4

Christopher admiró fascinado a la mujer que invadía su antigua habitación, en la que decidió refugiarse antes de que llegase la hora de la cena y, con ella, la insoportable presencia de sus queridísimos parientes. Sonrió, por una vez tendría que alegrarse de estar ahí y de no haber rechazado la petición de Em. «¡Qué belleza!», pensó examinando a la desconocida. Su rostro delicado de tez bronceada estaba coronado por una naricilla respingona, unas espesas pestañas que enmarcaban unos ojos color miel ligeramente rasgados. Y unos labios que clamaban a gritos ser besados. Reflexionó un momento sobre esa idea y sonrió despacio, y por qué no, después de todo se había colado en su cuarto…

La miró a los ojos y sin más preámbulos, la besó. Escuchó su exclamación ahogada regocijado; la muchacha estaba encantada. Con un gruñido, le arrancó la insulsa cofia y se perdió entre esos cabellos castaños con brillantes reflejos rubios.

Sintió algo duro entre sus costillas y ronroneó complacido al creer que eran las uñas de la joven clavadas en su carne. De repente, el dolor se agudizó. Christopher se apartó de ella y, atónito, observó que blandía un puñal; totalmente descolocado, comprendió que ese dulce ángel lo acababa de herir.

Ariadna experimentaba una furia brutal contra ese engreído que había osado besarla. ¡Qué se creía ese estúpido! Ella no era una ingenua jovencita a la que podía manosear a su antojo, rio brevemente al ver su estupor. Bien, así aprendería a no propasarse con nadie. Ni siquiera la certeza de que él no veía en ella más que una simple criada ayudó a disipar su enfado. Irritada, pensó en Amelia, en cómo debía lidiar con patanes como este y bufó con rabia. Sí, reconocía que durante unos minutos le robó el aliento, pero eso no lo legitimaba a abusar de ella. Jamás se dejaría seducir por un… un… ¡libertino!

—Si vuelve a acercarse, lo mato —le espetó con voz fría.

Christopher sacudió la cabeza y oscureció la mirada.

—Haré lo que me plazca, cuando me plazca. ¿Quién eres tú sino una vulgar sirvienta? —Christopher se sorprendió de sus propias palabras. Siempre había tratado de ser justo con los menos favorecidos, tratando a sus empleados con el máximo respeto. Pero esta mujer lo había encolerizado como ninguna otra y por alguna razón perdía los estribos con ella. Palpó la camisa ensangrentada y la sujetó firmemente del brazo—. Ahora ven, deslenguada, y ayuda a tu señor.

—¿¡Señor!? Pero qué se cree usted. ¡Estamos en 1922!, atrás dejamos años de esclavitud y servilismo. Ahora todos —y subrayó el todos— gozamos de libertad. Las mujeres ya no tenemos que soportar…

—Lo que me faltaba, ¡una sufragista! —la interrumpió él, secretamente divertido por la diatriba de la joven—. Remediarás lo que has causado con tu estallido infantil, te guste o no.

—¿¡Mi qué!? Es usted odioso.

—Sí, sí, ya lo has dicho. Ahora, acércate a la cama y arranca un trozo de sábana con ese magnífico cuchillo que tanto te gusta. Luego trae el cuenco de agua y ayúdame a curar la herida. —Ella se enderezó, alzó la barbilla y se cruzó de brazos.

—¿Y si me niego?

—En ese caso, no tendré más remedio que llamar a las autoridades.

—¿Y qué le va a decir? ¿Qué su criada irrumpió en su habitación para asearla? —se burló ella.

—No, que una mujer que se hace pasar por criada se ha colado en esta casa. Ha rebuscado entre mis cosas y me ha apuñalado. Dime, muchacha, ¿a quién creerán? —Al ver que seguía sin moverse, apretó la mandíbula—. Bien, si eso es lo que deseas…. —Se acercó hasta el teléfono y lo descolgó. Tocó la horquilla asegurándose de que había línea y comenzó a girar la rueda para marcar, pero ella se lo arrebató.

—¡Maldito sea! Está bien, usted gana. Limpiaré esa herida. ¡Siéntese ahí!

