7

Ariadna no daba crédito. ¿Era una Railey? ¿La hija perdida de esa extraña mujer? No, no podía ser. Se atusó el cabello y sujetó con fuerza el vaso de agua. Lo acercó a sus labios y se refrescó, sentía la boca seca. Se sentía seca. Si Christopher tenía razón, todo cuanto conocía era una farsa.

Las lágrimas volvieron a asomar a sus ojos, las apartó de un manotazo y miró hacia la calle por la angosta ventana de la pequeña cafetería situada cerca del mercado. Apretó el relicario e interiormente suplicó: «Mamá, dime que eres tú, que eres mi madre y el resto son patrañas. Por favor, por favor, por favor…».

—¿Te encuentras mejor? Estabas tan pálida que temí que te desmayases.

Ariadna lo odió. Él tenía la culpa de todo. Y, ahora, se plantaba frente a ella mirándola con compasión, como si no fuese el causante de su confusión.

—Me sentiré mejor cuando se marche, Railey.

—Vaya, veo que sí estás recuperada, de lo contrario no te mostrarías tan… tú —la pinchó Christopher con la intención de aliviarla. Por Dios que tenía carácter. ¿Siempre habría sido así de agria?, se preguntó—. Por otra parte, todo apunta a que eres una Railey, así que de poco te sirve utilizar el apellido como un insulto hacia mi persona.

—Haré lo que me plazca. ¡Lo detesto! ¿Cree que me he olvidado de lo que ha hecho? ¡Abusó de mí! Y deje de tutearme, usted no es ni un amigo ni un…

—¿Familiar? —la cortó—. Ambos sabemos que sí.

—¡Ni un ser querido!, eso es lo que iba a decir.

—Porque no quieres niña, yo estaría más que dispuesto… Eres tan bella que me resulta casi imposible mantener una conversación coherente contigo. Lo único que pienso cuando estoy a tu lado es en tu hermoso cuerpo desnudo junto al mío y…

—¡Cállese! —lo detuvo. Se levantó de la mesa, pero él la agarró cerrando sus dedos sobre su blanda carne—. Me hace daño, suélteme. ¡Quiero marcharme! El señor Cetrius se pondrá como un loco cuando me vea aparecer, tengo que irme ya. Déjeme en paz, no me busque ni pregunte por mí, apártese de mi vida y métase en sus asuntos. No soy Ariadna Railey, ¿entiende? Mi nombre es Alice, Alice Smith.

—¡Siéntate! —susurró con los dientes apretados. Ariadna le hizo caso; por alguna razón, esos ojos fríos la intimidaban—. En primer lugar, el señor Cetrius te despedirá, hace más de una hora que marchaste a por el recado, ¿de verdad crees que se tragará tus excusas, otra vez? Y en segundo lugar, tu sitio sí está en la mansión, pero no con la servidumbre, sino a la cabeza de todos los Railey. Ariadna, la casa y cuanto poseía mi tío te pertenece, te lo legó todo en su testamento. La albacea ha sido Caroline, como él estipuló. Y debía entregar la mitad de su fortuna a su hija si apareciese alguna vez. El resto, por una razón que aún desconozco, me lo legó a mí. Bueno, así era antes de que me repudiase la familia. Tan solo he conservado mi club, La perla prohibida, porque cuando compró el teatro (antes de mis reformas, era un teatro) lo hizo a mi nombre. Tampoco sé por qué, solo él y su socio tendrían la respuesta.

—Ah, ¿el que lo mató?

Christopher se removió incómodo. Le molestaba que hablasen mal del hombre, era extraño, pero así sucedía. Lo atañía al hecho de haberlo conocido, siempre se preocupaba por él y no parecía mala persona. No como su padre. No podría expresar la razón, simplemente sabía que Jean-Pierre de Soussa era inocente.

—Tengo mis dudas sobre ello, pero no entraré en eso ahora. Lo que importa, Ariadna, es que necesitas reclamar lo que es tuyo, por tu padre.

—Mi padre era Peter Smith, un médico entregado a sus pacientes, un padre ejemplar y un marido bondadoso. —No se podría decir que sus padres se amasen con una pasión arrebatadora, pero se respetaban. Y, sobre todo, la querían a ella, a su hija—. No me importa el dinero de ese hombre ni tampoco quiero relacionarme con una familia como esa, donde todos se odian. Soy feliz con lo que tengo y ahora sé que fue un error venir. La tía Enri tenía razón, el pasado es el pasado y lo mejor es dejarlo ahí.

—Tú eres Ariadna Railey, te guste o no, la hija de Jonathan y Caroline Railey. Tendrías dos años y algo cuando desapareciste, ¡te robaron!

