37
Seattle, 1922
Habían pasado dos semanas desde aquel fatídico día, y Ariadna todavía no lograba conciliar el sueño. En su memoria aparecían una y otra vez las escabrosas imágenes de la casa de campo. Por no hablar de la historia que Laura Levinson dejó salir a la luz y que atacó, más si cabía, a sus ya perjudicados nervios. Meses atrás, cuando pisó Seattle por primera vez, jamás imaginó que toda su vida se vería patas arriba.
Las tristes exequias que se dieron por el alma de Gina y Amelia tampoco ayudaron a calmar su desasosiego. La ceremonia aconteció dos días después del escabroso suceso, y a ella solo acudieron los más allegados a Ariadna.
Nadie se presentó para acompañar el salmo del sacerdote en el último adiós de las mujeres. No hubo palabras que las recordasen en vida ni cánticos que amenizasen la amarga ceremonia, tan diferente de la que vivió meses atrás cuando todo Turah se presentó para despedir a la otra Johnson, la que se hacía llamar Ann Smith.
Las lágrimas resbalaron por sus mejillas en ese preciso instante, cuando recordó uno de los episodios más fatídicos que tuvo el infortunio de vivir. ¿Cuándo acabaría aquello? Pareciera que estaba condenada a quedar inmóvil mientras el destino movía sus fichas y le arrebataba a sus seres queridos. Su padre, su madre y ahora que conocía sus orígenes, perdía a su familia biológica.
Cuando el acto religioso concluyó, Christopher la arropó entre sus brazos y juntos depositaron una flor en cada féretro. La siguieron Felicity, Enriqueta, Laura, Richmon, Darel y Emily. Cada uno murmuró una plegaria por ambas y pusieron distancia. Todos menos Ariadna, que era incapaz de concebir un atisbo de tranquilidad.
Aquella tarde, la idea de marcharse de esa ciudad se le antojó más gustosa. En cierta parte huiría, sí, pero es que era incapaz de soportar un trastorno emocional más y sabía que el peor aún estaba por llegar, concretamente cuando se enfrentase a Christopher y definiesen su situación.
Por temor a ese momento, se trasladó a la mansión Railey, pese a las protestas del joven, que no entendió por qué deseaba reencontrarse con su pasado en la vieja vivienda. La tía Enri la acompañó.
La misma tarde de su mudanza, Emily se acercó a ella y la abrazó fuertemente deseándole lo mejor en su nueva vida. Ella se extrañó por ese arrebato y le aseguró que volverían a verse, a lo que esta rebatió con un simple beso en la mejilla:
—Algo me dice, querida prima, que este será nuestro adiós. ¿Nunca te han dicho que cada uno de tus sentimientos se reflejan en tu mirada? Sé que planeas partir, y me da que no será muy tarde. Espero que, al menos, me escribas a menudo.
Muda de asombro, fue incapaz de contestar. No quería mentirle, así que se limitó a abrazarla.
—Así será, te lo prometo.
—¿Y Chris? —se aventuró la otra—. Te quiere, ¿sabes? Nunca lo había visto así con otra mujer. Creo que lo dejaría todo si tú se lo pidieses.
—Lo dudo, de todas formas, no sería justo hacerle eso. Solo soy una granjera, Em. Adoro mi vida allí, y él se marchitaría. Lo mejor es dejar las cosas como están, no hay futuro para nosotros.
—No se rendirá, lo conozco bien. Que la vida te sonría, prima, escribe pronto. Y vuelve algún día, aquí hay mucha gente que te quiere.
—Lo mismo te digo, las puertas de mi casa siempre estarán abiertas para ti y los tuyos.
La morena la abrazó y luego dio media vuelta lanzándole un beso con la mano por encima del hombro.
