32
Ariadna despidió a su tía con una sonrisa y cerró la puerta tras su salida. Echó un último vistazo a la habitación que había ocupado durante semanas sabiendo que esa sería su última noche allí. Tenía el presentimiento de que no volvería a la casa de Christopher como invitada. A su vuelta, las cosas cambiarían.
No quería pensar en el después. Le aterrorizaba imaginar qué pasaría entre ellos, lo amaba, de eso estaba segura, pero ansiaba regresar a su tierra. El gran sueño de Ann era adquirir los terrenos colindantes a la granja y convertir la propiedad en el mayor rancho de Turah. Y ella deseaba cumplir su anhelo.
¿Sería capaz de dejarlo? ¿Abandonaría él todo cuanto poseía por seguirla? Movió la cabeza sabiendo que era un sueño imposible. Con las lágrimas asomando a sus ojos, se dijo que el tiempo robado había acabado; llegaba el turno de la cruel realidad. Ambos habían vivido en una dulce utopía, ajenos a todo cuanto los rodeaba, inmersos en el enigma de la familia y unidos por la búsqueda de la verdad. Pero ahora que todo había llegado a su fin, sus caminos se separaban y cada uno volvería a su antigua vida.
Él era un seductor nato, un hombre que se codeaba con la alta sociedad de Seattle y que disfrutaba de la diversión que ofrecía la noche en su club. Ella solo veía frivolidad en todo ello, no se imaginaba siendo feliz en esa vida. Sentada, aguardando que él regresase cada noche a ella tras una intensa velada de placeres. Y con el trascurrir de los años, si eran bendecidos con niños, ella se quedaría en casa cuidándolos mientras él seguía con su antigua vida. O, si por el contrario, él decidía cambiar radicalmente y dejar de lado todo eso, ¿no le estaría robando una parte de sí mismo? Posiblemente acabaría aburrido al cabo de unos meses y tomando una amante, y eso sí que no lo soportaría.
Tragó saliva intentando resolver el nudo que se le había formado en la garganta, sabiendo que realmente lo anterior eran meras excusas y lo que verdaderamente la angustiaba era no saber si él la amaba. Le aterraba que le rompiese el corazón.
Nunca debió involucrarse con él, sabía que se expondría, que caería hechizada bajo su embrujo y aun así lo hizo. Se entregó en cuerpo y alma ofreciéndole en bandeja su corazón. Christopher era un amante legendario, cuya reputación le precedía. Posiblemente se había acostado con casi todas las viudas de la ciudad, o al menos eso era lo que murmuraban los criados. Con su encanto especial y esa intensa mirada verde era fácil caer en su seducción, y ella, como muchas otras ingenuas, lo había hecho. Lo imaginó meses después haciendo el amor con otra, y un profundo dolor se alojó en su pecho. ¡Tenía que protegerse! Debía poner fin a ese insensato enamoramiento que evidenciaba un funesto final.
El rostro de Caroline se mostró ante ella y una idea fue abriéndose camino. A la vuelta de su viaje prepararía su equipaje y marcharía. Al principio, cuando descubriese su partida, se pondría furioso, pero al cabo de unos días retomaría su vida anterior.
Y ella, junto a Caroline, J.R. y la tía Enri, se embarcaría en un nuevo camino, lejos del peligro que suponía Christopher Railey.
La puerta sonó y dio un respingo.
—¿Quién es? —susurró.
—Abre, Ari. Es urgente.
Invocado por sus pensamientos, el joven apareció ante ella en bata y con el pelo revuelto.
—Tengo que hablar contigo. No conciliaré el sueño si no lo hago.
—Está bien. —Se acercó a la cama y se sentó en ella mirándolo desde allí. Durante unos segundos esperó que hablase y, como no lo hacía, lo incitó—. ¿Y bien?