Ariadna se acercó a la cama y cortó la sábana en dos tiras. Sumergió una de ellas en el agua y se acercó al hombre. Lavó la herida hasta que la dejó limpia y colocó el trozo seco alrededor de su cintura. Alzó la vista y vio que mantenía los ojos cerrados y el rostro relajado, daba la impresión de que estaba disfrutando con sus cuidados; sonriendo perversamente, deslizó sus dedos sobre el centro de la herida, apretó fuertemente y le hizo dar un respingo.

—¡Cuidado! Casi me haces sangrar de nuevo.

—Vaya, perdone usted. Solo comprobaba que estaba bien ajustado el improvisado vendaje.

—Ya.

—Y ahora, si me disculpa…

—No, no lo hago. Quiero saber qué buscabas entre mis cosas. Y no se te ocurra insultar mi intelecto alegando una pobre excusa como que limpiando en esta habitación habías perdido algo y viniste a recuperarlo. Quiero la verdad, muchacha, me la debes.

Ariadna lo miró con helados ojos de color miel; odiándole por arrebatarle la idea con la que pretendía justificar su presencia en la habitación. Decidió hacerse la tonta.

—Yo no le debo nada, esa herida le recordará que no debe excederse con las mujeres, sean de la condición social que sean.

Christopher soltó una carcajada.

—¿Sabes? Jamás había oído hablar así a una empleada. No sé, quizá sea una locura pero, ¿y si no lo fueses?

—Pero qué está diciendo, mi nombre es Alice. Puede que no le suene porque comencé a trabajar hoy en esta casa…

—A otro perro con ese hueso, querida. Tú tienes de criada lo que yo de Railey.

Ariadna se sobresaltó, ¿no era un Railey? Entonces, ¿quién se encontraba ante ella? Él rio mordazmente y le guiñó un ojo. ¿Le estaba tomando el pelo? Enrojeció intensamente y dio media vuelta dirigiéndose hacia la entrada. Respiró hondo, suspiró y bajó los ojos sumisa mientras le suplicaba:

—Señor, usted y yo hemos empezado con mal pie, le ruego que disculpe mi comportamiento… —La risa de él la interrumpió.

—¡Eres una joya, preciosa! Nunca me había divertido tanto en mi vida. —Rio más fuerte al escuchar el grito enfurecido de ella. La hermosa joven se dispuso a marcharse, por lo que se apresuró a retenerla—. Espera. Quiero que sepas que acepto el reto, que gane el mejor.

—Qué… ¿qué reto?

—El tuyo, cariño. Descubriré todos y cada uno de tus secretos y lograré que la próxima arma que empuñes sea la mía.

A Ariadna se le heló la sangre. Ese hombre era un peligro tanto para sus planes como para sus sentidos. Levantó altanera el mentón, lo miró con odio y huyó de allí mientras escuchaba sus carcajadas retumbando por el pasillo.

* * *

—Alice, ¿dónde te habías metido? Llevo buscándote un buen rato. Cetrius está furioso contigo, la familia ya está preparada para la cena y se precisa de nuestro servicio —Amelia la interceptó al pie de la escalera trasera que conectaba las habitaciones con la cocina—. Vamos, igual podemos escabullirnos de su estallido… ¡Oh, no! ¿Has oído eso? Está gritando tu nombre y viene hacia aquí. Coge la bandeja y salgamos rápido.

Ariadna hizo lo que le decía la doncella y asió una fuente de plata que contenía pan. No se dio ninguna prisa, qué le importaba a ella si el mayordomo estaba disgustado. Resopló. Si su madre la viese así, sirviendo la mesa de los que seguramente eran los causantes de sus desgracias pasadas… Gracias a Dios, la crianza en la granja le daba ciertas tablas y creía que esa noche pasaría la prueba sin dificultades.

Resuelta, enderezó la espalda y caminó hacia la salida justo cuando alguien se interpuso en su camino haciéndola trastabillar y dando de bruces al suelo. El contenido de la bandeja quedó esparcido por doquier.

Ariadna se levantó de un brinco y enfrentó a la responsable de sus desdichas. Sin medir sus acciones, se lanzó hacia los cabellos de la rolliza rubia. Ambas rodaron por el suelo entre gritos, insultos y golpes.

