me explicó los detalles.

—Se prendió fuego la freidora. Empezó a arder toda la cocina.

Con cocina de gas y freidora de patatas en todas las viviendas, el incendio de freidoras era con mucho el método más popular entre aquellos protestantes para prender fuego a sus casas. La segunda técnica era el tradicional y siempre popular incendio de la chimenea, y la número tres, el borracho al que se le cae la brasa del cigarrillo en la alfombra. Ahora bien, por qué estaban friendo patatas a esas horas era lo que todo el mundo preguntaba.

La multitud era cada vez más numerosa y vi a personas a las que reconocí vagamente de sitios tan alejados como Barn Road. La cocina ardió completamente y a pesar de todos los esfuerzos de los bomberos el fuego se extendió al resto de la casa.

La señora Clawson no paraba de gritar algo de su pecera, y cuando llegó un segundo camión de bomberos que disponía de espuma, uno de la brigada se metió en la casa y rescató a los peces.

Cuando por fin el fuego estuvo controlado, la gente rompió a aplaudir y a poner en las manos de los bomberos galletas y tazas de té, lo que desde luego tenía que ser más agradable que ser recibido a ladrillazos en los bloques de viviendas católicos. Siguieron bombeando espuma, que empezó a llenar la calle y a subir por los aires en enormes penachos volando para aquí y para allá.

Otra vez en medio de la nieve.

La señora Clawson se lamentaba ahora allí de pie, medio destrozada, en bata y sin bragas.

Los críos jugaban en la nieve artificial y los bomberos flirteaban con las mujeres solteras y con alguna de las casadas cuyo marido estaba al otro lado del charco.

Bostecé y comprobé la hora.

Las 3:20. Hora de volver. Eché a andar en esa dirección.

Alguien me agarró de la camisa por detrás.

Me volví. Un tipo grande, de más de dos metros, con barriga, mostacho a lo Zapata, camiseta blanca de tirantes y pantalones vaqueros. Tendría alrededor de cincuenta años y en la cabeza llevaba lo que no podía ser más que una peluca, pero menudo trabajo sería trepar hasta allá arriba para comprobarlo.

—¿Dónde tienes ahora ese buga tuyo tan elegante, feniano?

No le hice caso y seguí andando.

Me dio un empujón y di un traspié, pero recuperé el equilibrio a tiempo de ver el guantazo que se me venía encima.

La señora Bridewell y la señora Campbell gritaron a la vez.

—¡Cuidado, señor Duffy! —Me lanzó la señora Campbell con la mano en la garganta.

Varias personas se volvieron a mirar. El puñetazo hizo su lento recorrido en arco hacia mí a través del aire que nos separaba. Le faltó casi un palmo para darme, y sin que yo hiciera nada.

—¿Qué problema tiene, colega?

—¡Qué me dices de esa gente del Peacock Room, puto feniano cabrón, a ver qué oportunidades les disteis, católicos de mierda! —me chilló aquel gigantón bocazas, y me lanzó otro directo que tampoco acertó.

Ni hablar ni boxear eran sus puntos fuertes.

—Váyase a casa, amigo —le dije.

—Yo no soy tu amigo. Tus colegas los fenianos mataron a esa gente sin más ni más. Espero que todos se pongan en huelga de hambre. ¡Qué os muráis todos de no comer! ¡Tendríamos que haberos matado de hambre a todos cuando aquella puñetera hambruna!

Fuera quien fuese, andaba cabreado y muy cargado de bebida, y no tenía sentido discutir ni meterse en una pelea con un borracho.

—¡Oh, Dios mío, tiene una navaja! ¡Oh, señor Duffy, cuidado! —me avisó la señora Campbell.

Era una navaja automática corriente, de botón en el mango, pero llevaba tal curda que no conseguía hacer saltar la cuchilla.

—Si me permite… —dije. Le arrebaté la navaja de las manos y apreté el botón.

—¿Ve? —dije, mientras volvía a esconder la hoja y le devolvía el arma. Eso, comprendí después, fue una equivocación. Lo había humillado.

