CAPÍTULO 52

Lluvia y contrabando

Comenzó a llover. Después de varios días ventosos que trajeron a los cielos un manto de nubes opaco y compacto, como planchas de plomo sobre toda Venteria, comenzó a llover precisamente cuando menos falta hacía: la noche señalada en sus planes.

—Deberíamos esperar a que pare —dijo Tomei.

—No se puede, todo está en marcha, no podemos pararlo ya, y tampoco tiene pinta de que vaya a cesar esta lluvia.

—Esas galerías y túneles pueden llegar a inundarse cuando esta agua se filtre. A veces el camino pasa por alcantarillas y canalizaciones, es muy peligroso entrar ahí.

Remo, encapuchado como Sala y Lorkun, no iba a discutir más con Tomei.

—¿Es aquí?

—¿Estás seguro de que ese túnel no estará ciego? Han pasado años ya…

Tomei no atendía a las preguntas, tenía la mirada fija en el mapa. El viento le doblaba una de las esquinas y la lluvia amenazaba con estropearlo, pero la colocación de la entrada a los túneles teniendo como referencia la puerta sur de la ciudad era imposible determinarla sin mirar el mapa. Remo lo sostenía delante de su rostro mientras Lorkun colocaba la antorcha y Sala con su capa intentaba taparlos para que la lluvia no los empapase destrozando los planos.

—Si esos centinelas perimetrales sospechan, tendremos un regimiento entero que no tardará mucho en prendernos —avisó Remo mirando las murallas a lo lejos y las casetas de guardia de las llanuras. Estaban a escasos cien metros de uno de esos puestos de guardia, y a un kilómetro de los muros de la ciudad.

—Es justo aquí.

—¿Y cómo demonios tenían pensado usar el túnel si el final está atorado?

Lorkun volvió a apagar la antorcha. Esperaron un poco y Remo comenzó a cavar. La tierra salía escupida de la pala hecha una plasta por la humedad de la lluvia, pero cada vez con más brío, conforme el hombre fue acostumbrando sus músculos al movimiento. Sala no quitaba ojo de la pequeña fortificación y, de cuando en cuando, de las fogatas lejanas en la llanura, de las posadas que circundaban los caminos que desembocaban en la ciudad y las antorchas de los secaderos y haciendas de los latifundios que repartían luces temblorosas en aquella noche plana de las llanuras. Sería lamentable que los descubrieran estando tan cerca de su objetivo. Tomei insistió a Remo para que ahondara más.

—Lleva años sin usarse, es una escotilla, debe de estar un poco más honda, antes se procuraba una limpieza de esta zona. Se abre hacia abajo, precisamente para que desde dentro no tuviesen problemas en su apertura sepultada.

—El problema es que nosotros pretendemos abrirla desde fuera.

Los sonidos del aguacero en parte aliviaban el ruido áspero de cavar. Las capas estaban empapadas y Tomei, cada vez que sacudía su cuerpo como para aliviar la suya, negaba con la cabeza en silencio. Sala se preguntaba si no era una temeridad no hacerle caso. Aquella lluvia parecía preocuparle en demasía.

La pala chocó con algo duro, metálico. Rápidamente Lorkun se agachó para ayudar a Remo. Con otra pala agrandaron por turnos el agujero hasta que pudieron entrar los dos y cavar juntos.

—Debemos darnos prisa, la noche pasa volando.

La alcantarilla se veía herméticamente cerrada. Llevaba años sin abrirse, soportando el peso de la tierra que la cubría, parecía sellada como si se hubiese fundido con la piedra que le hacía de marco.

—Dame el marro.

—Remo, dale con todas tus fuerzas, cuantos menos golpes uses, menos llamaremos la atención.

Remo izó el martillo sobre su cabeza y descargó un golpetazo. Pese a estar dentro del pequeño agujero que ya de por si amortiguaba el sonido, Sala pensó que los centinelas del puesto de la llanura no tardarían en alarmarse. Sala se había fijado en la espada de Remo, la piedra de poder estaba descargada, con lo que debía confiar en la fuerza del hombre sin el añadido de aquel don. Tendrían que ser capaces de abrir aquella entrada a base de fuerza bruta y no podían demorarse mucho, el camino hasta las dependencias del rey prometía ser angustioso y duro. Sala miró la escotilla por la que debían pasar y después la ciudad de Venteria. Calculaba que hasta el palacio en línea recta podía haber diez kilómetros, teniendo en cuenta la altura del monte Primio. Si las condiciones del túnel no eran adecuadas, tal vez no llegarían al amanecer, como pretendía Remo.

—¡Date prisa, escucho ruidos! —alertó la mujer.

El hombre dejaba caer el mazo sobre el punto en el que se encontraba el supuesto cierre. Estaba abollando la portezuela con la potencia con la que descargaba. Saltaban chispas.

Remo se detuvo para tomar aire. Lorkun estaba dispuesto a relevarlo en la tarea, pero cuando su amigo se irguió para estirar la espalda, la puerta cedió y Remo fue tragado por el agujero con el mazo incluido.