Una señora corpulenta, que debía ser el ama de llaves por esa expresión de superioridad tintada en el rostro, las separó sin ninguna delicadeza. Ronald Cetrius estaba a su lado con el semblante enrojecido. Las miró y soltó un «fuera» que tronó en media casa. La pálida rubia lloriqueó mientras desaparecía por la puerta, Ariadna la intentó imitar, pero el mayordomo se lo impidió.

—Recoge el pan. Cuando hayas acabado, apártalo, ésa será tu cena hoy —bramó con la furia que aún hacía mella en él—. Los Railey esperan de sus empleados la máxima perfección, si no estás a la altura, te irás de esta casa. Por esta vez me olvidaré de tu falta, espero no arrepentirme —declaró en tono comedido, acercándose al vestíbulo. Se paró y la miró con prepotencia—. Ah, confío en que recuerdes tus modales en el salón. Creí que eras una joven tímida, pero mis ojos ya han dado cuenta de mi error. Mantén tu mirada baja y sé servicial. No se te ocurra abrir la boca en presencia de los señores y, por el amor de Dios, tápate esos cabellos. ¿Dónde está tu cofia? —Movió la cabeza con pesadumbre—. Con las buenas referencias que me dieron en el convento… Señora Roubert, ¡arréglela! No podemos demorarnos más.

Ariadna se sentía humillada. Jamás la habían tratado con tal desdén, ella era una señorita y no consentía esa verborrea autoritaria hacia su persona, ahora mismo lo pondría en su lugar haciéndole saber quién estaba tras las deslucidas prendas del servicio y… ¿y qué? Se marcharía de la casa, perdería la confianza de Amelia y nunca sabría la verdad sobre su madre. No, debía aguantar. Descubriría el enigma que rondaba a la figura de Caroline Railey.

—Lo siento, Alice. Claire es una amargada. Se cree intocable porque es la sobrina de la señora Roubert, intenta ignorarla y al final se cansará. Si te hace algo, no respondas. Créeme, es mejor así.

—Amelia, no pienso tolerar sus maltratos. Y tú tampoco deberías hacerlo.

—Si quieres trabajar aquí, tendrás que controlar tu carácter, aprender a ser sumisa. Es lo que se espera de nosotras. Alice, no somos personas de bien, esta es nuestra vida y debemos sentirnos afortunadas por tener un empleo como este. Los Railey son la familia más poderosa de la ciudad, cualquiera mataría por estar en nuestra piel. Sé que todo esto es nuevo para ti, pero pronto aprenderás a comportarte como se requiere en esta casa. En realidad, es muy sencillo, habla solo cuando te den permiso y sé servicial en todo momento. Como dice el señor Cetrius, así se ha hecho durante años en este hogar y así se hará, corran los tiempos que corran.

Ariadna se hinchó orgullosa, una estatua tenía más vigor en esa mansión que los desdichados empleados. Al menos ellas se alzaban majestuosas en la gran entrada a la vista complaciente de los visitantes. Los otros, por el contrario, eran menos importantes que un mueble roído del desván. La bandeja de carne de cerdo tembló entre sus manos. Ella no era como Amelia y no pensaba soportar ninguna ofensa más.

Los destruiría. Esa era la idea que rondaba por la mente de Ariadna cuando se dirigía a su dormitorio horas más tarde. Las lágrimas rodaban libremente por su rostro y el abatimiento era palpable. Se preguntó una vez más si todo aquello valía la pena, la tía Enri tenía razón… ¿Para qué remover el pasado? Lo mejor era olvidarlo y alejarse cuanto antes de esos retrógrados. Sin embargo, tan pronto como meditó en ello, desechó el pensamiento derrotista. Una Smith nunca se rendía, su madre se lo había enseñado.

Recordó la escena y volvió a temblar de rabia.

Al comienzo de su desventura servicial, no tuvo grandes dificultades, y al lado de Amelia fue atendiendo a los Railey y sus invitados, los Fisher. Asombrada, apreció las miradas cargadas de odio que pululaban entre los miembros de la distinguida familia de Seattle.

