CAPÍTULO 24

Náufrago

Remo sostenía una antorcha en la mano, donde ardía un fuego vigoroso. El calor lamía su piel. En aquellas escaleras de mármol la brisa soplaba por tragaluces y ventanucos estrechos, agujeros en la costra de mampostería que recubría aquella parte del templo. Ese aire alborotaba el fuego de la antorcha que parecía protestar de forma sonora con un lamento parecido al ruido de sábanas polvorientas, acartonadas, que también se quejan cuando alguien las agita. En sus oídos permanecía lejano el sonido gaseoso de la playa, el romper de las olas constante. Remo mantenía la mirada inquieta sobre los planos de las paredes y el techo. Sus pies descalzos notaban la tibieza de la piedra pulida de cada peldaño. A sus oídos venía el silbido del viento filtrado por los agujeros, y lejana la cadencia continua del mar. Permanecía atento a cualquier olor alejado del salitre y la honda emanación de vegetal que algunas paredes despedían cubiertas de algas y líquenes que se pronunciaba cuanto más descendía.

Remo caminaba sin hacer ruido, flexionaba sus rodillas con la espalda arqueada hacia delante y, de cuando en cuando, se agachaba apoyándose con la punta de los dedos de la mano que le quedaba libre en aquellos peldaños de piedra altos para inspeccionar mejor el fondo de la escalera que le quedaba a la vista. Caminaba como un animal al acecho. Tenía hambre, curiosidad y miedo. Cualquier ruido lo hacía detenerse y enfocar su antorcha hacia las paredes donde rebotaban los sonidos. Lo más desasosegante era no saber exactamente cómo había ido a parar allí ni qué propósito tenía en aquella isla. Recordaba lo sucedido…

Al principio su memoria estuvo en blanco, despertó y era un sol extraño, como luz que no calienta, la única presencia en su mente. Esa luz cegadora como de mediodía fue lo que parecía haberlo traído a la consciencia, y entonces poco a poco se dio cuenta de que estaba sudando acostado en una embarcación pequeña. La barca se zarandeaba con el ademán en el que se despertó. Era una barca extraña, alargada y de un material parecido al nácar, cuya blancura para sus ojos era molesta como el reflejo de aquel sol sobre las aguas cristalinas, mansas, en las que la barca se deslizaba. Sudaba y tenía los músculos entumecidos. Había aparecido muy cerca de la isla. No comprendía por qué, pero cuando vio mecerse los palmerales en la orilla, mientras la marea lo acercaba a la playa, supuso que debía desembarcar allí. Varó la vaina en la arena blanca y bajó. No le preocupaba en exceso su desnudez, pero encontró en la barca una tela del mismo color que la vaina, áspera, escamosa y flexible, y decidió atársela a la cintura para que le sirviera de taparrabos. Por inercia buscó más en la barca, por si encontraba alguna arma. No había rastro de su espada ni de algo que pudiera usar para defenderse. Por algún motivo pensó que necesitaría protección en aquel lugar.

En la arena blanca sus pies se hundían con facilidad y agradeció más firmeza en el camino que emprendió entre la jungla de palmeras y helechos. Remo caminaba sin hacerse muchas preguntas. Sabía, o al menos tenía el presentimiento de que pronto recordaría de dónde había venido, aunque en ese momento no fuese capaz de llegar a esos recuerdos.