Christopher se mesó el cabello, un gesto que últimamente hacía muy a menudo. Tragó saliva ruidosamente e intentó decirle lo que llevaba días planeando. Se fijó en el fino camisón de encaje blanco que cubría su esbelto cuerpo y dejó escapar un gemido voluntario cuando el tirante se deslizó por uno de sus hombros regalándole la hermosa vista de uno de sus pechos. Sus cabellos caían en desorden por su espalda, dándole un toque salvaje, y él deseó sumergir sus manos en ellos. Sintió como un súbito torrente de sangre afluía directamente a su ingle. Su miembro se puso tan duro que lo sintió arder contra el pantalón.
Olvidó el motivo de su visita y solo pudo pensar en hacerla suya. ¿Alguna vez dejaría de desearla de esa forma?
Sonámbulo de pasión, se aproximó a ella. Ariadna, al verle el rostro, supo qué estaba planeando, se puso en pie e intentó escapar de él, pero Christopher fue más rápido y la atrapó por la cintura, capturando su boca con un beso voraz.
Ella se apartó mareada por la fuerza de su deseo y lo miró confusa.
—No deberíamos… No es buena idea… —Él volvió a besarla—. Podrían descubrirnos y… ¡Oh, Dios mío! —gimió cuando sintió sus dedos deslizarse libremente por el muslo hasta alcanzar su palpitante centro.
—Déjate llevar, cariño. Quiero amarte toda la noche, demostrarte cuánto te deseo.
Le arrebató el camisón y silbó cuando la tuvo desnuda frente a él. Su cuerpo se envaró y sintió dolorosamente la rigidez de su miembro. Se deshizo de sus propias ropas de un manotazo y capturó sus labios con frenesí, hundiendo los dedos entre las delicadas hebras doradas que formaban parte de su hermoso cabello castaño. La depositó en la cama y se tumbó sobre ella atrapando uno de sus pezones, chupando y devorando la punta hasta hacerla arquearse. Luego asaltó con un hambre desmedida el otro, succionándoselo sin piedad hasta que la escuchó gritar.
Con una risita, volvió a besarla apasionadamente. Las manos de ella vagaron con desesperación por su espalda, clavando sus afiladas uñas en la carne blanda de sus hombros cuando uno de sus dedos inspeccionó su interior.
Él sacó dicho dedo y lo acercó a su boca ordenándole que lo chupase, luego descendió la mano hasta sus femeninos pliegues y jugó con ella hasta que la escuchó lloriquear de placer. Sus labios capturaron los de la joven con salvaje ardor, que ella le devolvió. Estaba caliente, preparada para él. Tocó su suavidad y volvió a penetrarla con la mano.
—Por favor… ¡Ahora! Te quiero dentro de mí, Chris.
—¿Me deseas?
—¡Sí!, ¡sí!
Christopher emitió un gruñido, su cuerpo estaba húmedo de transpiración, y sus ojos verdes, vidriados por el deseo. Se introdujo dentro de ella con una enorme energía y salió y entró una y otra vez hasta que ambos cuerpos se empaparon de sudor.
Ella temblaba, arqueándose a él y siguiéndole el compás. Sus manos se aferraban a su cuello como tabla de salvación, y sus gritos eran acallados por las embestidas de la lengua de él. Juntos alcanzaron el clímax entre olas de placer, y, al finalizar, él cayó a su lado, cobijándola entre sus brazos. Recordaba que debía decirle algo, pero el cansancio lo venció y abrazándola se entregó a los brazos de Morfeo, sabiendo que no habría un lugar mejor para él que junto a ella. La necesitaba y haría lo posible para que fuese suya. Mañana, antes de su viaje, le informaría que a su vuelta se casarían…
Ariadna se deslizó por la cama con suavidad. Christopher estaba de lado, roncando entre sueños. Rápidamente se enfundó en el traje que había preparado para su viaje y se acercó a él. Durante unos segundos lo observó en silencio, imprimiendo en su mente sus atractivas facciones.
—Adiós, mi amor, adiós para siempre —susurró a la figura dormida. Salió al exterior y bajó al vestíbulo donde ya la esperaba la tía Enri.
