CAPÍTULO 12
Los secretos en lo oscuro
A solas, Lorkun continuó sus investigaciones junto a la Puerta Dorada, a la espera de que Nila y Sala regresaran con víveres. Reconoció que la soledad ensombrecía su corazón, pero le era más efectiva para centrarse en los misterios. Estableció una rutina complicada. Dormía menos si cabe, junto al lugar donde establecieran el campamento. Despertaba y hacía una sola comida. Las raíces de las plantas luminosas eran parecidas a la remolacha y la ingesta de un par de manojos, peladas a cuchillo, llenaba bastante. De ahí marchaba con ayuda de antorchas hacia la gruta, para atravesar después el lago subterráneo de aguas tibias y llegar a la gran caverna que servía de antesala, donde siempre lo esperaban los pebeteros y la gran puerta. Prender los pebeteros era sencillo y con la estancia bien iluminada podía examinar con más detalle el umbral sagrado. Ahí perdía consciencia del devenir temporal. Repasó tantas veces aquellos portones dorados que comenzaba a sentirlos familiares y no tan gigantescos e inabarcables como su misterio. Cuando se sentía débil descansaba, bebía algo de agua y si la frustración o el cansancio lo derrotaban, se arrastraba hasta la otra cueva para dormir junto a la hoguera. Ese era su mundo y su vida allí abajo.
—Pasonte, tú estuviste aquí.
Hablaba solo, por darse ánimos y por forzar a su cabeza a continuar pensamientos más allá de lo que veía o pensaba fugazmente. Había una inquietud que lo atormentaba. Una pulsión que no llegaba a atrapar con la mente y que se paseaba en el filo de lo que sus razones y experimentos con la puerta le daban a entender. Era una intuición que él pugnaba por descifrar, sospechaba que la solución al enigma estaba delante de sus narices, pero que no hacía las preguntas correctas.
—¿Por qué la Guardiana acudió a Remo? ¿Fue por la piedra?
Pensó que era absurdo que aquella puerta requiriese la fuerza sobrehumana que a Remo le confería la piedra. Si eso era así, desde luego Lorkun estaba perdiendo el tiempo. No podría abrirla.
—¿Cómo la abrió Pasonte? Él era un hombre como yo.
Desde luego no conocía leyenda alguna del primer hombre sobre fuerza o destreza especial, más allá de la consciencia de ser precisamente eso: el primer hombre, el más viejo.
—¿Hubo alguien más que alguna vez la lograse franquear?
No podía ser simplemente cuestión de fuerza.
—Si era así, ¿para qué los pebeteros? Si era cuestión de empujarla suficientemente, un hombre con la fuerza de la piedra de Remo no necesitaría ver nada allá, simplemente arrimarse con una antorcha y con la energía de la piedra, empujar y desatrancarla. ¿Era eso?
No podía serlo. Los leforanos no construían nada a la ligera, esa caverna y la misma puerta guardaba un misterio. Esas linternas forjadas en hierro que la alumbraban debían de tener algún significado. Examinó la distancia en pasos de cada una hasta la puerta. Estaban exactamente a la misma distancia del centro de la puerta, que no de sus extremos, puesto que estaban colocadas dibujando un semicírculo.
Pasó horas contando pasos, midiendo distancias y relacionando acaso esas medidas con algún posible secreto que no hubiera sido capaz de desvelar. Desesperado regresó a la primera caverna y, junto a los rescoldos de la anterior hoguera, una vez más, sintiéndose anegado por la derrota, decidió descansar. El fuego estaba muriendo en la fogata y con el desánimo pensó que no merecía la pena ni tan siquiera avivarlo. No hacía frío en esa profundidad de la Tierra.
Entonces se acordó de algo.
Una de las frases talladas en su memoria desde que comenzase la investigación sobre aquellos misterios: «Busca la Puerta Dorada cuando todo se vuelva oscuridad». Eso se lo había dicho la Guardiana a Remo.