De la mano de Amelia fue poniendo nombres a los rostros congregados frente a la mesa. Jack Railey era efectivamente el que vio en aquel edificio que antaño fue uno de los hoteles más exclusivos de la ciudad. Presidía la mesa, y, a su derecha, se situaba su esposa, Charlotte, una elegante señora morena que rozaría el atractivo de no haber sido por la severidad de sus rasgos.

A su izquierda, su hijo Matthew vigilaba a todos los presentes con mirada crítica y fruncía el ceño cada vez que los Fisher se mezclaban en la conversación que dirigía el cabeza de familia. En alguna ocasión miraba a su bella hermana, situada a su otro lado, y le sonreía con tirantez, impidiendo que emitiese palabra. Adam Fisher, el prometido de esta, la miraba embobado e intentaba apoderarse de su mano a la menor brevedad. Emily Railey se distanciaba de su presencia cortésmente y componía una mirada de resignación. Era evidente, no solo la diferencia de edad con el joven Fisher, sino su renuencia al enlace. Algo que el otro distaba mucho de apreciar.

No así como los padres del muchacho, que, sentados frente a la pareja, al lado de Charlotte, daban cuenta de los desplantes de la morena hacia su hijo. Pero lo ignoraban educadamente sabiéndose a un paso de entrar en la destacada familia. Al lado de ellos, se encontraba el pequeño de la camada Railey, Jimmy, que hacía honor a su leyenda e iba ya por la segunda botella, conseguida gracias a un volante médico que estipulaba que ese whisky era medicinal. «Es increíble lo que se obtiene con dinero», farfulló la joven.

Su aspecto, que en otro tiempo pudo ser considerado atrayente, ahora solo causaba repulsa. A su lado, sumida en silencio, Felicity Railey estrujaba la servilleta del color de la noche, intentando caer en el olvido de su ebrio esposo.

—¡Tú, criada! Limpia este desastre y no vuelvas a llenar la copa de mi hermano —le ordenó Jack Railey. Ariadna apretó los dientes controlando su carácter, bajó los ojos y secó la mancha de la bebida derramada que ya era visible en el blanco mantel. Luego, cogió la copa.

—Quita tus sucias manos, perra —dijo con voz pastosa Jimmy Railey, mientras la empujaba de su lado con tal vehemencia que la desdichada aterrizó en el frío suelo haciendo añicos el cristal. Jack soltó una carcajada.

—Contrólate, Jimmy. No avergüences a nuestros invitados.

—¿Por qué no te retiras? Nos harías un favor a todos… —intervino Charlotte. Examinó de arriba a abajo su desaliñado aspecto y emitió una mueca de desprecio.

—¡Jack! Dile a tu esposa que cierre la boca o lo haré yo —gritó, contemplándola con odio—. Deberías aprender de mi mujer, mírala, es un conejo asustado. —Rio sardónicamente cuando Felicity cerró los ojos y comenzó a rezar fervorosamente—. Tranquila, cariño, ya te castigaré después.

—Si te atreves a golpearla, piltrafa, te mataré con mis propias manos.

La sala enmudeció ante esas palabras provenientes de la entrada. El rubio de facciones coléricas apretó los puños mientras dirigía una mirada asesina al que era su padre.

—¿¡Qué haces tú aquí!? ¡Lárgate de mi vista, bastardo! —Jimmy, preso de su amargada frustración, descargó su ira contra la mujer. Agarró sus cabellos rubios y echando su cabeza hacia atrás, plantó un sonoro beso en sus labios—. Esta es mi esposa y hago con ella lo que me place —vociferó al tiempo que hacía descender su pálido rostro sobre la sopa. Felicity quedó empapada.

—Te mataré, hijo de puta —rugió Christopher Railey lanzándose contra él. Lo levantó de la silla y le cruzó la cara de un derechazo, dejándolo inconsciente en el suelo. Felicity emitió un sollozó y salió corriendo de la habitación.

—¡Madre!