—Ariadna, en el comedor tienes el desayuno. —Ella negó con la cabeza—. ¿No vas a tomar nada? —exclamó sorprendida.
—Le prometí a Caroline que partiríamos a primera hora y ya me he demorado demasiado. La señora Roubert me hará un pequeño picnic para el viaje. —La besó en la mejilla y recogió la maleta que la esperaba en la entrada—. Estaré bien, no te preocupes. Solo serán tres días y a mi vuelta ordenaré todos mis asuntos y partiremos.
El rostro de la pelirroja se iluminó.
—¿Volvemos a Turah?
—Sí, pero te ruego que seas reservada, no quiero que se sepa todavía.
Enriqueta arrugó el ceño.
—¿Y eso por qué? ¿Temes que tu Christopher se oponga?
—No es mi nada, tía. Y sí, prefiero que no se entere, se disgustará con mi decisión, pero créeme, es la más acertada. No hay nada que nos una y lo mejor es que tomemos distancia el uno del otro.
—Pues anoche no pensabas lo mismo.
Ariadna la miró alarmada.
—¿Qué… qué quieres decir?
—Esta mañana, al ver que no bajabas, me he acercado a tu puerta y justo cuando iba a tocar, he escuchado unos suaves ronquidos, nada femeninos, por cierto. Y a menos que por las noches, querida niña, sufras una extraña transformación, yo diría que en tu cama había un hombre. Para ser más exactos, tu Christopher.
—Tía, yo… —Sumamente avergonzada, Ariadna bajó la mirada—. Sé que este no es el comportamiento propio de una señorita y no tengo excusa que me justifique, espero que puedas perdonarme algún día.
—No tienes de qué lamentarte, niña. Te recuerdo que un día también tuve tu edad y sé lo que se siente cuando una está enamorada. Puede que te hayas precipitado, pero todavía podéis hacer lo correcto. ¿O es que no deseas casarte con él? No puedes negarme que lo quieres, te lo leo en los ojos. No voy a juzgarte, Ariadna, eres lo suficientemente mayor como para tomar tus propias decisiones, y tu madre estaría de acuerdo conmigo. Ella creía en el verdadero amor y siempre te animó a luchar por él.
—Mi madre era una buena mujer —le dijo sonriente, con lágrimas por el rostro—. Y tú también lo eres. Pero lo de ayer fue una despedida, tía. Christopher y yo hemos terminado.
—Yo no estaría tan segura, niña. Ese hombre te quiere, pese a lo que tú digas. Y la Ariadna que yo conozco lucharía por él o al menos lo intentaría antes de huir. No seas cobarde y háblale de tus sentimientos, hija. Si no lo haces, puedes arrepentirte toda la vida.
—Tengo que irme, tía. Nos veremos a mi vuelta —rehusó contestarle y la besó a modo de despedida. Desapareció por la puerta rápidamente, temiendo que él le diese alcance.
Enriqueta resopló. Sí, Felicity tenía razón, esos dos testarudos necesitaban un empujoncito, y ellas se lo darían.
Una hora después, la puerta del comedor se abrió de golpe y un malhumorado Christopher entró mirando de un lado para el otro.
—¿Dónde está? —preguntó a su sorprendida madre.
—Si buscas a mi sobrina, llegas una hora tarde, querido. Marchó a la mansión Railey, seguramente ya habrán partido.
—¿¡Sin despedirse!?
Se volvió lívido de furia y desapareció por la escalinata, camino a su cuarto para cambiarse y salir tras ella. ¿Cómo podría haberse ido así después de la noche anterior? Bien, pues la seguiría y entonces… ¿Qué? No importaba, iría tras ella y punto. Le debía un beso de despedida, al menos.
* * *
El coche se disponía a partir cuando el señor Cetrius la llamó. Extrañada, le dijo al conductor que esperase unos segundos, Caroline protestó, y Amelia se apresuró a añadir que había olvidado algunos de los medicamentos de su señora y la siguió también al interior.