Con rapidez pisoteó el fuego hasta apagarlo. Después, caminó hacia la gruta. No le incomodaba la oscuridad, puesto que había aprendido de memoria ya las distancias. Una ventaja de ser tuerto era que ponía más cuidado que otras personas en detalles como dónde apoyarse con las manos para andar sin luz, o la distancia en pasos de un lugar a otro. Se desplazó en la pesadez de las aguas sin alumbrarse, totalmente a oscuras. En la gran antesala extinguió las llamas de los pebeteros uno a uno; los había dejado prendidos la última vez que había repasado las distancias a la puerta. Como las llamas de estas grandes fogatas lo habían deslumbrado, cerró su ojo durante un buen rato para adaptarlo a la oscuridad. Se sintió solo, como una mota de polvo suspendida en un abismo vacío. Abrió el párpado y la masa negra más compacta que hubiera visto en su vida lo rodeó. Era un abismo negro moteado por los vestigios que la luz siempre deja en la vista cuando se ha tenido cerca. Poco a poco se relajaron las marañas de arandelas rojizas que tejía su vista en la oscuridad y se quedó simple y llanamente con lo negro, lo impenetrable. No había diferencia entre abrir o cerrar el ojo. El tiempo dormía el vestigio luminoso y lo negro y absoluto se cernía devorándole el sentido de la vista como si jamás fuese ya capaz una luz de pasearse delante de él, como si aquella oscuridad ocupase el final de su capacidad visual. Respiró hondo y apretó sus manos para relajarse. Parecía necesitar sentirse vivo en medio de aquella presencia absoluta de vacío. Se había colocado frente a la puerta. Caminó hacia allí despacio, repasaba con su ojo, escrutaba lo negro, que era homogéneo y desesperante.
Entonces lo vio.
Un pequeño destello, en la puerta. Se acercó y le ocurrió como en algunas noches nubosas, cuando las estrellas florecen poco a poco en los mares de oscuridad tupida del firmamento al separarse las barcazas de nube. Descubrió otro destello en las paredes a ambos lados en la puerta y, para su sorpresa, al girar sobre sí mismo, uno en cada uno de los pebeteros. Eran luces quebradizas como las de las estrellas, fulgores muy débiles, titilantes. Lorkun ni siquiera se atrevió a exclamar o mostrar su alegría, no fuera a espantar las luminiscencias como luciérnagas en un bosque.
Lorkun sabía que aquello tenía que ser algo importante. Se acercó a la Puerta Dorada y en cada una de las dos planchas descubrió un dibujo simétrico que provocaba esa luminiscencia. Su ojo parpadeaba intentando que la emoción no nublara su descubrimiento. Echó de menos disponer de su otro ojo. En el lateral izquierdo vio un gráfico, un círculo atravesado por tres puntas. En el de la derecha, una estrella de tres puntas con tres círculos. Se acercó excitado a los pebeteros y vio, en pequeño, los dibujos de las puertas simétricos, en cada uno de ellos.
—Pasonte, ¿qué significa esto? Tres pebeteros, tres puntas, tres círculos.
Entendió entonces que tal vez aquellos gráficos indicaban la posición en la que debían estar colocados los pebeteros. Su vista poco a poco se fue adaptando a la nimia luz que despedían los fulgores y las puertas. No se podía ver el suelo y acaso la ilusión de que la puerta quedaba en un tono negro un poco más claro que el resto. En el suelo prácticamente invisible gastó sus energías limpiando con las manos y un cuchillo la tierra acumulada junto a la base de uno de aquellos artilugios, y descubrió una ranura, un raíl por el que seguramente podía desplazarse el artefacto. Tiró de esa base metálica, de dos arandelas que le venían a buena altura. Comenzó a pensar que esas linternas estaban hechas precisamente para desatrancar la puerta. No comprendía cómo, pero estaba dispuesto a mover miles de veces aquellas tres linternas hasta dar con la combinación adecuada. Con un desgaste importante logró moverlo. Rozaba la roca y hacía que Lorkun gritase del esfuerzo. Entonces se desvaneció la luz de las marcas en la Puerta Dorada, también la de los pebeteros. Desapareció provocando en él una sensación urgente de fracaso, de estar haciendo algo mal. Pensó que tal vez se trataba de regresar a la posición anterior la linterna que había logrado desplazar. Se percató entonces de que podía ver algo mejor el suelo y sus propios brazos.