Era un amigo que estaba de visita en casa de Bobby Cameron, que se sintió obligado a intervenir.

Bobby vivía seis puertas más abajo de la mía, en la misma fila de adosados. Nunca habíamos hablado pero, naturalmente, yo sabía quién era. Estatura media, orondo, pelirrojo claro, veintiocho años. Su mujer cortaba el pelo por dos libras en la cocina de su casa. Él estaba cobrando el subsidio de paro de larga duración, pero era también un dirigente de los Ulster Freedom Fighters, los luchadores por la libertad del Ulster escindidos de la UDA y uno de los peores grupos terroristas protestantes; era un hombre que en teoría podía hacer que te mataran con sólo mover un dedo pero que en la práctica nunca lo haría porque matar a un poli, incluso a un poli católico, significaba enemistarse con todas las demás facciones unionistas de Carrick. Una enemistad así era un mal asunto en términos de estrategia, pero, claro, pocos paramilitares unionistas pensaban en lo estratégico. (En algún sitio de Belfast había una pintada que siempre me llamaba la atención: «El IRA piensa mientras la UDA bebe»).

—¡Lo voy a matar! —le dijo el grandullón a Bobby, enredado aún con el muelle de la navaja.

Bobby me miró. Tenía el entrecejo fruncido y esa luz negra en los ojos de todos los que han matado a un hombre o a varios en Belfast.

Empezó a congregarse un montón de gente.

—Deberías llevarte a tu colega a casa —le dije a Bobby en tono tranquilo.

—¿Me estás mandando que lo lleve a casa? —dijo Bobby.

Ahora ya teníamos a media calle mirando, incluidos los puñeteros bomberos, que no movían un dedo para ayudar.

—No, Bobby, te estoy pidiendo que te lo lleves a casa —dije.

Bobby me fulminó con la mirada durante unos buenos diez segundos y luego pareció aclararse.

—¡Se acabó la función para todos! —dijo, y el grupo empezó a dispersarse.

Cogió a su colega por el brazo, metió la navaja en el bolsillo y se lo llevó. Bobby se volvió a mirarme, sonrió y meneó un dedo en alto como diciendo: bueno, tú serás la bofia, pero que no se te olvide de quién es esta calle.

Me metí en casa sintiéndome irritado y nada satisfecho.

Empezó a llover. Me senté en el cuarto de estar frío alimentando el cabreo hasta que al final agarré un chaquetón y salí otra vez. Torcí a la izquierda y me alejé de los residuos de espuma y de las últimas vecinas que fumaban Rothmans y hacían comparaciones entre los bomberos.

Pasé al lado de un frontis en el que habían pintado un mural nuevo de lo más burdo: un pistolero con pasamontañas de pie junto a un niño con un balón de fútbol. Debajo estaba escrito un eslogan: «Recuerda a los Presos Unionistas. UDA. Carrickfergus». Por supuesto que nadie se olvidaba de los presos unionistas porque la UDA «hacía colecta» para ellos en todos los pubs y supermercados del barrio.

Coronation Road. Mi pequeño universo. Adosados de ladrillo rojo a ambos lados de la calle a lo largo de casi un kilómetro; ya me sabía las casas de bastantes residentes: Jack Irwin, que trabajaba en la tienda de animales; Jimmy Dooey, que trabajaba en Shorts Aircraft; Bobby Dummigan, parado; los Agnew, con sus nueve hijos y papi en el paro; la viuda McSeward, cuyo marido desapareció en el mar; Alan Grimes, mecánico jubilado que había sido prisionero de guerra de los japoneses; Alex McFerrin, parado; Jackie Walter, parado…

Seguí andando.

De Coronation Road a Barn Road y a la avenida Taylor.

Entré en el descampado donde encontramos a la primera víctima de asesinato.

Estuve diez minutos examinando el lugar del crimen, pero la Musa de la Detección no me inspiró nuevos enfoques.

Regresé a la avenida Taylor, pasé junto al hospital de Carrick y seguí un indicador hasta Barn Halt.

