4: Boneybefore

Olía a café. La oí aclararse la garganta. Abrí los ojos y la miré. Llevaba puesta mi camisa, sin bragas, y sostenía un tazón de Nescafé.

Me sonrió pero no se la veía feliz.

No le envidié la tarea que tenía hoy por delante en aquel espantoso depósito de cadáveres de Belfast.

—Gracias —le dije, y cogí la taza.

—No sabía cómo te gusta, así que te lo hice simplemente con leche y dos de azúcar.

—Así está bien.

—¿Quieres desayunar algo?

—Si tú vas a tomar algo…

—Ya está hecho, ven a tomarlo conmigo en el cuarto de estar.

—Vale —dije.

Se quitó mi camisa y la dejó sobre la cama.

—Y muévete un poco —dijo.

Admiré sus pechos pequeños, su cuerpo esbelto, sexy, el culo respingón mientras se alejaba. Era como una de esas chicas que te encuentras por el campo en cualquier parte, cuando vas en bicicleta cubierto de barro hasta arriba y ella pasa al trote en un enorme caballo pardo. Me gustó la imagen. Y me gustaba ella. Pero era evidente que tenía prisa por librarse de mí.

Quería que me vistiera, comiera y me largara.

Así que me puse lo imprescindible y los zapatos y la seguí a la sala.

A la luz del día era una habitación estupenda. Muy elegante: fotografías borrosas en blanco y negro, tonos pastel, muebles alemanes y una lámpara de gatitos muy kitsch (por lo menos albergué la esperanza de que fuera kitsch). A través de los ventanales se veía el puerto y el castillo del siglo XII.

Había hecho porridge y, además, una fritada, una Ulster fry.

En casa, mi porridge salía de un paquete; el de ella había estado veinte minutos cociendo a fuego lento con leche sin desnatar, sal y azúcar moreno y era tan espeso que podías clavar una cuchara y dejarla vertical.

Era puñeteramente bueno.

La fritada también era estupenda, crujiente: salchicha, huevo, beicon, pan de soda y pan de patata. Después de aquello resistiría hasta la hora de cenar o hasta que me aguantaran las coronarias, lo que ocurriese primero.

Doctora, tía buena y cocinera.

Menuda joya.

—¿Cuál es el teléfono de tu casa, entonces? —le pregunté al empezar a comerme el último huevo.

—Oh, no lo necesitas. Esto no lo volveremos a hacer más.

Busqué dónde estaba la broma, pero no había broma. Lo decía en serio.

—¿Qué? ¿Por qué?

—No fue más que una… debilidad momentánea. No soy de esas chicas que se van a follar a la primera cita.

Me miraba con los ojos bien abiertos y el ceño fruncido. No había duda de que era una expresión que había practicado en el espejo para darles las malas noticias a sus pacientes.

—Yo tampoco —dije.

—No soy una furcia —me dijo con una ligera sonrisa—. Y no es sólo por eso.

—¿Tiene que ver algo conmigo? —me pregunté en voz alta.

—No. No contigo. Cuestión de tiempo. Acabo de salir de una relación muy larga. No sería justo para ti.

—¿Porque yo sería el repuesto?

—Exactamente.

—Correré el riesgo.

—No —meneó la cabeza—. No. Es demasiado pronto. Lo comprendes, ¿verdad? Pero seremos amigos. Estoy segura de que te veré por ahí en asuntos…, hum…, de tipo profesional.

Me tendió la mano de nuevo en busca de un saludo formal.

Pero yo no estaba por la labor. Tiré de ella para abrazarla pero no estaba por la labor.

—No —dijo, y me empujó.

Se levantó de la mesa, fue a la radio y la encendió. Juice Newton cantaba Queen of Hearts, reina de corazones. Era una canción que había conseguido odiar desde la semana anterior.

La miré sorprendido y me devolvió la mirada con una expresión firme, de impaciencia.

«Supongo que te crees mejor que yo», estuve a punto de decir, pero no lo hice.

Me terminé el té de un trago.

