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Ariadna se sentía volar en una nube de felicidad. Todavía se sorprendía cuando pensaba en que Christopher estaba allí, junto a ella. Le impresionó mucho descubrir que Felicity también había viajado con él. Según la buena mujer, necesitaba un «drástico cambio de aires». También confesó que siempre se sintió atraída por la vida de las mujeres del lejano oeste y que le animaba vivir una aventura similar. Algo que quedó descartado la primera vez que se acercó a un caballo, Ariadna tuvo que morderse las mejillas para no reírse y herir los tiernos sentimientos de la mujer.

Finalmente, Felicity renunció a esa empresa y decidió aprender a conducir un automóvil, que, para sorpresa de todos, le resultó de lo más placentero. Christopher, gratamente complacido, le compró un elegante Cadillac negro e intentó convencer a su tía para que lo probase, pero esta rehusó efusivamente alegando que ya tenía su caballo. Todavía se moría de risa recordando la cara que puso él cuando vio a su voluptuosa tía cabalgar como la mejor de las amazonas.

A pesar de esos momentos maravillosos, su conciencia la atacaba cada día cuando pensaba en que él había abandonado todo cuanto tenía por seguirla. ¿Y si algún día se daba cuenta que ese no era su lugar?

Un día, se armó de valor y sacó el tema, temiendo leer la añoranza en su rostro. Él la sorprendió con una sonrisa y le aseguró que nada lo ataba a Seattle y que el club era más fruto de Richmon que suyo. Le contó que el hombre se había dejado la piel a su lado durante años para conseguir hacerlo prosperar y que por eso lo hizo su socio. El que fue su secretario se encargaría de todo, y él solo tendría que viajar de vez en cuando para depositar varias firmas.

—¿Entonces no estás triste? —le preguntó aquella tarde.

—¡Por supuesto que no! Además, he venido a estas tierras a haceros un gran favor —le dijo sonriente ante su desconcierto—. Vamos, cariño, ¿es que no te acuerdas de aquella noche en La perla prohibida? Tú misma me dijiste que aquí no sabíais divertiros. ¡Bailabas fatal! —Ella emitió un chillido, ofendida.

—¡Eso no es verdad! —protestó golpeándolo en el hombro con cariño. Él entrelazó sus manos en su cintura y la atrajo hacia sí.

—Así que no me ha quedado otro remedio —prosiguió— que viajar hasta aquí para ayudar a estas pobres gentes y enseñarles cómo es la glamurosa vida de Seattle. ¿Qué te parece si montamos nuestra propia Perla?

—No sé, yo… Aunque si alguien puede conseguir que estos vaqueros tomen cócteles y vistan como petimetres acicalados, ese eres tú, cariño.

—¡Oh! ¿Te estás burlando de mí?

—Ajá —le contestó antes de echar a correr entre risas. Siempre lo pinchaba con el cambio que había dado, ahora parecía todo un vaquero de Montana. Horas más tarde, repasó su propuesta. ¿Un club, allí? Quizá no fuese tan mala idea, después de todo, Turah era un pueblo demasiado serio, necesitaba un toque de diversión y si había alguien que podría conseguirlo, ese era Christopher. Rio de buena gana imaginando a todos sus conocidos emperifollados al estilo de los pomposos seatleitas.

Salió de la casa y se dirigió a la parte trasera con el estómago revuelto. En unos días uniría su vida a Christopher y una parte de ella deseaba que Ann estuviese allí, viéndola radiante de felicidad junto al hombre que tanto amaba. Se acercó a su montura y cabalgó hacia el claro donde descansaban sus padres.

Desmontó y se acercó despacio. Era la primera vez, desde el entierro de su madre, que se acercaba, hasta ahora no se sentía capaz de decirle adiós a esa mujer que, a pesar de no ser su madre biológica, la quiso con un amor incondicional.

Al acercarse, paró en seco, sorprendida al observar la figura que le ofrendaba flores. Dio unos pasos y se percató de que J.R. estaba curvado sobre la tumba con los hombros temblando y la voz rota por la emoción.

Extrañada, se preguntó el porqué de su atribulado estado e iba a interrumpirlo cuando lo escuchó:

—Tendrías que verla, mi vida. ¡Es tan bella! Posee mis ojos, pero su corazón es como el tuyo, de oro puro. No sabes la felicidad que siento al saber que la criaste aquí, alejada de toda esa amargura que nos tocó vivir, y que hiciste de esa pequeña solitaria la gran mujer que es. Caroline, mi amor, ¿podrás perdonarme alguna vez? —comenzó a sollozar—. Te juro que si pudiese borrar el pasado, lo haría sin dudarlo y os defendería a ti y a mi hija como no supe hacerlo. Te prometo que cuidaré de Ariadna siempre, pero nunca le diré la verdad. Merece algo mejor que yo, no quiero que sienta vergüenza, me he convertido en una sombra de mí mismo. Nunca sabrá que soy su verdadero padre…

—¡NOOOO! —gritó sin poder contenerse, él giró rápidamente, con los ojos y la boca muy abiertos.

—¡Ariadna! —Ella lloraba, él dio un paso y extendió la mano—. Yo…

Su hija corrió a su yegua y se lanzó al galope hacia la casa. Él montó a Bravius y la siguió todo lo rápido que pudo.

«Tiene usted sus ojos. ¿Yo? ¿De qué está hablando? De él, de Jonathan Railey. Lo supe en cuanto la vi».

«Gracias, señorita».

«¿Cómo te llamas, buen hombre? Me dicen J.R. Bien, J.R., mi nombre es Ariadna, es un placer conocerlo».

«Igualmente, señorita, que pase usted un buen día».

«Es para usted, señorita. Quería dárselo desde hace días, pero no la encontré. Esta mañana, al verla, la he seguido y he esperado aquí hasta que ha aparecido».

«¿Por qué me siento así con él? ¿Por qué tanta ternura hacia un hombre desconocido?».

«Solo era un vagabundo, señorita. El pobre diablo está grave, pero me da que se salvará. Esos tipos son como los gatos, con más de una vida».

Los recuerdos de los últimos meses fueron asolando su mente. Un sinfín de frases, de sentimientos e impresiones hicieron mella en ella mientras desmontaba y subía de dos en dos los escalones hasta el cuarto de su madre.

Abrió el baúl de sus pertenencias y se sumergió en su pasado extrayendo uno a uno los objetos que guardaba. Dio con el periódico y observó al hombre que le dedicaba una sonrisa desde el papel. Tapó su rostro y se fijó en sus ojos, los mismos que ella poseía.

Miró el titular: «Muere el empresario Jonathan Railey a manos de su socio». Jonathan Railey, ¡por Dios, cómo no lo había adivinado antes! J.R., ¡sus iniciales! Rememoró la escena del hospital, su mirada llena de dicha al verla aparecer.

«Oh, pero eso es magnífico, señorita. O sea, me refiero a que en ese caso puede que tras este segundo golpe haya recuperado su memoria. Ha habido casos parecidos...».

«¿Tengo el gusto de conocerla, encantadora señora?».

«¿Se encuentra usted bien? Sí. Mejor que nunca, se lo aseguro».

La puerta se abrió a sus espaldas, y ella se levantó lentamente, con las lágrimas empapando su rostro.

Jonathan ocupaba la entraba, su mirada suplicante estaba húmeda. Lo observó apretar el sombrero fuertemente y no pudo más. Dejó escapar el sollozo que sacudía su cuerpo.

—¡Padre! —gritó, corriendo hacia sus brazos abiertos. Él la alzó en volandas, llorando junto a ella.

—Mi niña, te quiero tanto…