—Pero ¿qué estás diciendo? —estaba tan furiosa que lo tuteó sin ser consciente de ello.

—Fue ella. —Christopher señaló el relicario—. Tu tía Gina. Después de eso, nada en la casa volvió a ser igual, y la Caroline que todos conocíamos se desvaneció.

—¡Eso no es verdad! ¡Mientes! Te odio. Mi madre era Ann Smith, me quería, ¡me quería! —Ariadna rompió a llorar y salió disparada de la cafetería. Christopher depositó unas monedas en la mesa y la siguió.

—Lo siento, sé que esto es muy difícil de digerir…

—¡Tú que vas a saber! No tienes ni idea, ¡no sabes nada! —lo interrumpió.

—Ariadna, no llores así. No lo soporto… —La estrechó entre sus brazos y, al mirarla, no pudo resistirlo, parecía tan vulnerable… La besó.

Durante unos segundos, la pareja perdió cuenta de donde estaba. No importaba nada más, eran dos seres solitarios que se habían encontrado. Sus lenguas se buscaban con frenesí, y sus cuerpos se encendieron. Ardían el uno por el otro. Christopher se apartó, tenía que hacerlo o la tomaría allí mismo, en la calle, frente a todos. Nunca había deseado tanto a una mujer.

Ariadna abrió los ojos confusa. Poco a poco, la embriagadora sensación y el temblor que invadía todo su cuerpo se fue disipando. Volvió a la realidad con un revuelo de sentimientos, jamás la habían besado así. Al observar su rostro, percibió la satisfacción en cada uno de sus rasgos y sin darse cuenta, levantó la mano y borró aquella estúpida sonrisa de un bofetón.

—No se atreva a tocarme, ¿es que no tiene respeto? Si lo que dice es cierto, ¡somos familia!

—¿Te olvidas de mi nacimiento? Lo siento, niña, pero como bien sabes, soy un bastardo. Mi querido padre, o mejor dicho, el hombre con quien está casada mi madre, sostiene que no llevo su sangre, lo cual me satisface muchísimo. Así que no tienes de qué temer, querida. No nos une nada, salvo esta pasión que sentimos ambos —remarcó el ambos, y ella se ruborizó.

—Lo único que siento por usted es aversión. Jamás me seducirá, se lo aseguro. Solo podrá obtener mis favores robándoselos de nuevo, y después, lo mataré —replicó en su tono más suave. Él emitió una carcajada.

—Te besaré cuantas veces quiera. Y no te hagas la tonta, pues lo disfrutas tanto o más que yo. —Sonrió, le encantaba enfurecerla. Se ponía, si cabe, más hermosa.

—¡Estúpido! Me refería a lo de esta mañana, al despertarme comprobé que no tenía ropa. ¿Qué hizo anoche? ¿Me violó?

—¡Por Dios! ¿En qué concepto me tienes? ¿Sabes?, aunque lo encuentres extraño, hay mujeres que me desean y están bien dispuestas a yacer conmigo. —Movió la cabeza de un lado al otro y se rio—. Tienes una mente muy perversa, niña. Simplemente, quise liberarte de esas ropas, parecían demasiado rígidas para dormir. Créeme, cariño, cuando te haga el amor, lo sabrás.

—Arjjj, es usted insufrible.

—Como tú. Por cierto, ya que lo mencionas, sí hay algo que me debes. Por la copa envenenada, te lo haré pagar… —Se acercó a ella; Ariadna intentó huir algo temerosa de su reacción, sus brazos la rodearon y su boca capturó la suya. Tras un breve encuentro, la soltó sonriendo pérfidamente—. Bien, ya estamos en paz.

La joven intentó golpearlo, pero él la esquivó riendo. La sujetó por atrás y la besó de nuevo, casi fugaz.

—Entonces, niña —seguía llamándola así porque le encolerizaba, y eso lo divertía—, piensas rendirte y volver a tu casa con la cola entre las piernas o vas a descubrir quién era Ann Smith y qué ocultaba.

—Una Smith jamás se acobarda ante nada. Me quedaré, pero solo para demostrarle que mi madre era una mujer íntegra, incapaz de cualquier maldad. La mujer que me crió nunca habría robado un bebé. Le probaré lo equivocado que está y me alegrará escuchar sus súplicas, su perdón.

Christopher contempló su mentón alzado, signo de cabezonería. Y rezó porque ella tuviese razón; de lo contrario, sufriría. Suspiró y se prometió que la ayudaría en esa empresa, aunque eso significase tener que relacionarse con los condenados Railey. No podía abandonarla, ahora no, no cuando su vida empezaba a cobrar sentido.

—Lo acepto. Si estoy equivocado, me disculparé, ¡y por lo que más quieras, tutéame!, después de todo, somos casi primos.

