CAPÍTULO 35
Dame mi espada
La vida de Calerio había cambiado bastante. Se ausentaba días enteros de la aldea. Gela lloraba cada vez que lo veía regresar. Sufría lo indecible. Calerio la había repudiado delante de todos. Ahora era alguien importante. Todos le tenían miedo, incluso Naufred, hasta el mismo alguacil de las aldeas del norte de Aligua le tenía miedo. Se decía que ya había matado a más de veinte hombres en duelos y trifulcas, que había despeñado a cinco piratas por los acantilados. Las malas lenguas decían que andaba con prostitutas y que aceptada dineros por dar palizas o matar gente. Pese a todas las cosas horribles que se decían de él, Gela aún lo amaba, y tenía la confianza de que ya no albergaban sus familiares en que él cumpliera su compromiso y la desposara tal y como sus familias habían pactado.
Una tarde ella caminaba desde la tienda de confección de los padres de él hacia su casa, cuando sintió la presencia de un hombre extraño que la seguía. Parecía uno de esos marinos extranjeros que venían para trabajar en el puerto en la temporada de atunes dorados, aunque todavía para esto faltase tiempo. Por la pinta que tenía parecía peligroso. Apretó el paso agarrando bien la estola con la que se abrigaba.
—¿Eres Gela? Por favor, no me rehúyas.
Era vestigiano, estaba claro en su acento. Apretó más el paso. El tipo daba zancadas muy grandes y estaba a punto de alcanzarla.
—No quiero asustarte, sé que es tarde ya, muchacha, detente. Estoy buscando a Calerio, y me han dicho que tú sabes dónde puedo encontrarlo.
Gela se detuvo en seco.
—¿Para qué lo busca? —preguntó ella dándose la vuelta.
El hombre se le acercó y clavó dos ojos verdes en los suyos. Gela sintió que ese hombre estaba maldito, que sus ojos la dañaban, esmeraldas que parecían cortar en cada parpadeo como cuchillos.
—Tiene algo que es mío —dijo con voz ronca el desconocido.
—Calerio podrá ser muchas cosas horribles, pero no es un ladrón.
Remo asintió.
—Muchacha, lo que tiene me pertenece, aunque él no lo sabe. Necesito verlo y hablar con él.
Gela había visto a Calerio partir en dos la cabeza de un truhán que era sospechoso de piratería en una disputa en plena calle. Todos hablaban de su fuerza y resistencia en los combates y entuertos en los que últimamente siempre andaba metido. Sin embargo, cuando sostuvo la mirada de aquel forastero, temió por Calerio, y regresó el instinto protector hacia quien siempre había profesado un amor incondicional. También esto la condujo sin remedio a sufrir la misma decepción que sentía cuando pensaba en él.
—Trabaja para el capitán de la guardia personal del señor de Aligua. Por aquí viene cada vez menos, es su mejor maestre de combate, tiene fama en toda la región —dijo la muchacha a modo de advertencia.
—Son precisamente sus proezas las que me han guiado hasta él.
Remo se marchó sin despedirse. Tenía la información que necesitaba. Enfiló el camino al puerto de Aligua.
Después de ver cómo procedía al arresto de un comerciante en el puerto, Remo, como un observador más entre el bullicio de curiosos, siguió a Calerio hasta una cantina. No adivinaba si estaba o no bajo los efectos de la piedra, pero por si acaso decidió esperar y no interpelarlo en plena calle. En el local varios hombres le hicieron hueco en una mesa al fondo del salón y el dueño envió a su camarera más atractiva a darle de beber. Los hombres bebían en la barra. Parecía que le gustase comer solo pues nadie compartía mesa con él. En la mayoría de las cantinas del puerto no se permitía comer con armas pero Remo no tuvo suerte, a Calerio parecía que no pudiera nadie imponerle norma alguna con su posición privilegiada y su leyenda brutal que crecía por días. Remo lo vio en la cara de los que comentaban en voz baja y le lanzaban miradas de reojo. Estaba seguro de que no se separaba de su espada ni para dormir acompañado.
—¿Puedo sentarme contigo? —preguntó Remo.
Calerio alzó la vista contrariado.
—No. Hay más mesas, vete a molestar a otro —respondió Calerio después de inspeccionarlo dos veces. Pareció más diplomático al añadir—: si necesitas algo de mí, espera a que coma.
Remo no se mostró intimidado lo más mínimo. Le sostuvo la mirada.
—Me gustaría hablarte de un asunto que creo que puede interesarte.
—¡Que te vomite el inframundo, jodido imbécil! ¿No ves que estoy comiendo? Si quieres que mate a alguien por ti o si quieres que…
Remo sonrió, pero seguía clavando sus ojos verdes en los de Calerio. Las amenazas y toda suerte de humillaciones salían de su boca mientras sus hombres se divertían contemplando la escena, seguramente esperando que echase a patadas a aquel tipo con aspecto de marino hambriento.