Ariadna salió al exterior y se introdujo en un taxi, le dio las señas de la gran mansión y cuando hubo llegado, le rogó que continuase conduciendo. Pasó la zona centro de Seattle y le ordenó parar cuando estuvo frente al Blue Mouse Theatre, uno de los cinematógrafos más populares de Seattle. Se apeó y se acercó al cartel que anunciaba la proyección de esa tarde: Primer Amor, un romance entre la hermosa actriz Constanza Binney y el apuesto actor Warner Baxter. Condujo sus pasos hacia el interior sabiendo que eso era lo que necesitaba, un desfile de imágenes sin sonido que la evadiesen de sus acuciantes pesares.
Al cabo de diez minutos, a su lado tomó asiento una figura grande, sólida y cálida. No necesitó mirarlo para adivinar de quién se trataba, pues su característico aroma lo enunciaba.
Se apoyó en su hombro, y él le pasó el brazo por la espalda. Y así, en un mutismo consensuado, disfrutaron del film. No le preguntó cómo la había encontrado, pues nada se le escapaba a ese hombre que, probablemente, la había seguido.
Al finalizar el romance de ficción, subieron a su Ford negro y él la condujo hasta su nueva residencia. Al llegar, ella lo miró de soslayo.
—Gracias —le dijo. Él levantó la ceja a modo de interrogación—. Por acompañarme respetando mi silencio.
—A veces, un gesto dice más que una palabra. Y tú no necesitabas una charla insustancial. Precisabas un hombro amigo en el que apoyarte, y conmigo siempre podrás contar —le respondió con media sonrisa. Los ojos de ella se plagaron de lágrimas. Qué guapo era… ¿Sería capaz de dejarlo atrás?—. Siempre estaré cuando me llames, cariño. Pero dejaré que vengas a mí, no quiero presionarte.
—Te lo agradezco. Ahora mismo. —Bajó los ojos, incapaz de enfrentarlo—. Tengo que estar sola, quiero estarlo.
Él apretó la mandíbula, dolido porque lo echase de su lado, pero respetó su decisión y no la detuvo cuando tomó distancia y se introdujo en la mansión. Sin embargo, volvería cada tarde para asegurarse de que estaba bien.
Ariadna subió las escaleras destrozada, precedida por la dulce melodía que salía del gramófono que Enriqueta había descubierto en el gran salón. La joven pensó en el atractivo rubio y el corazón se le desgarró, pues, para ella, esa había sido su despedida. No volvería a verlo, no podría hacerlo. Lloró esa tarde y parte de la noche mientras la música seguía sonando.
Días después, visitó al abogado de la familia y comenzó los trámites que la liberarían de sus responsabilidades en esa ciudad. Él seguía yendo a preguntar por su estado e incluso, un día perdió los papeles y la abordó en el jardín. Ella, que lo echaba terriblemente de menos, se dejó arrastrar por sus besos hasta que la cordura hizo acto de presencia y se apartó, rogándole que la dejase en paz. Le prometió falsamente que iría a verlo y se le partió el alma al observar su tortuosa mirada. Él sabía que mentía, pero no dijo nada. Marchó sin oponer resistencia.
Y ahí estaba ahora, a un paso de abandonar esa ciudad. Apretó el bolsito que colgaba de su brazo y suspiró. Dentro portaba tres billetes de tren que la alejarían en menos de dos horas de la urbe. Y de él. Se repitió una vez más que hacía lo correcto. Seattle siempre le traería amargos recuerdos y no le permitiría ser feliz. Una voz interna le susurró que era una cobarde, que prefería huir antes de abrirle su corazón.
—¡Ariadna! —gritó la tía Enri al pie de las escaleras que daban paso a la entrada del hospital. A su lado estaba un J.R. irreconocible, sus rasgadas ropas habían sido sustituidas por un elegante traje marrón que le quedada a la perfección y le otorgaba un aire sofisticado. Sin duda, el cambio era fruto de la sonriente pelirroja—. Ya le han dado el alta, mi niña. Nos dirigíamos a la mansión, a esperarte allí. ¿Has comprado los billetes?
—Sí, los tengo aquí. —Señaló su bolsito—. Saldremos en dos horas.
—Cariño, ¿estás segura? Creo que te vas a arrepentir. ¿Por qué no esperamos algunos días más? Quizá surja algún problema con el traspaso de tus bienes.