—¿Lorkun?
Como si viniese de otra época, aquella voz le sonó familiar. Nila, provista de una antorcha que bullía en su mano derecha, como un astro en la tiniebla, lanzaba velos de luz sobre los riscos de las paredes, revelaba la planicie de la solería y aclaraba las manos y los vestidos de Lorkun que, desesperado, comprobaba cuán devastador era su efecto sobre los destellos que tanto sacrificio le había costado hacer florecer.
—¡Apágala, apaga la antorcha, por todos los dioses! —le gritó a la mujer enloquecido.
Gritó tanto que, después del esfuerzo intenso que acababa de realizar, cuando empujó la enorme linterna leforana, con la mala alimentación que llevaba y las condiciones tan precarias de sueño y descanso con las que convivía, sintió que se ondulaba su vista, que una náusea ulcerosa crecía ardiendo bajo la piel de su abdomen. Un mareo lo vapuleó y perdió la tensión en las piernas; la cueva lo rodeó mientras todo se apagaba.
Escuchó el rumor del agua. Sus pensamientos aparecieron enfrentados a algo que después reconoció en su frente sudorosa: un paño mojado. Abrió el ojo y pudo percibir cierto fulgor teñir el aire oscuro. Se incorporó un poco. Nila le sostuvo el paño con la mano para que no cayese. La mujer había encendido una hoguera allí junto a los pebeteros que también estaban prendidos. La orgía de luz en la gran sala de la Puerta Dorada casi le parecía ofensiva a Lorkun, presa de sus nuevos hallazgos, agobiado por si aquello pudiera estropear sus avances.
—¡Nila, apaga todos los fuegos, te lo ruego! —logró decir desesperado mientras comprobaba que su debilidad no se había aliviado. Su voz cascada así lo advertía y su ímpetu interno parecía no ser capaz de transmitirse al exterior. Un dolor se le clavaba en la sien y amenazaba con volver a marearlo hasta el desvanecimiento.
—Lorkun, te has desmayado. Debes alimentarte, beber agua, recuperarte. Después haré lo que me pidas. ¡Pero, Lorkun Detroy, no te servirá de nada morir aquí!
La sacerdotisa hablaba con tanta determinación que hizo a Lorkun obedecer. Olía bien, sobre las brasas un cazo prometía una sopa caliente. Pero él no tenía el más mínimo apetito. Las provisiones de Nila evitaron aquella dieta inmunda de alimañas y extraños vegetales. Conforme tomaba la sopa, obligado al principio, Lorkun aclaró sus ideas y la urgencia de estar sin luz se agudizó. Volvió a ordenarle a la mujer que extinguiese las llamas, pero Nila no cedió. Su estado febril lo llevó a decirle cosas como que se largara de allí y lo dejase solo, como había hecho Sala. Ella no consintió en apartarse de su lado ni un instante. Al segundo cuenco de sopa antes de que el sueño lo venciese, pudo respirar hondo y serenarse. Se quedó dormido.
Tuvo varios despertares inconexos donde encontraba luz y sopa caliente. Tomaba caldo y caía nuevamente en el sopor. Lorkun comenzó a sentirse familiar, comenzó a reconocerse a sí mismo cuando despertó completamente.
—Nila, la locura se apoderaba de mí, discúlpame por mis gritos y mis modos.
—Come fruta, Lorkun.
