16
El frío de la mañana golpeó con fuerza sobre la piel desnuda que escapaba del recatado vestido de paseo de Ariadna haciéndola temblar. Se abrazó masajeándose con las manos en un intento de insuflarse algo de calor, mas el gélido día hizo imposible la tarea. Christopher, que caminaba a su lado, se desprendió de su chaqueta y se la puso sobre los hombros.
Justo cuando iba a agradecerle el gesto, las puertas del Convento de las hermanas Clarisas se abrieron para dar paso a una anciana con hábito.
—¡Buenos días, señores! ¿En qué puedo ayudarles?
—Buenos días. Estábamos buscando a una de las hermanas, Anita Carter. Nos han informado que se encuentra aquí y deseábamos hablar con ella, si fuese posible —intervino Ariadna, consiguiendo con sus palabras que la sonrisa amable de la religiosa se esfumara para ser sustituida por un semblante cargado de irritación.
—Lo siento, no podré ayudarle. Si me disculpan… —los despedía cerrando la puerta cuando Christopher la detuvo.
—Mis informaciones son precisas, hermana. Sé que Anita Carter se encuentra en este lugar.
—Entonces, también sabrá que está indispuesta, ¿verdad? —Por la acidez de sus palabras, Ariadna intuyó que pasaba algo.
—No, hermana. ¿Qué le ha sucedido?
—Síganme, los llevaré ante la Madre Superiora —anunció, ignorando la pregunta de la joven.
La monja los condujo por el interior del austero convento hasta una puerta principal. Tocó y aguardó a obtener el debido permiso antes de acceder al interior. Al cabo de unos minutos, salió al exterior y les indicó que pasasen.
—Buenos días, jóvenes. La hermana Rose Marie me ha contado que desean encontrarse con la hermana Anita. Lamentablemente, no podrá ser. Anita no podrá recibir visitas hoy, si quieren dejarle su recado, estaré encantada de hacérselo llegar.
—Le agradecemos el gesto, Madre, pero nos urge verla, aunque solo sean unos minutos. Es muy importante, de verdad. ¿Sabe usted cuándo podríamos regresar?
Elisabeth observó con ojo crítico a la bella joven y la indecisión remplazó a la lógica. Esa mañana, Anita se había levantado alterada, aterrorizada, y estaba segura que todo se debía a la visita que tuvo el día anterior. Ella sostenía que su magullado rostro se debía a una caída, pero no la engañaba. Anita había sido maltratada, estaba segura.
Se había encerrado en su cuarto y se negaba a salir alegando que se encontraba enferma, pero Elisabeth supo ver en sus ojos el temor de antaño, cuando llegó por primera vez al convento buscando descanso para su atormentada alma.
Se acercó a la entrada y llamó a la hermana Rose Marie que esperaba fuera.
—Hermana Rose, vaya a la habitación de la hermana Anita e infórmele de la visita. Dígale que —se giró hacia la pareja —, ¿sus nombres?
—Ariadna Smith y Christopher Railey.
—¿Railey? Sé muy bien que Anita sirvió en esa casa antes de tomar los hábitos y, por cómo llegó aquí, no creo que sea bueno que se entreviste con ustedes.
—Espere, Madre. Como le he dicho, mi nombre es Ariadna Smith y —tomó aire y respiró, era ahora o nunca— creo que soy la hija perdida de Jonathan y Caroline Railey. Anita me atendió de pequeña. Solo ella puede ayudarme, le prometo que no voy a molestarla, lo único que necesito son respuestas. Por favor, se lo suplico.
Elisabeth se compadeció del tormento que asolaba el rostro de esa hermosa joven y aun sabiendo que no debería hacerlo, cedió.
—Está bien, pero solo tendrán diez minutos, y la hermana Rose Marie estará presente. Vengan, los conduciré hasta el dormitorio de Anita. Diez minutos, ni uno más.
Comenzó a andar, y Ariadna fue a seguirla cuando el brazo de Christopher la atrajo hacia él.
—¿Cómo lo sabías?
—¿Cómo sabía el qué?
—Que Anita fue la sirvienta que te cuidó de niña.
—Pues no sé, me lo dirías tú.
—No, Ariadna. Nunca te lo he mencionado.
—Pues lo supondría o…
—O realmente eres Ariadna Railey, aunque te resistas a reconocerlo.
—Christopher, en esa época tendría unos dos o tres años, es imposible que recuerde a la mujer…
Ariadna enmudeció cuando se abrió la puerta del austero dormitorio de la monja y el conocido olor a lilas embriagó sus sentidos. Cerró los ojos y aspiró el aroma mientras una risa alegre y despreocupada acudía a sus recuerdos. Tan clara, como en aquellos tiempos.
