CAPÍTULO 2
La espada misteriosa
El rumor sobre el cadáver se extendió y la guardia de Aligua apareció en el pueblo de Calerio. Hombres uniformados con armaduras ligeras, lanzas y espadas. Hombres que infundían miedo en estúpidos como Nefred que no hacía más que ofrecerles agua y tener atenciones excesivas como si acaso fuesen a llevárselo para la guarnición por su buen comportamiento.
—Nefred es un lameculos, fíjate como se ofrece al capitán de la guardia —comentaba Calerio susurrando a Gela. Estaban acompañados de sus padres y por eso les permitían estar juntos. La madre de Gela de cuando en cuando los miraba inquisitoriamente, como si, de su rostro, el agravio de la poza no fuera a diluirse en décadas.
Se habían reunido para dar sepultura al cadáver. Corría el rumor de que era un soldado de Vestigia. Los encargados de preparar el cuerpo para el entierro así lo afirmaban. Tenía tatuajes militares de la famosa Horda del Diablo, una facción de élite de sus viejos enemigos que causó terror precisamente en esa región de Nuralia. Conocer esos detalles hizo que Calerio deseara aún más aquella espada. Las rencillas con el enemigo sureño instauraron la tradición en la guerra de no gastar sacos de seda en cadáveres enemigos y, pese a estar ya en tiempos lejanos a la Gran Guerra, el capitán de la guardia ordenó que se enterrase al desdichado desnudo y boca abajo, para que su viaje fuese orientado al inframundo. El padre de Calerio siempre lo advertía de lo poco juiciosas que eran las costumbres en las sepulturas.
Calerio no olvidaría aquel tatuaje. Lo fascinó verlo. Era un símbolo militar enemigo muy conocido en la región de Aligua, no en vano años atrás fue la Horda del Diablo quien arrasó la ciudad. El cuerpo fornido de gran palidez comenzó a ocultarse a medida que le ponían tierra encima ante la mirada llena de fascinación de quienes asistían al entierro. Después de cubrir el agujero, sin lápida o señal, se congregaron junto a sus pertenencias apiladas en el suelo circundante a la tumba.
—¿Quién fue el primero en descubrir el cuerpo? —preguntó el capitán de la guardia levantando la voz. Entonces todos miraron hacia Calerio. Su corazón latió con fuerza. Había llegado el momento de reclamar la espada.
—Acércate al capitán, chico. Di tu nombre en voz alta.
—Ca… Calerio.
El capitán rebuscó en su cinto y extrajo lo que rápidamente Calerio reconoció como una moneda de oro.
—Después de registrar el cadáver hemos visto que no había sido saqueado y afirmo ante estos testigos que ese hombre tenía una bolsa de oro bastante abultada. Esto es para ti, por tu honradez.
Calerio percibió cómo las orejas se le ponían rojas. Tenía que decirlo ahora o no tendría otra oportunidad.
—Mi señor, mi señor…
El capitán levantó su mano para que se callaran algunos de sus hombres. Quería escuchar al muchacho.
—Si es posible, me gustaría quedarme con su espada. Siempre he querido tener una.
El capitán frunció el ceño. Se acercó al cadáver. Habían colocado la espada junto a él, envuelta en un paño. Descubrió el arma dándole un pequeño puntapié, sin agacharse.
—No parece un arma muy valiosa, joven… —El capitán la inspeccionó con asco, como si la muerte de su dueño pudiera ser contagiosa. Estaba claro que si le veía algo de valor al arma no le permitiría a Calerio quedarse con ella—. ¿Te gustaría ser soldado?
El jefe de la guardia de la ciudad lo preguntó con sorna. Calerio asintió.
—Haremos una cosa; si eres capaz de vencer a uno de mis hombres en un duelo a espada, te la quedarás.
Entre el público se formó revuelo.
—Mi señor, mi hijo no… —imploró el padre de Calerio. Rápidamente uno de los soldados al servicio del capitán lo empujó de nuevo hacia la multitud.
—¿La quieres o no?
Calerio había practicado mucho con espadas de madera, pero jamás había agarrado un arma real en su mano. Estaba ante una de esas encrucijadas del destino. Sintió que todos en el pueblo estaban pendientes de él. Inspeccionó a los guardias, que no parecían del todo expertos en combate.
—¡Inútil, te harás daño con esa espada! —gritó alguien anónimo por detrás de los que estaban observando la escena. Calerio apretó los puños. Deseaba tener esa espada. Pero tenía miedo a quedar lisiado en un duelo.
—Vamos, no será un duelo a muerte. Si tocas el casco de mi hombre, habrás ganado. Si en cambio es él quien lo hace en tres ocasiones, pierdes. Si mueres, también pierdes, claro está.
