CAPÍTULO 69
Colosos enfrentados
Remo encontró a Lorkun tirado en los escombros de otra de aquellas mazmorras. Por lo diáfano del solar parecía el origen de aquella explosión. No conservaba ningún muro y la humareda se alzaba hacia el cielo ocultando el sol, que doraba las nubes de polvo tras las que quedaba oculto.
Su amigo se convulsionaba y perdía sangre en abundancia sin que supiera muy bien Remo cuáles eran sus heridas. Tenía la tez blanca y los labios negros, sudaba en abundancia y el charco de sangre que iba creciendo era muy oscuro. Algo malévolo poseía a su amigo y Remo no sabía cómo combatirlo.
—Remo, no hay tiempo, ¡arráncale los ojos al brujo! ¡Vamos, Remo, arráncale los ojos! ¡Lasartes viene de camino, en los ojos está el vínculo! ¡Arráncalos y así ya no tendrá… ya no tendrá nexo con el manto!
Bramán estaba muerto. Sujetaba con las manos un cuchillo rudimentario que le había cruzado la garganta. Remo se imaginó que Lorkun y su fabulosa puntería habían logrado acertarle en mitad de su combate. Como una exhalación se acercó a Bramán y sacó el cuchillo con el que Lorkun le había acertado en la garganta.
—¡Sácale los ojos, rompe el vínculo, destroza el manto de Senitra! —gritaba Lorkun.
Remo jamás había hecho algo así a un cadáver, pero había sembrado tantos que no le pareció complicado. Obedeció a Lorkun que seguía gritando desde su posición urgiéndole a que le sacara los ojos. Remo miró la piedra de poder. Estaba totalmente descargada y con Bramán muerto las cosas para Lorkun se habían complicado. Agarró la cabeza del brujo y le sacó los ojos. Se dio cuenta de que eran negros, antinaturales.
—Ya saqué los ojos de Bramán —le dijo a Lorkun cuando regresó a su lado—. Ahora voy a ir a cargar la piedra. ¡Aguanta, Lorkun!
No quedaba enemigo cercano, ni forma accesible de cargar a tiempo la piedra. Tampoco sabía si acaso aquella extraña magia que lo consumía podría revertirse con el uso de la gema. Lorkun empeoraba demasiado rápido como para marcharse; aun así, Remo estaba dispuesto a intentarlo. Estaba dispuesto a matar a cualquiera, enemigo o amigo que se le cruzase en su camino, para salvar a Lorkun. Dejó con delicadeza su cabeza sobre la losa y se incorporó.
—¡No, no te marches! No te queda tiempo, Remo, ni me queda a mí…
—Déjame intentarlo.
—Me quema por dentro. Necesito revelarte algunas cosas. Si no regresas a tiempo no podré hacerlo. Así es como debe ser. Ahora lo he comprendido todo. El camino del sacrificio es este, Remo. Lo inició Nila y ahora lo continuaré yo, y si hiciese falta sé que tú también lo harás. Hemos acabado con el búcaro y ahora debemos intentar acabar con Lasartes. Está desprotegido.
Lorkun se estremecía de dolor.
—Lasartes no es inmortal, le hemos quitado el manto de la diosa, pero necesitarás algo más para matarlo. Cuando yo… muera. Sí. Así debe ser, el oráculo tenía razón.
Remo no comprendía las palabras de su amigo, que parecía ya estar más cerca de ese otro lugar, donde quiera que estuviese a punto de ir, que del terreno que pisaban allí. Lorkun aspiró aire con dificultad y de sus orejas y su nariz comenzó a salir sangre negra.
—Cuando yo muera, mira la piedra y entrega tu vida en ese combate. Así lo han querido los dioses.
Sostenía la cabeza en la palma de su mano. El sudor de sus cabellos se mezclaba con la sangre correosa. Lorkun balbuceaba con dificultad. El parche se le había movido y la vieja cicatriz le asomaba oscura. Remo se lo apañó para dignificar su pobre estado.
—Remo, mi final está cerca. Hemos vivido grandes cosas juntos. No te aflijas, sé que donde voy estaré bien. Nila me espera. Ahora mi fe es plena, ahora sé que esto forma parte de mi destino y que, Remo, el tuyo no está escrito aún, dependerá de ti.
Remo, hijo de Reco, limpió una lágrima de su rostro con el dorso de la mano que sostenía la espada. Parecía sufrir mucho.
—Remo, acaba conmigo. Déjame marchar ya. Acerca la piedra y usa mi muerte a tu favor. Mi muerte es necesaria, Remo. Así lo quisieron los dioses, ahora lo comprendo. Mira mis brazos, las runas que arden en mi cuerpo.
