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Amelia rodeó el asiento y se puso frente a su media hermana, que ahora se levantaba lentamente del banco, arrugando el papel que sostenía entre las manos. En su rostro circularon varios sentimientos, desde la sorpresa, hasta la angustia, rabia y finalmente se asentó el dolor.
—Sí, Ariadna, soy yo. La hija que Caroline tuvo con su amante, Jack Railey. A diferencia de ti, ella nunca me quiso, solo fui un maldito obstáculo en el camino de su venganza. Se deshizo de mí abandonándome en Villa Academia, un orfanato situado cerca de donde me tuvo. Su querida Gladis Doe la ayudó; de hecho, fue ella la que me dejó allí.
—¿Cómo…?
—¿Cómo lo descubrí? Bueno, durante años indagué sobre mi procedencia, pregunté a las hermanas, a la Madre Superiora e incluso incité a varias huérfanas para que descubriesen algo. Una de ellas se coló en el despacho de la abadesa y descubrió un cajón cerrado. Lo abrió y se lo encontró repleto de papeles, tras rebuscar en ellos, leyó mi nombre en uno y me lo trajo. Era una ficha cumplimentada por la entrometida ama de llaves, su firma figuraba abajo. Allí pude leer el nombre de mi verdadera madre y al cumplir catorce años, hui de ese infierno robando varios objetos de plata que vendí para sobrevivir durante meses. Marché hasta Olympia, guiada por los datos que reposaban en el papel y pregunté por Caroline Railey y Gladis Doe hasta que di con una joven. Ella me habló del ama de llaves y su trabajo en la casa Johnson, en Seattle. Resultó ser una de las muchas sobrinas de esa vieja. La muy idiota ni siquiera preguntó por mi interés, supuso que mi historia era cierta y era la hija de una antigua conocida de su tía.
»Regresé a la gran ciudad y tuve suerte desde el principio. Todo el mundo sabía de la excéntrica mujer Railey, que sufrió el robo de su pequeña y perdió a su marido. Me acerqué a la mansión y solicité un puesto como doncella. La señora Roubert me rechazó porque ya tenían suficientes sirvientas, así que rondé la casa durante días hasta que la vi aparecer, nuestra magnífica madre, tan bella y recia en aquel entonces... Desde ese momento supe que la odiaba, que siempre lo haría. Ella cubierta de seda y oro, y yo sufriendo penurias a causa de su egoísmo.
Observé a su doncella personal durante días hasta que la vi salir de la casa en dirección al centro de la ciudad. Iba sola, entretenida en sus pensamientos. Aproveché su despiste y el ajetreo que se vivía en la calle a causa del inicio de la guerra para empujarla justo cuando pasaba a toda velocidad un vehículo militar, que la arrolló, dejándola gravemente herida.
Fue la primera vez que lo hice, lo de matar a alguien. Y lo cierto es que me gustó, me hizo sentir viva, como si pudiese disponer de la vida de cuantos me rodeasen. Yo decidía el destino de los demás, no ellos el mío, como hasta entonces.
—¡Estás loca! —Ariadna se tocó el pelo desesperada y se alejó un paso de su mirada demente.
—Puede… Cualquiera enloquecería si soportase una infancia como la mía, querida hermana. Las religiosas no eran delicadas con nosotras, les complacía golpearnos, «purificarnos el cuerpo para borrar las huellas del diablo». Decían que todas éramos fruto del pecado y debíamos pagar por ello. Pero ¿qué sabrás tú de sufrimiento? Te odié desde que supe de tu existencia porque ella sí te quiso, lo leí en sus ojos cuando me habló de su pequeña Ariadna.
»Aunque eso viene después, sigamos con la historia. Tal y como te decía, la imbécil esa me dejó vía libre cuando finalmente murió. Volví a presentarme en la casa, me aceptaron y pasé a ocuparme de las cocinas. Claire, la santa y perfecta criada, estuvo atendiendo a Caroline, pero yo le estropeé sus tareas siempre que pude y finalmente nuestra madre la devolvió a su antiguo puesto y me llamó a mí. Recuerdo ese día como si fuese ayer, estaba pletórica. Me informó que sería su doncella, y yo fingí que eso me emocionaba.