Si aquel misterio se basaba en la ausencia de luz, bastaría apagar los fuegos para volver a tener la oportunidad de resolverlo. No era una mala idea comer y disfrutar de un descanso. Eso era capaz de determinar el Lorkun ya más calmado que obedecía a Nila.
—Lamento haberte gritado, Nila —insistió.
Ella había terminado un nuevo cuenco de sopa y vigilaba que Lorkun terminara el suyo, después de haber comido una manzana. Mientras la cuchara temblaba entre sus dedos al principio, ahora ya podía sostenerla con facilidad. Sus energías acudían con presteza mientras aquella sopa sanadora entraba en su cuerpo. Durante lo que pudo sentir como una jornada, comió sopa y frutas, y fue obligado por la mujer a permanecer en reposo. Dormía tiempos indeterminados y cada vez se notaba más fuerte y entero al despertar.
—Tengo la esperanza de haber encontrado el mecanismo que abrirá la puerta. Tendrás que ayudarme.
—Lo haré —dijo ella amablemente, aunque parecía resentida—, pero, Lorkun, no quiero verte así; si no cuidas tu salud, si no te alimentas bien y descansas quizá logres abrir la puerta, pero lo que quiera que guarde te matará aunque solo sea de asombro. Debes estar fuerte para cruzar ese umbral.
Lorkun sonrió. Le gustaba que ella se preocupase de él.
—Mírate, Lorkun, estás flaco. —Nila se le echó un poco encima y lo agarró de un brazo—. Perdona, pero apestas. Estás desaliñado. Tu obsesión por este misterio no debe robarte la humanidad. Si afirmas que tras esa puerta comparecerás ante un oráculo sagrado, no querrás ir como un pordiosero. Hasta el más sencillo de los rituales requiere de abluciones.
Tuvo que reunir paciencia, pero se dejó hacer. Otro cuenco de sopa, un pedazo de pan y el lomo escabechado de algún ave que preparaban los goldrimianos, devolvieron a Lorkun la energía como para sentirse renovado. Nila observó la mejoría y decidió que era el momento de la higiene. Lo condujo hasta el lago subterráneo y lo obligó a lavarse. Había traído jabones rudimentarios fabricados por los habitantes del precipicio. Sin pudor tiró de la túnica de Lorkun.
—Pareces una goldrimiana más. Mandona.
—No. Ellas no lavan a sus hombres. Es al revés, ellos son los que las lavan a ellas con agua y la arena sagrada.
Desnudo, como un niño travieso después de manchar las ropas, lo empujó a las aguas y parecía dispuesta incluso a frotarlo con aquellos jabones. Lorkun la frenó y decidió colaborar. Mientras se frotaba y olía los jabones pensó cuánta razón tenía la mujer. Se afanaba tanto en aquel misterio que perdía la perspectiva de sí mismo. Se sumergió en las aguas tibias donde la espuma quedó flotando junto a su rostro. Metió la cabeza y Nila, que había entrado en las aguas también, se prodigó en rascar sus cabellos para enjabonarlos. Con brío y fuerza lo frotaba, tanto que el parche se le soltó y cayó al agua.
—Deja que también te lo lave.
Lorkun la dejó hacer mientras él volvía a sumergirse.
—Ahora te toca —dijo ella divertida ofreciéndole su espalda y su cabeza para que Lorkun hiciera lo propio. Cuando frotó esa piel nívea y hundió sus manos en la crema que eran sus cabellos mojados, se desencadenó un deseo que hacía años no sentía. Nila se dejó abrazar desde atrás. Lorkun se aferraba a ella sabiendo que su rechazo acaecería como era acostumbrado. No podía achacarlo a debilidad alguna o a descuido. Lorkun la deseaba.
—Lorkun…
Se separó de ella con una disculpa y respiró hondo. Pero Nila se revolvió como un pez y fue a su boca. Lo besó, lo besó fuerte rompiéndose el corazón contra él. Sucedió en el agua. Sucedió en aquel lugar subterráneo que no era mundo, que era algo aparte y escondido.