—Veo que no te acuerdas de mí.
—No. ¿He matado a alguien de tu familia? ¿Es eso?
Remo bajó el tono de voz. El tipo lo observaba mientras se mostraba grosero. Debía resultarle familiar pero no alcanzaba a reconocerlo aún.
—No. Me robaste algo… algo que tiene mucho valor para mí.
Instintivamente el maestre Calerio se llevó una mano a la empuñadura de su espada. Remo desde esa distancia no podía saber si la joya estaba cargada o se mantenía negra. Había poca luz y además la mesa cortaba el ángulo de visión necesario para ver la piedra. En la refriega del mercado no había visto a ese mequetrefe realizar ninguna proeza física, así que imaginaba que no estaba bajo los efectos de la piedra. Todo residía en si Calerio era un hombre precavido como para dejar siempre una carga en la espada, o si su exceso de confianza lo hubiese vuelto descuidado.
—No te conozco y te advierto de que he matado a hombres por palabras menos osadas.
—Esa espada es mía.
Calerio palideció. Fue pausada la sombra de terror que le apagó la bravuconería del rostro.
—De donde yo vengo, Calerio, no creo que un hombre como tú pueda infundirme temor amenazándome con la muerte. Creo que ya sí… ahora sí que me recuerdas.
La respiración se le alteró, intentó fingir que no tenía miedo llevándose un vaso colmado de vino a la boca, pero lo cierto es que el pobre infeliz estaba hablando con el muerto al que había quitado la espada y eso debía de ser muy complicado de aceptar para alguien como Calerio.
—¿Tú…? No puedes ser tú. ¿Eres su hermano?
—Soy Remo, hijo de Reco. Me enterrasteis desnudo. Tenía oro y una buena capa, pero tú te llevaste lo que más valor tiene. Te llevaste mi espada y has sido lo suficientemente estúpido como para llamar la atención y sembrar habladurías para que yo pueda encontrarte sin mucho esfuerzo.
Calerio debía de parecer tan asustado que sus hombres en la barra comenzaron a murmurar.
—Yo sé cuál es tu secreto, el porqué de que hayas prosperado como soldado. Insisto, no has sabido ocultarte bien, eres un necio.
Remo se acercó y fue muy osado. Le agarró uno de sus brazos como para que se acercara para escuchar un susurro.
—He venido de entre los muertos. Si me das lo que es mío y guardas este secreto, cuando mueras, tendrás descanso. Si no lo haces, hoy morirás aquí. Ensartaré tu corazón con esa espada que es mía y ni la luz de esa piedra podrá salvarte. Sé de lo que hablo.
Calerio temblaba. Remo podía sentirlo. La piedra tenía luz, se había acercado precisamente para comprobar que era así. No podía consentir que él mirase la joya. Todo sucedió bastante rápido. Calerio hizo un movimiento con el brazo que tenía libre, que era precisamente el contrario a la posición cómoda para desenvainar la espada. Entonces Remo le arrebató el cuchillo que le habían preparado para cortar la carne. Fue un relámpago de acero lo último que vio el ojo derecho de Calerio. Remo se lo trinchó mientras se aupaba en la silla para echarse encima de él. Apretó el cuchillo para intentar llegarle lo más adentro que pudiera por la cuenca del ojo hacia los sesos, mientras sentía los estertores y encima de la mesa perdía el equilibrio echándose encima del moribundo. La jarra de vino se derramó, después rodó sobre la mesa y se hizo añicos en el charco rojo del suelo. Si hubiese mirado la piedra habría sido imposible salir de allí con vida con el apoyo de sus hombres, ahora atónitos por el ataque inesperado de Remo. Ya en el suelo echado encima de él. Remo se aseguró de que estuviera muerto clavándole el cuchillo también en la garganta.
Remo advirtió cómo en la cintura de Calerio, en la empuñadura de la espada, la piedra parecía intensificar poco a poco el leve fulgor rojo que anidaba en su interior. Calerio había muerto. En ese momento le aplastaron una silla en la espalda. Remo acercó su cabeza hacia la espada y miró la joya mientras se dejaba acuchillar. Sus ojos verdes recibieron la luz y sus pupilas ahora adquirieron un tono semejante al de un coágulo de sangre fresca. Remo no mató a nadie más en aquella cantina. Se levantó mientras aquellos hombres lo asediaban con espadas y cuchillos. Su carne era impenetrable y, con facilidad, mientras observaba cómo sus agresiones no eran más que caricias, mientras algún corte provocado por los ataques se resolvía con inmediatez por aquella espuma sanadora que surgía bajo los efectos de la piedra de poder, Remo los apartó uno a uno, los lesionó sin matarlos, pues nada tenía contra ellos. Se ató la espada a la cintura y salió de la taberna con tanta velocidad que no dejó tiempo a sus perseguidores para saber si había tomado rumbo al puerto o hacia las calles de la ciudad.