23
Ariadna caminó despacio sorteando la hierba mojada del gran jardín de los Railey. El manto gris que cubría el cielo brilló un breve instante antes de estallar de nuevo, con gotas más espesas que las anteriores. El viento mecía las ramas de los árboles que precedían al invernadero con tal intensidad, que corrió a guarecerse en el interior del recinto cerrado.
Lentamente, se paseó por el criadero de plantas, aspirando aromas y descartándolas por su color. Finalmente dio con la que buscaba, una de tonalidad morada a la que su padre apodaba «Hierba de los hechizos», por ser utilizada durante años en rituales de magia. La verbena, como realmente se llamaba, se encontraba apartada del resto, destacando entre las otras.
Cogió varias hojas y las introdujo en el cuenco que había portado, el mismo en el que más tarde las trituraría y disolvería en agua hirviendo para bajar con esa infusión la fiebre que esa mañana atacaba sin piedad a Caroline.
Se dispuso a alejarse cuando un brazo poderoso salió de la nada, aplastándola contra algo duro, el pecho de su invasor. Gritos furiosos y desesperados acudieron a su garganta al tiempo que pataleaba y arañaba al intruso. Temía que las advertencias de Christopher se hubiesen hecho realidad y estuviese próxima a su final, vencida por la mano de uno de los hermanos Railey.
—Shh, silencio. ¡Quieta o me despellejarás el brazo!
La voz de Christopher acudió a ella como conjurada por sus pensamientos. Dejó de luchar y se giró, mirándolo con sorpresa.
—¿Qué estás haciendo aquí? ¿¡Estás loco!? La casa entera sigue en vilo por la ausencia de tu madre, ¡menuda se armó cuando Jimmy se enteró de su abandono! Amelia me lo contó todo. Enloqueció y ha jurado destruiros en cuanto os dé alcance.
—Me importa muy poco ese desgraciado. He venido por ti, ¡me tenías preocupadísimo! Y también a la señora Jenkins —le dijo malhumorado—. Has desaparecido durante días —protestó.
—Te mandé una nota diciéndote que me alojaría en esta casa durante unas semanas. Caroline ha empeorado y es mi deber hacerle compañía.
—¿Tu deber? —despotricó él—. No le debes nada. Esa mujer no es como te ha hecho creer, Ariadna. Temo que te haga daño, corres un grave peligro quedándote entre ellos.
—¿Cómo puedes decir eso? Es una mujer amargada, pero me quiere. Le dolió mucho mi pérdida, por eso su carácter se transformó, tú mismo dijiste que antes era buena.
—Sí, pero…
—Nada. Estás resentido, y lo entiendo. Ella no es ningún ángel ni pretende serlo. Ha hecho cosas terribles y se arrepiente. Le queda poco tiempo, su enfermedad se la está llevando cada día ante mis ojos, por mucho que me esfuerce por cuidarla; merece, aunque sea ahora, en el final de sus días, un poquito de compasión. —Le acarició el rostro—. No te pido que la perdones ni que le des una oportunidad, simplemente, que no me juzgues por pasar con ella sus últimos momentos. ¾Cerró los ojos y desvió el rostro, sintiéndose culpable por sus palabras, pues había algo más que la movía a cuidarla, pretendía descubrir qué escondía Caroline tan celosamente. Y sólo lo conseguiría si estaba cerca de ella.
Christopher se apartó, apretando los puños.
—Lo siento, Ariadna. Tienes razón, es tu madre y no debo inmiscuirme. Me mataba no verte, no saber si estabas bien entre todas estas víboras. —Le arrebató un mechón, oliéndolo—. Si te ocurriese algo…
—Tranquilo, estoy bien. —Dio una vuelta sobre sí misma y le besó la mejilla dulcemente—. Yo también tenía ganas de verte. ¿Cómo sabías que estaría aquí?
Él se encogió de hombros.
—¿Me has echado de menos, niña? —susurró apasionado, ignorando a posta su pregunta, sabiendo cuánto se reiría si se enteraba que llevaba días enteros apostado bajo la casa, protegiéndola de cualquier peligro. Hasta tuvo que ponerse a prueba cuando apareció ante su vista Jimmy Railey. Por un momento, cedió a sus impulsos dando un paso hacia él, dispuesto a hacerle pagar todo el sufrimiento causado. Pero entonces Ariadna salió por la puerta y se escabulló en el invernadero, y la siguió sin dudarlo. Le observó el rostro pensando una vez más en lo bella que era. «Mi Ariadna, mía, solo mía…», sonrió, le agradaba esa idea.