Era cierto. En sus brazos comenzaron a vislumbrarse sombras de entidad similar a hematomas con formas extrañas, que terminaban por configurarse como runas. Remo no era capaz de entender nada de lo que estaba pasando.
—Remo, mi querido amigo. Mátame.
Remo no sabía qué decirle. Se agachó y recogió sus hombros. Lo abrazó sintiendo como sus lágrimas volvían a limpiar su cara de mugre. Lorkun había sido más que una amistad o un compañero. Se alistaron juntos, se buscaban para ayudarse en esos primeros años. Lorkun y él compusieron entonces un equipo formidable, se protegían y el uno fomentaba el mejoramiento del otro. La vida después los separó y la propia desgracia de Remo había salpicado a su mejor amigo. Cuando dejaron tuerto a Lorkun, Remo había llorado de rabia e impotencia, y los dioses, si acaso lo estaban mirando, no sabrían distinguir esas lágrimas de las que vertió por Lania, pues Lorkun era su gran amigo, toda la familia que nunca tuvo. Años de separación no impidieron que cuando Remo acudió en busca de su ayuda en las montañas Cortadas, «el Lince», regresara con él al camino del peligro y la aventura. Su vida contemplativa, su retiro espiritual no fueron suficientes como para olvidar esa amistad. Lorkun era fiel a Remo, sin pedirle jamás otra cosa.
—Eres el mejor, la mejor persona que he conocido en esta vida. Mi querido Lorkun Detroy. Grandes cosas hicimos juntos. Lamento que…
Lorkun protestó para que él interrumpiese la disculpa.
—Tú y yo somos como hermanos.
—Hermanos, sí.
Lorkun cerró su ojo, del que brotó una lágrima. Su mentón se arrugó de emoción desdibujando los estertores que lo encaminaban hacia la muerte.
—Remo el insensible, castigo de Lamonien, saqueador de Nirtenia, llorando por mí… No me pidas perdón, somos hermanos, sí. Ahora debes concentrarte en lo que te queda… Entrega tu vida a los dioses sin reparos en ese combate, Remo.
Volvía a sentir la brasa, se dispararon caños de sangre negra que salpicaron a Remo. El mal que lo contaminaba lo estaba devorando.
—Hazlo, amigo, quiero morir por la espada de Remo, hijo de Reco, no por la sombra. Creo que ya no puedo verte. ¡Hazlo rápido, que la muerte me está devorando!
Sorbió la nariz al tiempo que dejaba la cabeza de Lorkun con delicadeza apoyada en el suelo. Se irguió y después de decirle otra vez que lo quería, Remo, hijo de Reco, hundió su espada en el corazón de su mejor amigo. Lo hizo todo lo rápido y certero que pudo. Las lágrimas empañaron su visión. Las limpió rápido, deseaba no perder su mirada, deseaba acompañarlo en ese último instante, que no sintiera el más mínimo desamparo. Lorkun acarició la espada que salía de su pecho; comenzaba a dar síntomas de abandonar la vida y también el sufrimiento. Su mirada se quedó fija. Su ojo en Remo, en su amigo. Contempló cómo se le iba la vida. Lo destrozó ver cómo la muerte en él fue como con cualquier otro. No le concedió nada. Se le fue el aire y el ojo quedó sin brillo. Se apagó su expresión como si eso que quedaba allí fuese ausencia en forma de cuerpo. Lorkun había sido un hombre tan irrepetible que su cuerpo no representaba más que una cáscara, una vaina de algo esencialmente único e irrepetible que ya no estaba allí y su ausencia hizo que Remo sintiera soledad y desamparo.
Remo apretó las mandíbulas y frunció los labios. Estaba al límite de sus fuerzas pero ya no sentía los pinchazos musculares, ni tampoco la fatiga de sus pulmones. Todo se anulaba con ese ojo vacío, esa mirada limpia de quien lo había acompañado tantos años en combates y aventuras, de quien siempre obtuvo consejos útiles, alguien a quien tanto le debía.
La piedra oscura seguramente ya estaría cargada de luz. Remo pensaba que le iba a costar mucho absorberla. De pronto era como agotar lo último que le quedaba de Lorkun y eso iba a suponer algo parecido a regresar al momento atroz en que había clavado su acero en él. Entonces, apartando la empuñadura a bastante distancia para que no pudiera beber sus cualidades, Remo se percató de una diferencia: la luz no era roja.
Era distinta. Remo extrajo la hoja del pecho de Lorkun. Estaba un poco desconcertado. La energía roja en esta ocasión era azul, intenso azul tras el cristal oscuro, como aguas cristalinas iluminadas en una cueva.