Me esforcé al máximo por complacerla y cuando obtuve su confianza, comencé mi desquite. Al principio fueron pequeñas dosis de arsénico, quería que su agonía durase años, que sufriese una lenta recaída y por eso me contuve. ¡Qué placer sentía, hermana, cada vez que la escuchaba gemir, retorciéndose en la cama por los dolores estomacales! Me moría de risa cuando la oía lamentarse, solía decir que esa enfermedad era el pago por todas sus vilezas y lo cierto es que tenía razón.
»Poco a poco, gracias al veneno, su espíritu fue quebrándose y con el paso del tiempo dejó de lado la vida social y se recluyó en su habitación. Ni siquiera le agradaba compartir mesa con el resto de la familia, pues odiaba que la viesen tan débil. Sobre todo, Charlotte, que siempre aprovechaba para reírse de ella.
»Mi padre, ese ruin putero, seguía amándola, a pesar de todo lo que le hizo. Lo sé por la forma en la que la miraba, suplicándole que volviese a él, ¡era patético! Por eso, lo inculpé. Merecía pagar por el asesinato de la señora Jenkins, por ser débil y no detestarla como yo. Jamás sentí nada por Emily, Matthew o Jack más allá del odio.
»Caroline me cogió cariño gracias al tiempo que pasábamos juntas y me contó parte de su vida. Me habló de su niña robada a manos de su envidiosa hermana, de su aventura con Jack, del amor que sintió por Jonathan, y por último, confesó que tuvo otra hija. No sabía mi nombre porque fue la vieja quien me lo puso al dejarme en el hospicio. Sin embargo, siempre recordaré sus palabras: «Esa cría era una molestia, por eso me deshice de ella». Aquel día aumenté tanto su dosis que casi acabo con su miserable vida. Tuve que esperar un mes hasta verla más recuperada para volverle a echar unas gotas. Suelo ponérselo en la cena, creo que así es más efectivo.
Ariadna negó con la cabeza, llorando. Amelia había perdido el juicio.
—En aquellos días —continuó—, comencé a aborrecerte. Imaginaba que te buscaba y te hacía pagar por su amor. Me ilusionaba al soñar que te arrebataba la vida, que destruía a la única persona que nuestra madre quería. Me conformaba con pensarlo porque sabía que nunca te encontraría hasta que un buen día escuchaste mis súplicas y viniste a nosotras.
»Al principio, sospeché que ocultabas algo, y por eso te brindé mi amistad. Claramente se apreciaba que no eras ninguna sirvienta, sino una señorita bien educada. Imagina mi sorpresa cuando por casualidad te descubro hablando con Christopher. Él dijo tu verdadero nombre, y yo creí morir de felicidad. Supe que Dios estaba de mi parte, por eso te había traído, para que yo consumase mi venganza. Ni siquiera te percataste de que os había espiado.
»Entonces comencé a tejer mis planes. Al principio, confieso que la idea de asesinarte no rondó por mi mente. Solo quería que te marchases de nuevo, que no siguieses indagando y, sobre todo, que ella no te viese. Supongo que al final habría ido a Turah a por ti, pero eso sería más tarde, cuando Caroline yaciese bajo tierra. Decidí asustarte y me colé en la pensión, todo habría ido bien si esa alcahueta se hubiese quedado en su dormitorio en vez de salir a husmear. Pero, bueno, al menos me sirvió para desahogar la rabia que me consumía. Confieso que tras eso cambié de opinión y comencé a desear tu muerte.
Planifiqué esta escapada con sumo cuidado. Le insinué a nuestra madre que tal vez deberíais pasar un tiempo juntas, apartadas del resto. Sobre todo, de Christopher. La convencí de que intentaba separaros y ella estuvo encantada con mi idea. Comprenderás mis intenciones, si tu amante venía, echaría al traste mis planes y eso, no lo podía permitir.
»Se suponía que debías estar presente cuando matase a Caroline y luego sufrirías su mismo destino, pero dado que la vieja ha estropeado mi idea con su carta, tendré que empezar contigo. —Sacó una pistola de la falda y le apuntó—. Venga, camina. Entraremos en la casa, así podré fingir una pelea y diré que Caroline se volvió loca y te disparó. Luego, se quitó la vida. Me golpearé la cabeza para fingir que nuestra madre me dejó inconsciente y no te pude salvar.
—¡No te saldrás con la tuya, Amelia! Tarde o temprano, alguien descubrirá la verdad y pagarás por todos tus crímenes. No seas ingenua, ¿crees que asesinándome podrás borrar todo el dolor que sientes? Nuestra madre me quiso a mí, no a ti y aunque nos mates, siempre lo tendrás en la memoria, te perseguirá hasta el resto de tus días.