Se hizo el silencio. Calerio asintió. Le tendieron un yelmo abierto sin visera. Apestaba a sudor. Pesaba en la mano pero no cuando lo llevó puesto; en la frente, una pequeña almohadilla facilitaba su encaje. Calerio se agachó y recogió la espada del suelo. En su mano se alojaba con cierta naturalidad. Era pesada, pero no tanto como había imaginado. Pensó que era un arma bastante buena. En la cruceta tenía una piedra roja un poco tosca y planeó sustituirla por alguna otra decoración más noble. Era una piedra fea en un primer vistazo, pero emanaba cierto poder de atracción.
—Adelante.
El adversario de Calerio era de su misma altura aunque ocupaba prácticamente el doble que él. Envió su acero en arco descendente para bajar el arma de la mano de Calerio. Él sostuvo el tajo con la espada. Vibró la empuñadura en su mano y sintió dolor en la muñeca. Se le cayó y se hizo daño en el brazo. Entonces sonó un porrazo. El tipo le había golpeado el casco.
—¡Vamos, Calerio, a ver si no se te cae la espada! —Era Naufred. Las risas se repartían hasta en los miembros de su familia. El soldado daba espectáculo como si no se tomase en serio el combate. Gela no reía, tenía las manos reuniendo plegarias bajo su barbilla, al borde del llanto. Él fue a recoger del suelo la espada. El arma había caído dejando a la vista el lado donde estaba aquella piedra de aspecto tosco. Recogió la empuñadura inspeccionándola y entonces sucedió. Miró aquella luz que parecía moverse dentro de la gema. Se le llenaron los pulmones de aire y el dolor del brazo dejó de molestarlo. Percibió cómo sus músculos se apretaban sin mediar voluntad, sin desearlo. Sintió que la espada no pesaba en su mano. Se asustó de repente del fresco en su pensamiento, de la facilidad para moverse. Había desaparecido el zumbido del golpe en el casco. Calerio sintió que era fuerte, que pisaba como un dios al que nada podía dañarlo.
—Vamos a ver de qué estás hecho —dijo su oponente avanzando hacia él con paso decidido. Alargó la mano y trató de golpear directamente el casco de Calerio. El joven no se defendió. Estaba inmóvil. El impacto asustó a los presentes y a su mismo rival, que pensaba que el muchacho se apartaría en esa primera intentona.
Calerio no lo había notado. Ruido nada más. Vio cómo su adversario era lento y predecible. Lo había dejado golpear porque presentía que no debía temer nada de esos movimientos frágiles, como de niño. Todos se asustaron y a él le dio por reír.
—¿Estás llorando? Lo siento… —decía el soldado hasta que entendió que no era llanto, era risa, una risa desbordante que silenció a los presentes—. Mequetrefe, te vas a enterar.
Calerio detuvo el siguiente golpe del soldado. Se dio cuenta de que ni tan siquiera necesitaba hacer fuerza. Sostuvo su espada como si fuese una espiga de trigo. Le bloqueó tres secciones horizontales y desvió un intento de estocada. Todo lento, fácil. Entonces tocó el casco de su adversario con el lomo de su espada. Le sorprendió el sonido potente. El soldado se desplomó del porrazo.
Había ganado.
—Dioses… —susurró el capitán.
Para quien estuvo contemplando el suceso, Calerio había sido tan rápido que prácticamente fue un borrón en los ojos. El golpetazo sentó al soldado de culo y perdió su empuñadura. Su yelmo se deformó y un hilo de sangre le regó la frente y la nariz. El capitán se acercó a su hombre herido que, de aquel tremendo porrazo, se había quedado inconsciente. Estaba impresionado.
Calerio sintió miedo. Cuando le retiraron el casco al tipo, respiró hondo. Vio la sangre y pensó que podía haberlo matado sin esfuerzo. Tenía que tener cuidado con esa fuerza nueva y demoledora.
—Está bien, chico, quédatela sin vaina ni cinto y ven a verme a la ciudad mañana mismo. Quiero que aprendas instrucción de combate.
Calerio agradeció a los dioses que nadie relacionase la espada con el prodigio que acababa de suceder. No podía creerlo. Ni siquiera prestaban atención a la espada y él la envolvió de nuevo en el paño y se la llevó tan fácilmente que le pareció un regalo divino. Se olvidó por completo de su familia y de su prometida, que disimulaba su alegría delante de su madre. Abrazar la espada lo hacía imaginar un futuro próximo donde se veía practicando con ella en el bosque, provocando muescas en troncos mientras simulaba feroces combates. Quizás iba a poder convertirse en soldado, apartarse así de la tradición familiar, viajar por el mundo y conseguir mucho oro al servicio del rey Deterión.
No podía, en su ignorancia, sospechar siquiera la historia de esa espada, la historia de la piedra que tenía engarzada y que había pertenecido a Remo, hijo de Reco.