—Muy bien. Me imagino que la veré por ahí, doctora Cathcart —le dije echando la silla hacia atrás.

—Sí —dijo, esta vez sin mirarme.

Cogí la chaqueta, abrí la puerta de la calle y ya había bajado las escaleras y estaba a medio camino de la comisaría cuando lamenté lo brusco de mi partida.

Fue petulante. Le faltó finura. Cary Grant hubiera soltado un chiste o algo parecido.

El fastidio se mutó en autocompasión. La primera mujer que me gustaba desde Adele y había conseguido joderlo todo.

—Imbécil —murmuré para mis adentros.

Caminé a lo largo del Scotch Quarter y pasé delante de un grupo de escolares con cara de despiste porque no había escuela y no tenían otra cosa que hacer que armar bulla o esnifar pegamento.

Entré en el quiosco de Sandy McGowan al lado del Royal Oak. Miré los titulares pero no compré ningún periódico: las noticias locales eran terribles, y las británicas, irritantes.

—¿Cómo anda el Papa? —pregunté a Sandy.

Sandy era un quintacolumnista feniano más en la Carrickfergus protestante. Un tío decente. Un paisano calvo del condado de Donegal. Con antecedentes por pasar cigarrillos por la frontera, pero ¿quién no tiene algo así?

—Bendito sea, se está recuperando, seguro que vive hasta los cien —dijo Sandy.

—Apuesto diez a eso. Saludos, Sandy —dije, y me fui hacia la puerta.

—¿No compras un periódico?

—Mejora las noticias, colega, entonces te lo compraré.

Pasé de largo junto al Royal Oak y me paré a contemplar un gran convoy de camiones y blindados del ejército que bajaban por Marine Highway en dirección sur. Estaban recién pintados y era evidente que venían directos del ferry de Larne.

Los soldados estaban nerviosos y parecían tener unos diecisiete años.

Les dirigí un saludo del Black Power sólo por ponerlos más nerviosos. Algunos pareció que se aterrorizaban, como pretendía, y me reí un poco para mis adentros.

Los cuarteles de la RUC.

Otra vez era el primero. Si mantengo la racha, me labraré una reputación.

Fui hasta la máquina de café y me saqué un café-chocolate, y luego comprobé los faxes, pero no había noticias de Belfast. Decidí insistir llamándoles por teléfono.

Sí, tenían los dos juegos de huellas.

No, todavía no tenían resultados. Sí, sabían que era para una investigación de asesinato. ¿Me hacía cargo de que estaban muy muy ocupados?

A las nueve en punto entró Brennan con los sargentos Burke y McCallister y me preguntó si mis chicos del CID y yo queríamos ganarnos una paga de disturbios. Esa mañana era el funeral de Frankie Hughes y se habían cancelado todos los permisos de la RUC porque se esperaban conflictos.

—No, gracias, jefe, algunos de nosotros tenemos aquí un trabajo de verdad —dije.

A Brennan no le gustó, pero no arremetió contra mí.

—¿Se quedará usted a cargo del chiringuito? —preguntó.

—Sí —dije.

La comisaría quedó vacía. Sólo Carol, un par de reservistas a tiempo parcial, Matty, Crabbie y yo. Les conté a los chicos lo de Puccini y los dos compartieron mi punto de vista.

—Se está cachondeando —dijo Matty.

—Quiere llamar la atención. Ése es un método. Como Betsabé peinándose el pelo. Tiene alguna razón para hacerlo —dijo Crabbie.

Me gustaba Crabbie. El sexto de nueve chicos. El resto de sus hermanos eran granjeros o jornaleros, salvo uno que era misionero de los Presbiterianos Libres en Malawi. Era el cerebro de la familia. Había roto la tendencia a no dejar la escuela a los dieciséis años y casarse enseguida. En vez de eso, terminó la secundaria, obtuvo el certificado superior de formación profesional en Newtonabbey Tech y se incorporó a la policía.

