2: Tienes la manita helada

El estruendo lejano ocasional de disturbios, disparos y explosiones. Nada que los durmientes ya acostumbrados de Carrickfergus no pudieran soportar. Pero entonces la relativa tranquilidad se vio conmocionada por las turbinas apocalípticas de un CH-47 Chinook. Todo empezó a estremecerse. Una taza de café se cayó de la repisa de la chimenea. Y un cuadro se descolgó.

El helicóptero pasó por encima a una altura de doscientos metros, muy por debajo del límite recomendado. El reloj digital Magnabox marcaba las cuatro de la mañana. El ejército británico me había despertado, a mí y a la mitad del pueblo, en una ostentosa manifestación de puro poder. Sí, controláis los cielos. Y así, muchachos, es como os alienáis las mentes y los corazones.

Me quedé pensando en eso allí tumbado en mi gran cama doble vacía de Coronation Road. Y cuando mi rabia se diluyó pensé en lo vacío que estaba el lado del colchón de Adele.

Claro que le había preguntado si quería venirse a Carrick conmigo, pero de ningún modo estaba dispuesta a meterse en «ese pozo maloliente de infierno protestante», según me respondió. No es que me destrozara el corazón, pero sí quedé defraudado. Era maestra de escuela, y no le habría resultado difícil que le cambiaran de destino porque todos los profesores buenos se marchaban a Inglaterra y a América. La casa ya estaba pagada, ella también aportaría su pasta, así que hubiéramos vivido como reyes.

Pero ella no estaba enamorada de mí y la verdad es que yo tampoco de ella.

Seguí allí tumbado a oscuras preguntándome si dormir sería una opción.

Mi pensamiento se dirigió hacia la víctima del asesinato de la avenida Taylor.

El escenario del crimen seguía incordiando en el fondo de mi inconsciente.

Algo se me había escapado.

Con las prisas por librarme de la lluvia había pasado por alto un detalle.

¿Qué era?

Alguna cosa referente al cuerpo, ¿no? Había algo que no encajaba del todo.

El viento azotaba los canalones. La lluvia aporreaba la ventana. Me estremecí. Era evidente que íbamos a tener otro «año sin verano» en el Ulster.

Por oscuras razones, los anteriores ocupantes de la casa habían bloqueado la chimenea, de modo que era imposible encender el fuego en los hogares de la planta baja o de arriba. Pensé que no tendría que preocuparme de aquello hasta noviembre, pero era evidente que ahora ya iba a tener que buscar a alguien que me lo mirase.

Seguí allí pensando y la pregunta del jefe se me vino a la cabeza.

¿Por qué me había metido a policía?

Y por segunda vez en veinticuatro horas me acordé del incidente.

No lo busquen en mis informes médicos. Y no le pregunten a ninguna de mis exnovias.

Nunca hablé del tema con nadie.

Ni con mi mami. Ni con mi papi. Ni siquiera con un cura. Conducta nada propia de un parlanchín como su seguro servidor.

Fue el 2 de mayo de 1974. Llevaba ya dos años metido en el doctorado. Un bonito día de primavera. Iba por Ormeau Road, y estaba pasando por delante del bar Rose & Crown, apenas a veinte metros de mi guarida colegial.

Era el peor año del conflicto, pero a mí no me afectaba personalmente. O todavía no. Seguía siendo neutral. Intentando mantenerme al margen. Intentando ir a mis asuntos. Lo más cerca que había estado de asumir una postura fue después del Domingo Sangriento, cuando papá y yo asistimos en Derby a los funerales y me pasé veinticuatro horas pensando en hacerme del IRA.

Es gracioso las vueltas que da la vida, ¿verdad?

2 de mayo de 1974.

El Rose & Crown era un local de estudiantes. Había estado allí en cuadrilla quizás trescientas veces durante mis años en Queen’s. Era mi local. Conocía a todos los habituales. Lo normal es que hubiera estado en el bar en ese momento, pero resultó que había quedado con una chica en la Unión de Estudiantes y que ya había bebido lo suficiente.

Fue una bomba sin avisar. La UVF (Ulster Volunteer Force, Fuerza Voluntaria del Ulster, un grupo paramilitar protestante, ilegal) se declaró responsable. A continuación, la UDA (Ulster Defense Asociation, Asociación para la Defensa del Ulster, otro grupo paramilitar protestante) dijo que habían sido ellos. Y a continuación, más tarde, la UVF dijo que había sido una bomba del IRA que había explotado prematuramente.

A mí todo aquello me daba igual.

La sopa de letras no me interesaba.

No sufrí heridas graves. Un tímpano reventado, escoriaciones, cortes de los fragmentos de cristal.

No, yo estaba bien, pero el interior del bar era una carnicería.

Un matadero.

Fui la primera persona que cruzó las ruinas de la puerta de entrada.

Y aquél fue el momento…

Aquél fue el momento en que supe que quería desempeñar algún papel en el final de aquella locura. Que era el momento de largarse o de hacer algo. Escogí lo segundo.

La policía se mostró entusiasmada al recibirme. Un titulado universitario, un psicólogo, y lo más preciado de todo: católico.

Y ahora, siete años más tarde, después de un puesto en la frontera, los cursos del Departamento de Investigación Criminal, un secuestro infantil, el arresto de un pez gordo de la heroína y varias investigaciones de asesinato, me acababan de ascender a sargento detective con destino en la comisaría de la RUC de Carrickfergus, un lugar relativamente seguro. Sabía por qué me habían destinado allí. Me habían destinado allí para mantenerme al margen de los problemas y para que aprendiera…

Me senté en la cama, puse la radio y oí las noticias sobre el Papa.

Seguía vivo, aquel viejo maricón. Me arrodillé y murmuré medio avergonzado una breve oración de gracias.

—¡Por qué hace este puñetero frío! —dije, y agarré la almohada y el edredón y me los llevé al rellano.

Me arrodillé delante de la estufa de parafina.

Del ártico a los trópicos.

Adopté la postura fetal sobre el suelo de pino. Me dormí de inmediato.

Lluvia.

Una lluvia tal. Lugh arrastra el sol y el mar y los convierte en lluvia.

Me agité para despertar de un sueño acuático.

Luz.

Calor.

Mi cuerpo flotando sobre humos de parafina por encima del río y del mar.

En la casa de al lado, risas de niños y luego algo pesado que se estrellaba contra la pared. Aquellos críos Bridewell no paraban nunca.

Abrí los ojos. Tenía la garganta seca. El rellano estaba azul por la llama color índigo de la estufa de parafina. Aquella estufa fue un regalo de mis padres cuando me fui a vivir a Belfast la primera vez y la había ido arrastrando por Armagh, Tyrone y finalmente Carrickfergus. Incluso ahora, el aroma atractivo y cabezón del queroseno me hacía retroceder décadas en el tiempo hasta llegar a mi infancia en Cushendun.

Seguí allí tumbado cinco minutos más oyendo la lluvia que corría por el tejado y luego, de mala gana, me dirigí al piso de abajo.