—¿Estás bien? —preguntó Lorkun.

—¡Dioses, Lorkun, ayúdalo!

—Está bien, creo que ya nos ha respondido. Hay que bajar a Tomei. ¿Remo, me escuchas?

Muy débil pero nítida, llegó la respuesta del hombre para sosiego de Sala, que se había desentendido totalmente de la vigilancia. Lorkun se inclinó sobre la abertura y pasó a Remo una antorcha que prendió con sus poderes. El fuego iluminó las profundidades y el rostro de Remo apareció en aquel agujero portando ya la antorcha en una mano.

—¡Vamos, Tomei, abajo!

Sala ayudó a Lorkun a colocar a Tomei, al que inicialmente sentaron gracias a la amplitud del hoyo cavado por Remo. A base de fuerza entre Sala y Lorkun lograron que el cuerpo del arquitecto pasara por aquel aro. Escucharon un «soltadlo». El ruido de la caída de Tomei lúe menos sonoro que el que había hecho Remo por lo que pensaron que él había logrado amortiguar el salto para Tomei.

—Te toca, Lorkun, te ayudaré.

Lorkun iba a protestar pero comprendió que si para alguien iba a ser más sencillo saltar abajo sería para Sala. Ella lo ayudó y cuando estuvo abajo, pasó por el agujero su arco y el carcaj con las flechas. Justo cuando se disponía a saltar dentro, una mano la agarró por el pelo.

—Quieta, zorra, ¿qué contrabando es ese? —preguntó una voz de alguien a quien todavía no lograba ver—. ¿Qué se esconde ahí abajo?

Sala pensaba con velocidad, con el corazón en plena carrera y el dolor en el pelo lanzando dardos en su cabeza. El tipo le colocó un cuchillo en el cuello.

—¡Habla, zorra, o te corto el cuello! ¿Qué guardas ahí abajo?

Sala encuadró por fin al centinela nocturno. Era un tipo moreno, con mofletes prominentes donde dejaba crecer una barba que parecía mordida por un perro. Sus ojos lagrimeaban y apestaba a cerveza. Desde abajo se escuchó: «Sala, salta de una vez». Esto alertó al tipo.

—¿Cuántos sois ahí abajo? No me mientas o te mato.

—Somos dos.

El tipo la puso en pie y se acercó al agujero. Echó el ojo y tuvo que ver a alguien porque rápidamente se apartó de allí. Empujaba a Sala hacia la fortificación de madera de los guardias de los caminos. Sala pensaba que la misión se estaba yendo al traste. Remo no tenía la joya cargada y tal vez no podía salir por la altura de la estancia. Ese hombre iba derecho al fuerte seguramente para encerrarla y alertar a sus compañeros del turno nocturno con el objetivo de capturarlos.

—¿Ahí guardáis contrabando?

—Mi amigo se marchará, no lo cogeréis.

El tipo se detuvo, dudaba. Silbó con habilidad prodigiosa y rápidamente tres soldados aparecieron en la azotea de la construcción iluminada por antorchas.

—¿Qué has cazado, Folo?

—Una zorra contrabandista, ¡venid! Hay un alijo.

Tres hombres armados se acercaron hasta donde el tal Folo agarraba a Sala del pelo.

—Tienen un agujero ahí mismo.

—¿Tabaco, opio azul, qué vendes, niña?

En ese momento Sala se quedó maravillada al girarse, dos siluetas encapuchadas venían caminando despacio hacia los soldados. Remo y Lorkun.

—Zorra mentirosa, conque eran dos.

Sala vio entonces cómo Remo desenvainaba su espada y a Lorkun proferir movimientos con sus brazos. Los tipos con lanzas fueron a por Remo, que se adelantaba para el combate. Saltó a un lado para esquivar la trayectoria de las lanzas. Se movía como si supiera dónde atacarían. Con facilidad fintó otro ataque. Entonces de las manos de Lorkun brotaron llamas, un caudal de fuego que se derramó sobre los dos soldados. Sala entonces clavó el codo en el estómago de Folo y girándose sobre sí misma con mucha rapidez agarró la mano del propio soldado donde tenía la daga, y le propinó un empujón. El efecto fue que el desgraciado se clavó la daga en el cuello. Remo, a uno de los quemados que corrían desesperados, lo ensartó con la espada. La dejó allí clavada mientras caminaba agónico. El otro hombre se restregaba contra el suelo para apagar las llamas. Lorkun tenía en las manos fuego y parecía dispuesto a volver a rociarlo con él.

—Debemos irnos, estamos llamando mucho la atención.

Remo recuperó la espada del cadáver y con el pie pateó el suelo para echarle tierra. Como viera que no se apagaba, usó su propia capa para extinguir las llamas. El pestazo a carne quemada lo hizo toser.

—Regresemos.

—¿Vendrán más?

—Démonos prisa.

Remo, antes de volver a colarse por el agujero, esparció la tierra removida para que fuese menos visible al amanecer, idea que antes le había pasado desapercibida.