—¡Cállate, zorra! —Ariadna miró desesperada de un lado al otro, siguió hablando, intentando desconcentrarla con sus palabras. Tal vez, si la provocaba lo suficiente, podría acercarse y arrebatarle el arma—. Por favor, Amelia, recapacita. Todavía hay tiempo de enmendar tus errores, somos hermanas y a pesar de todo, quiero protegerte. Has sufrido mucho, todos te han abandonado, pero yo no lo haré, te lo juro.
—¡Cierra la boca! —Alzó la pistola apuntándole directamente al corazón—. No hables más, ¡no quiero escucharte! ¡Tienes que morir! Debes pagar por ella, ¡por sus pecados!
Amartilló el arma y apretó el gatillo justo cuando una figura se interpuso entre ambas. El estruendo del disparo sonó por el apacible paisaje, el olor a pólvora se extendió por los alrededores y las dos jóvenes permanecieron inmóviles, con los ojos clavados en la mujer que yacía en el suelo. Una mancha roja fue abriéndose paso entre sus ropas.
—Caroline, no… —se lamentó Ariadna con los ojos plagados de lágrimas. Se agachó a su lado y la sostuvo entre sus brazos—. ¿Por qué has hecho esto? No lo entiendo, no soy tu hija. ¿Por qué me has salvado?
—Mi niña —murmuró con esfuerzo. Observó su rostro y sus ojos se humedecieron al pensar en que si nunca se hubiese asomado a la ventana, no habría visto cómo la doncella sacaba la pistola y apuntaba a Ariadna, y ahora podría ser ella la herida. Tampoco habría escuchado la discusión de ambas y la sorprendente revelación. ¡Amelia era su otra hija!
—¿Qué estás diciendo? —la acusó Amelia —. Claro que es nuestra madre.
—No. Gladis Doe me lo confesó en la carta. —Extrajo el papel y se lo pasó—. Léela tú misma. Has estado odiando a la persona equivocada, Amelia. La mujer que buscabas vivía conmigo en Montana. Gina era nuestra madre y murió hace meses. Ya ha acabado todo.
Amelia repasó la carta y comenzó a insultar y dar patadas al aire, roja de furia.
—No… No… Ariadna, cariño, yo soy tu madre. Ella… te robó… te alejó de mí...
—Tú no puedes tener hijos, Caroline. Mi madre siempre fue Gina, ahora sé por qué me robó. Te engañó con Jonathan, por eso la odiabas tanto. Quizá Amelia también es fruto de ese amor ilícito, aunque las fechas no coinciden… —meditó—. No entiendo qué la llevó a quedarse conmigo y abandonar a su otra hija.
Caroline rio, tosiendo por el esfuerzo.
—¿Aún no lo entiendes? —susurró débilmente—. Yo soy tu madre. ¡Yo!
—Pero la carta dice que Caroline no puede…
—¡Es cierto! —Ariadna la miró confusa, ella le acarició el rostro—. Caroline no, pero yo sí. Soy tu madre, Ariadna, la de ambas. —Las lágrimas corrieron por los rostros de madre e hija—. Mi nombre no es Caroline Railey, cariño. Soy Gina, Gina Johnson, su hermana. La suplanté, le quité todo cuanto amaba, destruyéndola a ella y a Jonathan. Y se vengó de mí robándome lo único que me ha importado en esta vida. A ti, mi niña. Perdóname, Ari, por favor. Te quiero, hija, siempre lo hice.
Sus ojos se cerraron y dejó escapar el último aliento. Ariadna, todavía impactada por su revelación, comenzó a llorar; abrazando el cuerpo sin vida. Ahora la carta cobraba sentido.
«Durante años anhelé escuchar que habías regresado a casa, junto a tu verdadera madre. Ahora puedo irme en paz porque sé que mi niña es feliz».
Recordó la historia que Charlotte le contó sobre la visita de Gladis Doe a la mansión. Sabía la verdad desde aquel día. Al enfrentar a Caroline Railey, descubrió a su Gina. Y averiguó su secreto.
La imagen sorprendida de Ruth cuando vio su relicario le vino a la mente. La doncella le aseguró que esa era su señora, no Gina. Y estaba en lo cierto, porque Ann Smih era realmente Caroline Railey.