5
Ariadna se sentía intranquila. La idea que le rondaba por la mente era atrevida, pero si salía como tenía previsto, Jack Railey dejaría de ser un problema, al menos durante unos días.
Agradeció en silencio las horas que pasó su padre instruyéndola en el arte de la medicina. Sonrió pensando en él. Durante años buscó un cariño y atención que nunca parecía llegar, pese a todas las diabluras que realizaba. Él, enfrascado continuamente en su ciencia, nunca tenía tiempo para ella; hasta que se interesó por su profesión. Entonces, la cogió bajó su ala y durante horas interminables le mostró cuanto sabía.
Ariadna aprendió a amar ese oficio y durante años soñó con seguir los pasos de Peter Smith. Una idea que descartó con furia tras su abandono.
Era injusta, lo sabía. Su padre era un hombre de honor y así lo demostró hasta el último de sus días. Pero ella no lo perdonó, había más médicos, ¡por qué tendría que ir él! Peter Simth era un estudioso, un devoto de la ciencia, no estaba preparado para enfrentarse a un conflicto bélico. Y así resulto ser.
El trágico diez de abril, ocho días después de que el presidente Woodrow Wilson anunciase la participación del país en la gran guerra, Peter Smith recogió sus escasas pertenencias y armado con tan solo su saber y varios libros, partió a ayudar a cuantos precisasen de sus servicios. Seis meses después, el 15 de octubre de 1917, sería asesinado.
El tumulto proveniente del interior de la gran mansión la sobresaltó. Alejó de sí el doloroso pasado y se centró en su misión. Corrió hasta la entrada del invernadero; se giró y echó un vistazo a cuanto la rodeaba. Segura de hallarse sola, se introdujo en el recinto cerrado y se dirigió a las nuezas. Con cuidado, se hizo con varios de sus frutos, metió las bayas de color rojo en su delantal y sonrió con deleite. Jaque mate, Jack Railey.
El jugo del fruto carnoso de la planta, introducido en la copa que ella misma le ofrecería, le provocaría tal malestar gastrointestinal que durante días sería forzado a permanecer en cama. Y ella podría vagar libremente por la casa, libre de obligaciones.
Se enderezó y caminó hacia la salida, justo cuando algo llamó su atención. Se agachó y comprobó que era un pañuelo blanco de seda, lo asió y, al hacerlo, el fuerte olor del cloroformo impregnado en él la hizo tambalearse. Rápidamente, lo lanzó lejos de ella.
¿Qué habría pasado allí? Extrañada, examinó la zona. Un papel, tirado al descuido bajo unas azaleas, llamó su atención, lo aferró e intentó alisarlo. Sus ojos comenzaron a adquirir tamaños galácticos a medida que devoraba esa carta datada de 1913.
Mi muy querida Caroline,
Me es grato hacerte saber a través de estas líneas que nuestro plan ya ha sido puesto en marcha. La mujer, Adele de la Croix, ha tenido un primer encuentro con nuestra crédula víctima. Si todo resulta como hemos planeado, y viendo el interés demostrado por el cachorro Railey, pronto lo tendrá comiendo de su mano.
La joven es originaria de Flandes, aunque se hará pasar ante el joven Matthew como una noble huérfana proveniente de Orleans en busca de su familia paterna.
Conociendo tus inquietudes con respecto de su lealtad, quiero que te quedes tranquila, puesto que me viene recomendada por un buen amigo. En carnes he comprobado que es una excelente actriz, capaz de lo que sea por una buena suma de dinero. Creo sinceramente que a final de año su dedo anular lucirá un hermoso diamante que nos facilitará la destrucción de ese bastardo.
Por cierto, en cuanto a ese asunto, la muchacha se ha mostrado algo reacia. Al principio se le despertaron los escrúpulos y se negó a ser partícipe de esa parte del plan. Pero tranquila, no te alarmes, que he capeado el temporal y ya está todo bajo control. Eso sí, habrá que pagarle el doble de lo acordado.
Mi amada, pronto estaremos juntos como siempre deseamos. Destruiremos al bastardo y entonces nos haremos con la parte de la herencia que el idiota de tu marido le dejó.
Tuyo siempre, Jeff Martin
—Supongo que ahora me dirás que has venido a limpiar el invernadero, ¿verdad, preciosa?
Ariadna gritó sobresaltada. Con una mano en el corazón, se giró para lanzarle una mirada cargada de hielo. Rápidamente, escondió la carta en su delantal; él miró hacia el lugar en el que había desaparecido el arrugado papel y le lanzó una mirada interrogativa.
—¿Qué escondes con tanto nerviosismo, muchacha? —le pregunto Christopher Railey.
—Nada que sea de su incumbencia.