—Umm… bueno… —Él le hizo cosquillas—. ¡Vale sí! Un poquito, quizá —confesó juguetona.
—Con que esas tenemos, eh. —La alzó del suelo y dio vueltas, haciéndola reír.
—¡Basta! —suplicó entre risas—. ¡Bájame!
—No hasta que reconozcas que no puedes vivir sin mí. —Su sonrisa desapareció y su rostro se cubrió de solemnidad. Ariadna supo que ya no bromeaba.
—Soy capaz de apañármelas sola, Railey —apuntó, esquivando su pulla con maestría.
—Pues yo no, no desde que te conocí. ¿Qué me has hecho, vaquera? Me siento embrujado, anhelando tus besos todo el día, y con la llegada de la noche, todo se complica, te veo en sueños, te deseo con tal intensidad que mi piel arde. Quiero hacerte el amor, amarte hasta que grites mi nombre entre gemidos, castigarte cuando te pones en peligro… Me vuelves loco, señorita Smith.
—¿Smith? Ya no sé quién soy realmente.
—Yo sí, una niña respondona que irrumpió en mi apacible vida para ponerlo todo patas arriba. Cuando te vayas, me daré a la limonada —bromeó él, jugando con las palabras, puesto que el alcohol ya no se servía y ahora las penas se ahogaban en refrescos. Le pasó el dedo alrededor de los labios, trazando la hendidura del superior y la curvatura del inferior.
—Seguramente buscarás a una de tus mujeres, esas a las que tienes olvidadas.
—¿Qué te hace pensar que están abandonadas? —la pinchó. Ariadna soltó un chillido y le lanzó el cuenco, derramando las hojas de verbena por el suelo. Dio media vuelta y caminó enfurecida hacia la salida. Él corrió tras ella, riendo, y la sujetó por la cintura mientras se debatía.
—¿Celosa, mi niña?
—¡Y un cuerno! Por mí, como si te atragantas con todas esas… esas…
—¿Hermosas florecillas? —se mofó sonriente.
—¡Lagartas! —farfulló furibunda.
—Umm, sí. Decididamente estás celosa.
—Ajjj. ¡Cobarde libertino!, ¡seductor de vírgenes!, ¡alimaña!...
Christopher interrumpió sus insultos colocándole una mano en su nuca y cubriendo su boca en un intenso beso, al que ella sucumbió sin poder evitarlo.
Deslizó sus labios por las mejillas, el cuello… Su aliento era cálido, embriagador. Y ella sintió que se derretía.
—No debería… No está bien… —murmuró entrecortada por la oleada de sensaciones que la asaltó. Su mano vagaba libremente por el muslo, acariciándoselo con dedos firmes.
—¿Por qué no?
—Somos diferentes, pertenecemos a lugares distintos. Tú no eres hombre de una sola mujer, y yo… ¡Nadie me romperá el corazón! —Su mano subía indecorosamente por su pierna. Ella se agarraba a su espalda, clavándole las uñas, mientras las sacudidas de placer la derretían cuando él rozaba, casi al descuido, su interior, cubierto por unas finas braguitas, que se le antojaban molestas.
—Por ti podría cambiar. Si me lo permitieses, sería como has soñado. —Le pasó la cálida lengua por la oreja, y ella trató de tomar saliva. Ariadna rio amargamente al escucharlo.
—¿Dejarías todo por mí? Christopher, algún día quiero formar una familia, tener un esposo e hijo. ¿Estarías dispuesto a eso?
—¿¡Casarme!? Por Dios, no.
Su reacción la hirió. «¿Tan malo sería? Pues claro que sí, él jamás se unirá a ti, pequeña tonta. Y tú has caído rendida, por mucho que lo niegues. Estás perdiendo el corazón por él», se dijo desconsolada. Se apartó de sus brazos.
—Entonces, aléjate de mí, déjame en paz, antes de que destroces mi corazón en mil pedazos y me prives de lo que deseo. Si te amo, podría renunciar a cuanto quiero, a mi vida en Montana, a mis sueños. No me quedaré aquí siendo tu amante.
