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—¡Qué conmovedor! Suéltala, ya está muerta, no necesita de tus cuidados. —Rio—. Hasta en sus últimos momentos solo pensó en ti, en su pequeña adorada. Bien, morirás por ello.
—¡Somos hermanas! Amelia, puedo ayudarte. No estás sola, estoy aquí, a tu lado.
Amelia soltó una amargada carcajada.
—Ya es tarde para cariñitos, ¿no crees? No quiero tu amor, lo único que deseo de ti es tu muerte.
—Pero ¿por qué? ¿Qué te he hecho? He vivido sumida en un engaño, todo cuanto conocía era mentira. Ambas fuimos engañadas y traicionadas. No entiendo por qué me odias tanto, yo no he sido la causante de tu dolor. ¡Ni siquiera sabía de tu existencia hasta hoy! Te juro que de haberlo sabido te habría buscado…
—¡Cállate! —Se tapó los oídos con las manos, agarrando fuertemente su cabeza. Ariadna aprovechó para ponerse en pie—. Ella te quiso, te dio el amor que a mí me negó —se dijo a sí misma, en un susurro—. Tú nunca le has importado a nadie, Amelia, nadie te quiere, nadie te quiere…
—¡Yo sí!
—¡Noo! Tú eres como ella. Peor porque me robaste su cariño, ella depositó en mí su confianza, yo la cuidaba, la tenía a mi merced hasta que apareciste tú y lo estropeaste todo. Comenzó a hablar de ti, a buscarte a todas horas y a alejarse de nuevo. Me volvió a tratar fríamente, como si fuese una mera sirvienta. Soñaba contigo, con vuestra vida en común, solía imaginar que viajaríais juntas, lejos de Seattle, y seríais felices —gritó llorando—. En ningún momento se acordó de mí, de la niña que la veló desde que enfermó, de su otra hija que moría por una insignificante palabra de amor. —Su cuerpo temblaba violentamente a causa de los sollozos y con sus manos sujetaba el arma apuntando a su hermana. Ariadna la contemplaba con lágrimas en los ojos, sintiendo que solo era una niña asustada y dolorida, que habría hecho hasta lo indecible por recibir una palaba de aliento de parte de su madre, quien jamás reparó en ella.
—¿Entonces se trata de eso? ¿Tienes celos? Ya se ha ido, nuestra madre no está. ¿Crees que te sentirás mejor asesinándome? No, Amelia. Seguirás como hasta ahora, sola y amargada. Dame una oportunidad, hermana, por favor, déjame demostrarte que aún hay tiempo para nosotras…
Dos figuras emergieron de la nada. Y un griterío conformado por voces masculinas, entre las que oyó a su dulce Christopher, la interrumpió.
—¡Ariadna! —exclamó él al observar la escena—. Maldición, ¿estás bien? —Dio un paso hacia ella, pero Amelia corrió a ponerse tras su hermana a modo de escudo, encañonándola en la sien.
Ariadna gimió de agonía.
Los ardientes y oscuros ojos de Christopher contrastaban con su pálido semblante, blanco como la nieve. Por un segundo, el terror se reflejó en su mirada. Y con un gruñido de rabia se lanzó hacia ellas, obviando las protestas de los policías que lo acompañaban.
Amelia chilló asustada ante su intervención y tropezó cayendo hacia atrás; perdiendo el arma al resbalarse. Ariadna se encontró entre sus brazos y se dejó acunar bajo la calidez de su cuerpo; su corazón latía furiosamente contra su pecho y solo se veía capaz de sujetarse a él.
—Shhh, mi amor, estás a salvo —la tranquilizó acariciándole la espalda cuando comenzó a llorar—. Dios, casi te pierdo. Ariadna… —su voz se entrecortó por la emoción, la abrazó fuertemente y le besó el cabello. Ella se perdió en él hasta que la voz del detective Scott la trajo a la realidad.
—¡Señorita, baje el arma! —ordenó el detective Scott, sacando su propia pistola, varios agentes la rodearon desde distintos ángulos, preparados para intervenir—. Todo ha terminado, ¡ríndase!