Me preparé té y una tostada con mantequilla y mermelada. Me duché, me puse un sobrio polo negro, vaqueros negros, zapatos negros. Luego una chaqueta de sport oscura y el impermeable. Metí el revólver en el bolsillo de la chaqueta y dejé aquel ridículo subfusil en la mesa del recibidor.

Salí a la calle.

Cielo gris que empezaba veinte metros por encima de mi cabeza. Sirimiri. Había una vaca comiéndose las rosas del jardín de la señora Bridewell. Otra cagaba en el patio de la señora Campbell.

Miré a izquierda y a derecha y vi más vacas calle adelante vagando arriba y abajo como idiotas.

Llevaba allí tres semanas y ya era la segunda vez que las vacas se habían escapado del campo cercano a Coronation Road. Eso en Cushendun no hubiera pasado nunca. Estos retrasados de Carrick no sabían criar ganado. Bajé el sendero del jardín sin hacer caso de la vaca de la señora Campbell mientras me abrochaba el impermeable. En los montes más altos había escarcha, y mi aliento me seguía como un taibhse no muy decidido.

Miré debajo del BMW por si había bombas lapa, no descubrí ninguna, miré una segunda vez por si acaso, giré la llave en la cerradura, tenso a la espera de cualquier trampa explosiva, abrí la puerta y entré.

No me abroché el cinturón. Ese año habían muerto en accidente de coche cuatro policías, y nueve habían muerto a tiros atrapados dentro de su vehículo por el cinturón de seguridad. El departamento estadístico de la RUC, tras sopesarlo, decidió que era mejor no llevar puesto el cinturón y había emitido una nota para pedir opiniones. Evidentemente, esa nota la había visto alguien del despacho del jefe superior y la había convertido en una orden estricta a velocidad de relámpago.

Puse Downtown Radio y oí las noticias locales.

Disturbios en Belfast, Derry, Cookstown, Lurgan y Strabane. Un ataque incendiario en una fábrica de pinturas de Newry. Una bomba en el ferrocarril de Belfast a Dublín. Huelga de los conductores del Ulster Bus en Antrim para protestar por una serie de secuestros.

«A causa de la huelga del Ulster Bus, hoy estarán cerradas las escuelas de Belfast, Newtonabbey, Carrickfergus, Ballymena, Ballyclare, Coleraine y Larne. Y ahora, un poco de George Jones para suavizarles la mañana», dijo Candy Devine.

Cambié a Radio Uno y subí por Coronation Road oyendo a Blondie.

—Es como la puta India —me dijo el lechero que bajaba por la calle en su carrito eléctrico.

—Sí, pero sin la cocina —farfullé, y conduje despacio para evitar matar a una vaca y de ese modo sufrir una encarnación poco favorable en mi próxima vida.

Torcí a la derecha por Victoria Road y vi a un grupo de adolescentes con uniforme escolar que esperaban un autobús que no llegaría nunca. Bajé la ventanilla.

—¡No hay colegio, acabo de oírlo por la radio! —les grité.

—¡Vete a cagar, pervertido! —me espetó a voces una descarada de diecisiete años haciéndome una peineta.

«¡Te advierto que soy un puto poli, mierdecita!», pensé en replicarle, pero cuando te metes en un concurso de insultos con una panda de mocosos a las siete y cincuenta y ocho de la mañana puedes estar seguro de que el día va camino de convertirse en un desastre.

Volví a subir la ventanilla y me marché oyendo improperios.

Doscientos metros más adelante pasé junto a una hoguera del Doce de Julio que ya tenía dos pisos de altura a base de palés, cajas y neumáticos. En lo más alto alguien había clavado una efigie del Papa vestido con una sábana manchada de sangre.

Delicioso.

Me paré en el quiosco de McDowell.

Oscar atendía a dos redactores de la Associated Press. Se sabía que eran periodistas de la Associated Press porque llevaban unas chaquetas que decían Associated Press con grandes letras amarillas en la espalda y porque intentaban comprar un par de barritas de chocolate Mars con un billete de cincuenta libras.

Compré el Guardian y el Daily Mirror. Los titulares hablaban del Papa y del juicio del destripador de Yorkshire. Nada sobre Irlanda del Norte en la primera página de ninguno de los dos. Probablemente los tipos de Associated Press vendieran sus historias a la prensa de Boston.

Al final de Victoria Road había un control del ejército. Tres Land Rover verdes blindados y un puñado de soldados escoceses fumando Woodbines.

Les enseñé mi acreditación, levantaron los fusiles y me indicaron que pasase.

—Buen buga —me dijo un soldado grandote cuando pasé. ¿Daba por hecho que puesto que conducía un BMW era un poli corrupto a sueldo de los paramilitares mientras que él era un hijo de Caledonia que trabajaba duro para impedir que aquellos irlandeses criminales se asesinasen los unos a los otros? Tal vez, o tal vez sólo le gustaban los coches.

Conduje en dirección sudoeste bordeando el mar.

Frente a mí, el castillo, el pueblo y el puerto de Carrickfergus.

A mi derecha, una fila deprimente de casas y tiendas, a la izquierda, las aguas grises (siempre) como de metal de cañones de la ría de Belfast.

La comisaría de policía estaba una media milla más adelante.

Un edificio pequeño de ladrillo, de dos pisos, rodeado por un muro protector con una valla alta encima para impedir la entrada de granadas de mano y cócteles molotov.

Saludé con la cabeza a Ray, que estaba tras su cristal a prueba de balas. Me subió la barrera y entré con el coche en los terrenos de la comisaría. No había prácticamente nadie allí porque todos se habían pasado la noche de servicio antidisturbios. Así que encontré aparcamiento con facilidad al lado de la entrada.

Me bajé con cautela. El patio estaba lleno de pozos y charcos, y como todos los Land Rover de la policía perdían aceite era realmente fácil pegarse un buen resbalón si no mirabas por dónde andabas. Le dije «Buenos días, señorita Moneypenny» a Carol y subí. Era un espacio abierto con una sala de interrogatorios, otra de reuniones y despachos para los sargentos primeros y el inspector jefe Brennan.

El CID tenía todas las mesas de despacho con ventanas que daban al estuario. Era una vista agradable, y en los días claros se podía ver Escocia, lo que era estupendo si querías ver Escocia en los días claros. El agente detective «Crabbie» McCrabban había elaborado una complicada y paranoica teoría de la conspiración en torno a esas mesas con ventana tan codiciadas. Según él, al CID le habían otorgado ese privilegio para que fuéramos los primeros en recibir si se producía un ataque del IRA con lanzagranadas RPG, pero yo prefería creer que Brennan nos había asignado esas mesas en recompensa por nuestra dura faena un día sí y otro también.

Me senté en la silla giratoria y empecé a repasar el informe que me había dejado Matty con su mecanografía poco experta:

RUC, Carrickfergus, Div CID. Caso # I37I5/A. Homacidio. Barn Field, avenida Taylor, Carrickfergus, I3/5/I98I. Fte: Aviso anon. mier. noche. Víctima: desconocido. Efectos personales víctima: ninguno. Otras pruebas: muestras de sangre, muestra cabello víctima, mano derecha víctima, fotografías EC. Notas: víctima encontrada en coche abandonado, una mano amputada, fotografías hechas. Víctima aún no ID. Inf. forse: En espera. # I37I5/A EC: Inf sgto. Det. Duffy. 14/5/1981: Cadáver entregado a Hospital Carrick attn forense dra. Cathcart.