—Umm, ¿no será una carta de amor? He visto cómo te miran todos, criados y señores. Acaso, ¿tienes un enamorado? —le dijo con voz controlada. Alzó una mano y sujetó el rebelde mechón que había escapado de su cofia—. Eres tan hermosa…
—¡Aparte sus sucias manos! ¡No soporto que me toque! Todos ustedes son iguales, unos desalmados que no dudan en alzar su fuerza contra los más débiles, ya sea para golpearlos como para abusar de ellos. —Ariadna supo que sus palabras dieron en el clavo cuando el rostro de Christopher se contrajo, la alusión a la violencia de su tío surtió efecto. Ahora podría huir de él.
—Creo, muchacha, que tú de débil tienes poco, como bien demuestra mi herida —dijo colérico mientras se alzaba la camisa y dejaba al descubierto el vendaje.
—Será mejor que regrese a la fiesta, me estarán buscando…
—¡Espera! ¿Había alguien aquí cuando llegaste?
—No, ¿por qué? ¿Es que teme que haya ahuyentado a su conquista de esta noche? Pues temo comunicarle, mi señor, que lo han dejado plantado —expresó Ariadna con una sonrisa bailando en los labios.
—Eso te gustaría a ti, niña. O, quizá, lo que realmente deseas es que te bese… —Se acercó a sus labios, antes de recibir un bofetón—. ¡Qué furia, niña!
—¡Tengo casi veintiún años! Disto mucho de ser una niña —manifestó iracunda.
—Oh, sí. Ciertamente eres toda una mujer —se burló Christopher—. Entonces, niña, ¿qué hacías aquí? —Sonrió cuando la vio levantar el mentón enfadada, qué delicia de joven. Cómo gozarían cuando cediesen a la atracción que sentían; se la imaginó desnuda, tendida sobre su cama con esos gloriosos cabellos sueltos…
—¿¡Me está escuchando!?
—No. Estaba pensando en lo deliciosa que eres y en cuanto me gustaría hacerte mía. ¿Cuándo dejarás de fingir, niña? Ambos sabemos que no eres una criada, lo dejaste bien claro en el salón con ese ardiente orgullo que tienes. Y, por lo que he visto, sabes leer, pocos criados lo hacen. De modo que ya no necesitas fingir más, ven esta noche a mi cama y te daré más placer del que puedas imaginar. —La miró intensamente, y Ariadna sufrió un escalofrío. Si no tenía cuidado, este seductor de pacotilla le haría olvidar el verdadero motivo por el que se había trasladado a esa ciudad…
—Cuando el infierno se congele, Railey.
—No me llames así —le ordenó entre dientes.
Ariadna le lanzó una sonrisa maliciosa.
—Si no me equivoco, ese es su apellido, señor. Bueno, aunque su cháchara insustancial es sumamente interesante, deberá disculparme, he de volver a la fiesta.
—Entonces, ¿rechazas mi oferta? —le dijo recobrado el buen humor. Sus ojos verdes estaban plagados de ansiedad—. No te arrepentirías, niña.
—Quizá en otra ocasión, Railey. Allá por el fin del mundo.
Christopher soltó una carcajada que eliminó rápidamente al observar el movimiento de caderas de la joven mientras se dirigía a la salida. ¡Sería suya! Aunque le costase una lenta seducción. Sonrió demoniacamente.
Miró el reloj. Doce y media. Se acercó a la mesa del fondo y se dispuso a esperar. Una hora después, se levantó y pensó resignado que Em no habría podido escapar del dichoso baile de compromiso. «Ay, Darel, ¿por qué no lo evitaste?», pero su amigo se hallaba muy lejos de allí. Tras la desastrosa cena, se despidió y huyó de la mansión. Pobre hombre… Por eso él escapaba como la peste de los sentimentalismos, solo traían problemas.
Se dirigió a la salida cuando divisó un trozo de tela en el suelo. Se agachó y comprobó que era un pañuelo blanco de seda que, curiosamente, él conocía bastante bien. Lo olió y soltó una carcajada. Algo le decía que Em no estaría en el baile…
* * *
Ariadna entró presurosa en sus habitaciones y comenzó a preparar la sustancia que descompondría al cabeza de familia. Una vez obtenido el jugo de los rojos frutos, lo vertió en la copa sustraída de la cocina que contenía zumo de arándanos. Lo mezcló para que se disolviese con perfección y asió la bandeja de plata en la que la portaría.
Se acercó al vestíbulo y caminó hacia el gran salón. Al abrir la puerta, agrandó los ojos con sorpresa. El salón estaba plagado, y la pista, llena de parejas que danzaban al sonido del jazz de la Creole Jazz Band, quienes amenizaban la velada con sus entusiastas ritmos desde una tarima situada al fondo del salón.
Evocó el diálogo que Amelia le había relatado horas atrás. Según su nueva amiga, en una ocasión, escuchó una conversación en la que las señoras de la casa elogiaban a estos músicos y afirmaban que eran los más famosos de todo Chicago y que su cabecilla, un tal Joe Oliver, apodado como el ‘King’ estremecía de puro gozo cada vez que hacía sonar su trompeta. Algo que ella misma estaba comprobando.
