CAPÍTULO 48
El periplo de Lorkun
Lorkun había encendido una pipa para fumar. Aspiró profundamente el humo en la pipa y después de echar su humo comenzó a hablar.
—Los dioses son complicados, caprichosos, poco comprensibles para quienes tenemos la urgencia de vivir y la muerte acechándonos.
Sala observó que hasta Remo abría los ojos con interés y desasosiego. Lorkun había visitado lugares vedados a la condición humana y venía con cierto aplomo en los hombros, en la mirada de ese ojo y en su voz. Algo perceptible sobre todo en la gente que, como Remo, había compartido con él numerosos años, Sala lo veía todo reflejado en los ojos verdes que brillaban con las palabras del otro. Sí, Lorkun siempre había sido precisamente una persona dada a cierta pausa y reflexión en su forma de proceder, heredada tal vez de la sangre fría y analítica que lo ayudaba a lanzar cuchillos con la precisión de un maestro. Pero nada más empezar a hablar de dioses y puertas legendarias logró que hasta el luego de la hoguera pareciese intrascendente y sumiso a esa historia que él les contaba, como si hasta las estrellas del cielo se congregaran para escucharlo arracimadas en un teatro negro y fuese su historia más especial y misteriosa que el misterio de la propia naturaleza que los rodeaba.
—Llegué a las Tierras Baldías cuando crucé la Puerta Dorada. A Tomei esta historia le parecerá versada en la locura, acaso no me he negado a que la escuche porque pueda significar para él cierto recogimiento. Pensar en los mundos que nos superan, donde seguramente el alma de su familia habita momentos mucho más felices que estos que nos tocan a nosotros. Quizá todo lo que yo cuente le será incomprensible o acaso piense que tenéis un amigo loco, pero sea como fuere no voy a privarlo de escuchar mi periplo y aliviar su alma dando por ciertas muchas suposiciones sobre la certeza de que la fe no se basa en fantasía. Sala además lo ha traído hasta aquí porque confía en él y yo también confío en quienes confían mis amigos.
—Detroy, no adornes y ve al grano —intervino Remo.
—Sucedió que logré averiguar el secreto de cómo abrir la Puerta Dorada y la crucé en compañía de mi preciosa Nila. Si no fuera por ella, yo no estaría aquí. —Lorkun necesitó una pausa—. Me había sumido en la desesperación y mi meta se había convertido en algo más poderoso que yo mismo, incontrolable y capaz de destruirme. Cuando Sala nos dejó, y ella subió para avituallarse estuve tan cerca de la muerte como tantas veces lo has estado tú, Remo, hijo de Reco. En mi soledad, en mi obsesión por hallar los misterios que encerraba la puerta, descuidaba mi nutrición y mi cordura comenzaba a tambalearse. De no ser por Nila y su magnífico espíritu, yo no viviría. Estoy seguro. Aunque como veréis no fue esa la única vez que ella me salvó.
»Cruzamos las puertas y nos encontramos con el primer ser mitológico que puebla mi relato: el guardián. Al principio allí no lo pensé. Pero supongo que aquella sombra que veíamos sobre un fuego parecido a este, que se hizo visible ante nosotros originado por poderes ocultos a mi entendimiento, era un demonio, de los que habitan en las fisuras del cosmos. Lo primero que hizo fue tentarnos con un paraíso, con una vida llena de abundancia y falta de recuerdos negativos. Nos mostró él con maravillosas imágenes que inundaban nuestros ojos todo cuanto podíamos experimentar en ese lugar donde habitan los dioses junto a los inmortales, para nosotros conocido como Aralea. Si estoy aquí es porque no acepté y os aseguro que aún hoy no estoy totalmente convencido de que fuese una decisión acertada. No se trataba de un ardid lo que él me ofreció. Ahora lo sé y pesará sobre mis hombros no haber cogido la mano de Nila y haberme perdido para siempre en el olvido valioso que él nos ofertaba. Acaso sea mi condición humana la que no es capaz de ver el ardid y lo que logré fue evitar mi destrucción, pero mis recuerdos en ese encuentro son tal y como os los manifiesto.