—Lorkun… —susurró atónito ante el misterio.
Era reconfortante pensar que la vida de Lorkun prestaba una luz distinta a su piedra. No lo comprendía, ni estaba intentando averiguar los porqués, pero lo valoraba. Después de todo lo vivido en el oráculo de Estépal, nada podría ser ya definitivamente extraño o maravilloso en lo que le quedara de existencia. Sintió entonces que su amigo no le había pedido al azar que terminase con él…, era una decisión firme, un propósito. Lorkun entendía que alguna ventaja podía darle a Remo. Sus palabras habían sido muy misteriosas. Lorkun fue muy selectivo a la hora de explicar lo que había sucedido en el oráculo, tal vez omitiera cuestiones importantes. Supo que esa luz diferente estaba relacionada con aquello y sintió cierto consuelo y un respeto profundo por su amigo, dispuesto a entregar su vida por sus convicciones.
Era el momento, se lanzaría a buscar su propia muerte después de recibir ese destello. Así en la distancia prudente se quedó mirando la joya; parecía moverse como si fuese un hálito luminoso enclaustrado. Esa luz deseaba propagarse y Remo deseó propiciarlo.
Sintió que la tierra volvía a temblar. Las piedras en las que estaba apoyado vibraron un poco. Lasartes estaba cerca, removía los escombros seguramente buscando al brujo. Remo escupió en el suelo. Miró la sangre de su amigo en la hoja de su espada. Se agachó y lo besó en la frente. Le dejó el ojo abierto, era incapaz de cerrárselo. Miró su espada, la cruceta, y el destello azulado lo inundó. Notó las potencias penetrarlo como si algo rozase la punta de sus cabellos y tejiera conexiones hacia lo más profundo de sus entrañas, desde lo más delicado a lo más brusco, una hondonada de viento fresco hinchó sus pulmones para después sentir un ahogo agónico.
Remo se tambaleó. No podía respirar. Sintió una contracción, las venas se le hinchaban por una presión capaz de hacerlas estallar de un momento a otro. Se agarró el cuello inflamado. Seguía sin poder respirar. Se clavó de rodillas y cuando pensaba que ese podía ser su final, entonces todo a su alrededor se apagó. No servían sus ojos ni sus oídos, no percibía el suelo bajo su cuerpo, todo hervía, todo era dolor… No lograba provocar el espasmo básico en el cuerpo que le permitiese inspirar aire dentro. Un dolor lo hizo gritar y ese grito parecía la única forma de que el aire penetrase en su cuerpo y aplacase los incendios, las turbulencias de su agonía. Los músculos se le tensaban. No podía respirar.
El alarido se escuchó desde fuera. Sala, acostada entre las ruinas, con la pierna rota, intentaba ocultarse junto a un seto. El gigantesco Lasartes acababa de pasearse junto a los jardines del palacio donde ella aguardaba a Remo.
Otro grito rajó el aire. Lasartes se guio hacia allí y después de rebuscar entre escombros vio el pedazo de suelo en el que descansaba el cadáver sin ojos de Bramán. Se inclinó hacia él. Giró sobre sí mismo y enfocó su atención hacia la procedencia del grito. Las cortinas de polvo dibujaron una silueta grotesca. Sala, desde su posición distante, contempló cómo se acercaba algo grande al gigantesco Lasartes.
Remo volvió en sí. Sintió frescor en la cara. Vio las techumbres que quedaban en pie en la nave del palacio, demasiado cerca. Se miró unos brazos gigantescos y el suelo mucho más abajo de lo que era habitual. Pensó que quizás estaba en una balconada. Pero las columnas eran sus propias piernas. Desnudo y gigantesco, el efecto de la piedra había sido diferente en esa ocasión.
—Dioses.
Se sintió bien, sin dolor, sin aquella agonía por llenar sus pulmones de aire. Su espada estaba en el suelo, diminuta junto al cadáver de Lorkun. Se dirigió hacia donde pensaba que podía andar Lasartes en mitad de aquella nube de polvo suspendida desde el derribo, tuvo que destrozar algún resto de los muros como quien desordena pequeños fardos de paja. Lo vio, con el rostro ya sin aquella sombra, después de que Lorkun y su magnífico plan le hubiesen arrebatado el manto de Senitra.
—Remo…
—Lasartes, Rosellón.
Lasartes hizo un ademán con su mano y una débil luz acabó materializándose en la fabulosa arma que solía convocar. Avanzó sin pensarlo hacia él con su espada en ristre. Remo estiró sus brazos, se sintió muy ágil. Se dirigió hacia los jardines para que no lo molestase lo confuso de aquella torre en ruinas. Lasartes lo siguió presto a lanzarle un espadazo. Probó a saltar y todo se hizo más pequeño, diminuto al elevarse hacia las nubes. En su caída provocó dos cráteres a la espalda de un Lasartes sorprendido por su salto. Entonces vio a Sala. Con el rostro desencajado. Lo miraba inmóvil. Vio su pierna y pensó en su espada y en la piedra.