Jack Railey, según la criada, se puso hecho una furia cuando supo que eran de color. Durante días se negó a que «los negros indecentes», como él los denominaba, pisasen su casa. Pero perdió la batalla, pues hasta el joven Matthew opinaba que la fiesta sería todo un éxito porque: «Eran los negros que estaban de moda».
Ariadna agradeció no haber presenciado esa diatriba porque sin duda habría abierto la boca y puesto en su lugar a esos idiotas. Pensó en Rosita, una buena mujer de color que vivía cerca de las tierras de los Smith, muchos la rechazaban y otros la soportaban por haberse desposado con el hombre más rico de Turah. Cuando era pequeña, siempre se acercaba hasta su casa, y esta le preparaba unos dulces. Un día, la vio magullada; un feo corte bajo el ojo estropeaba su preciosa tez morena.
Ariadna, que solo tenía siete años, le preguntó inocentemente qué le había sucedido, y Rosita, con lágrimas en los ojos, le contestó: «A veces, tesoro mío, la gente no ve más allá de lo que le han enseñado. Se aprende a odiar sin preguntar razones. Arraigados años de esclavitud pesan sobre los míos, y eso que muchos llaman libertad no son más que migajas para apaciguar sus conciencias. Tristemente, el que ha servido, siempre lo hará, por mucho que se empeñen en gritar lo contrario».
En aquel entonces no comprendió cuanto le dijo, pero ahora bastaba una vaga mirada a esa figura del fondo, que apretaba con fuerza los puños, para entender aquellas desdichadas palabras. Sin duda, Jack Railey era una de esas personas de las que hablaba Rosita. Helo ahí, náufrago de las apariencias mientras cada poro de su cuerpo rezumaba odio por quienes solo se diferenciaban en el color de la piel.
Observó la copa y su convencimiento se afianzó. Se merecía un escarmiento y sería su mano, la de su sierva, quien se lo ofrecería.
Resuelta, enderezó la espalda y con paso seguro caminó hacia él. Incluso, se permitió una leve sonrisa de satisfacción sabiéndolo ya echado sobre el catre retorciéndose de retortijones.
De pronto, una mano se cruzó en su camino y la copa despareció de su vista y, con ella, su preciado sueño. No pudo reaccionar a tiempo. De un solo trago, bebió el amargo jugo y ella solo pudo asistir a la escena con la boca abierta de estupor.
—¿¡Qué clase de veneno es este, niña!? Está malísimo… —soltó Christopher antes de palidecer.
—¡Bruto! No, no, no… ¡Lo ha estropeado todo! —Se lo quedó mirando, hirviendo de ira. Finalmente, suspiró con resignación—. Y ahora, ¿qué voy a hacer con usted?
* * *
Emily despertó confusa. Se incorporó sobre la fría cama en la que se encontraba tendida y echó una mirada a cuanto la rodeaba. La húmeda habitación, que tan solo contenía el lecho y una pequeña mesita de noche, estaba levemente iluminada por la luz que devolvía la luna desde la minúscula ventana.
Agudizó el oído en un desesperado intento por captar alguna pista que la condujese hacia la identidad de su captor, pero no obtuvo resultados. En aquella casa reinaba un angustioso silencio. Temblando, se puso en pie y encaminó su trémulo cuerpo hasta la entrada. Con sorpresa, comprobó que no se hallaba encerrada en aquella prisión improvisada. Salió al oscuro exterior y recorrió el gélido pasillo hasta la débil luz que proyectaba uno de los dormitorios.
Se asomó por la rendija que descubría la puerta y divisó una figura vestida de negro en el centro de la estancia, de espaldas a ella. Resuelta a acabar con aquella pesadilla, se introdujo en el interior con la intención de encarar a su secuestrador.
—No se saldrá con la suya, ¿sabe? Mi familia dará con usted y lamentará cuanto ha hecho esta noche. —Nada, ni un suspiro emitió el hombre —. Si es dinero lo que está buscando, le aseguro que no lo conseguirá. Los Railey no pagarán ningún rescate. —De nuevo, un doloroso silencio los cubrió. Desesperada, recurrió a la súplica—. Déjeme libre ahora y jamás mencionaré una palabra sobre este asunto. Le prometo que… ¡Por favor, diga algo!
El hombre alzó la mano hasta su rostro. Y por el olor que invadió la estancia, Emily supo que estaba fumando un cigarrillo. Ella misma se moría por uno, quizá así calmase sus nervios…
—No es dinero lo que busco —dijo con voz ahogada; tanto, que Emily tuvo dificultades para entenderle.
La preocupación dio paso a la irritación y sintió como todo su ser se estremecía de furia.
—No lo entiendo. Entonces, ¿¡qué pretende!? ¿Qué quiere de nuestra familia?
—A ti. Te quiero a ti, Emily.
Esta vez, el tono de su voz fue firme. Y Emily no tuvo duda alguna de quién estaba ante ella; la figura de negro se dio la vuelta, y los ojos de la joven comprobaron lo que ya sabía. Darel Jabson era su carcelero.