Matty no había escrito nada sobre si había encontrado huellas en la ropa de la víctima. Me pregunté si las habría buscado y no había encontrado nada o si simplemente no lo había hecho. Cara o cruz.

Fui hasta la máquina de café y empujé simultáneamente los botones de café con leche y chocolate. Armado de tan dudoso brebaje, volví a mi mesa. Matty no me había dejado las fotografías pero las encontré en el cuarto oscuro colgando de una cuerda de secar. Copias de 7 × 10 en brillo del cuerpo, la mano, el coche, el charco de sangre, la cazadora de AC/DC, la cara de la víctima, otros aspectos de la escena del crimen y unas cuantas de la luna, las nubes y la hierba.

Recogí las imágenes y me las llevé a mi mesa.

Empezaron a llegar otros colegas, y se pusieron a hacer las puñetas que tuvieran que hacer por allí. Le di los buenos días al sargento McCallister y le enseñé las fotos de nuestro chico. No le sonó de nada.

McCrabban apareció veinte minutos después con un ojo morado.

—¡Jesús, tío! ¿Quién te ha puesto ese ojo así de morado? —pregunté.

—No preguntes —replicó.

—¿No sería la parienta?

—No quiero hablar del tema, si no te importa —dijo taciturno. Estos protestantes. Nunca quieren hablar de nada.

McCrabban era alto, desgarbado, con un bigote de guripa de la vieja escuela meticulosamente perfilado, pelo lacio azafranado y piel pálida, medio azulada. Si se broncease, parecería una pila Duracell, pero no era de los que se broncean. Venía de familia campesina y tenía ese espíritu conservador milenario pegado a la tierra que tanto me gustaba. Su acento de Ballymena evocaba (por lo menos en mi cabeza) la firme ética protestante del trabajo de Max Weber.

—Un sorche grandote me estuvo dando la lata con el BMW. Es un E21 del 77. ¿No es muy fardón, a que no? Los policías necesitamos un coche fiable, ¿no crees? —le dije.

—A mí no me preguntes. Yo tengo un tractor y un Land Rover Defender viejo.

—Olvídalo —dije, y le enseñé las notas del caso y las fotografías de la víctima que había hecho Matty.

—¿Reconoces a nuestro pobre desgraciado? —pregunté.

Crabbie negó con la cabeza.

—Supongo que estás pensando en algún informador —dijo.

—¿Por qué, en qué estás pensando?

—Oh, estoy contigo, ya me dirás, con la mano izquierda cortada… Procedimiento operativo estándar.

—Hazme un favor, bájale algunas de las fotos de la cabeza a Jimmy Prentice a ver si reconoce a nuestro chico. Ya le he preguntado al jefe, así que soy un poco escéptico en cuanto a que Jimmy pueda determinar la identidad, pero nunca se sabe.

—No debe de ser de aquí. Si Brennan no lo conoce es que no merece la pena conocerlo —dijo Crabbie.

—Si Jimmy no sabe nada, mándaselas por fax a los de Lisburn Road y pídeles que crucen los resultados con todos los confidentes de su registro, o con todos los que no hayan dado señales de vida en el último par de días.

—Nunca nos dirán nada si tienen que ver con el MI5 —dijo Crabbie meneando la cabeza.

—Te lo agradezco, Crabbie, pero también tendrán que repasar la lista del ejército, así que por lo menos vamos a tratar de estrechar el campo un poquito —dije con un tono de voz ligeramente cortante.

Crabbie agarró un par de fotos de la cara y se las bajó a Jim Prentice, que manejaba a todos los confidentes de Carrick. Debido a la naturaleza delicada de su trabajo ocupaba un pequeño despacho cerrado para él solo junto a la armería. Prentice era quien pagaba a todos los chivatos, informadores y soplones de nuestro distrito, así que si nuestra víctima había recibido alguna vez un chelín del gobierno a cambio de información, Jimmy lo sabría. Si no, con el fax a Belfast entrarían en juego sus listas. Crabbie tenía razón en lo del MI5, sin embargo. El MI5 tenía su propia red de confidentes, algunos muy bien ocultos, y puesto que en el fondo el MI5 no se fiaba de nadie en toda Irlanda del Norte, nunca compartían con nosotros los nombres de sus agentes, incluso cuando aquellos retrasados habían conseguido que les pegaran un tiro.

Matty apareció poco antes del almuerzo y los tres tuvimos nuestra primera reunión sobre el caso tomándonos un café y unos sándwiches. Matty nos contó que había inspeccionado la ropa de la víctima pero que no había huellas que sacar. Había tomado las de la mano derecha de la víctima y enviado un fax con ellas a la central de Belfast, pero de momento en la base de datos de la RUC no salía nada. Crabbie nos dijo que nadie había llamado para denunciar una desaparición durante las últimas veinticuatro horas, y Jimmy Prentice le dijo que nuestra víctima no era ninguno de sus informantes.

—¿Encontrasteis alguna bala al registrar el escenario? —pregunté a Matty.

Matty negó con la cabeza.

—¿Huellas de pisadas, pelos, nada anormal en la ropa de la víctima?

Matty volvió a menear la cabeza.

—La camiseta era una XL negra de Mark’s & Spencer, los vaqueros, Rangler, y los zapatos, deportivas Adidas.

—¿Alguna reivindicación del asesinato? —pregunté a Crabbie.

—Nadie ha dicho nada —respondió meneando la cabeza.

—Así que no tenemos huellas, no tenemos pruebas físicas, no hemos recuperado balas, nadie reivindica la acción, no se denuncia una desaparición, absolutamente nada de nada —dije.

Los otros dos asintieron con la cabeza.

—Pues menudo papelón voy a hacer si acudo a Brennan con esto.

—Podemos sacar un retrato en la tele —dijo Matty—. Que un dibujante nos haga un boceto de su cara antes de los tiros.

—A Brennan no le gustará lo de pedir ayuda pública. No lo soporta —dijo Crabbie.

—¿Ah sí? —murmuré. A mí me había parecido un hombre ansioso de estar bajo los focos de un estudio de la BBC, pero tal vez no fuera más que una extrapolación, lo cual volvió a hacerme pensar que los protestantes eran diferentes, y los protestantes de East Antrim todavía más diferentes.

—Pues sí. Nunca quiere que los jefes fijen demasiado la atención en este corralito nuestro —explicó Crabbie.

Los tres seguimos ahí sentados un minuto contemplando un barco de carbón mugriento que se arrastraba por el estuario. Matty encendió un Rothman’s. Crabbie se puso a preparar la pipa. Yo jugaba con un clip. Lancé un suspiro y me levanté.

—Tal vez el forense nos eche una mano, ¿quién quiere venir?

—¿Van a abrirlo en canal? —preguntó Matty.

—Espero que sí.