—¡Quédate ahí! —le gritó enfurecido.
Pese a la transformación de Remo, Lasartes era más grande. La cabeza de Remo le quedaba a la altura de los hombros, amedrentaba verlo pero imaginó que de igual modo la criatura ahora debía estar confundida ante la contemplación de un Remo anormalmente titánico. Remo estaba deseando probar su nueva condición magullando esa piel broncínea del Cancerbero Abisal a base de golpes. Aún no se había hecho a sus dimensiones actuales, cuando el gigante se lanzó hacia él. Remo lo sintió rápido como una fiera. Se apartó con facilidad de su espada pero le impactó con un puño. Primero en la mandíbula y después en un costado. El cuerpo de Remo con los golpes estuvo a punto de caer sobre el lugar donde Sala permanecía sufriendo sus heridas contemplando el combate. Comprendía lo macabro que sería su destino si quedaba aplastada ella por un descuido suyo.
Entonces sintió un acceso de furia. Remo pensó que no estaba dispuesto a perderla a ella también. Pensó en lo caro que había sido ya el día con la muerte de su mejor amigo. Y miró el rostro de Rosellón en el cuerpo de Lasartes como jamás otro humano hubiese mirado con odio a un semejante. Se lanzó hacia él con temeridad y de un salto logró cazar a Lasartes con una llave en el cuello justo cuando este se iba a abalanzar para ensartarlo con su espada. Remo saltó rodeándolo y le hizo presa en el gaznate. Había logrado reducir hombres más grandes, en proporción, con aquella presa que tantas veces le hiciese Arkane en sus entrenos. Pero Lasartes poseía una fuerza inabarcable incluso para sus nuevas dimensiones. Era como abrazar un toro. Lo único que logró fue alejarlo de Sala proyectándose a sí mismo hacia la otra ala de los palacios. Se le cayó la espada al Cancerbero Abisal y Remo pudo ver cómo al perder el contacto con la mano del gigante la espada desaparecía dejando un rastro de luz.
Se enzarzaron en agarres hasta chocar con la gran nave central, en un costado de la misma torre donde yacía Lorkun. A la sombra de sus techumbres maltrechas pasaron sus cuerpos después de que el abrazo de Remo se agotase en consistencia. Lasartes entonces le golpeó la cara en dos ocasiones con sus puños. Con una llave lo sacó de vuelta a los jardines. Remo voló y aterrizó entre árboles que le fregaron el pecho de verde después de descuajarse por su peso. Con la cara rompió una fuente escultórica de mármol. Se levantó y trató de contraatacar a un Lasartes enfurecido que se abalanzaba sobre él. Nuevamente el gigantesco demostró sus habilidades con la lucha a cuerpo a cuerpo y, trabando su brazo derecho, lanzó a Remo contra los palacios principales. La mole que era su cuerpo impactó en el muro lateral del gran Salón de Justicia. Las vidrieras estallaron y Remo aplastó el trono del rey con uno de sus pies cuando logró frenarse. Ahora fue Lasartes quien lo embistió y ambos acabaron rodeados del tapiz gigante antes de romper la pared sobre la que descansaba y pasar a un patio interior de la parte más pública de los palacios. Lasartes volvió a invocar su espada.
Remo resoplaba, sentía venirle dolores lejanos, le costaba orientarse un poco, pisaba un suelo resumido en detalles levemente punzantes y sus manos a tientas reconocían tamaños diminutos para su nueva condición. Le costaba habituarse al medio, a los espacios tramposos. Pero su mente lo instaba a sacar provecho precisamente de esas dimensiones. Agarró una columna del patio y después de arrancarla logró que le sirviera de espada. Con ella sostuvo la de Lasartes. La piedra se quebró en dos pero Remo con el capitel asido y la media columna que le quedaba logró estrellarla en la cara de Lasartes. El golpe aturdió a su enemigo. Remo retrocedió y la emprendió a porrazos con él con su arma improvisada, hasta que la piedra se desmenuzó a medio camino entre sus manos y el rostro de ese Rosellón joven que poseía el Cancerbero Abisal.
—¡Maldito seas! —tronó Remo, que ahora le propinaba puñetazos. Después una patada lanzó a Lasartes contra los escombros del Salón de Justicia, donde rodó hacia otra ala de los jardines.