No obstante, ahora ya estaba casado con una chica de veintidós años de la misma secta de los Presbiterianos Libres y embarazada de gemelos. Sin duda planeaban establecer un clan completo.

—¿Quién, él? ¿Piensas que él solo? ¿Un tío solo? —le pregunté.

—Cuando se cargan a un chivato —dijo asintiendo—, siempre tenemos un equipo completo de matones de la UVF o de la UDA, pero si es un pervertido, seguro que trabaja solo.

En eso tenía más razón que un santo.

En ese tipo de casos eran muy raras las actuaciones a dos.

Discutimos las pruebas entre los tres, desarrollamos teorías y no llegamos a ninguna parte. Esperamos que llegaran los datos de las huellas o de balística o alguna idea buena.

Pero nada.

—¿Alguno de los dos sabe algo de mujeres? —les pregunté mientras preparaba otra tetera.

—Yo soy experto —proclamó Matty.

Sin mencionar el nombre de Laura, le conté que esa mañana me habían echado a patadas.

—Es que no has dado la talla, colega. Así de sencillo. Siempre dicen que todo radica en tener un buen sentido del humor y de poner una sonrisa agradable y demás mariconadas, pero cuando la cosa va en serio resulta que lo que importa es lo que haces cuando estás arriba. Unos podemos, Sean, y otros no. Está claro que tú no —dijo Matty.

Crabbie alzó los ojos al cielo.

—No lo escuches, Sean —dijo—, no ha tenido una novia desde que llevó a Veronica Bingly a ver la película de Los Teleñecos.

Los disturbios del funeral de Frankie Hughes empezaron a las doce en punto clavadas, y desde allí, cinco millas por encima del estuario, veíamos el humo negro de los autobuses asaltados en el centro de Belfast.

—Os invito a almorzar —dije, y me llevé a los chicos al Golden Fortune de la calle Mayor. Tomamos el típico menú chino-irlandés poco picante a base de patatas fritas, fideos y costillas. Éramos los únicos clientes.

Pedí un trío de coñacs y exprimimos la hora del almuerzo hasta pasadas las dos.

De vuelta al cuartel, mandé a los chicos por delante y yo me paré en la biblioteca de Carrick.

Delante había un predicador que intentó darme algo al entrar. Era un panfleto sobre el inminente «segundo advenimiento». Era joven y tenía ese aire insolente de los conversos recientes. Rechacé el panfleto y me fui directo a ver a la señora McCawley. Llevaba un vestido de lunares amarillo que no le había visto antes. No te esperas que las personas mayores circulen por ahí vestidas de lunares, amarillos o de cualquier otro color, pero no sé cómo la señora McCawley le sacaba partido. En sus tiempos había sido una belleza, y después de la guerra había escapado a Estados Unidos con un soldado americano y no volvió hasta después de que él sufriera un infarto en los setenta.

Le dije que tenía un aspecto estupendo y luego le expliqué mi problema.

—Dewey 780-782 —dijo sin pensárselo dos veces.

Encontré la partitura de La Bohème en el 782, pero en los estantes de obras de referencia faltaba el Diccionario de Música Grove. Estaba a punto de ir a decírselo a la señora McCawley y quejarme cuando ¿a quién descubrí leyéndolo en la sala de lectura? Nada menos que a la doctora Laura Cathcart.

Me senté a su lado.

—Buenas tardes —dije.

Abrió la boca sorprendida y luego sonrió. Deslizó hacia mí la entrada del diccionario. Estaba mirando el artículo de La Bohème.

—¿Cómo te lo imaginaste? —pregunté.

—¿Y tú?

—Tuve que preguntarle a alguien —dije.

—Yo tenía bastante idea. En St. Brigid’s hacíamos un musical de una ópera cada curso.

—¿Y tú hiciste La Bohème?

—No, me hicieron una prueba para Mimí, pero no la superé. Pero de todos modos reconozco el papel.

—Tendrías que haberme dicho algo ayer.

—No quería hasta estar completamente segura.

Se mordió el labio. Estaba un poco pálida y tenía cara de haber llorado. Me acordé de su cita en las dependencias forenses.