—¡Maldita sea! ¿Por qué tienes que complicarlo tanto? —le dijo enfadado, más consigo mismo que con ella, pues en el fondo le atraía mucho esa vida a su lado. Se imaginó a la joven sosteniendo el hijo de ambos y suspiró furioso. Odiaba el matrimonio, en lo que convertía a una persona, lo había visto muchas veces, en su madre, sus tíos… Lo temía más que a nada—. Nos deseamos, con eso basta.
—No para mí. Christopher, vete, es lo mejor. Olvida que existo.
—No puedo, no mientras sé que estás en peligro. Hasta que solucionemos todo el embrollo, me quedaré a tu lado. Luego, tú decidirás.
—Bien, pues nos centraremos en eso y en nada más. Lo nuestro, si es que hay algo, se acaba aquí. —«Ya lo veremos…», pensó él—. Toma, es de Caroline, me la dio hace días.
Christopher desdobló el papel y leyó la escueta nota:
Lo siento. Fuiste un peón más en mi tablero de ajedrez. Te interponías en mi camino, por eso tuve que actuar. No espero tu perdón, solo te ruego que cuides de mi hija, que la protejas y alejes de esta casa cuando yo no esté.
Caroline Railey
—¿La has leído? —La joven asintió con la cabeza.
—Ella… Sé que no justifica lo que hizo, pero, al menos, saber que lo hizo por mí me tranquiliza un poco, quizá no sea tan mala después de todo.
—¿Cómo?
—Me explicó que estaba tan desesperada por mi desaparición, que se obsesionó con el dinero para contratar a los mejores detectives. Durante años me buscó. —Dos lágrimas escaparon de sus bellos ojos—. Supongo que no se resignaba a la pérdida.
—Ariadna, eso no es cierto —le explicó con suavidad, consciente de la importancia de lo que iba a revelar—. Tras la muerte de Jonathan, Caroline dejó de buscarte. Hizo las maletas y durante dos años estuvo de viaje. Según nos contó ella misma, residió todo ese tiempo en París. Cuando volvió, asistió a fiestas, eventos sociales… Comenzó a dilapidar la fortuna sin que nadie, ni siquiera Jack, se lo impidiese. Es más, él la apoyaba, la acompañaba a donde desease ir. Ni siquiera Jimmy era capaz de influir en su hermano, la única que tenía poder sobre él era ella.
—¿Insinúas qué…? —su voz sonó entrecortada.
—Sí, eran amantes, y así fue hasta que apareció un antiguo pretendiente suyo, Jeff Martin.
—¿El hombre que le escribió la carta diciéndole que el plan contra ti estaba en marcha?
—El mismo. Al parecer, estuvo años en el extranjero hasta que regresó, se reencontraron en una velada y reanudaron sus relaciones. Recuerdo a mi tío Jack aquellos días, estaba intratable, bebía incluso más que su hermano y era patético ver como la perseguía. Un día… lo descubrí arrodillado frente a ella, suplicándole, mientras Caroline se burlaba de él. Sentí mucha lástima. Mi poderoso tío, el gran Jack Railey, desesperado de amor.
»Después de ese incidente, algo cambió en él, creo que comenzó a odiarla y se declararon la guerra. Quizá fue por eso por lo que decidió deshacerse de mí y obtener más poder sobre los bienes legados en el testamento —dejó de hablar, mirándola con tristeza—. Lo siento, cariño, pero te ha mentido. Puedes hablarlo con mi madre si no me crees, o con el propio Jack, cualquiera confirmará mi versión porque es lo que sucedió.
Ariadna agachó la cabeza llorando y asintió.
—¿Qué pasó con el hombre?, ¿por qué no se casó con Jeff Martin?
—No lo sé. Un día salieron a pasear en carruaje y tuvieron un trágico accidente, él murió, y ella quedó muy magullada. Charlotte siempre le insinuó que se había deshecho de él tras utilizarlo.
—Charlotte sabe mucho más de lo que imaginamos. Me contó que el día del asesinato estaba drogada con láudano para sobrellevar el dolor de una jaqueca. Creí que no tendríamos más pistas hasta que mencionó a la antigua ama de llaves de las Johnson, la señora Gladis Doe. Según parece, se presentó aquí tras mi desaparición reprochándole a Caroline ser la causante del odio de su hermana. Tras una hora hablando en privado, la mujer cambió de opinión y se fue. ¿No es extraño?