—Te amo, Nila.
—Te amo, Lorkun.
No alcanzaron a decirse nada más. Lavaron sus ropas y desnudos regresaron junto a las antorchas para secarlas. Se abrazaron junto al fuego a la espera de poder vestirse de nuevo. Hicieron el amor otra vez, con más dulzura que en el agua, donde habían tiritado pisando las brasas de lo prohibido, rodeados de frío y fuego acuoso, donde sus cuerpos pudieron encontrar amparo en su unión, mientras surgían lágrimas disimuladas por la humedad. Por primera vez los misterios y todos los desafíos a los que se enfrentaban, los conflictos, la guerra, las penas y los votos sagrados, todo quedaba fuera de su abrazo en aquel lugar soterrado.
Nila y Lorkun sin palabras se prometieron que todo quedaría ahí.
No comentaron nada más sobre su amor. No cruzaron palabras diferentes a las que hubiesen mantenido sin esa intimidad. No se trataba de enterrarlo entre los dos, sino simplemente de poder seguir viviendo. Se trataba de sobrevivir y seguir adelante sin la bajeza de la culpa. Después de todo lo acontecido, Lorkun no pensaba en culpa, ni pensaba acaso que aquel amor que ambos siempre habían sacrificado pudiera en ningún caso ofender a los dioses. Pero sabía que no volvería a tocarla, sabía que ellos, cada uno en su camino, debían mantener el equilibrio para el que habían luchado toda la vida y que los convertía a ambos en lo que eran. Así que se decidieron sin pactarlo, sin decirlo, a abrir la Puerta Dorada como si todo aquel derroche de sentimientos y deseo no los afectase.
Una vez vestidos, Lorkun se ajustó el parche limpio a su ojo y respiró hondo. Era como regresar a su estado de alerta que le decía: «Lorkun estás cerca, concéntrate y abre esa maldita puerta».
—Nila, debes ayudarme, creo que he resuelto el misterio.
Lorkun y Nila alinearon los pebeteros a base de corazón. Después de probar varias combinaciones, en lo que fue una jornada angustiosa por el presentimiento de estar cerca de un hallazgo que no llegaba a materializarse, a oscuras, sucedió algo…
Cuando encajaron el último de aquellos pebeteros en el suelo, se escuchó una extraña aspersión y un chasquido seco; tras unos instantes, prendieron llamas de la linterna que habían desplazado. No llamas comunes, amarillentas de veteado rojo, no. Era un fuego diferente. Recordó rápidamente su estancia en la isla de Azalea. Era fuego negro, una forma nerviosa, azabache, que brotaba sobre un fondo luminoso azulado que posibilitaba en medio de la oscuridad apreciar sus contornos. El fuego oscuro bailaba y sus perfiles sí que emitían una luz blanquecina que a veces se intensificaba hacia el celeste, amortajada por el tono oscuro de las llamas. Después de la primera linterna así encendida, se prendió inmediatamente la segunda y en pocos instantes las llamas poblaron la tercera. Fue algo en cadena, como si las linternas estuviesen conectadas por algún conducto subterráneo. Siempre una aspersión terminaba en un chasquido y florecían las llamas en la linterna. Esos fuegos otorgaban irrealidad a aquel lugar, que ya de por sí provocaba una sensación ilusoria. La luz parpadeante decoró la estancia provocando aquel cambio cromático extraño que sucedió en la cámara secreta del templo de Azalea. Sus ropas claras se oscurecieron y sus uñas parecían refulgentes, los cabellos rubios de Nila se hicieron morenos, como sus ojos azules ahora negros, mientras que su dientes y el blanco de sus ojos parecía más brillante que el mismo fuego.
—Es igual que en el templo de Azalea, es el mismo tipo de fuego.
—¡Lorkun, mira la puerta! —exclamó Nila con temblor en las pupilas ahora blancas.
La Puerta Dorada estaba abierta.