—¿Fuiste a Belfast?

—No. Lo aplazaron hasta mañana. Nadie puede entrar en la ciudad por culpa del funeral.

—Tiene sentido.

Puso una mano sobre la mía.

—Perdona —dijo.

—¿Perdona qué?

—Ya sabes. Nosotros —puso cara de drama y yo le llevé su mano hasta la frente y la apoyé como si fuera una actriz de cine mudo—. ¡Qué otra cosa podía ser!

—Lo que todavía podría ser.

—No —dijo negando firme con la cabeza—, no, definitivamente. No puedo, eso es todo. Estuve dos años y medio saliendo con Paul. Es mucho tiempo.

—Desde luego.

—Se marchó a Londres. Quería que yo fuera con él. Le dije que no.

—No tienes que darme explicaciones —dije.

Se aclaró la garganta y liberó su mano de la mía.

—Tú puedes seguir con tus cositas si quieres —dijo.

—¡Cositas! Estoy haciendo trabajo policial, querida, trabajo policial muy serio.

Leí el libreto de La Bohème pero allí no había más claves evidentes. Se lo pasé a ella.

Miré su cara mientras lo leía.

Movía los labios. Leía el italiano y el inglés en silencio, para sus adentros. Disfrutaba del sonido de las palabras italianas en su cabeza. Estaba dando vueltas a aquello cuando me empezó a sonar el busca.

—Disculpa —dije.

Pregunté a la señora McCawley si podía utilizar el teléfono.

Llamé a la comisaría.

Se puso McCrabban.

—Otro —dijo.

—¡Jesús! ¿Otro cuerpo?

—Ajá. Parece talmente que sea el chico de la mano misteriosa.

—Estás de broma. ¿Dónde?

—Boneybefore.

—¿Dónde está eso?

—En las afueras, cerca de Eden Village.

—Reúne al equipo, y que te den un Land Rover.

—Y tienes otra llamada de la prensa. Esta vez del Carrick Advertiser, preguntaban por el cuerpo de Barn Field.

—Qué cojones. ¿Qué les contaste? —dije.

—Nada. Pero van a seguir llamando hasta que les digas algo —murmuró Crabbie.

—Diles algo del tipo: una llamada anónima condujo a la RUC de Carrickfergus hasta un cadáver en un coche abandonado en la avenida Taylor. Se sospecha que es un homicidio y el CID de Carrickfergus sigue la pista. La víctima era un varón blanco de treinta y pocos años todavía sin identificar. La policía ruega al público que tenga la amabilidad de llamar al Teléfono Confidencial o al CID de Carrickfergus para dar cualquier información o pista sobre este incidente. ¿Te suena correcto?

—Ajá.

Colgué el teléfono y volví a la sala de lectura.

Vio mi cara. Soy mal jugador de póquer.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Tengo que irme. Apareció el otro zapato.

—¿La segunda víctima? —preguntó con los ojos de par en par.

Asentí.

—¿Te acompaño? —preguntó tras ponerse de pie.

—No tengo objeciones.

El predicador de delante de la biblioteca ya se había ido, y sobre Belfast había una capa de denso humo negro que parecía un genio maligno emergiendo de una lámpara.

—Escucha, hoy ando un poco sin saber qué hacer. Te acompañaré también hasta salir de Scotch Quarter, si no te importa.

—Claro que no.

Pasamos por delante de una funeraria, media docena de casas en venta y una tienda de helados tapiada con tablones. Creí que iba a contarme algo pero no me dijo nada.

Yo le hice algunos comentarios sobre el tiempo y tal, pero ni siquiera mordió esos anzuelos.

—Eh, dijiste que no sabías bien qué hacer. ¿Quieres entrar? Nos vendrás bien como experta —le sugerí, y ése fue el anzuelo que buscaba.

—¿A la escena del crimen? —preguntó—. ¿Se me permite?

—Por supuesto que se te permite. Aquí el Gran Gorgonzola soy yo. Aunque te lo advierto, sinceramente, puede ser algo bastante tremendo.