—Sí, lo es.
—Tengo la impresión de que si descubrimos qué pasó entre las hermanas, nos acercaremos a alguna pista que nos conducirá hasta el asesino.
—Entonces debemos ir a buscar a esa mujer. ¿Te dijo Charlotte dónde encontrarla?
—No, pero recuerdo que Ruth me habló de ella. Se mudó a Olympia con unos parientes.
—Bien, moveré contactos hasta dar con ella —aseguró Christopher.
—Otra cosa más, no tiene mucha importancia, pero despeja otro interrogante. Caroline me contó que, de niñas, su hermana y ella tuvieron un accidente a caballo, la culpa fue de Gina, que se lanzó al galope arrastrando a su hermana. Ninguna de las dos tuvo graves secuelas, pero Gina estuvo algunos días en cama y cuando se recuperó, fingió lesiones para ganar más atención. Al principio, así fue, pero luego se olvidaron de ella y Gina siguió haciéndose la enferma. Con los años aprendió a pasar inadvertida y se convirtió en una mujer deforme, encorvada, con lentes y cojera. No sé, me resulta extraño porque la mujer que me crio era muy sociable. Mi madre —no resignaba a llamarla Ann o Gina— hablaba de frente, con coraje. Era extrovertida y amable, nada que ver con la Gina que describe Caroline. Tendremos que dar con la ama de llaves, ella nos despejará las dudas, pues conocía a Gina mejor que nadie.
Tras la conversación, la joven se encaminó a la casa. Depositó el cuenco, repleto de nuevo con la verbena, en la cocina y ordenó a Amelia que preparase la infusión mientras se encargaba de un asunto.
Subió al primer piso y se dirigió a las habitaciones de Emily. Durante días le habían impedido verla con excusas, pero ya estaba harta. Comprobaría con sus propios ojos que estaba bien, descansando como afirmaba Charlotte.
Accionó el pomo y lo giró. Cerrada. ¡Por todos los…! Golpeó la puerta con los nudillos, gritando el nombre de la joven. Desde el fondo del pasillo apareció la silueta redonda de Claire. La sirvienta parecía aterrada mientras le suplicaba que guardase silencio.
—¿Qué es todo esto, Claire? —su voz sonó demasiado áspera, pues aún seguía resentida por lo mal que la trató el día que sirvió en esa casa. El resto de empleados se presentaron formalmente e incluso algunos, como el mayordomo, se deshicieron en disculpas por su comportamiento. Sin embargo, Claire la esquivaba, ni una sola vez hasta ahora se habían encontrado.
—La señorita Emily no se encuentra en su habitación.
—¿Y dónde está?, ¿ha salido a pasear?
—No… —respondió la rubia, esquivándole la mirada.
—¡Claire! Te exijo que me digas el paradero de mi prima, ¡me urge verla!
—La señorita Emily no se encuentra en la casa. —Hizo amago de volverse, pero Ariadna la sujetó.
—¿Y cuándo regresará?
—Pues… yo… Hable con su tía, señorita. Ella se lo explicará todo.
—Estoy haciéndolo contigo, Claire. —Ariadna sabía que Charlotte no soltaría prenda, su única oportunidad era esa criada—. ¿Dónde está Emily? ¿¡Dónde!? —repitió.
—¡En Boston!
—¿¡Quéee!?
—La señorita estará fuera una temporada, viviendo con unos parientes de su tía que la cuidarán hasta que se recupere. —Ariadna clavó su intensa mirada en Claire, y esta la rehuyó, tocándose el dobladillo del delantal de su uniforme.
«Miente».
—¿Ocurre algo, Claire? Ariadna, ¿puedo ayudarte? —la voz de Charlotte rezumbó por todo el pasillo.
—No, señora, le explicaba a la señorita Ariadna que la joven Emily está con sus parientes de Boston; recuperándose —añadió la sirvienta.
—Sí, así es. Si me disculpa, tía Charlotte, tengo cosas que hacer, la veré en la cena. —Ariadna huyó de allí, bajando los escalones de dos en dos, tenía que hablar con Darel. Ni por un momento se creyó esa patraña, Emily estaba en peligro, debían auxiliarla.