—¿Sabe qué? —tosió Matty—. Me quedaré aquí y trataré de localizar las huellas de nuestro amigo —dijo.

—Yo también paso —farfulló Crabbie.

—Menudo par de cagones estáis hechos —dije, y me puse la chaqueta.

Crabbie se aclaró la garganta.

—Si puedo hacerte una observación antes de que te vayas, Sean —dijo.

—Adelante.

—Muy poco corriente por estos lares, eso de que no haya huellas ni nada. Créeme, conozco a todos los matones de aquí y no hay nadie en la UVF ni en la UDA de Carrick que vaya con tanto cuidado. Eso ya da que pensar —dijo McCrabban.

—Pues sí que lo da —asintió Matty.

—Y tampoco tenemos las «treinta monedas de plata» —dije—. Y normalmente es una mierda que les encanta.

Brennan me vio cuando estaba saliendo y me hizo acompañarle al pub del Royal Oak que estaba al lado. Pidió dos Guiness y dos Bushmills.

—Eso es un almuerzo. Yo tomaré lo mismo —le dije. Sonrió y nos llevamos las bebidas al rincón.

Mi busca se había disparado y lo apagué bajo la mirada irónica de Brennan.

—¿Qué tenemos, kemosabe? —preguntó cuando nos hubimos bebido nuestra copas.

—De momento, nada de nada, patrón, pero todavía tengo que ver al forense y las huellas de la víctima están en Belfast pasando por la base de datos mientras hablamos.

—Creí que le había dicho anoche que eso lo manejaríamos nosotros solos —murmuró Brennan frunciendo el ceño.

—Pero supongo que no el trabajo de a pie también. Además, los chicos de los archivos no tienen nada mejor que hacer. Si mando a Matty allí para que lo haga manualmente, tardaría dos horas sólo en pasar por los controles de policía de carretera.

Brennan asintió. Me miró fijamente con sus pupilas vikingas.

—He oído que autorizó usted fotografías suplementarias —dijo.

—Sí, señor, pero ésas las pagaré yo —repliqué.

—Pues procure que sea verdad. Tengo que justificar hasta el último penique.

—Los chicos han comentado que tal vez podríamos ir a la BBC para que saquen la cara de nuestro hombre misterioso en la tele, pero Crabbie arruinó mis sueños de fama mediática porque dijo que ésa no era su política. ¿Es así, inspector jefe?

—No —dijo Brennan, y señaló al cielo—. Mantengamos esto en una línea discreta y tranquila. En cuanto empiecen a echarnos el aliento en la nuca…

—¿Tengo el consentimiento para autorizar octavillas y un cartel de nuestro infortunado amigo y ponerlo en el tablón de entrada de la comisaría?

—Un cartel, pero no lo hagan tétrico, no hay que molestar a los vecinos.

Los sargentos Burke y McCallister nos vieron de lejos y se reunieron con nosotros en la mesa, pero yo tenía cosas que hacer y no podía permitirme un almuerzo que incluyera tertulia con los muchachos. En cuanto me terminé la Guiness volví al corral de la poli a buscar mi coche. El hospital de Carrick era un edificio victoriano pequeño en la Barn Road, apenas a trescientos metros de la comisaría de policía a vuelo de pájaro, pero el pájaro tenía que volar sobre una vía del tren, un brazo de agua y el campo del Carrick Rangers F. C., así que tardé diez minutos en llegar hasta allí en el BMW.

La sala de espera estaba llena de gente con resfriados, mocos en la nariz y otras dolencias. Un niño vomitaba dentro de una bolsa. Un gamberro adolescente que apestaba a petróleo se agarraba una mano chamuscada. Y un hombre con la cara embadurnada de sangre seca vestía una camiseta que decía: «Papas aquí no». Teniendo en cuenta su estado en ese momento, el Papa sí que podía considerarse a sí mismo afortunado si venía. Sin embargo, no había jóvenes tumbados en camilla con un tiro en la rótula, algo muy común en los grandes hospitales de Belfast.

Me dirigí al mostrador de recepción.

La enfermera que atendía tenía un aire a la Hattie Jacques de la serie de películas Carry On. Era fofa, enorme y asustaba.

—¿Y a usted qué le pasa? —me preguntó con uno de esos acentos de clase alta inglesa a la antigua.

—Quisiera ver a la doctora Cathcart —le dije con lo que tenía la esperanza de que fuera una sonrisa ganadora.

—Hoy no es uno de sus días.

—¿No? ¡Ah! ¿Y dónde está?

—Está haciendo una autopsia, si quiere saberlo.

—Ésa es la razón por la que quiero verla —le dije sacando mi identificación.

—¿Es usted el sargento Duffy? Lleva una hora intentando dar con usted.

—He estado ocupado.

—Todos estamos ocupados.

Me indicó el camino hacia el depósito siguiendo un corredor penumbroso embaldosado en blanco y negro que parecía no haberse tocado desde los años treinta.

En el suelo había un cubo rojo grande con las palabras «Precauciones en caso de ataques aéreos» impresas en un costado que recogía las gotas que se filtraban en un punto del techo.

Me detuve delante de una puerta que decía: «Autopsias. Entrada terminantemente prohibida sin permiso de la enfermera jefe».

Llamé a la puerta.

—¿Quién es? —preguntó una voz desde dentro.

—Sargento Duffy, de la policía de Carrick.

—Ya era hora.

Empujé la puerta y entré.

Una habitación pequeña, helada, antiséptica. Más baldosas blancas y negras en el suelo, ventanas de vidrio esmerilado, un tubo fluorescente que zumbaba, gráficos antiguos sobre «asepsia hospitalaria» y «eliminación correcta de órganos».

La doctora Cathcart llevaba mascarilla y un gorro de cirujano de algodón blanco. Del cuello le colgaba una pequeña cruz celta que se balanceaba sobre la bata quirúrgica.

La estrella del espectáculo era nuestro Don Nadie de anoche, al que la doctora Cathcart había abierto de arriba abajo y tenía desplegado como una rana en un raíl del tren. Había trozos de él en diversas palanganas de acero inoxidable, en alguna balanza e incluso guardados en tarros. Lo que quedaba yacía sobre la mesa, desnudo, sin tapar y sin importarle ninguna de aquellas múltiples violaciones.

—Hola —dije.

—Póngase guantes y una mascarilla, por favor.

—No creo que vayamos a contagiarle nada.

—Pero igual él nos contagia algo a nosotros.

—Vale.

Me puse unos guantes de látex y una mascarilla quirúrgica.

Cathcart levantó en el aire la mano derecha amputada.

—¿Es usted el responsable de tomar las huellas digitales de esta mano? —preguntó. Tenía los ojos azules y por debajo del gorro le asomaba un atisbo de pelo negro.

—Las tomó uno de mis agentes, pero asumo toda la responsabilidad. ¿Por qué, hicimos algo mal?

—Pues sí, lo hicieron. Su agente limpió las uñas con aguarrás antes de sacar las huellas de esta mano. Y, en consecuencia, hemos perdido cualquier evidencia que pudiera haber bajo las uñas de la víctima.

—Oh, caramba, lo siento mucho.