—Amigo, qué sabrás tú de cosas tremendas, créeme… pero no estoy adecuadamente vestida para ir —dijo.

Llevaba una chaqueta de lana, pantalones, tacones y una blusa blanca.

—Vete a casa, cámbiate.

—De acuerdo —dijo más animada—. Eso me quitará otras cosas de la cabeza. Espérame delante del piso en quince minutos.

—Vale.

Dio media vuelta y echó a andar con rapidez en la otra dirección.

Con esta chica todo es un enciende/apaga, apaga/enciende, pensé.

Entré en el cuartel. Matty ya había sacado el Land Rover de su aparcamiento y Crabbie estaba de pie junto a él ansioso por salir.

—Entra rápido, Sean —dijo Crabbie.

—Echad el freno, tíos. El inspector jefe Brennan se ha ido a Belfast, los sargentos Burke y McCallister están fuera también, así que yo soy el oficial al mando. No podemos dejar la casa desatendida sin más. Tenemos que organizar las cosas.

Cuando entraba, Carol me paró.

Una mujer maravillosa, esta Carol. Sin edad conocida. Delgada, un poco encorvada, ojos azules penetrantes, dura como una barra de hierro. Trabaja en la comisaría de Carrick desde 1941. En su segunda semana de trabajo los cuarteles fueron bombardeados por la Luftwaffe. Un gran Heinkel 111 que vio la oportunidad de hacer un blanco junto a la estación del ferrocarril. ¡La Luftwaffe! Cómo no te va a encantar…

—Señor Sean —dijo.

—¿Sí?

—Me preguntaba si hoy podría irme a casa pronto, me gustaría ver el programa sobre Lady Diana en la BBC2.

—Está bien, Carol —le dije. La verdad es que no podía prescindir de ella, pero sabía muy bien que no convenía nada interferir entre el grueso del público británico y Lady Di. Puede que el mundo se estuviera yendo irremediablemente al carajo, pero la boda real tendría lugar dentro de dos meses y eso era lo único que importaba.

Me fui al piso de arriba y pregunté qué reservista tenía más antigüedad.

Un aprendiz de dentista de apellido Jameson, que no parecía tener más de once años, levantó la mano. Llevaba en el cuerpo desde el 79, tiempo suficiente. Le dije que llamase al inspector Mitchell, que técnicamente era el sustituto de Brennan pero que nunca estaba aquí porque llevaba más o menos él solo la subcomisaría de la RUC en Whitehead.

—Dígale a Mitchell que hemos tenido que marcharnos, tal vez para todo el día, y que probablemente debería cerrar el puesto de Whitehead y venirse aquí. Él decide, por supuesto.

—¿Y si no viene? —me preguntó Jameson nervioso.

—Entonces todo tuyo, colega. El capitán se ha largado y los sargentos han desaparecido, y ahora se ha ido hasta Carol.

Abrió la boca para decir algo, no supo qué y volvió a cerrarla. Estaba como petrificado.

—¡Suéltalo, hombre! —le ordené.

—Bien, eeh, es que me preguntaba qué tendría que hacer si viene a atacarnos el IRA mientras no están.

—Pues sacar las ametralladoras y devolver el fuego. Y no maten a ningún contribuyente, ¿de acuerdo?

Asintió.

—¿Sabe dónde está la llave de la armería? —le pregunté.

—No.

—En el clavo que hay junto al extintor. ¿Sabe cuál es?

—Sí.

—¡Madre mía! —murmuré mientras bajaba las escaleras. Si fuera un tipo del IRA en la RUC aquél sería mi momento de gloria.

Me subí al Land Rover y eché a Matty del asiento del conductor.

Salí de la comisaría y pasé sobre la serie de badenes que se supone que sirven para disuadir cualquier ataque motorizado. Metí la segunda, después la tercera y conduje el pesado vehículo Marine Highway adelante.

—De camino recogeremos a la doctora Cathcart, chicos —dije.