—¡No pienso dejar que me ahorquen! —gritó desesperada mirando hacia todos los lados.
—Amelia, por favor —le imploró Ariadna—. No compliques más las cosas. ¡Entrégate!
—Ojalá hubiese sido diferente —le sonrió, acercando la pistola a su cabeza.
—¡Amelia! ¡Baja el arma, por el amor de Dios! —intentó ir a ella, pero Christopher la retuvo por la cintura. Ariadna se debatió llorando y rogándole que la soltase.
—Quizá hasta nos hubiésemos llevado bien… —prosiguió—. Espero que al menos tú puedas ser feliz algún día. Adiós, hermana.
El grito de Ariadna se interpuso entre el sonido del disparo. Todos permanecieron en silencio, observando como la joven, rota de dolor, acunaba entre llantos a la que ahora yacía al lado de su madre entre su propio charco de sangre.
Christopher cerró los ojos y movió la cabeza con pesar. Levantó a Ariadna del suelo y la alejó de allí. Se sentaron en el banco, donde minutos antes ella había leído la carta, y él escuchó pacientemente la historia que la joven dejaba salir a la luz entre lágrimas e hipo. Al finalizar, se quedaron callados, abrazándose.
—Disculpe, señor Railey —se aventuró el detective—. Nos llevamos los… —carraspeó— los cuerpos. Les avisaré cuando los examinemos, para que puedan enterrarlos.
Ariadna lo miró furiosa por el poco tacto del áspero hombre.
—Detective, hay algo que debería saber. Amelia me confesó que ella había matado a la señora Jenkins e inculpado a Jack. Posiblemente merezca la cárcel por otras causas, pero lo cierto es que es inocente de ese crimen.
—Lo siento, señorita. Me temo que ya es tarde para su tío, pues se ha declarado como autor del asesinato y, ante su confesión y sin la declaración de la señorita Amelia, todas las pruebas siguen apuntando a él.
—Pero…. ¡Es inocente! No puede pagar por algo que no hizo.
—Eso es lo que afirma usted, señorita, pero las pruebas dicen lo contrario. Deje las cosas como están, ya es tarde para él.
La joven resopló iracunda, sabiendo que ese policía no movería ni un solo dedo para demostrar la versión de Amelia. Cerró los ojos y sintió lástima por Jack, nada podría hacer por él.
—Ariadna, será mejor que nos vayamos. Necesitas descansar, ha sido un día muy duro y el viaje de vuelta es largo. —Ella asintió y se dejó conducir hasta la casa para recoger las pertenencias de las tres. Cuando hubo preparado todo, partieron en el vehículo de Christopher.
Horas después, Frederick les abría la puerta.
—¡Niña! ¿Qué haces aquí…? —Enriqueta calló al contemplar el semblante descompuesto de Ariadna y supo de inmediato que algo andaba mal. Abrió sus brazos, y la joven corrió a ella, deshaciéndose en lágrimas. La condujo hasta el salón, donde también se encontraba Felicity, y juntas escucharon sus reveladoras palabras.
—¡Laura! ¿Qué está pasando? He escuchado voces… No entiendo por qué no puedo salir de esta habitación si estoy totalmente recuperada —se quejó Emily cuando vio a su amiga aparecer por la puerta. Esta, que ahora vestía muy diferente, se rio, transformando su rostro y embelleciéndolo—. Estás tan cambiada… Sé que siempre te lo digo, pero es que me alegro muchísimo, amiga. ¡Pareces otra!
Laura le sonrió.
—Todo os lo debo a vosotros, que me tratáis como una reina. Nunca en mi vida me habían cuidado tan bien, ¡estoy muy contenta, Em! Incapaz de concebir que estamos lejos de ese infierno. Es como si viviese por primera vez en la vida. Soy feliz.
—Y aun lo serás más cuando Darel logre recuperar todo lo que te robó esa sanguijuela que tienes por madrastra. Lo conseguirá porque así se lo ha propuesto y ya verás como dentro de muy poco vuelves a recuperar tu posición social.