—No. Hoy mismo he firmado todo el papeleo. Tal y como te dije, las empresas a mi nombre pasarán a manos de Emily y Darel. Y desde mañana la casa le pertenecerá a Felicity, bueno, siempre y cuando respete la cláusula que he impuesto. —Ante la ceja levantada de su tía, contestó—: Quiero que mantenga al servicio y contrate a Ruth. Esa mujer ha sufrido demasiadas penurias. ¡Tendrías que haber visto su cara cuando se lo he propuesto! Me ha gritado que tengo el corazón de mi madre —dijo con una sonrisa—. Se refería a Caroline, por supuesto. La he llevado a la mansión y la he dejado a cargo de Cetrius, que tras conocer su historia, ha prometido tener paciencia con la nueva doncella.
—¡Qué buena eres, mi niña! —Movió la cabeza—. Pero ¡no puedes renunciar a toda tu herencia! ¿Es que no deseas nada?
—Del patrimonio económico, cogeré solamente la mitad para ayudar con las reformas, una vez que nos hagamos con los terrenos que tanto anhelaba Ann. El resto lo he transferido a la cuenta de Christopher. —Al ver su mohín, levantó una mano, silenciando cualquier protesta—. ¡Era lo justo! Jonathan se lo dejó a él, pero Gina, con sus malas artes, lo echó de la familia y se hizo con su parte. Ahora las cosas serán como debían.
—Muy bien, si eso es lo que quieres… Pero me niego a irme sin al menos protestar. La muchachita que he visto crecer no huiría de nada. Ella es capaz de viajar sola a una ciudad desconocida y removerla hasta sacar la verdad de debajo de las piedras. No puedes alejarte sin verlo una última vez. ¿Qué puedes perder, pequeña? Ese hombre te quiere, no dejes que el miedo te impida ser feliz. Ve a por él, háblale de tus sentimientos y lucha, como Ann lo hubiese hecho en tu lugar.
Ariadna la miró sonriente e indecisa. ¿Y si tenía razón y dejaba escapar la única oportunidad de ser feliz?
—Recogeremos el equipaje y te esperaremos en la estación. Si no llegas, es que tu destino está aquí, pequeña —la animó Enriqueta con la emoción pintada en su rostro.
Entre lágrimas, se despidió de ambos y con una carcajada, echó a correr hacia el primer taxi que encontró, directa a La perla prohibida, donde se encontraba Christopher.
* * *
Christopher salió del estudio en busca de Richmon y se quedó paralizado. En medio del salón de baile estaba Ariadna, quieta, empapándose de todo cuanto la rodeaba.
—Veo que te gusta mucho mi club, quizá puedas convencerme de que te haga socia —le dijo juguetón, con media sonrisa. Pero al girarse hacia él y ver su expresión, se puso serio de inmediato—. ¿Qué ocurre, cariño? ¿Estás bien? Si ha pasado algo…
Le acarició la mejilla, pero ella se apartó, dándole la espalda.
—Me voy, Christopher.
—¿Que te vas? Si acabas de llegar… Además, hay algo que me gustaría enseñarte, creo que te agradará, ven, está en mi estudio…
—¡Me marcho de Seattle! Vuelvo a casa.
Los rasgos de él se marcaron y sus ojos adquirieron un tono oscuro.
—Ya estás en casa —afirmó entre dientes. Furioso porque era consciente desde hacía semanas que esa idea la rondaba, pero se había negado a creer que lo haría, que lo dejaría. ¿Tan poco significaba para él? Intentó ocultar su enfado y emitió una fría sonrisa—. Vamos, olvida esa tontería y ven conmigo. Podemos divertirnos un rato… —La cogió de la cintura, besándole el cuello. Ella lo apartó.