Sorteó la maleza apartando con los brazos los ramales bajos hasta que se enfrentó con una pared rocosa. Siguió el perfil de aquel muro natural hasta que vio cómo el terreno se elevaba y de la arena surgían piedras y una escalera hacia la parte alta de un talud rocoso. Caminar por esas rocas era agradable para sus pies. En un recodo de aquel ascenso descubrió un boquete. La oscuridad le pareció misteriosa y decidió acercarse. Era una gruta. Se apoyó en la pared para caminar con más seguridad hasta penetrar en la cueva. Esa caverna era una espiral que lo llevaba hacia arriba, estaba oscuro y pronto sintió inquietud. No había visto despojos o huesos que pudieran indicarle que en la cueva habitase alguna clase de bestia, pero sería un lugar fabuloso para encontrarse con una, así que fue muy silencioso mientras ascendía por el túnel. Encontró entonces algo que lo sumió en el misterio, al mismo tiempo que le daba cierta esperanza de encontrar respuestas. Detrás de un recodo vio lejana una iluminación, tras un pasillo ascendente en la roca. Se encaminó hacia el final del corredor y entonces pudo ver la salida de la cueva. Allí, una panorámica de la isla lo sorprendió por lo mucho que se había elevado. Podía divisar la playa a la derecha como una franja blanca que la jungla de palmerales pretendiera devorar. Vio su barca como un diente olvidado en la arena. A lo lejos la inmensidad del mar le hacía pensar que aquel lugar era diminuto. Pero lo que llamó la atención de Remo en aquella placeta no era el mirador natural, sino una construcción que parecía encajarse en la misma roca del acantilado por el que acababa de trepar. Parecía la entrada a un templo.

Le llamó la atención un pebetero, situado como una fuente en aquel patio natural. Una fuente con fuego en lugar de agua. Lo examinó y se le vino a la cabeza que aquel fuego era constantemente renovado. ¿Quién lo hacía? Esa pasó a ser su nueva inquietud. No tenía idea de qué lugar era ese ni cómo había aparecido desnudo en aquella embarcación blanca, pero ahora comenzaba a temer las respuestas. Comenzaba a recordar un mal presagio que erizaba el vello de su nuca. Se acordó de la poza y de Sala. Todo era confuso, la historia de la Guardiana, la fuente de las Aguas Venideras, el espectro, sí… Poco a poco la información iba completando los huecos.

Remo no se enquistó en recuerdos que no terminaban por aparecer. Se hizo con una antorcha de varias que había perfectamente apiladas junto al pebetero y la prendió en las llamas. El fuego era tan normal como el que siempre había contemplado sujeto a tantas y tantas antorchas de factura similar. Remo miró largo rato la entrada mientras inspeccionaba los alrededores. El suelo era herbáceo parcheado por una arenilla oscura. No encontró ni una sola huella ni vestigio alguno de animales. Algo lo inquietaba. No había pájaros en el cielo ni insectos. Las plantas que tenía cerca tenían todas sus hojas perfectas y no parecía que en la lejanía pudiera divisar ni una sola rama tronchada. Arrancó una hierba alta que crecía frente al umbral del templo. La raíz perfecta salió con facilidad de aquella arenilla oscura.

Así acabó Remo pisando baldosas limpias en una estancia amplia antes de seguir la orientación lógica que le permitía la construcción: descender. Encontró una escalera de caracol y paso a paso descendió mientras la brisa de los ventanucos de las paredes alteraba las llamas de su antorcha.

Llegó a una gran sala absolutamente invadida por vegetales. Invadida porque no nacían en ningún lugar visible en aquel gran salón que llegaban a alfombrar. Se colaban por los tragaluces del techo y las ventanas en las paredes, nudosos troncos de enredaderas gigantes que se ramificaban después en arquitectura vegetal perfecta para tapizar de infinidad de nervios las paredes, el techo y el suelo. Era como si la vegetación pretendiera devorar aquel lugar. Remo sintió muy cargado el aire allí, denso y fragante. Encontró una estatua en el centro del salón. Era una imagen extraordinariamente despoblada de ramas y hojas verdes. De un mármol negro, bien pulido.

Después de inspeccionar otra estancia más pequeña adyacente que servía de recibidor amplio, salió por la que parecía ser la entrada principal, a lo que él ya entendía como un templo, pues no había averiguado vestigio alguno de vivienda o lugar habitado en otros tiempos. Su abandono por fuera era igual de evidente y podía decirse que la vegetación que lo invadía camuflaba bastante bien la construcción que, además de al acantilado donde estaba construida, estaba muy próxima a una arboleda frondosa de plantas de similar naturaleza enredada que la turba vegetal que lo penetraba. Remo se abrió paso en aquella jungla con dificultad. Echaba de menos una espada o un hacha para urdir un camino más cómodo. Continuaba con la antorcha encendida para no perder el fuego, con el pensamiento de que cuando cayera la noche en aquella isla podía bajar la temperatura.