Ariadna pensó en las palabras del joven: «Tú tienes de criada lo que yo de Railey», y ahora lo entendió. No era hijo de Jimmy Railey, gracias a Dios. Él fijó su atormentada mirada en ella, y su cuerpo se rindió a la profunda tristeza que desprendían esas dos gemas verdes. Una calidez inesperada arremetió contra su corazón, se lo veía tan guapo y tan perdido…

—¿Qué haces aquí, Christopher? Sabes que no eres bienvenido —dijo Matthew entre dientes.

—Yo también me alegro de verte, primo —replicó con tono irónico Christopher.

—¡Basta! Yo invité a Chris al baile de mi compromiso —lo defendió Emily.

—Pues, al parecer, nuestro querido primo ha perdido cuenta de la hora, puesto que para el baile aún queda. Esta es una cena familiar, y este repudiado no es uno de nosotros —chilló, totalmente encolerizado por la aparición del rubio—. ¡Lárgate!

—Cierra la boca, Matt. Si Chris se marcha, me iré tras él.

—Cuida tus modales, Emily. No es digno de una señorita alzar la voz. Ahora, sentémonos y cenemos de una vez. Por respeto a mi hija, podrás quedarte, pero solo esta noche. Tú ya no eres un Railey —sentenció Jack.

—¡Bajo mi cadáver consentiré este atropello! ¿Qué hace ese aquí? Un don nadie que mancilla nuestro hogar con su mera presencia. ¡Fuera! —replicó Charlotte señalando al acompañante de Christopher.

—Darel se queda —afirmó Christopher.

—Madre, por favor… —suplicó Emily.

—No pienso consentirlo, me iré si él permanece en esta sala.

—Entonces hazlo, pero cállate ya, mujer. Bastante espectáculo estamos dando a los Fisher, mañana todo Seattle se hará eco de nuestras disputas, y todo gracias a vuestra estupidez —rugió Jack. Charlotte se irguió y apretó la boca enfurecida.

—Oh, no, querido. Los Fisher sabemos mantener los asuntos de familia en correcta discreción —apuntó Adora Fisher con una amenaza velada en la voz. Mientras la fortuna de los Railey estuviese al alcance de su hijo, podrían contar con su silencio, de lo contrario…

La mirada penetrante de Jack Railey la perforó adivinando su ambicioso interés. Adora sintió un escalofrío ante la frialdad que desprendía ese hombre. ¿En qué momento pasó de ser el joven dicharachero que ella recordaba a ese ser amargado?

—Muy bien, cenemos —aceptó sumisa Charlotte—. Espero que no hayan más sorpresas indeseadas, hija. —Y con esas palabras cargadas de desprecio hundió la cuchara en el plato y comió en silencio.

—¡Criada! Llena mi copa. —Amelia se acercó a Jack Railey, y él la rechazó—. Tú no, la guapa. Ven, pequeña, sírveme —dijo dirigiéndose a Ariadna.

La doncella pasó por su lado y le dirigió una mirada ofendida. Esa fue la gota que colmó el vaso. Se acercó al cabeza de familia y con todo el desprecio que pudo reunir, le espetó:

—Sírvase usted solo, señor.

Dejó la botella de limonada en la mesa de forma brusca. Y se dispuso a alejarse de él cuando este le sujetó el brazo. Se levantó cuan largo era y alzó la mano descargándola en su bello rostro de tal forma que la envió al suelo. Los ojos color miel de la joven se plagaron de rencor.

—¡Christopher, siéntate! Esta criada es irrespetuosa, así aprenderá —lo detuvo Charlotte.

Al ver el rostro de su sobrino, Jack sintió miedo. Lo odió por producirle esa debilidad y juró que algún día le haría pagar el desdén que traslucía su mirada.

—Vete de mi vista, muchacha. Y dile a la fea que vuelva —mandó el cabeza de familia.

—Padre, yo le enseñaré a esa sierva a tener respeto a sus superiores.

—Tócala, Matt, y será lo último que hagas —dijo Christopher, alejándose de la mesa—. Me asqueáis.

—Chris, espera. Me prometiste que estarías hoy.

—Lo siento, Em. Intentaré verte después. No prometo más. —Emily supo que Chris acudiría a la cita del invernadero, tal y como le pidió en su nota.