—Sentirlo no arregla las cosas, ¿verdad? —dijo cortante, con un acento que en ese momento reconocí como del ambiente pijo del sur de Belfast.

La verdad es no me gustó nada el tono.

—Querida, en una investigación de asesinato la prioridad es sacar las huellas dactilares para poder determinar quién es la víctima y con suerte poder rastrear sus últimos movimientos e interrogar a los testigos cuando todavía tienen los hechos recientes en la cabeza.

Se bajó la mascarilla. Tenía las mejillas sonrosadas y los labios de un rojo camelia oscuro. Los ojos eran de un vívido azur con una mirada helada y perturbadora. Era dominante, atractiva, y probablemente lo sabía.

—Si no le importa, sargento, prefiero que me llame doctora Cathcart en vez de querida.

Así que en ese preciso momento todavía me sentí más retrasado.

—Perdone, doctora Cathcart… Verá, al parecer hemos arrancado con mal pie, quiero decir, eeh, porque… que seamos policías no significa que seamos unos completos idiotas.

—Eso está por ver. Esta mano, por ejemplo —dijo recogiendo la mano derecha amputada.

—¿Qué pasa con ella?

—Al parecer ninguno de ustedes se dio cuenta de que esta mano no pertenece a la víctima. Es de una persona totalmente distinta.

Mierda.

Eso era lo que el subconsciente había tratado de decirme toda la noche.

—Vaya, eso se nos escapó —admití.

—Humm.

—¿Y qué más ha descubierto? —pregunté.

Volvió a dejar la mano en la mesa de autopsias y me dio una bolsa de plástico que contenía un proyectil.

—Esto lo querrá usted —dijo—. Extraída del pecho.

—Gracias.

Leyó sus notas:

—La víctima es un varón blanco de unos veintiocho años de edad. Pelo teñido de rubio, originalmente castaño. La falta de compresión de los vasos venosos del brazo o de marcas de ligaduras en las muñecas me lleva a la conclusión de que la mano derecha de la víctima fue amputada post mórtem. Después de que fuera asesinada.

—En esta fase nosotros preferimos los términos «muerte ilegítima», doctora Cathcart. Lo que determina si quien lo ha matado es culpable de asesinato y no de cualquier otra suerte de homicidio ilegítimo es la mens rea de quien lo mató —dije para presumir un poco también por mi parte e incomodarla, lo que pude ver que era misión cumplida. La doctora Cathcart sorbió aire.

—¿Puedo continuar?

—Por favor.

—En el lugar del crimen se colocó la mano de otro hombre. Un hombre considerablemente mayor que la víctima. Unos sesenta, quizás. En concreto, esa mano muestra evidencias de callosidades en los dedos cuyo patrón sugiere que tocaba la guitarra. Incluso quizás profesionalmente.

—¿Cuánto tiempo hace que se seccionó esa mano? ¿Días? ¿Semanas?

—Es difícil de decir. Sin embargo, no hay indicios de congelación o descongelación en la sangre ni en las células de la piel, de modo que debo decir que se amputó más o menos en el mismo periodo de tiempo en que mataron a la víctima.

—¿Y cuándo mataron a la víctima?

La doctora cogió sus notas y leyó:

—Entre las ocho y las once de la noche del doce de mayo del ochenta y uno.

—¿La causa de la muerte fue la herida de bala?

—La herida del pecho probablemente causó la muerte, pero luego le dispararon en la cabeza, estilo ejecución.

—¿Alguna cosa más?

—La víctima tuvo actividad sexual con otro varón antes o después de que lo mataran.

—¿Cómo puede saber eso?

—El esfínter exterior de la víctima estaba distendido y encontré semen en el recto.

—¿Fue una actividad sexual consentida?

—Si el encuentro sexual fue también post mórtem, entonces debo aventurar que fue no consentido.

Aquello empezaba a tener pinta de ser algo muy poco parecido a la ejecución común y corriente de un chivato.

—Dejando de lado la cuestión sexual, la cronología de la muerte parece haber sido la siguiente: a la víctima le disparan un tiro en el pecho. Le disparan en la cabeza, luego hay un intervalo de cierta duración tras el cual el atacante amputa la mano derecha con una sierra de carnicero —continuó. Ahogó un bostezo.

—¿Cansada o ya hastiada de la muerte?

—Perdón. Anoche me despertaron los helicópteros. No pude volver a dormir. ¿No sería posible terminar con esto fuera?

—Desde luego. ¿Nos tomamos una taza de té o algo? —pregunté.

—Eso estaría muy bien —dijo, y sonrió.

—Sólo que necesito sacar las huellas dactilares de este personaje. ¿Le parece bien? Tenemos las huellas de la otra mano circulando por todo el sistema.

—Sí, me parece bien. Pero antes tengo que enseñarle esto.

Se acercó a uno de los cuencos de acero inoxidable y yo hice una mueca involuntaria al verla meter la mano dentro y darme una cosa grande y resbaladiza. Abrí los ojos y me sentí aliviado al ver que no era más que una bolsa de plástico con un trozo de papel enrollado dentro.

—¿Y esto qué es?

—Esto también lo extraje del ano de la víctima, y quizás sea de esto de donde procede la tensión subcutánea.

—¡Dios santo! ¿Esto lo llevaba en el culo?

—Sí.

—¿Con bolsa y todo?

—Sólo el papel.

—Entiendo.

—¿Por qué no nos vemos en la cafetería del hospital dentro de diez minutos y así me lavo antes? —preguntó.

—De acuerdo —repliqué. Saqué mis cosas y tomé las huellas de los dedos de la mano izquierda de Don Nadie. Luego salí y recorrí el sombrío pasillo hasta que volví a encontrarme con Hattie Jacques—. Tengo que llamar por teléfono —dije.

Se le desorbitaron los ojos como si le hubiera exigido sacrificar a su primogénito, pero me indicó un despacho de dentro. Llamé a McCrabban y le dije que viniera inmediatamente al hospital, y a toda velocidad. Me fui a la cafetería, pedí una buena tetera y me senté junto a una ventana que daba al jardín a esperarlos a ambos. Examiné la bala: proyectil de 9 milímetros disparado a quemarropa. Miré la bolsa que me había dado la doctora Cathcart.

Desenrollé el trozo de papel sin sacarlo de la bolsa de plástico.

—¿Pero qué carajo? —dije para mis adentros.

El papel estaba manchado y borroso, pero no había duda de que eran los primeros doce compases de una partitura.

La estudié un momento. Algunas cosas eran evidentes. Era para un solo de tenor y piano, y se trataba claramente de la transcripción de una partitura de ópera. La tarareé en voz baja. Me resultó vagamente familiar, pero no pude localizarla del todo. Habían quitado la letra de la transcripción, aunque eso no era infrecuente. Volví a tararearla. Era algo muy famoso. Italiano. Verdi o Puccini.

¿Pero qué ópera y qué decía la letra? Necesitaba un experto. Mientras pensaba en eso apareció Crabbie.

—¡Jesús! ¿Cómo has llegado tan rápido? —le pregunté.