Una energía azulada recubrió la espada y tratando de recuperar la iniciativa con esa magia levantó la mano para descargar un espadazo. Pero Remo, en lugar de huir o pretender esquivarlo, se abalanzó y detuvo la mano en descenso de Lasartes. Chocó su cuerpo con el de él y lo estrelló con la cornisa de los pisos superiores que se asomaban al patio. La energía azul en la espada se descargó haciendo explotar varias estancias creándose una humareda inmediata. Entonces Lasartes se zafó de Remo y aprovechando los humos le propinó un puntapié que precipitó a Remo hacia las habitaciones recién destruidas. Cuando Lasartes golpeaba a placer, la fuerza que llegaba a obtener era muy superior a la que Remo esperaba. Tronaban sus golpetazos. Se estaba empleando a fondo.
Remo salió volando hasta que su cuerpo, que él trataba de encoger, atravesó varios muros hasta romper unas vidrieras y aparecer en los jardines traseros del palacio, donde acabó deteniendo su vuelo sobre unos cipreses. Lasartes venía persiguiéndolo a grandes zancadas y saltó hacia él trayendo consigo parte de la estructura del edificio que saltaba en pedazos en su avance.
Rodaron por la escombrera, destrozando columnas y muretes, tejados y jardines. Entonces Lasartes se zafó y logró impactar con un puñetazo en el rostro de Remo. Hizo aparecer nuevamente su espada y se la clavó en el vientre.
—¡No puedes derrotar a Lasartes!
Remo se miró el vientre, con la espada allí alojada. Lasartes le cogió la cara con su mano enorme y lo acercó para que su espada se clavase más en el cuerpo. Remo sintió la herida y vio la sangre salir de su cuerpo descomunal como un río que discurría en aquel extraño acero azulado.
—Vas a pagar lo que hiciste a Bramán, el sirviente que me traía a este mundo. Vas a sufrir por lo que hiciste con mis dones oscuros.
Remo notó que su cuerpo comenzó a calentarse. La ira lo inundaba. Se irguió con rapidez y lanzó sus puños hacia su enemigo, haciendo retroceder a Lasartes, y proyectó con toda su fuerza prestada la planta de su pie hacia el pecho del gigante. Lasartes salió volando y en su retirada la espada salió del cuerpo de Remo. Sangró, pero mucho menos de lo que había imaginado. El Espectro Abisal aterrizó contra el muro externo de los palacios, que estaba orientado hacia los precipicios en la cara noreste del Primio.
Remo corrió hacia él y lo embistió con brutalidad. Se detuvieron en la muralla y Remo, a puñetazos rabiosos, lo hizo penetrar en la piedra hasta que se tiró a su cuello en un impulso lleno de rabia y atravesaron el muro. Cayeron al vacío. Se golpearon con rocas y salientes mientras la velocidad se incrementaba; Remo sentía dolor y la satisfacción de ver cómo el propio Lasartes nada podía hacer para evitar aquella caída letal. El aterrizaje fue contundente. Sintió sus huesos quebrarse. Aplastó dos casas. Lasartes aterrizó cerca de él. Remo sentía que el sufrimiento era un mal síntoma. Escuchó gritos diminutos, gente que se lamentaba, que pedía a los dioses. Se levantó con mucha dificultad. Tenía costillas partidas y un hombro fuera de su sitio. No podía mover el brazo y le dolía una de aquellas piernas gigantes. Sangraba, pero nuevamente se sorprendía de no haber muerto. Lasartes permanecía tumbado. Remo acertó a ver sobresaliendo en su abdomen una estatua de bronce ahora bañada en sangre. Era en homenaje a Fundus, una fuente fea en un barrio feo. El orgullo del distrito había atravesado al Cancerbero Abisal. Remo arrancó una verja metálica de una casa y la enrolló con dificultad por los dolores que sentía. Lasartes se movió intentando liberarse del ensarte. Logró auparse hasta casi sacar la fuente de su espalda cuando Remo saltó sobre él con la verja a modo de cuchillo. Su peso lo venció de nuevo sobre la fuente hasta el suelo. Era la primera vez que vio miedo en el rostro del Cancerbero Abisal. El rostro de Rosellón Corvian.