Enfocó la vista y no necesitó confirmación alguna, supo con tan solo verla que la mujer delgada que estaba al lado de la Madre Superiora era Anita Carter.
—Hermana Anita, estos señores desean hablar con usted. Les he permitido pasar durante diez minutos, pero si prefiere no recibir a nadie hoy, se marcharán de inmediato.
—No se preocupe, Madre. Los recibiré, me encuentro un poco mejor.
—Perfecto, pues los dejo a solas. La hermana Rose Marie esperará afuera y transcurrido el tiempo convenido, los acompañará a la puerta. Ha sido un placer conocerles, señores. Si me disculpan, he de atender unos asuntos —informó, alejándose de todos ellos.
Ariadna seguía asombrada por su descubrimiento y no podía apartar la vista de la mujer. Apreció que uno de sus ojos lucía un tono morado, que, según parecía, era reciente.
—¿Está usted bien, hermana? —inquirió sin poder contenerse.
—¿Por qué lo pregunta, muchacha? —Anita sabía bien a qué se refería, pero no deseaba tocar el tema. Ante la insistente mirada de la implacable muchachita, se tocó la zona lastimada, restándole importancia con la mano—. No es nada, ayer tuve un desafortunado accidente.
—¿Un accidente que le dejó el ojo morado y el labio partido? —ironizó Christopher, interviniendo por primera vez en la conversación.
—Sí, tiendo a ser algo descuidada y tropiezo a menudo. Pero supongo que no están aquí para preocuparse por mi caída, ¿o me equivoco?
Ariadna tocó suavemente la mano de Christopher indicándole con el gesto que guardase silencio. Este se apartó un paso y entretuvo la mirada repasando los pocos objetos que decoraban la sobria habitación.
—Verá, hermana, mi nombre es Ariadna…
—¿Ariadna ha dicho? —El nombre pareció trastocarla. Se llevó una mano a la garganta y la examinó a fondo, acercándose un paso. Emitió un chillido y agrandó los ojos cubriéndolos de lágrimas—. Dios mío, no puede ser. Señorita… señorita Ariadna, por la Virgen María, es usted.
—No. Bueno, no lo sé a ciencia cierta, hermana. Me criaron como Ariadna Smith, jamás supe nada de los Railey hasta que vine a Seattle desde Montana para descubrir el pasado de mi madre. —Se quitó el relicario y se lo entregó, mostrándole la fotografía de Ann Smith.
Al verla, la monja emitió un grito.
—¡Es la señorita Gina! Fue su tía quien la robó. Lo siento tanto, señorita… Si yo no me hubiese descuidado aquella noche… —Se agarró el rostro y rompió a llorar.
—No se apene, hermana. Tuve la mejor de las madres y he sido muy feliz. —Anita la miró con escepticismo, y ella le sonrió—. Es cierto, tiene que creerme. Mi familia me adoraba.
—Entonces me alegro, señorita, y no sabe cuánto. Lo mejor que pudo pasarle es alejarse de aquella casa que solo trae desgracias. —Se santiguó y posó sus ojos sobre Christopher, que permanecía en silencio—. Usted siempre fue diferente, señor Railey. Me agrada que proteja a la pequeña señorita, no deje que regrese a la mansión, no sería seguro —le advirtió aterrorizada.
—Vaya, creí que no me reconocería. Era pequeño cuando se marchó.
—Lo recuerdo. A todos ustedes —precisó con determinación Anita.
—¿Por qué nos previene, hermana? ¿De qué tiene miedo?
—Usted bien sabe que esa casa guarda un secreto en cada esquina. La señorita Ariadna no estará a salvo entre ellos. —Acarició el rostro de la joven y su mirada se plagó de la ternura de antaño—. Olvídese del pasado y márchese de aquí ahora que está a tiempo.
—No puedo, Anita. Tengo que conocer la verdad, si realmente Caroline Railey es mi madre, ¿no tiene derecho a saberlo? —manifestó Ariadna apasionada.
—De ella es de la que más se ha de alejar. Siento decirle esto, pero es por su bien, señorita. Esa mujer no la quiso, nunca se hizo cargo de usted. —Anita pidió perdón por esa verdad a medias, pues aunque la señora Caroline solía ignorar a su hija, el día que la perdió, su sufrimiento fue verdadero. Anita creía que la amaba, pero a su modo. Sin embargo, debía alejarla de allí, protegerla como no lo hizo dieciocho años atrás. Debía impedir que regresase a esa casa o sería su final—. Incluso, creo que una parte de ella hasta se alegró de que desapareciese.