—Por las puertas de atrás, cruzando los raíles. ¿Uno de esos tés es para mí?

—No. Toma —le dije tendiéndole la bolsita—. La doctora Cathcart encontró esto metido en el culo de la víctima. Dáselo a Matty para que lo abra con todas las precauciones forenses. Y cuando lo haya hecho, pídele que me haga una fotocopia y que uno de esos agentes de reserva nos la traiga aquí volando. Y asegúrate de que Matty se aplica en este trabajo. Puede que el asesino no se esperase que lo encontráramos y por tanto haber ido con un poco menos de cuidado.

—¿Esto estaba en… en el trasero de la víctima?

—Sí. Toma, cógelo.

—A la orden —dijo Crabbie recogiendo la bolsa de plástico con cara de asco.

—Y esto también —le dije tendiéndole las huellas dactilares.

—¿Qué es? —preguntó Crabbie.

—¿Sabes la mano que estaba ayer junto al cuerpo? Pues era de otra persona.

—¿En serio?

—A Matty y a mí se nos escapó. Quedé como un retrasado delante de la forense.

—¿La mano de un tío distinto junto al cuerpo? ¿Pero de qué va esto?

—Y hay más.

—Escucho.

—También tenía semen en el culo. Existe la posibilidad de que lo violaran después de muerto. Violado, con un fragmento de partitura metido por el culo, la mano cortada. Nos estamos moviendo en un terreno desconocido, Crabbie.

—Si la prensa se huele algo de esto… —dijo con los ojos muy abiertos.

—Pero no se lo olerá, Crabbie, ¿verdad que no? Por lo menos hasta que estemos preparados.

—Seguro que no, Sean, seguro que no.

—Bien. Aquí está la bala. Llévasela a los de laboratorio de balística. Y tráeme esa fotocopia aquí lo más rápido que puedas.

Crabbie se marchó con expresión de absoluta infelicidad.

Cuando se fue, saqué mi libreta y escribí: «Tiro en el pecho. ¿Violado? Partitura musical. Ópera del XIX. ¿Mano amputada como trofeo? ¿Una segunda víctima? ¿Tortura? ¿Chivato? ¿Quisieron que pareciera el asesinato de un chivato?».

Miré por la ventana de la cafetería al cielo ya crepuscular.

Se había levantado viento y empezó a llover. Una lluvia fuerte del mar, del noreste. Las flores del jardín bien cuidado del hospital se estaban llevando una buena paliza. Pasé una página del cuaderno e hice un boceto: Syringa Wolfii, Syringa Persica… aquí, bajo la gran sombra del contrafuerte del tren, mayo era el mes en que crecían las lilas de la tierra baldía.

La doctora Cathcart se sentó. Se había duchado y vestido de civil. Un jersey ajustado de color mostaza, pantalones negros y tacones altos. El pelo era una larga cascada negra que caía con toda precisión sobre el hombro derecho. Era clavada a la maligna Samantha de Embrujada.

—¿Seré la madre? —me preguntó sirviéndose el té.

—Si yo puedo ser el perverso tío…

Se preparó un té de cirujano. Leche, después té, después más leche y al final los dos azucarillos de rigor. En la larga cesura un helicóptero del ejército sobrevoló a poca altura nuestras cabezas.

—¿Tiene más preguntas, sargento Duffy?

—¿Hay algún modo de que el semen del recto de la víctima pueda servirnos para identificar al que lo mató? —pregunté.

—Una pregunta interesante. He leído unos cuantos artículos sobre el tema. En estos momentos no, pero quizá dentro de unos pocos años se pueda establecer la secuencia del ADN o algo parecido. Por si acaso, he congelado una muestra.

Asentí. Realmente era buena.

Fuimos dando sorbos al té.

—¿Dónde está la música? —preguntó—. Pensé que podíamos descifrarla juntos.

—Se la di a McCrabban. Es una ópera del siglo XIX. Italiana. Aparte de eso, ni idea. Se la ha llevado para fotocopiarla, o eso o ha echado a correr dando voces en busca del Cazador de Brujas General. Buen muchacho, ese McCrabban, pero es de Ballymena. Y los de allá arriba son distintos.

—¿Y usted no es de allá arriba, a que no?

—Geográficamente un poco. Espiritualmente, no.

Nos miramos el uno al otro.

—Entonces, ¿qué hace una buena chica como usted en un sitio como éste?

—¿Cómo sabe que soy una buena chica?

—Por el acento de Malone Road, porque es usted médico…

—¿Y de dónde es su acento?

—De Cushendun.

—¿Cushendun? Oh, eso está por allá arriba, ¿no? ¿A qué escuela primaria fue?

—Nuestra Señora la Estrella de los Mares.

Y justo así pudo determinar que era católico. Naturalmente, yo supe que ella era católica desde el principio por la cruz que llevaba al cuello.

Dio otro sorbito a su té y añadió un tercer terrón de azúcar. Decadente.

—No, en serio, podría estar ganando una fortuna al otro lado del charco —le dije.

—¿Todo tiene que girar siempre alrededor del dinero?

—¿Y de qué si no?

Asintió y se ató el pelo atrás.

—Mis padres viven aquí y mi padre no está muy bien.

—Vaya, lo siento.

—Está mal del corazón. No es definitivo, o por lo menos no inmediatamente. Y también tengo aquí a mis dos hermanas pequeñas. ¿Y usted qué? ¿Hermanos, hermanas?

—Hijo único. Mis padres siguen allá arriba, en Cushendun.

—¿Hijo único? —preguntó incrédula. Era evidente que pensaba que todos los campesinos católicos tenían doce hijos cada uno. La única explicación posible es que algo tremendo le hubiera pasado a mi madre. Me dirigió una mirada compasiva que encontré adorable.

—¿Y a qué universidad fue, a Queen’s? —pregunté.

—No, fui a la Universidad de Edimburgo.

—¿Y aun así volvió?

—Pues sí.

No me preguntó si yo había ido a la universidad porque en general los polis no se molestaban en ir. Ahora se la veía más relajada y reapareció aquella sonrisa deliciosa.

Estaba empezando a gustarme.

—Entonces, ¿qué conclusiones saca de todo lo que le he contado? —me preguntó.

—Estamos ante una muerte de lo más compleja —dije meneando la cabeza—, probablemente disfrazada para aparentar la ejecución vulgar de un confidente.

—Muy mal disfrazada.

—Tal vez pensase que no íbamos a encontrar el papel del recto de la víctima.

—No, porque asomaba. Era de lo más evidente. Eso fue lo que me hizo buscar señales de violación.

—Así que nos está dejando pistas de todo. Trabaja sobre el principio de que somos unos perezosos incompetentes y que tiene que subrayárnoslo todo. Dejó el cadáver donde sabía que lo encontrarían muy pronto. Es descarado y una pizca demasiado seguro de sí mismo y nos desprecia. Imagino que ha tenido unos cuantos encontronazos con la poli a lo largo del tiempo si ésa es su actitud.

—¿Pero la RUC no es notoria por su competencia? —preguntó con un ligero toque sarcástico en la voz.

—Oh, hay fuerzas de policía peores, pero no somos exactamente Scotland Yard, ¿verdad?