—No debiste venir a mi mundo —dijo Remo mientras lo acuchillaba sin parar en el pecho con aquel manojo de hierros que ya le cortaba las manos de tan fuerte que los tenía asidos. Lasartes gritó con desesperación mientras Remo lo seguía acuchillando, ahora buscándole el cuello, los ojos, y allí donde pudiera tener el corazón. Los hierros se llenaron de carne que se ennegrecía cuando abandonaba el cuerpo de la criatura mientras se doblaban por la enorme dureza de la piel del Cancerbero Abisal. La fuerza de Remo no impidió que Lasartes se zafase. Se revolvió contra el suelo y logró poner su pie en el abdomen de su contrario. Pese a estar atravesado de parte a parte por aquella fuente demostró mucha fuerza y apartó a Remo como si fuera de trapo, empujando con aquella pierna. Entonces logró sacarse la fuente del cuerpo. Remo lo veía sangrar con regocijo desde la casa que había frenado su cuerpo. Escuchó los chillidos de los habitantes de las casas mientras trataban de huir de ellos.
—Te voy a matar —amenazó Lasartes mientras invocaba su espada. Gritó mientras cojeaba para acercarse a Remo. La hoja maravillosa apareció en su mano impoluta. Remo se incorporó como pudo. Lasartes proyectó una sección de luz con el arma, que acompañó de un grito y Remo sintió cómo le quemaba el cuerpo, una hendidura comenzó a horadarle la piel, la separaba debajo del pecho y en los brazos. Avanzaba hacia sus órganos internos un corte profundo mientras con desesperación Remo miraba cómo en sus flancos, el sablazo de luz del demonio había destrozado varias casas derruyéndolas al perder apoyo de columnas y pilares. El corte se había propagado, devastador, y a Remo pretendía partirlo en dos. Pero el poder que poseía a Remo no lo había abandonado. El corte se detuvo. Dolía, le abrasaba pero lo que parecía ser un final poco a poco se fue reconduciendo y, para maravilla del propio Espectro Abisal, la recuperación de Remo le evitó hemorragias graves. El efecto curativo de la joya aún vivía en él.
—¡Muere, maldito! —gritó Lasartes, que veía con desesperación cómo su enemigo se recomponía.
La sorpresa de Lasartes permitió a Remo pensar con frialdad. Necesitaba un respiro y dejar trabajar el efecto curativo de la piedra, sentía que su costado se estaba reconstruyendo. Huyó mientras era perseguido por otros dos sablazos que logró esquivar con otro de aquellos saltos prodigiosos. Lasartes lo perseguía. Remo caminó hasta el cauce del río. Destrozó el puente norte con sus pasos y cayó al agua junto a muchos soldados que en ese momento estaban cruzando el puente. Sucedió algo muy extraño entonces. Las aguas del río donde se sumergió… lo curaban.
—Ziben —susurró.
Se irguió en el agua y se giró comprobando hasta qué punto las aguas restauraban más rápido sus heridas. En las riberas del río, cientos de hombres que estaban entregados a una batalla se detuvieron de inmediato al verlo. Se alejaron de las proximidades del puente fascinados por el duelo que estaba aconteciendo. Remo percibió cómo a su alrededor se había formado un remolino. Una turbulencia en el curso del río. Lasartes llegó al cauce y no dudó en meterse en las aguas con él. Remo levantó los brazos para protegerse de un nuevo sablazo pero fue el agua, en una ola inmensa que se fue contra Lasartes lo que le sirvió de escudo. Al levantar sus brazos, Remo, sin calcularlo, había fabricado un muro de agua delante de él. El torrente izado se deshizo con el corte de luz de la espada de su adversario, pero aquel poder absorbió el golpe y no sintió otra vez aquella quemazón cortarle. El hombro se le encajó solo. La sección del abdomen desapareció al poco.
Remo hizo como en sus combates de espada, convocó su furia, su ira, las aguas comenzaron a saltar y a rodearlo en espiral. Sintió que el río se movía a su son. Lasartes salió del agua intimidado por el poder anómalo de su enemigo.
—Se acabó, Remo, se acabó. Yo soy el fuego antiguo.
Lasartes prendió llamas en sus brazos. Un torrente de fuego se proyectó hacia Remo. Las aguas reaccionaron y comenzaron un giro a su alrededor formando una espiral que lo guarecía, pero Remo comenzó a sentir un calor insoportable que lo rodeaba. Se quemaba, el agua giró más y más violentamente y, aun así, se quemaba; el poder de Lasartes era sobrecogedor. Algunos de aquellos soldados que ahora miraban el combate acabaron muriendo en el calor de las llamas con las que el gigante intentaba vencer el agua protectora. El ataque parecía eterno. El dolor lo hizo gritar. Las aguas se encabritaron más. Cada vez había más agua rodeando a Remo y por fin sintió cierto alivio cuando el demonio dejó de abrasarlo. Remo había soportado el ataque. Lasartes entonces, desconcertado, no parecía dispuesto a volver a desgastarse. Aquel fuego lo cansaba bastante. Respiraba con dificultad. Remo se relajó un poco y las aguas cayeron a sus pies. Todavía lo rodeaban como en remolino, pero ya no eran tan virulentas. Lasartes convocó a su espada de nuevo. Entonces Remo, que aún poseía aquella verja estrujada en su mano, saltó hacia el Cancerbero Abisal decidido a atacarlo con saña para evitar precisamente que pudiera utilizar aquel poder letal que usaba en su espada. Lasartes en efecto reaccionó tarde pero con mucha astucia. Remo acabó ensartado en su espada. Sin embargo y precisamente por estar trabado en ella tuvo cerca a su enemigo para seguir acuchillándolo con la verja con furia y desesperación.