»El oráculo de Estépal, esa era mi preocupación y esa era la misión por la que yo había cruzado aquel umbral sagrado. Así que al guardián le pedí que me llevase a allí. Estépal es una isla en un mar que afirman es eterno, aunque eso no quepa en nuestras cabezas, un lugar donde las aguas son del color de los zafiros y las nubes del cielo se contaminan de ese reflejo como si fuesen algodones entintados. Para llegar a ese mar fui conducido a través de una región boscosa adyacente a una gruta que fue precisamente donde el guardián me recibió. Nila y yo pudimos cruzarla y un sirviente nos guio hacia el río, donde tendríamos que embarcar para llegar a Estépal.
»En el bosque aquel sirviente del guardián fue nuestro protector, pues numerosas criaturas se nos acercaban curiosas por la presencia humana. No quiero detenerme a explicaros cómo me sentía, cómo Nila y yo íbamos maravillados siguiendo a este sirviente. No podría sino llenar libros narrando esa naturaleza que nos envolvía y cómo hasta mi pobre único ojo en ese lugar parecía no echar en falta la presencia del otro, como si tuviese los dos. Atravesábamos ese bosque inhóspito, donde hasta el aire estaba espesado en su pureza y virginidad. Insisto, no es fácil describirlo, como tampoco es sencillo explicar el miedo que sentimos cuando en la noche escuchábamos las tropelías de alimañas que se escapan a mi imaginación y que, entre ruidos viscosos, como si mascara un gigante en la oscuridad, se acercaban a nuestra hoguera para intentar devorarnos. Si no hubiese sido por aquel ser al quien nos confió el guardián, de seguro no habríamos durado ni una sola jornada en aquel bosque esmeralda.
»Llegamos pues con su ayuda a un ensanche del río en una floreciente mañana que pobló de bruma los aledaños a la ribera de aquel cauce. Divisamos un embarcadero de madera oscura, labrada con runas incomprensibles. Allí desde el fondo del río emergió una barca después de que nuestro enigmático acompañante pronunciase palabras misteriosas. A veces pienso que tal vez el sirviente y el señor fuesen la misma cosa y que la sombra que vimos proyectada en el fuego, el demonio que nos tentó, fuese también el mismo que nos acompañó hasta invocar aquella barca. Una vaina blanca como el marfil. Embarcamos después de que aquel que nos había protegido recurriese de nuevo a la magia insondable y se desvaneciera en el aire profiriendo una despedida con la mano. Antes de irse con palabras extrañas empujó la barca de forma invisible.
»Las aguas no parecían afectar a la barca, que mantenía un rumbo fijo, sin vela ni remadas por nuestra parte. Discurrió por meandros majestuosos, dibujados por aquella neblina rosada por el amanecer hasta que desembocó en el ancho mar. Aquella corriente parecía aún impulsar la embarcación que sin que nosotros hiciéramos el más mínimo esfuerzo, se adentraba inexorable en las aguas mansas de un océano de aguas plateadas. Allí la velocidad de la navegación creció. La barca, impulsada con aquella magia surcaba las aguas como el más experto de los marinos.
»Cuando era noche cerrada avistamos, gracias al cielo estrellado más hermoso que yo recuerde y su luz sobre los océanos de plata, una isla. Así fue como llegamos a la isla de Estépal y nos topamos con uno de los misterios que más me han hecho pensar en las últimas jornadas. Remo, hijo de Reco, estaba allí, sentado al calor de una hoguera.
Sala abrió la boca muchísimo. Ya conocía el detalle pero ahora Lorkun había narrado toda la historia desde el punto en que ella misma había salido de ella y la sobrecogió una sorpresa parecida a la que debieron de sentir Nila y Lorkun.
—Llegué a esa isla por circunstancias que no os incumben. ¿Lograsteis convocar al oráculo?
Remo desviaba la atención nuevamente sobre el origen de su presencia en la isla.
—Remo, tal vez es importante para Lorkun que cuentes cómo llegaste a la isla —sugirió Sala con palabras pausadas.
—No. No la tiene —dijo Remo cortante.
Lorkun lo escrutaba desde el otro lado de la hoguera.
—Contaré lo que vi, aunque no todo cuanto sucedió. Lo que podéis y necesitáis saber únicamente. Logramos desentramar los misterios hasta la última puerta que se abrió justo cuando Remo abandonó la isla, él llevaba un día ya en ella y en el mundo de Estépal un mortal no puede permanecer más de tres…
Ahora Lorkun quedó un momento callado y, en su ojo inmóvil, danzaban las llamas de aquella hoguera. Comenzó a hablar con la mirada petrificada en aquella danza de fuego. Parecía estar reviviendo todo lo sucedido.