—Cetrius, ¿qué ocurre?
—Discúlpeme, señorita —le dijo con suma cortesía, la misma que empleaba desde que se enteró de quién era realmente. A Ariadna le agradaba recordar el momento en el que el estirado mayordomo se acercó a ella y tartamudeó una disculpa por su comportamiento en el pasado. Ella no lo dejó continuar y se apresuró a asegurarle que por su parte, todo había quedado atrás. Y así fue, pero le hacía gracia observar su rigidez cada vez que la trataba, parecía incómodo a su lado, algo sorprendente en alguien tan seguro de sí mismo—. Siento molestarla, pero hay una mujer que pregunta por usted, afirma que la recibirá. Su nombre es Diana Harris.
—¿Diana Harris, dice? No creo conocerla. ¿Dónde está?
—Le he ordenado que aguardase en la cocina. ¿La hago pasar?
Temiendo que fuese otra periodista, Ariadna negó con la cabeza.
—Iré yo misma, gracias, Cetrius.
Caminó hacia la mujer que se paseaba nerviosa y carraspeó para atraer su atención, esta dio un salto y le sonrió con amabilidad.
—¿Es la señorita Ariadna Railey? —Ella asintió—. Disculpe la intromisión, pero me dijeron que aquí podría hallarla. Mi nombre es Diana Harris.
—Creo que no tengo el placer de conocerla, señora Harris.
—Está en lo cierto, pero sí ha oído hablar de mi tía, Gladis Doe. —Ariadna agrandó los ojos con sorpresa, ya creía que no recibiría respuesta por parte de esa mujer—. Veo que sí la reconoce. Verá, mi tía quedó en comunicarse con usted, pero tristemente cayó enferma y no pudo recuperarse. Hace unos días que la perdimos. —El apagado tono de voz daba cuenta del dolor que le producía tal pérdida.
—Oh, lo siento mucho. Si hay algo que pueda hacer por usted…
La mujer menuda le sonrió.
—En realidad, es al revés, soy yo la que puede ayudarla. Antes de morir, mi tía escribió una carta a su nombre y me pidió que se la trajese, me suplicó que se la diese en persona y así lo hago. —Sacó un sobre de su abrigo y se lo acercó. Ariadna leyó su nombre garabateado en el exterior.
—Gracias, significa mucho para mí.
—Una cosa más, mi tía quiso que le dijese que en esa carta encontrará las respuestas que andaba buscando, pero que nada es lo que parece a simple vista y que Gina Johnson fue una gran mujer que pocos pudieron apreciar, que el dolor torció su camino, pero que siempre la quiso. Espero haberla ayudado.
Ariadna le sonrió, emocionada por esa nueva revelación, planeaba averiguar a través de Caroline la historia de su pasado, pero quizá esa carta podía allanarle el camino. Luego, su madre biológica explicaría su versión, pues intuía que había mucho más de lo que ella contaba. Según decía, Gina era un ser envidioso que amaba secretamente a Jonathan y un día decidió robárselo. Al no tener éxito en su conquista, le arrebató su más preciado tesoro: Ariadna. Cuando ella protestó defendiendo a la madre que la crió, Caroline le rebatió sus argumentos explicándole que Gina siempre deseó tener un hijo, por eso la quiso como si fuese suya. No le creía, no podía hacerlo porque la Ann que conoció no era así y pronto descubriría qué ocultaba tan celosamente la que decía ser su madre.
Se despidió de la mujer y se encaminó al coche. Amelia llegó pocos segundos después, y Caroline las reprendió por la tardanza. Ariadna no escuchó ni una sola palabra durante el trayecto hasta la casa de campo de los Johnson, su mente estaba concentrada en ese sobre que se ocultaba en el bolsillo de su abrigo.
Horas después, ya instaladas en la pequeña vivienda, Ariadna se excusó de la protectora Caroline, que no la dejaba ni un segundo a solas, alegando que necesitaba pasear.