Darel miró a Emily con tal intensidad que esta tuvo que apartar la mirada. Se levantó y siguió a su amigo sabiendo que esa noche su amada sería suya, costase lo que costase.

Ariadna se introdujo en el refugio que suponía su cuarto y con lágrimas de humillación rondándole por el rostro, se acercó hasta una de sus maletas y extrajo la fotografía que la había impulsado a viajar tantos kilómetros para desentrañar las incógnitas de su pasado. Observando a la pareja, deseó que todos los Railey se pudriesen en el infierno.

Desabrochó su uniforme y sacó la cadena de plata que colgaba en su cuello. En ella, aparecían sus padres, y su madre sonreía con afecto. La mujer del retrato era tan diferente a cuanto había conocido esa noche… Se alegró de que fuese así. Si en efecto Ann Smith guardaba relación con esa odiosa familia, lo mejor que pudo hacer fue desaparecer.

La puerta sonó, trayéndola a la realidad. Al abrirla, descubrió a una Amelia muy agitada.

—Alice, ¿qué haces aquí? Cetrius está buscándote por toda la casa, ya han llegado los invitados al baile y te necesitamos.

—Pero después de lo que pasó pensaba que… —La sirvienta desechó sus palabras con un gesto de impaciencia.

—Al parecer, al señor Railey le gusta tu carácter y no solo quiere que te quedes en esta casa, sino que te ha concedido el honor de servirle en exclusiva a partir de ahora.

Ariadna gimió al oír las palabras de la criada. ¿Ahora cómo se las ingeniaría para rebuscar por la casa? Tenía que librarse de esa nueva responsabilidad cuanto antes. Sonrió sabiendo lo que debía hacer. Esta vez, Jack Railey se las pagaría.

* * *

Emily corrió por los jardines traseros de la mansión hasta el invernadero. No había sido sencillo escapar de la atenta mirada de su madre, más cuando los invitados al baile de su compromiso estaban llegando. Adam tampoco lo ponía fácil, siempre pegado a sus faldas. Suspiró, y su mente evocó el rostro del hombre que amaba. «Darel, ojalá todo fuese distinto…».

Era una estupidez imaginar que él habría acudido a su encuentro, como lo hiciese antaño. Tendría que estar en el salón, dentro de unos minutos su compromiso se haría oficial y entonces… ¡Perdería a Darel para siempre! Debía verlo, besarlo por última vez. Después, lo dejaría marchar.

¿Por qué tenían que ser tan distintos? Él era hijo de un abogado sin posibles, se alistó en el ejército y conoció a Chris cuando ambos fueron destinados a Francia en el mismo destacamento. Ella se enamoró de él a través de las cartas de su primo evadiéndose con esa fantasía de su anodina vida. Pero el mismo día que regresaron del frente y lo tuvo ante ella comprendió que su corazón le pertenecería siempre. Iniciaron un romance al que finalmente su madre logró poner fin. La amenazó con destruirlo si no se apartaba de él. Emily se rebeló, hasta que Darel fue acusado del robo de una gargantilla. Su madre lo preparó todo y consiguió enviarlo a la cárcel, ni siquiera Chris pudo evitarlo. Ese día comprendió que nadie podría luchar contra las manipulaciones de un Railey, se alejó de él y a cambio fue puesto en libertad. Meses después, organizaron su enlace con el joven Fisher, y la vida de Emily perdió sentido.

Tocó el papel que guardaba en su bolsillo y sonrió. En su poder tenía la prueba que cambiaba parte de la historia de su familia, si alguien se enterase… Rezó porque todo saliese bien y en unas horas la carta se hallase en posesión de su primo.

Un ruido a sus espaldas la sobresaltó.

—Hola, ¿hay alguien ahí? Darel, ¿eres tú?

Inspeccionó los alrededores y cuando se disponía a dar un paso, alguien la atacó. Intentó gritar, pero el intruso depositó sobre su rostro una tela que rezumaba un pestilente olor que poco a poco fue debilitándola. Sintió como caía en la espesura de la inconsciencia. Su último pensamiento fue para Chris, tenía que encontrar la carta que dejó caer.