—Muy bien.

—Así me gusta, y ahora, empecemos desde el principio, ¿qué has podido averiguar?

—Poca cosa. Tras la muerte de mi madre, encontré la fotografía que me quitaste en uno de sus baúles —comenzó, tuteándolo, de nada servía ya guardar las formas—, al leer la dedicatoria, sospeché que algo no encajaba. Vi un recorte de periódico en el que anunciaban la muerte de Jonathan Railey, y otro en el que aparecía junto a su esposa, como bien anunciaban en el pie de fotografía. La mujer era idéntica a mi madre, por eso supe que tendría que venir aquí, a pesar de que mi tía Enri se opuso. Nada más llegar, me dirigí al Seattle Hotel, allí conocí a Jack Railey. Él no me vio, discutía con la recepcionista, y yo me limité a observarlo; cuando se marchó, le mostré la imagen a la empleada, y esta me presentó a otra trabajadora, la señora… emm… ¡Pommel! Sí, eso era. Me contó que antes de la guerra se codeaba con la alta sociedad y que la pareja del retrato era Jonathan y Caroline Railey. Luego, me puso al corriente de lo que opinaba de la señora Railey. —Hizo una mueca—. Me informó que no estaba muerta, como yo creía (es que pensé que Caroline podría ser mi madre de joven, que, huyendo de su pasado, cambió el nombre. No sé, es lo que se me ocurrió). En fin, me enteré de la fiesta y me dirigí a casa de los Railey, me confundieron con una criada, y el resto ya lo sabes.

—Y de tus padres, ¿qué me puedes contar? ¿Eras feliz?

Ariadna lo miró perspicaz, reacia a desnudar sus recuerdos ante ese extraño. Se negaba a contarle nada íntimo, después de todo, no hacía ni dos días que lo conocía. Sin embargo, se sorprendió cuando se escuchó a sí misma hablar. Poco a poco fue narrándole su vida en Turah; al principio, algo reticente, luego, con soltura.

—¿Qué hacemos aquí?

—Esta era la casa de los Johnson, donde se criaron Caroline y Gina. En una ocasión estuve aquí, ni te imaginarías cómo ha cambiado. Estas ruinas eran una de las viviendas más imponentes de la ciudad, no tanto como la nuestra, pero no estaba nada mal. El tiempo ha castigado severamente a la propiedad, su antigua belleza se ha esfumado.

Ariadna divisó la inestable mansión abandonada, que parecía derrumbarse por momentos, y sonrió apenada. Intentó imaginarse el esplendor que tuvo antaño, pero no pudo. Solo veía la podredumbre que rodeaba a la residencia.

El descuidado jardín estaba teñido de un triste marrón, repleto de hojas secas y un olor a olvido. La tierra seca se acostaba sobre las marchitadas plantas que antaño serían el orgullo de ese paso, pero que ahora solo se alzaban como el reflejo de la melancolía que rodeaba a la casa. La valla había sustituido el color de la pureza por una especie de blanco sombrío, carcomido por el transcurrir de los años. Pero, sin duda, lo más estremecedor era la fachada; desdeñada, abandonada y desahuciada. Ni el canto de los pájaros reposaba ya entre la maltrecha construcción, cuyo techo parecía a punto de desplomarse. Los grandes ventanales ya lo habían hecho. Yacían hechos añicos a los pies del hogar.

Christopher se adelantó y tocó con fuerza la puerta, que se abrió invitadora. Ambos se adentraron y escudriñaron la vivienda.

—Hola, ¿hay alguien aquí?

Nada, tan solo un siniestro silencio respondió a las palabras del joven.

Juntos, regresaron al exterior cuando el grito los sorprendió. Ariadna adelantó un paso, pero la mujer que estaba en la entrada del jardín huyó. Descalza, con el enmarañado cabello castaño al viento y un apolillado traje amarillo por vestimenta.

—¿Quién sería?

—No sé, quizá tuvo alguna relación con la casa, la cual parece custodiar por la mirada de rabia con la que nos ha obsequiado, o igual es tan solo una pobre mujer víctima de la guerra. El hambre, la desesperación o el dolor ante la pérdida pueden ser la causa de su locura, lo he visto otras veces.

—Algo me dice que no, Christopher. Su mirada era posesiva, conoce la vivienda. Lo sé.

—Está bien. Vayamos a la mansión Railey a por tus cosas, busquemos un nuevo alojamiento y después regresemos a por respuestas.

—No pienso quedarme contigo, te lo advierto.

Él soltó una carcajada.

—Aunque resulta tentador, no es eso lo que tenía en mente. Vamos, conozco un sitio que te encantará.