Se sentó en el banquito de madera que decoraba el pequeño jardín que rodeaba a la casa y sacó la carta, disponiéndose a leerla. Estaba tan absorta que no vio a la figura que se acercó sigilosamente hacia ella.
Queridísima Ariadna,
Cuando mi sobrina me habló de la visita del joven Christopher, me sorprendí mucho, lo cierto es que durante años anhelé escuchar que habías regresado a casa, junto a tu verdadera madre. Ahora puedo irme en paz porque sé que mi niña es feliz.
Imagino que tienes muchas dudas y por eso quiero contarte, a pesar de que no me corresponde a mí, la verdad de las hermanas Johnson. Lo hago por el bien de mi querida Gina, para que puedas entenderla mejor. Sé que tu madre está gravemente enferma y temo que cuando esta carta llegue a ti, ella se haya marchado.
Verás, hace muchos años, cuando las gemelas eran muy jóvenes, salieron a montar a caballo. La idea fue de Gina. Propuso que hiciesen una carrera y como Caroline, que siempre fue menos impulsiva, se negó, incitó a su caballo para que se lanzase al galope. El corcel salió despedido y en su carrera se rompió una pata. La pequeña Caroline cayó y soportó el peso del animal que aterrizó sobre ella. Cuando Gina llegó, no pudo hacer nada.
Varios médicos la atendieron, pero la niña seguía inerte en la cama, sin reaccionar. Probaron con ella diversos tratamientos hasta que un buen día despertó. Gina, que se sentía culpable por ser la causante del terrible accidente, se hizo pasar por su hermana y les dijo a todos que la que permanecía inconsciente era Gina, temía que al despertar riñesen a Caroline por el disgusto causado.
Lo que nunca imaginó la pequeña fue que tras la ingesta de esos medicamentos experimentales y a causa del accidente, los expertos aseguraran que la paciente había quedado estéril. Cuando Caroline despertó, las niñas, que por aquel entonces estaban muy unidas, volvieron a cambiar los papeles y a ser quienes eran realmente. Pero nada fue igual para Gina, pues creyendo las palabras del doctor y ante la imposibilidad de que su hija malherida se desposase con un buen partido, los padres de ambas se fueron volcando en Caroline y dejando de lado a su otra hija.
El cambio se dio poco a poco, pero Gina lo percibió y se fue alejando de su hermana. Caroline tampoco contó la verdad por miedo a las posibles represalias.
Pasaron los años, y Gina fue retrayéndose cada vez más. A la edad de quince años, la familia asistió a un gran evento, todos menos Gina. Ella le rogó a su madre que la dejase asistir, pero esta se negó. La señora le dijo que todos los ojos debían centrarse en su hermana, quien tenía la obligación de atraer a un buen partido para ayudarles con las deudas que su padre iba acumulando por su adicción al juego. Gina también se ofreció, le aseguró que enamoraría a un joven pudiente que los salvase de la ruina. Su madre le explicó que ella era una mujer a medias y jamás llamaría la atención de un hombre decente, ya que todos conocían de su esterilidad y nadie la aceptaría así.
Desesperada, confesó la verdad, y su madre, incrédula ante sus palabras, buscó al señor Johnson y obligó a mi niña a repetir cuanto le había contado delante de él. Luego, hicieron llamar a Caroline y le exigieron que negase sus palabras. Ella calló, ni negó, ni admitió nada. El señor acusó a mi Gina de mentir y la encerró durante dos semanas en su cuarto, la señora posiblemente sospechó la verdad, pero jamás se pronunció.
Gina, aquel día, me lo contó todo, pues solo a mí se confiaba, y me juró que algún día se vengaría de ellos. Con el paso de los años, su odio fue creciendo. Decidió pasar desapercibida para el resto y fingió una cojera, joroba y usó grandes lentes, que yo le proporcioné. Nunca se arreglaba y finalmente lo consiguió, se convirtió en un ser invisible en su propia casa, a la sombra de la hermana que tanto le robó.