No supo con exactitud cómo apareció de nuevo en la playa después de sortear aquella jungla hasta un río. Lo cruzó comprobando que era mucho más profundo de lo que aparentaba y sació su sed con sus aguas transparentes cuya frescura reconfortó el sofoco y alivió el calor que sentía ahora en la isla. Después del baño reparador, Remo sintió hambre. Le costó en aquella jungla dar con árboles frutales y los que halló no los conocía. No tenía tanta hambre como para correr el riesgo de comer algo que pudiera matarlo. En muchas expediciones había visto indigestiones y envenenamientos por precipitarse sobre mala fruta.

Se orientó por su instinto ya que la densidad de la jungla le impedía ver la elevación de terreno del acantilado o la playa, hasta que regresaron las palmas y la vegetación más espaciosa y volvió a pisar arena blanca. Deseaba regresar al punto de partida, para sentir que podía dominar las distancias con el templo y las dimensiones de la selva. Caminó y caminó hasta que por fin salió a la intemperie. La noche se acercaba.

En la playa apiló una provisión de varas y maderas que arrancó con facilidad. Sobraba la vegetación en aquella isla. Prendió una hoguera generosa quizá por sentirse más acompañado. Como había previsto, después del hermoso atardecer que coronó las aguas que espejaban el cielo llenas de tonalidades violáceas y un azul muy denso, la temperatura ambiente bajó y su hoguera comenzaba a ser fundamental para guarecerse del frío. Lentamente la arena blanca antes caliente se enfriaba, a menos velocidad que la brisa y era agradable estar tendido en ella contemplando aquel cielo alto plagado de constelaciones desconocidas. Remo se maravilló de los tonos misteriosos del cielo. No solo se veían estrellas, había velos luminosos, de colores como la seda de calidad de los mercaderes plúbeos, que enmarcaban las estrellas esparcidas abundantemente en el cielo ancho, fulgurantes y misteriosas. Jamás en toda su vida había contemplado un cielo semejante, y recordó al fin toda la suerte de acontecimientos que lo habían llevado a estar en aquella isla.

Recordó su muerte y su aparición en aquel misterioso claro del bosque, la conversación con el espectro, el periplo de la Guardiana y sus circunstancias nítidas hasta antes de aparecer en la isla. Lo que seguía siendo un misterio era qué demonios hacía allí.

Una bruma se apoderó del horizonte y venía flotando inexorable. Remo sopló los rescoldos hasta que avivó la hoguera. Entonces, cuando estaba ya estirando sus brazos para acercar sus manos al fuego, sentado cerca de las brasas, divisó una embarcación que se acercaba a la isla. La vio gracias a la claridad de la noche exuberante que, aun sin luna, poseía en aquellas constelaciones coloridas bastante luminosidad. La embarcación parecía guiarse precisamente por su hoguera porque venía directa a la isla en su dirección. Remo sintió mucha inquietud. No sabía si ir a esconderse a la maleza. Desprovisto de armas, decidió que no haría nada sospechoso que pudiera molestar a quien quiera que gobernase aquella. Pero resultó ser una barca parecida a la suya. Más grande, pálida sobre las aguas oscuras, hecha del mismo material blanquecino. La percepción de que estaba ante un misterio pronto fue tornada por la sorpresa más acuciante.

Antes de que el primer tripulante de aquella barca pusiera un pie en la isla Remo se sorprendió al escuchar.

—¡Es Remo, es Remo!

A causa de la propia luz de su hoguera que le restaba visibilidad, él tardó más en reconocer su aspecto que aquellas voces. Como en un milagro vio desfilar hacia su hoguera a Lorkun, que era precisamente la voz que había reconocido, y tras él la joven Nila mantenía la misma maravilla en sus ojos.