—¡Maldito loco! —gritó Lasartes, mientras sentía que ese humano agigantado no moriría en su espada hasta haberlo destrozado. Lasartes tuvo que soltar su espada para poder salir del alcance de las cuchilladas de Remo. Su sangre salía en abundancia por las heridas que le habían causado la fuente y aquellas verjas que Remo usó como espada. Lasartes se tambaleaba.
Por su parte Remo, que admiró cómo la espada al estar fuera del alcance de la mano de su enemigo se disolvió de forma misteriosa, comenzó a observar mucho más lenta su propia recuperación. Sobre él pesaba la sensación de que pronto las propiedades maravillosas de aquella carga de energía que le había aportado la piedra se perderían. Se lanzó hacia Lasartes. Saltó espectacularmente. Lasartes comenzó a huir por primera vez.
Remo intentó seguirlo pese a que de este modo abandonaba la protección del agua. Sabía que se arriesgaba precisamente a lo que sucedió. Lasartes volvió a usar su poderoso fuego. Remo colocó la verja a modo de escudo. Era evidente que no servía. Los hierros incandescentes se estaban fundiendo en sus manos. Y Remo sentía que se quemaba el brazo, la pierna avanzada y la mitad de su torso. Tenía que retroceder al río o moriría abrasado. Pero Remo no lo hizo. Eso era lo que Lasartes esperaba. Se había colocado en un tejado y ahí lo tenía fácil para perseguirlo con la poderosa llama. Remo hizo ademán de retroceder pero cuando desapareció de la vista del gigante, entre las cornisas de los edificios, se agachó y retrocedió hacia la construcción donde estaba Lasartes aplastando con su peso la azotea. No debió de verlo, porque las llamas no siguieron a Remo, seguían abrasando la calle y las casas de enfrente se volvían pavesas y hasta los adoquines de piedra se volvían incandescentes como los ladrillos en un horno de leña. Remo tenía la piel de medio cuerpo negra. Estaba abrasado, le dolía todo. Entró en los bajos agachado destruyendo las paredes y saltó con todas sus fuerzas hacia arriba llevándose con él medio edificio. Apareció junto a Lasartes mientras este miraba el destino de sus llamaradas negras y la procedencia de aquel temblor. Remo fue muy rápido. Lo atravesó de costado a costado con el amasijo de hierros incandescentes que le quemaban en la mano pero que no estaba dispuesto a soltar. Lasartes sintió la estocada profunda. Remo tiró de su arma y se llevó consigo un caño de sangre densa. Después volvió a atacarlo, esta vez en el cuello. La mordida entró hasta casi la mitad de la garganta.
—No es posible… —balbuceó Lasartes. Giró su mano y avanzó la espada hacia Remo. Sintió la mordida de aquel acero. Pero Remo no pensaba apartarse, aunque era consciente del efecto mínimo que tenía ya la piedra curativa en él. Realizó la misma operación y la debilidad de su enemigo atónito, incapaz de defenderse después de protagonizar su contraataque, le permitió preparar bien los brazos y apoyar bien las piernas en los pies adecuadamente asentados en las ruinas de aquella terraza partida en dos, para realizar el giro preciso de la cadera. Con un tajo brutal abrió la herida de su cuello y, usando las verjas fundidas como cuchillo serrado después de un esfuerzo ímprobo, le cortó la cabeza tirando del pelo para abrir la herida mientras serraba. Lasartes perdió el apoyo de sus piernas de inmediato. La espada desapareció de las entrañas de Remo. Después de mantener un equilibrio ilusorio, el cuerpo inerte se vino hacia abajo y derramó su silueta por la cornisa de aquella edificación, casi derruida de soportar su peso y el ataque sorpresa de Remo. La cabeza de Lasartes quedó sorprendida en la terraza. Remo se quedó mirándolo. Tardó un rato en empequeñecerse y volver a ser la pequeña cabeza de Rosellón Corvian, pero Remo no dejaría nada al azar. Agarró por el pelo la cabeza y bajó del tejado.