Los ojos de Ariadna se plagaron de lágrimas, sintió el abrazo de Christopher reconfortándola. Las palabras de Anita se le clavaban como dagas en el corazón, pues aunque seguía creyendo que Ann Smith era su verdadera madre, a medida que pasaban los días y con cada descubrimiento nuevo, una parte de ella iba aceptando la terrorífica idea, que era Ariadna Railey y que la robaron de su hogar.
—Eso no importa ahora, hermana —intervino Christopher—. Hemos venido aquí para preguntarle por mi tío Jonathan.
El rostro de la mujer empalideció.
—¿Qué… qué quieren saber? —preguntó tartamudeando de miedo.
—Necesitamos que nos cuente qué pasó aquel día.
—No, no sé nada. Yo solo era una sirvienta que…
—Sé que estuvo presente ese día. Dígame, ¿de verdad cree que fue De Soussa el responsable? Ese hombre era como un hermano para mi tío, sabe tan bien como yo que no pudo hacerlo.
Anita se revoloteó el pelo y comenzó a llorar, sentándose en la cama.
—Les juro que no sé nada, y no deberían indagar sobre ese día. Dejen a los muertos descansar en paz.
—¡Descansarán en paz cuando se haga justicia, Anita! Estoy convencido que Jean-Pierre de Soussa no fue el responsable de la muerte de mi tío.
—Pues se equivoca, muchacho. Sí lo hizo, no sé sus motivos, pero lo vi. Entró a hurtadillas en la cocina y subió a la planta superior, él no me vio, pero yo sí. Luego comenzaron las voces, la discusión que retumbó en toda la casa, a la que siguió un silencio que ponía los pelos de punta. Hasta que se oyó el disparo. El señor Cetrius dio aviso a la policía y cuando llegaron, ya era tarde, el estudio ardía en llamas. Entre todos frenamos el avance del fuego evitando que se propagase al resto de la casa. Pero, al entrar, encontraron los cuerpos quemados y junto al del señor De Soussa, una pistola. El detective Scott declaró que había sido él y así fue. ¿Por qué insisten en remover todo aquello? ¿Creen que van a conseguir algo? El señor Jean-Pierre de Soussa mató a su tío, déjenlo ahí.
—Sé que no me está diciendo toda la verdad. ¿A qué tiene miedo? Mírese, está aterrorizada con solo recordar aquel suceso, y apuesto todo lo que tengo a que ese rostro magullado no se debe a una caída. ¿La han amenazado? Sí, sus ojos no mienten. —Se giró hacia Ariadna—. Alguien nos sigue el rastro y sabe que estamos investigando. Intentan atemorizarla para que no confiese la verdad, ¿no es cierto, hermana?
—¡Está usted loco! Lo que dice no tiene sentido. ¡Hermana Rose! ¡Hermana Rose! —La puerta se abrió de golpe dando paso a la religiosa—. Los señores ya se marchan, acompáñelos a la salida.
—Anita, por favor, usted es nuestra única esperanza —suplicó Ariadna.
—Adiós, señorita, ahora que la tengo frente a mí y puedo descargar parte de la culpa que pesaba sobre mi conciencia, me despido de usted para siempre.
—Descárguela entera contando la verdad, hermana. Limpie el nombre de ese hombre inocente al que le hicieron pagar por un crimen que no cometió —siseó con fiereza Christopher; apretando los puños.
Anita se dio media vuelta y no se volvió hasta que quedó a solas. Ariadna escuchó los lamentos de la pobre mujer mientras eran conducidos a la salida.
—¿Qué vamos a hacer? No tenemos nada, Christopher.
—Te equivocas, niña. Hemos conseguido mucho, ahora sabemos que sí se esconde algo tras la muerte de mi tío y que probablemente De Soussa fuese inocente.
—Sí, y ojalá supiese quién fue el malnacido que se atrevió a ponerle una mano encima a la pobre Anita, le daría de su propia medicina. —Ariadna abrió su bolsito y sacó un revólver Colt.
Christopher soltó una carcajada y silbó admirado.
—Solo tú, Ariadna Smith, podrías guardar un arma en tu bolsito.
—Las mujeres de Montana siempre vamos preparadas.
—Y dime, ¿son todas las jóvenes de tu tierra tan apetecibles como tú?
Ariadna lo golpeó en el hombro e intentó alejarse, malhumorada, él la agarró de la mano y la estiró hacia él, pegándola a su cuerpo mientras la besaba apasionadamente. Ariadna fue incapaz de sujetar el sombrero que huyó de ella. Finalmente, dejó de luchar y se rindió a su pasión.