—El experto es usted.

—¿Cuándo fue la última vez que se encontró en su trabajo con un hombre violado? —le pregunté.

—Nunca.

—¿No entra en el modus operandi de los paramilitares, o sí?

—En mi limitada experiencia, no.

—Ambos bandos son de lo más conservador. Y la manera en que normalmente tratan a los delatores es prácticamente idéntica.

—¿Ah, sí? —preguntó arqueando las cejas con interés.

—La verdad es que no hay ninguna diferencia entre el militante medio del IRA y el militante medio de la UVF. Los indicadores son siempre los mismos: clase obrera, pobre, normalmente de padre alcohólico o ausente. Se ve una y otra vez. Perfiles psicosociales idénticos salvo en el hecho de que uno se identifica como protestante y otro como católico. En realidad, muchos de ellos proceden de entornos religiosos mixtos, como Bobby Sands, y normalmente éstos son los más fanáticos, intentan demostrar lo que valen delante de sus correligionarios.

—Perdón, ahí me he perdido. ¿Quiere un trozo de bizcocho o algo? Estoy muerta de hambre. No he tomado nada desde el desayuno.

—Yo estoy bien, pero vaya —dije—. Ver a nuestro Don Nadie todo destripado como estaba me ha arruinado el apetito.

—Hablando de apetito, lo último que comió fue pescado frito con patatas.

—Espero que lo disfrutase.

—El pescado era bacalao.

—Ahora está presumiendo, ¿verdad?

Sonrió, se levantó y volvió con dos rebanadas de bizcocho de frutas. A pesar de mis protestas, me dio una a mí.

—¿Y cómo es que acabó usted en la policía? —preguntó.

La pregunta real había sido: «¿Y qué hace un chico católico, brillante y agradable metido a la pasma?».

Pensé en lo que le había dicho a Brennan anoche.

—Lo único que quería era formar parte de esa delgada línea azul que nos separa del caos.

—Delgada línea verde —dijo ella.

También en eso tenía razón, bendita sea. En el siglo XIX a los polis británicos les habían puesto un uniforme azul para distinguirlos de los Chaquetas Rojas, pero la Royal Irish Constabulary, la policía real irlandesa, llevó uniforme verde oscuro (muy oscuro) desde el principio. La sucesora de la RIC tras la separación fue la Royal Ulster Constabulary, la policía real del Ulster, con base en Belfast y cuyo uniforme no había cambiado a pesar de que el color verde iba asociado al nacionalismo irlandés.

—La delgada línea verde no funciona realmente como metáfora, ¿no cree? —dije.

—No —aceptó. Se comió el trozo de bizcocho y miró el reloj—. ¿Tiene más preguntas o hemos prácticamente terminado?

—No se me ocurre nada más —dije meneando la cabeza—. Pero será mejor que me dé su número por si acaso surge algo.

—Puede encontrarme aquí —dijo.

Aquello no le había gustado. Fue demasiado burdo. Tal vez un enfoque más directo:

—¿Qué hará usted después? ¿Quiere salir a tomar una copa o algo? —le pregunté.

—Va usted deprisa —dijo.

—¿Eso es un no?

No dijo nada. Se limitó a tamborilear con los dedos sobre la mesa de formica.

—Mire, estaré en el Dobbins a partir de las nueve. Si le apetece una copa rapidita, pase por allí —dije sin darle importancia.

Se levantó. Cogió el bolso. Me lanzó una mirada.

—Puede ser —dijo.

Con un gesto extraño, muy formal, me tendió la mano. Se la estreché.

—Me alegro de haberlo conocido —me dijo.

—Yo también me alegro de conocerla —dije, y le hice un guiño cómplice. Ahí estábamos. Dos pequeños agentes fenianos en pleno Carrickfergus protestante.

La miré dirigirse hacia el aparcamiento y luego la vi meterse en un Volvo 240 verde.

Terminé mi té, y estaba pensando si terminarme el bizcocho que quedaba cuando apareció el sargento McCallister con la fotocopia de la partitura del culo del pobre Don Nadie.

—¿Qué haces por aquí, Alan? Le dije a Crabbie que me la hiciese llegar por medio de uno de esos holgazanes que tenemos.

Alan se quitó la gorra y se atusó el escaso tejadillo de pelo castaño canoso.

—No, Sean, esta vez no hay agentes de la reserva. Y tendrás que ser más meticuloso con los protocolos, macho. Da la impresión de que te ha caído uno bien raro.

—Sí, qué razón tienes —pensé un tanto resentido. Esos agentes de la reserva eran todos unos cabrones charlatanes.

—Esta mañana han llamado dos veces por teléfono para preguntar por el jefe del CID de Carrick.

—Mierda.

—Carol les dijo que el sargento Duffy no estaba disponible y que podían dejarle un mensaje.

—¿Y?

—Colgaron.

—¿La prensa?

—Un consejo: no les des nada de nada.

—¿Te han contado lo de la violación?

—Cogí a Crabbie para que me lo contara todo. ¿Manos distintas? ¿Partituras de música? ¿Sexo de maricones? Este asunto ya se ha complicado demasiado —murmuró McCallister en tono sombrío.

McCallister andaba cerca de los cincuenta, con veinticinco años en el cuerpo y un montón de experiencia tanto antes como después del conflicto.

—¿Habías visto antes una cosa como ésta? —le pregunté.

—No, nunca, y no me gusta.

—A mí tampoco.

—¿Vas a comerte ese bizcocho?

Alan me acompañó hasta el coche y me fui al centro de Carrickfergus.

Un puñado de críos vagaba por allí sin rumbo. No tenían nada que hacer al cancelarse las clases en los colegios, así que la perspectiva de peleas potenciales estaba presente, porque los niños protestantes eran fácilmente identificables por su uniforme escolar rojo, blanco y azul, y los católicos por el suyo, verde, blanco y oro.

Había pocos compradores por allí. Desde que cerró la ICI el centro de Carrick había decaído. La librería había cerrado, la zapatería había cerrado, la tienda de ropa para niños había cerrado…

Fue fácil encontrar sitio para aparcar en la calle West, y pasé por delante de una tienda de comestibles tapada con tablones y llegué por fin al local de mi barbero marxista, Sammy McGuinn, fumador impenitente y culibajo.

Desde mi llegada al pueblo me había hecho dos buenos cortes de pelo, lo que en el Ulster era una media muy alta, y probablemente por eso mantenía el negocio abierto.

Entré y me senté en la zona de espera.

Estaba terminando de arreglar a un hombre de traje marrón con un ridículo peinado para atrás. Sammy sólo medía uno sesenta y cinco, había bajado a su cliente hasta prácticamente el nivel del suelo.

—El nacionalismo es una conjura del capitalismo internacional para impedir la unión de las clases trabajadoras. La independencia de Irlanda separó a las clases trabajadoras de Dublín, Liverpool y Glasgow y así se destruyó para siempre el movimiento sindical en estas islas justo en el momento en que el capitalismo entraba en su fase crítica… —iba diciendo.

Desconecté y me puse a leer las críticas de cine del Socialist Worker.