Barn Halt, donde desapareció Lucy. No es que la cosa me concerniera en modo alguno. Investigar un suicidio era un lujo que no nos podíamos permitir mientras tuviéramos por allí a un chalado o a un imitador del destripador.

Pero, aun así, ¿qué otra cosa iba a hacer?

Barn Halt no era propiamente una estación de tren, sino un apeadero con un abrigo de ladrillo rojo en cada vía: la que iba a Larne y la que iba a Belfast. Las marquesinas eran minúsculas, y allí no cabrían ni diez personas un día de lluvia. La de mi lado de la vía olía a meados y estaba cubierta de las pintadas sectarias habituales.

Para pasar al otro lado había un puente de hierro, pero a aquella hora de la noche podías cruzar los raíles sin peligro.

Crucé las traviesas y trepé al otro andén.

Otro refugio maloliente. Más pintadas sectarias.

Lucy debía de estar del lado de Belfast, así que crucé de nuevo las vías y me puse a recorrer el pequeño andén.

¿Cómo es que nadie vio a Lucy subir al tren? ¿Se subió al tren? Y si no, ¿qué hizo? ¿Volver andando a la avenida Taylor? ¿Cruzar el puente de hierro?

Fui al extremo sur del andén, donde un muro de dos metros impedía saltar de allí a la avenida Elizabeth. Así que no salió por aquel lado. El otro extremo del andén daba a un empinado talud de la vía al descubierto donde seguro que la habrían visto.

¿Su madre la busca desde la ventanilla y no la ve? ¿Dónde está?, me pregunté. Y ese tipo del coche la ve justo uno o dos minutos antes de llegar el tren. ¿Dónde puede haber ido en un minuto? No de vuelta a la avenida Taylor. El del coche la hubiera visto. Ni pudo cruzar el puente peatonal, los pasajeros que se bajaron en Barn Halt se habrían fijado en ella. Ni atravesar directamente las vías porque en esos momentos venía un tren. En un extremo del andén hay un muro; en el otro, un talud sobre los raíles… ¿Se ocultó en el refugio? ¿Por qué iba a ocultarse?

La lluvia rebotaba con fuerza en el pavimento.

Me subí el cuello del chaquetón y me metí dentro del refugio.

Encendí un cigarrillo y apoyé la espalda contra la pared.

Desde luego, habría movimiento, era Nochebuena. La gente tenía otras cosas en la cabeza. Tal vez fuera fácil entrar y salir de un tren sin que nadie se fijase. La gente en general destacaba por dejarte en la estacada cuando les pedías que declararan como testigos oculares.

Me terminé el pitillo justo cuando pasó zumbando el tren del ferry de Stranraer, expreso directo de Belfast a Larne, realmente a toda marcha. Los cuatro vagones del tren iban atestados y pude ver fugazmente, por un instante, los rostros felices de aquellas personas que se marchaban de Irlanda del Norte, y quizás para siempre.

—Bah, con esto no voy a ninguna parte —me dije entre dientes, pero no quería ponerme a pensar en el otro caso porque también apestaba. Olía peor que una pocilga. Demasiado gótico para el Ulster. El jefe tenía razón, por aquellos pagos no teníamos asesinos en serie. Hasta los Carniceros de Shankill habían tenido el buen sentido de enrolarse en los paramilitares protestantes.

Bostecé, retrocedí corriendo por las vías y fui paseando un minuto por la orilla del mar hasta llegar a la comisaría de policía. Enseñé mi credencial al guardia desconocido de la entrada.

—Al que madruga Dios le ayuda, sargento —me dijo.

—Sí…

Comprobé si habían llegado ya las pruebas de las huellas dactilares, que por supuesto no habían llegado. Releí una vez más la postal del homicida y la nota del Teléfono Confidencial. Nada nuevo me llamó la atención.

No se me ocurría nada más que hacer, de modo que saqué el saco de dormir de la taquilla, me acosté en el sofá antiguo de la sala del CID y dormí como un tronco hasta por la mañana.