—Eres incorregible, Christopher Railey —le susurró con los ojos cerrados y una incipiente sonrisa. Se apartó de él y abrió los ojos aleteando las largas pestañas mientras suspiraba subyugada por la embriagadora sensación que le dejó su beso.
—Si estás cerca, siempre.
Riendo como dos enamorados, subieron al vehículo del joven, que la acercó hasta la pensión Jenkins.
—Se me ha olvidado preguntarte por el señor Jabson, ¿cómo ha amanecido hoy? ¿Lo pudisteis trasladar a su casa?
—No, lo he llevado a la mía. Richmon se ha quedado con él, aún está muy débil, pero creo que se recuperará.
—Me alegro mucho. Quizá podría ayudaros, así tu secretario descansaría unas horas y…
—Te lo agradezco, niña, pero no voy a mi casa.
Ariadna esperó una explicación más contundente y al ver que no abría la boca, se irritó.
—Ah… Supongo que tendrás cosas que hacer. Bien, pues te dejo marchar.
—No te enfades, preciosa, es que tengo una cita ineludible —le dijo risueño.
—¿Con una de tus mujeres? —replicó irritada.
—Y si así fuese, ¿te importaría?
Sus ojos miel se cubrieron de frialdad. Ariadna sintió unos inexplicables celos quemándola por dentro.
—No, qué me importa lo que hagas. Además, yo también he quedado —mintió sin poder contenerse.
—¿Ah, sí? Y con quién, si no conoces a nadie en la ciudad.
—No es de tu incumbencia.
—Claro, porque te lo acabas de inventar. —Soltó una carcajada.
—¡Desgraciado presuntuoso! Qué sabrás tú. —Lo miró con rencor y, de repente, una idea acudió en su ayuda—. No debería darte explicaciones, pero por esta vez lo haré. Su nombre es J.R. y es un caballero encantador. Hoy mismo voy a verlo. —Calló que era un vagabundo y que el motivo de su visita era proporcionarle alimento. Si Christopher descubría su mentira, se moriría de vergüenza, ¿por qué habría mencionado semejante cosa? ¡Maldito orgullo!
—¿Quién diablos se llama J.R.? —bramó enfadado.
—¿Y Christopher? J.R. es… exótico —lo picó divertida al advertir su malhumor.
El joven bufó.
—Pues no te entretengas más, no sea que el perfecto J.R. se moleste.
—Sí, tienes razón. Mejor que no me retrase, que aún tengo que arreglarme. Y tú tampoco, no piense tu dama que la has dejado plantada.
—Sí, tienes razón. Que disfrutes con tu caballero —musitó entre dientes.
—Lo mismo te digo —repuso ella fríamente.
Ariadna descendió del automóvil y cerró la puerta fuertemente. Entró en la pensión sin mirar atrás, consumida por la rabia. Descarado, cínico, mujeriego… ¿Se atrevía a besarla cuando había quedado con otra?
Cristopher vio como desaparecía y apretó la mandíbula. ¿J.R.? ¿Quién demonios era ese? Tenía que ser una invención suya, ¿no? Aunque era tan hermosa que no le extrañaría la repentina aparición de algún imbécil. Seguramente ya lo tendría pegado a sus faldas, con lo coqueta que era. Decidió que debía estar alerta para protegerla por si el tipo resultaba ser un desgraciado que buscaba aprovecharse de su Ariadna.
¿Su Ariadna? Pero bueno, qué rayos le pasaba. Meneó la cabeza y se dijo que simplemente se preocupaba por el bienestar de la muchacha. Por eso, tendría que seguirla, para asegurarse que no corría peligro; nada más.
Aguardó un buen rato hasta que la vio salir. Y cuando comenzó a andar, la siguió. Se preguntó por qué no se habría cambiado de ropa, como aseguró, sin embargo, restó importancia al asunto. Era imposible entender a las mujeres.
Anduvo tras ella hasta que llegaron a la calle Gilmar Drive West, en la que se situaba la residencia Johnson. Se ocultó cerca de donde se encontraba la joven y escuchó cómo saludaba al tal J.R.
Loco de celos, salió de su escondite dispuesto a enfrentar a ese idiota. Y al verlos enmudeció. Rápidamente volvió a esconderse y rompió a reír. ¡Menuda intrigante!
Divertido por la ocurrencia de la alocada joven, se acercó hasta su coche y emprendió su amargo camino. Ahora, seguro del embuste de Ariadna, podría enfrentar la visita a la mansión Railey y comenzar la búsqueda de la carta que limpiaría su nombre. Rezó porque aun estuviese en el invernadero.