Así estuvo hasta que lo vio por primera vez. Era un hombre sumamente atractivo, y Gina se enamoró de él al instante. Acudió a la mansión Johnson para hablar con el señor. En cuanto puso sus ojos sobre él, quedó tan prendada, que decidió conquistarlo. Me ordenó que la ayudase a convertirse en la que realmente era y dejó de lado su disfraz. Pero cuando se acercó al estudio de su padre, una nueva desgracia la sacudió y fue que el hombre de sus sueños estaba allí por Caroline, venía a pedir su mano.
A Gina se le destrozó el corazón. Poco después, el apuesto joven se casaba con su hermana, y ella no lo soportó, enloqueció de dolor. Juró que destruiría su matrimonio, que se vengaría de Caroline y de Jonathan Railey.
A la muerte del padre de las jóvenes, mi niña se instaló en la mansión Railey, y el resto ya puedes imaginarlo. Sedujo a Jonathan y te tuvo. Ella te amaba profundamente, Ariadna, y no pudo soportar perderte a causa de su hermana.
El sufrimiento le hizo cometer muchos errores, pero no era mala. Solo estaba llena de odio por la vida que le tocó. Ah, hay otra cosa que deberías saber, tienes una hermana pequeña, que abandonó al nacer por ser fruto de un error. Su nombre es…
Ariadna bajó la carta, incapaz de dar crédito a lo que allí decía. Un ruido la sobresaltó y lentamente se dio la vuelta. Agrandó los ojos al verla.
—Así que ya te has enterado. Vi cómo te daba la carta esa mujer y cuando escuché de quién era, supe que pronto sabrías la verdad. Es una lástima porque me has robado parte de la diversión, pero bueno, podré arreglármelas. Ha sido difícil acabar contigo, ni siquiera la muerte de tu señora Jenkins te alejó de aquí. Tengo que reconocer que en algo sí nos parecemos, ambas somos muy obstinadas. Jamás desistimos hasta conseguir lo que deseamos. Viniste aquí a por respuestas y ya las tienes. Yo, en cambio, buscaba venganza y estoy a un paso de conseguirla.
—Amelia… —susurró.
* * *
Christopher llegó demasiado tarde. Ariadna ya había partido. Furioso, lanzó su sombrero al suelo y justo cuando se disponía a alejarse de la mansión, el ama de llaves lo llamó.
—Señor Christopher, ¿tiene un minuto?
—Por supuesto, señora Roubert. Dígame.
—Estaba revisando el dormitorio de la señora y he descubierto esta cajita, contiene varios medicamentos y temo que la señora pueda necesitarlos. Amelia los habrá olvidado con todo el ajetreo del viaje. ¿Da usted su permiso para enviar a un mozo? Podría llevárselo hoy mismo.
Christopher alargó la mano y cogió el recipiente de madera. Abrió la tapa y examinó lo que allí se contenía. De repente, su rostro se oscureció y la miró con ojos helados.
—¿Dice usted que esta caja pertenece a Caroline? ¿¡Sabe usted qué es esto!? —Alzó un frasco, en la etiqueta se leía «arsénico».
—No, señor. Amelia es la responsable del tratamiento, la única que maneja los medicamentos de la señora Railey.
—¡Joder! —estalló, sorprendiendo al ama de llaves—. ¡Estaba delante de mis narices y he sido tan obtuso de no verlo! Dígame una cosa, señora Roubert, ¿recuerda dónde estaba Amelia la noche que la señora Jenkins fue asesinada?
—Sí, señor, en casa de unos parientes.
—¿No trabajaba ese día?
—No, ese día fue miércoles, y los miércoles Amelia libra. Pero ¿por qué lo pregunta?
No hubo respuesta. El joven salió despedido hacia su coche, dejando caer en su prisa la caja con los medicamentos. Los recogió mientras lo llamaba, pero no la oyó. Ya había partido.