Los que habían presenciado su combate, algunos de sus hombres, que habían sobrevivido a las batallas, se llevaron un susto de muerte cuando lo vieron caminando hacia el Primio, gigantesco. No se daban cuenta de que había mermado su tamaño hasta casi la mitad de cuando se transformó. Debieron de extenderse miles de rumores.
—¡Remo, gracias a los poderes de los dioses, ha vencido a Lasartes!
—¡Remo lleva la cabeza del rey, es gigante y poderoso, está aplastando las fuerzas de Lord Corvian!
Cuando Remo llegó al río con la pretensión de curarse, sintió la traición de los dioses. Entró en las aguas tibias y percibió diferencia. El agua relajaba sus músculos, acaso sus heridas abiertas, limpiaba de mugre su abdomen sangrante, pero no lo curaban, de hecho la corriente amenazaba con hacerlo resbalar en el cauce y decidió que era mejor salir de allí.
—¡Ziben, me has abandonado! —gritó exhausto. Caminó con una mano tratando de tapar el caudal de sangre que salía de su cuerpo y otra arrastrando la cabeza de Rosellón Corvian. En las calles, las batallas se detenían al verlo.
—¡Mirad, Remo es gigante!
—¡Lleva la cabeza del rey! ¡Le ha dado muerte al dios!
Los rumores caminaban a mucha más velocidad que Remo y en las ruinas de los palacios, después de recorrer toda la ciudad, causaba pavor escuchar la suerte que había decidido la batalla.
Encontró combates residuales mientras seguía caminando hacia las faldas del Primio. Los hombres de Trento sostenían varios frentes allí y propagaron la noticia de la victoria de Remo. Cuando sus enemigos veían que él había prevalecido, que seguía vivo y era la cabeza de Lord Rosellón Corvian la que estaba sujeta a sus dedos, se rendían o trataban de huir. Remo tenía un aspecto lamentable pero aún medía tres metros y esta condición infundía pavor en los enemigos de la rebelión. Sus hombres lograron dominar más aún una batalla que del todo les estaba siendo propicia desde que se libraba en las calles de la ciudad.
En las proximidades del la biblioteca de Venteria, Remo desfalleció. Soltó la cabeza de Rosellón y apenas pudo moverse para acomodarse contra la pared exterior del muro perimetral de la biblioteca. Sintió la inquietud. Sintió aquella vieja inquietud de la vida, de toda su vida. Ese dolor punzante de la incertidumbre. Ese comezón de fracaso, esa pesadilla de lo que podía ser la confirmación de un mal presagio. Sabía que Ziben había realizado infinidad de hechizos a su favor y que lo habían ayudado durante esos años y ahora lamentaba estar solo sin esas ventajas. Se miró la mano manchada de sangre muy roja, que seguía brotando de su abdomen. Sonrió ante la ironía de confirmar sus predicciones más agoreras. Miró la cabeza de Rosellón, que ahora tenía los ojos vueltos por el terror.
—Al menos he acabado contigo —le dijo mientras comenzaba a sentir familiar aquella sensación que lo consumía. Un hormigueo comenzó a extenderse por su espalda. Sentía que se iba a desvanecer. Apretó sus manos sin saber por qué presentar batalla a tan seductora sensación apacible. Apretó también sus mandíbulas mientras lejano le venía el resuello de su respiración atorada. Remo parecía no estar dispuesto perder la vida. Pensó que le habría gustado despedirse al menos de Sala. Este pensamiento lo rondó durante bastante tiempo y, como si se confirmase un presagio, la vio. Frente a él, sin fuerzas para emitir el parpadeo enérgico con el que deseaba despejar sus ojos que lagrimeaban en abundancia por los dolores que sufría, reconoció la silueta y el rostro que tenía aquella mujer. Le dio miedo pensar que, en otra ocasión, cruzando las puertas de la muerte también había visto una aparición semejante. Allí, en la poza de su vergüenza, cuando se había quitado la vida. Ahora no, ahora Remo al menos tenía el consuelo de que esta vez sí, esta vez pisaba la senda de una buena muerte. Como siempre alzó la voz desafiante.
—¿Eres tú, espectro? ¿Vienes a devolverme al sendero oscuro del inframundo?
Aquella Sala se inclinó sobre él. Lo besó en los labios con una fugacidad difusa y le acercó como si de un trago se tratase una pequeña luz roja que Remo pensó irreal.
—No he podido estarme quieta, fui a recuperar tu espada… —balbuceó la mujer mientras intentaba sonreír. Regresó a sus labios, lo besó con más energía y poco a poco Remo logró devolverle el beso complacido, mientras las entrañas le vibraban y notaba que su corazón latía sano y poderoso.
La batalla por Vestigia había finalizado.