Ni Matty ni McCrabban se inmutaron con la noticia.

Paramos delante de su casa. Ya estaba preparada con unas botas de agua y un mono impermeable blanco de forense.

—¡Vaya pinta que tiene! —murmuró Crabbie entre dientes.

La naranja mecánica —certificó Matty.

—La verdad es que todos tendríamos que llevar esas cosas para impedir contaminar las pruebas —dije—. ¿Es que vosotros nunca vais a los seminarios de actualización, muchachos?

—¿Qué seminarios de actualización? —preguntó Matty.

—No me pongo uno de ésos ni muerto —dijo Crabbie, aunque su camisa color naranja, su corbata con dibujos de cachemir y su chaqueta beis no eran exactamente de Savile Road.

—Vosotros detrás, tíos. Nuestra invitada irá conmigo delante.

En la policía había una antigua superstición que decía que si cambiabas de asiento en un Land Rover blindado seguro que llevabas la peor parte en el próximo ataque con lanzacohetes mientras que la persona con la que te habías cambiado saldría totalmente ilesa. Por qué la maldición sólo se aplicaba a ti y no al otro era un secreto que únicamente conocían los elegidos.

—¡Vamos, muchachos, moveos! —Tuve que decirlo otra vez hasta que se pasaron detrás, rezongando. Abrí la puerta del pasajero para que Laura subiera al coche.

—Buenos días, doctora Cathcart —dije muy tieso.

—Oh, buenos días, sargento Duffy —respondió—. ¿Adónde vamos?

—Boneybefore.

—Ponnos la radio, ¿quieres? —me dijo Crabbie desde atrás.

Encendí el aparato y puse Downtown Radio, pero parecían inmersos en una especie de conspiración para hacer millonario a Juice Newton. Pasé a Radio Uno y fuimos oyendo a Spandau Ballet mientras conducía el coche por Marine Highway y la carretera de Larne.

—¿Le gusta Spandau Ballet, doctora Cathcart? —preguntó Matty desde atrás.

—La verdad es que no los conozco mucho —replicó.

—Son lo último. Y qué me dice usted, Sean, ¿le gustan?

Intenté salir con una respuesta ingeniosa y después de pensarlo un momentito dije:

—Spandau Ballet son a la música pop lo que la extinción masiva del Cretáceo fue a la música de los dinosaurios.

Silencio absoluto. Ni una sola risa.

—¿Es que soy el único de aquí que lee el New Scientist? —pregunté.

Evidentemente, así era. Después de aquello, cerré el pico.

Boneybefore. Una aldea devorada por la expansión de Carrick durante los cincuenta. Un cottage blanco con techo de brezo casi a la orilla de la ría. Otro joven agente de la reserva desconocido hacía guardia en la puerta.

Aparqué el Land Rover y nos bajamos.

—¿Cuál es la novedad, agente? —pregunté al reservista.

—Durante el segundo reparto de hoy, el cartero se dio cuenta de que la puerta estaba un poco abierta. La abrió del todo y se encontró con la víctima. Nos llamó.

—¿Alguien ha tocado algo?

—No. Pero eché una miradita.

—¿Y qué vio?

—Me di cuenta de que a la víctima le habían disparado y le habían cortado una mano, así que llamé a Crabbie.

Me puse guantes de goma y entré en el cottage.

La víctima tenía un tiro en la cabeza, probablemente recibido nada más abrir la puerta de la calle, porque yacía tumbado en el recibidor. Era un hombre delgado, atildado, de pelo gris, en mangas de camisa, pantalones de tweed negros y zapatillas. Le habían cortado una mano y habían dejado caer, casi al desgaire, sobre su pecho, la mano que, presumiblemente, era de Don Nadie.

Encontré una cartera encima del aparador y comprobé rápidamente que la víctima era un tal Andrew Young, de sesenta años, profesor de música en la escuela elemental de Carrickfergus.

El lugar estaba intacto. El asesino sólo había entrado para matar a Young y cortarle la mano derecha.