—El dinero no me importa, en absoluto. Lo único que quiero es encontrar al hijo que me robaron y suplicarle que me perdone por lo que ha sufrido… —la pena asomó a sus ojos y Emily posó una mano sobre la suya, reconfortándola.
—Lo encontraremos, te lo prometo. Y ahora —sonrió—, por qué no me cuentas qué te traes con Richmon.
—¿Con ese pomposo entrometido? ¿Qué podría tener yo? Quiso apartarme de tu lado y no se lo permití, eso es todo. Se cree que sabe más que nadie, como si fuese médico cuando solo es un secretario. Alguien debería ponerlo en su lugar alguna vez.
—¿Y serás tú quién lo haga?
—Si se tercia, sí. ¿Puedes creer que osó opinar sobre mi hijo? Me dijo que debería dejar los llantos a un lado e ir en su busca, que llorando no se conseguía nada. Y por si fuese poco, me informó que había estado indagando por su cuenta. ¡Cómo si yo se lo hubiese pedido!
—Lo que yo creo es que te gusta, y tú a él, cualquiera puede darse cuenta al veros juntos. Os pasáis el día discutiendo y mirándoos de reojo cuando creéis que nadie os presta atención. Es un buen hombre, Laura, yo no lo dejaría escapar.
—¡Qué tonterías dices! —exclamó, volviendo la cara para que no viese el rubor de sus mejillas. Ese estirado… ¿Gustarle? Ja. Su imagen vino a ella, y, sin ser consciente, sus labios se abrieron en una dulce sonrisa. Malhumorada, desechó esa locura. A esas alturas de su vida, ¿qué iba a hacer con un enamorado? Ni siquiera alguien tan atrayente como Thomas Richmon podría hacerla caer. Asintió, más segura de sí misma.
—El tiempo me dará la razón, amiga. —La aludida movió la mano, restándole importancia a su afirmación.
—Me preguntabas qué pasaba abajo, ¿no? —la interrumpió—. Tu prima ha regresado de su viaje y me temo que con muy malas noticias. He entrado en el salón justo cuando lo contaba; al parecer, ya ha descubierto que Caroline era realmente Gina, su verdadera madre. Y que la sirvienta que las acompañaba, una tal Amelia, era su hermana. —La miró indecisa—. Y, por lo visto, también tuya.
—¿¡Mía!? Supongo que sería fruto de la relación de Gina con mi padre… —Negó con la cabeza—. Ya nada me sorprende de esta familia, solo me apena haberla tenido tan cerca estos años y no saber quién era. —Sus bellos ojos se llenaron de lágrimas—. ¡No puedo creer que Amelia fuese mi hermana! Qué injusta es la vida… ¿Por qué no lo dijo? Creo que nunca perdonaré a Gina por todo el mal que nos hizo.
—Ah, y ¿te acuerdas del asesinato del que me hablasteis?
—¿El de la señora Jenkins?
—Sí, según ha contado Ariadna, fue fruto de Amelia. Planeó el viaje con Gina y tu prima para acabar con ellas también. Pero Gina se interpuso cuando disparó a Ariadna y logró salvarla, muriendo casi al instante. Amelia, arrinconada por los policías, se quitó la vida.
—¡Santo Dios! —exclamó, tapándose la boca—. Laura, sé cuánto te importaba Caroline y por eso te ruego que hables con Ariadna, debe saber su historia, y solo tú la conoces. Al principio, he de reconocer que me costó creerte, pero finalmente todo ha salido a la luz y prueba lo que me dijiste. Ariadna estará hecha un mar de dudas. Merece saberlo. Conociste a la mujer que la crio cuando la internaron en el sanatorio, ella te confesó su secreto y su hija tiene que conocerlo. Busca a mi prima y habla en nombre de Caroline, esa bendita mujer que sufrió lo indecible a causa de su hermana.
—Sí, creo que ha llegado el momento de desvelarlo todo.
Laura se dirigió a la puerta y bajó los escalones que la separaban del salón. Tocó, y ocho ojos se giraron hacia ella. Carraspeó y empezó a hablar…