En busca del arca perdida parecía prometedora a pesar de sus caricaturas paternalistas de los trabajadores manuales del Tercer Mundo.

Cuando Sammy terminó con su parroquiano, le enseñé la partitura.

Además de ser el único barbero que quedaba en Carrick, Sammy era violinista de la orquesta del Ulster y tenía dos mil discos de música clásica en su piso de encima de la peluquería. Colección que me enseñó cuando descubrió gracias a Paul, el de la CarrickTrax, que yo compraba de vez en cuando discos clásicos y que había estudiado diez años de piano. Diez años de piano entre protestas.

—¿Qué puedes decirme de esto? —le pregunté mostrándole la fotocopia.

—¿Qué pasa con esto?

—¿Qué es?

—Me sorprendes, Sean. Creí que estabas más enterado —dijo con un gesto irritado de superioridad.

Como muchos peluqueros, Sammy estaba completamente calvo, y aquella cúpula brillante era en aquellos momentos una invitación a darle un manotazo a lo Benny Hill. Tenía los labios cerrados con fuerza. Quería que le dijera estas palabras:

—No, la verdad es que no lo estoy —dije.

—¡Es Puccini! ¡La Bohème! —anunció con una carcajada.

—Ah, sí, ya pensé que era Puccini —dije.

—Eso lo dices ahora. Ahora cualquiera puede decirlo.

—Falta la letra, ¿verdad? No es de la obertura, ¿no?

—No.

—¿Y tú no sabrías por causalidad cómo es la letra que falta?

—Pues claro que sí —dijo levantando los ojos al cielo.

—¡Pues adelante, venga!

Che gelida manina, se la lasci riscaldar. Cercar che giova? Al buio non si trova. Ma per fortuna è una notte di luna, e qui la luna, l’abbiamo vicina —cantó con voz de barítono sorprendentemente atractiva.

—¡Muy bien!

—¿Necesitas la traducción?

—Hum, ¿algo sobre manos, fortuna, la luna?

—Tienes la manita helada. Deja que te la caliente. ¿De qué sirve buscar? No lo encontraremos en la oscuridad. Pero por suerte es una noche de luna y la luna está cerca de nosotros.

Saqué un lápiz, le hice repetírmelo y lo apunté en mi libreta.

—¿De qué va todo esto? —me preguntó.

—Nada importante —dije, y me volví en el coche a la comisaría. Llamé a la puerta del inspector jefe Brennan.

—¡Adelante! —dijo.

Levantó la vista del crucigrama del Daily Mail.

—Parece preocupado, ¿qué pasa, Sean? —preguntó.

—Puede que tengamos dificultades —dije.

—¿Y eso?

—Creo que tenemos entre manos a un asesino sexual, quizás incluso a un asesino en serie incipiente.

—Siéntese.

Cerré la puerta. Era de mejillas rubicundas, y lo estaban un poco más por la bebida.

—¿Qué le hace pensar eso? —preguntó con un zumbido frío, echándose hacia atrás en su preciado sillón Finn Juhl. Le trasladé todos los detalles pero se mostró escéptico con mi tesis—. Irlanda del Norte nunca ha tenido un asesino en serie —dijo.

—No. Cualquiera con esa mentalidad siempre ha tenido la posibilidad de unirse a un bando o a otro. Torturar y matar despreocupadamente porque al mismo tiempo formas parte de la «causa». Pero éste parece distinto, ¿no es cierto? La naturaleza sexual del delito, la nota. No es algo que nos hayamos encontrado antes.

—Yo ya he puesto en marcha el papeleo en que constaba que se trataba de un golpe a un confidente —dijo Brennan con cierto tono de fastidio.

—Yo no descarto nada, inspector jefe, pero en estos momentos pienso que no se trata de eso.

—Déjeme ver el fragmento de partitura.

Le pasé la fotocopia, en cuya parte inferior había escrito: «Tienes la manita helada. Deja que te la caliente. ¿De qué sirve mirar? No lo encontraremos en la oscuridad. Pero por suerte es una noche de luna y la luna está cerca de nosotros».

Lo estudió y meneó la cabeza.

—Se está mofando de la víctima, inspector jefe. Y de nosotros. Nos toma el pelo a base de bien. Nos está diciendo que ha amputado la mano a la víctima y que se la ha llevado a otro sitio. Está jugando con nosotros.

Brennan meneó la cabeza y se inclinó hacia delante. Se quitó las gafas de leer y las dejó sobre la mesa.

—Escuche, Sean, usted es nuevo aquí —dijo—. Ya sé que desea hacerse un nombre. Que es ambicioso, y eso me gusta. Pero no puede ir por ahí lanzando frases como «asesino en serie» a diestro y siniestro. El ventilador esparce la mierda por todas partes. No se puede lanzar un pedrusco al aire sin descalabrar a un periodista. Todos están buscando cómo hincarle el diente, ¿no es cierto? Y créame, conozco bien Carrick, ya lo creo. Asesinos en serie. Vamos, hombre. Por aquí no se hacen esas cosas. ¿De acuerdo?

—Si usted lo dice, inspector jefe.

—Y además —añadió con una sonrisa conciliadora—, para tener un asesino en serie hay que tener más de una víctima, ¿o no?

—El tipo de Barn Field más la mano del otro individuo son dos.

Brennan me pasó la partitura empujándola sobre la mesa. Dio un sorbo de café frío de un tazón que tenía en la mesa.

—¿A quién más le ha contado lo de esa teoría suya? —preguntó.

—A McCrabban y al sargento McCallister. Tengo que explicárselo también a Matty.

—Bien. Pero a nadie más. ¿En qué estado se encuentra la investigación?

—Probablemente tengamos algo bueno muy pronto, inspector jefe. En estos momentos tenemos dos juegos de huellas dactilares circulando por los canales adecuados.

Asintió y volvió a ponerse las gafas. Me di cuenta de que me despedía. Me puse de pie.

—Haga su trabajo, hágalo bien y hágalo con discreción —murmuró Brennan volviendo a fijar la vista en el Daily Mail.

—Sí, inspector jefe.

—Una cosa más, Sean.

—Diga, inspector jefe.

—«Tipo ocioso pero que anda zumbando». Trece horizontal. Siete letras.

Me quedé un segundo pensando.

—¿Zángano, señor? —aventuré.

—¿Zángano? Ah, sí, zángano. Muy bien, puede irse.

Salí. Era tarde y el local se iba vaciando.

Cogí prestados un par de pitillos de la mesa de alguien y me fui a pensar a la escalera de incendios.

En Belfast volvían a oírse problemas. Bengalas de nitrato de potasio cayendo a través del cielo crepuscular. Un helicóptero Gazelle sobrevolando a poca altura las aguas de la ría. Unos niños pequeños que pasaban por delante de la comisaría haciendo cada uno la mejor demostración técnica que podía para lanzar cócteles molotov por encima de la valla. Jesús, qué pesadilla.

Aquélla era una ciudad que se crucificaba bombardeándose a sí misma. Una ciudad que envenenaba sus pozos, salaba sus campos, cavaba su propia tumba…