Efectuamos una inspección minuciosa, pero Matty se mostró de acuerdo conmigo en la opinión de que el asesino ni siquiera había entrado en el resto de la casa.

—¿Hora de la muerte? —pregunté a Laura.

—Lleva muerto unas cuarenta horas —dijo examinando el cadáver.

—¿A cuál de los dos mató primero? —pregunté.

—Si me pones en el dilema, te diría que mató primero al del coche. Pero sólo unas pocas horas.

Matty empezó a sacar fotografías y esparcir polvos en busca de huellas.

Laura examinó el cuerpo.

—Una palabrita contigo fuera, Sean —me dijo McCrabban cogiéndome por la manga.

Salimos y nos encontramos un viento salado que venía del estuario.

—¿Qué pasa, Crabbie?

—Conozco a ese individuo, Sean. Organiza el festival de Carrick. Es profesor jefe de la escuela. Conoció a la princesa Ana. Ciudadano ilustre y todo eso. Pero…

—¿Pero qué?

—Como te digo, un tío decente y etcétera, pero es un sarasa muy conocido.

—¿Estás seguro?

—Tan seguro como que dos y dos son cuatro.

Vi inmediatamente las implicaciones.

—Entonces, ¿tú qué crees que tenemos aquí, Crabbie? ¿Alguien que circula por ahí matando homosexuales?

—No lo sé —dijo Crabbie encogiéndose de hombros—, pero está empezando a parecerlo, ¿no?

—Y además volvemos a tener esa puñetera conexión musical, ¿no?

Crabbie asintió y se puso a prepararse una pipa.

Desde luego, en Irlanda del Norte la homosexualidad era ilegal, pero eso no significaba que no hubiera homosexuales.

Todo el mundo conocía a alguien que…

—De momento no digas nada, sigamos funcionando con la vieja rutina —dije.

Volvimos a entrar.

Fotografías.

Huellas.

Entrevistas con los vecinos.

Un proyectil de 9 milímetros recuperado de la pared.

Recordé a Laura que buscara otro trozo de partitura oculto cuando hiciera la autopsia.

El día se alargaba.

Se desvanecía.

Llevamos a Laura a su casa y le dimos las gracias por su ayuda.

Tuvimos otra reunión para discutir el caso en la comisaría.

Naturalmente, ahora que ya sabíamos quién era, llegaron de Belfast los datos sobre el primer juego de huellas dactilares: Andrew Young. Fecha de nacimiento: 12/3/21. 4 Lough View Way, Boneybefore, Carrickfergus. Sin parientes conocidos. Sin antecedentes delictivos.

El segundo juego seguía siendo procesado.

Guardamos las pruebas.

Mandé a los chicos a casa. Era ya medianoche cuando yo llegué a la mía. Después de volver a Boneybefore para supervisar el traslado del cadáver al hospital de Carrick por medio de una empresa funeraria privada, porque la policía estaba desbordada. Después de que me hubiera cambiado y me hubiera puesto camisa y corbata y fuera a notificar la muerte de Young a Jack Cook, su jefe y director de la escuela de Carrickfergus.

—¿Andrew? ¡No me lo puedo creer! ¡Andrew era uno de nuestros mejores profesores! Era una persona fantástica. ¿Cómo? ¿Cuándo? No, no tenía enemigos, ¿bromea usted? Todo el mundo quería a Andrew.

Era medianoche y me serví un gimlet de vodka y me puse a escuchar las malas noticias de la radio y a oír La Bohème.

Un disco de 78. La extraña versión precipitada del propio Toscanini de 1946.

Cuando llegué a la famosa primera aria de Mimí, cogí la hoja con la letra y fui leyendo: «Mi nombre es Lucía pero todos me llaman Mimí. No sé por qué. Ma quando vien lo sgelo. Il primo sole è mio. Cuando llega el deshielo, el primer beso del sol es para mí».

Lo leí y lo escuché hasta que me quedé dormido, pero no parecía inminente ninguna gran revelación.

No, eso no llegaría hasta el toque de diana matutino.