—¡Christopher, hablo en serio! —Él se mesó el cabello—. Por favor, escúchame. He venido a despedirme. —En su fuero interno, deseó que él le suplicase que se quedase, que le confesase cuanto la amaba—. Te agradezco todo lo que has hecho por mí, pero he de seguir con mi vida. Ya nada me ata a este lugar. —«Pídeme que me quede, ¡hazlo!», gritó interiormente—. Siempre recordaré estos meses, yo… yo te echaré mucho de menos.
—Entonces no te vayas. No me hagas esto, Ariadna —le suplicó con voz torturada, intentando abrazarla. Y dolido porque ella quisiese alejarse de su lado.
—¡No puedo! ¿Qué vida me espera aquí? Quiero formar mi propia familia junto a un hombre que me respete y me adore. Deseo vivir el amor de Caroline y Jonathan, ellos, a pesar de todo, se quisieron con locura. ¡Mi madre conservó sus fotografías toda su vida! No me conformaré con menos, Chris. Y no me quedaré a no ser que me digas que tú eres ese hombre, que te casarás conmigo y que me amas tanto como yo a ti.
Ya está. Había puesto las cartas sobre la mesa, le abrió su corazón.
Esperó, pero él no dijo nada.
¡Qué tonta había sido! ¿Cómo pudo creer que alguien como él cambiaría? No la amaba, nunca lo hizo. Solo era una más. Él jamás le prometió nada y ahora se negaba a responder por no dañarla más.
Un sollozo vino a ella y se giró, yéndose de allí sin mirar atrás. El llanto la sacudió con violencia y con gran dificultad le indicó al taxista su destino: la estación de la calle King.
Christopher salió de su estupor. ¡Ariadna lo amaba! ¡Lo amaba! Y… ¡Joder, la había dejado escapar! Estaba tan sorprendido por su confesión que fue incapaz de articular palabra. Hasta ese momento se había negado a enfrentarse a la realidad, que su sentimiento de posesión, su deseo insaciable por ella respondía a un amor profundo que nació el mismo día en que la vio por primera vez hurgando a escondidas en el que fue su cuarto cuando vivía en la mansión. Tenía que encontrarla. Buscó desesperadamente las llaves de su coche y de pronto rio, soltando una carcajada. ¿Le había pedido matrimonio? Sí, estaba seguro. Estupefacto, pensó que esa mujercita nunca dejaría de sorprenderlo.
Bien, debía arreglar ese embrollo y hacerlo antes de que fuese demasiado tarde.
Arrancó su vehículo y la buscó en la mansión. No estaba, ni ella ni Enriqueta. Fue a su casa creyendo ilusamente que estaría allí y tampoco.
—Hijo —lo llamó su madre al verlo entrar. Apenada, leyó la desesperación en su rostro—. Ya se ha ido. Su tren salía a la una, Enri me lo dijo cuando pasó a despedirse. —Él miró su reloj. Una y cuarto—. Lo siento.
—No lo hagas, aun no es tarde.
—¿Qué quieres decir?
—Que me voy, madre. La seguiré a donde haga falta con tal de recuperarla. Y si tengo que convertirme en un maldito vaquero, que así sea. —Su madre lo miró de arriba abajo y soltó una risita. Iba perfectamente elegante, como siempre. Se lo imaginó sin su traje, con un sombrero y un pañuelo anudado al cuello sobre una camisa semidesabrochada y un chaleco a modo de chaqueta. En su cintura, una correa de piel conteniendo un revólver. Ah, y montando a caballo. Volvió a reír. ¡No se lo perdería por nada del mundo!
—Entonces yo también —expresó alegre.
—Pero…
—Ariadna me ha regalado la mansión, Enriqueta me lo ha dicho. —Su hijo abrió los ojos con sorpresa—. Pero no la quiero, demasiados recuerdos dolorosos.
—¿Y qué harás con ella?
—Emily y Darel necesitan un buen hogar y se me ocurre una idea estupenda para nosotros. ¿Te acuerdas de los terrenos que Ariadna deseaba comprar…? —Lo cogió por el brazo mientras se dirigían a la planta superior. Quedaba mucho por hacer antes de su nueva aventura. Felicity suspiró feliz.