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Cierro los ojos. Cada vez que viene a verme, Abderrahmán me cuenta una versión diferente. Siempre fue el más tímido de la casa. Mi padre le enseñó el oficio de albañil, y trabajaba de vez en cuando en una obra. No se casó: su vida transcurría del trabajo a la casa y apenas hablaba con nadie. Su única afición era la televisión. Podía pasarse horas delante de ella, ensimismado. Sus canales preferidos eran los españoles, aunque no entendía el idioma. A veces, sus ojos adquirían un brillo especial: algo o alguien había conectado con su mundo interior, lo había activado. Era un soñador, una persona de otro mundo.

Lo primero que me contó es que mi madre decidió registrar el bolso, pensando que algo grave estaba ocurriendo, para intentar ayudarme. Ya sabes, me dijo Abderrahmán, que es más difícil esconder algo en casa que a un fugitivo en una comisaría. Al ver lo que contenía, lo sacó, levantó el colchón de su cama y lo repartió por toda la superficie del tablón, para volver a colocar aquél encima de nuevo. Pensó que lo mejor sería desembarazarse del bolso, y aprovechó que tenía que hacer llegar ropa a una española que ocasionalmente le encargaba lavar y planchar, para meterla dentro. Le pidió a Abderrahmán que se lo llevara y, nada más salir de casa, dos cristianos que esperaban en una esquina lo abordaron; sin cruzar una sola palabra, le dispararon y salieron corriendo con la maleta, sin siquiera comprobar lo que había dentro. Eran, sin duda, los dos gorilas de la organización que andaban detrás de mí. En la conversación desde la playa de Larache Buceta contestaría probablemente a una pregunta sobre el equipaje que llevaba, destinada a comprobar si tenía conmigo el dinero robado al abogado. Al ver que el bolso coincidía con la descripción que les dio el traidor, los dos matones confundieron a mi hermano conmigo —jamás me habían visto— y lo mataron.

Abderrahmán me contó esto en su tono habitual, como si lo ocurrido fuera algo normal, inevitable. Al hacerlo, casi me pedía disculpas por haber interferido de esa manera en mi vida. Yo era un héroe que no se merecía eso, él sólo había hecho lo que su madre le había encargado. Esperaba que no fuera culpa suya que me encontrara en aquel lugar, y prometió volver a verme.

Cuando Abderrahmán regresó me contó una historia diferente, como si la historia de la ropa se hubiera desvanecido, como si jamás hubiese existido. Lo que ocurrió fue que nuestra madre registró el bolso y encontró el dinero. Inmediatamente supo de dónde procedía. Durante mucho tiempo, se había negado a aceptar lo que su intuición de madre le anunciaba: que mis frecuentes viajes y el dinero que cada vez le llevaba no podían proceder del sueldo de un camarero, por muy saudíes que fueran los dueños del hotel y europeo el país en el que se encontraba. Supo, al abrir la maleta, que lo que leyó en mis ojos al anunciarme la muerte de Yasmina no era sólo la tristeza de haber perdido a aquella chica a quien, después de todo, únicamente me unía un pecado de adolescencia. El dinero que llenaba esa bolsa era el precio que habían pagado Munir y otros muchos como él para franquear el muro que el mar levantaba entre España y Marruecos. Conocía a gente entre sus vecinos que había intentado la aventura. Algunos habían muerto, otros regresado, y unos cuantos estaban atrapados en un mundo que no era el suyo y del que no sabían cómo salir. Sabía de las penalidades pasadas para reunir el dinero, y ella misma había contribuido, con algo del dinero que yo le traje en una ocasión, a pagar el viaje del hijo de una vecina desesperada por no poder poner nada sobre la mesa para sus hijos. Decidió que ese dinero tenía que regresar, de alguna manera, a las manos de los que lo habían juntado con tanto esfuerzo. Como era imposible saber de quién procedía, decidió hacer justicia a su manera, dispuesta a enfrentarse conmigo, a hacerme confesar la verdad y a ponerme frente a mi propia imagen de pecador. Salió de la casa y habló por teléfono con Amina. Le explicó todo lo ocurrido, y le pidió que se encargara de enterarse de los nombres de las víctimas del último naufragio, de localizar a sus familiares y repartir entre ellos el dinero del bolso. Amina aceptó, y mi hermano se encargó de hacérselo llegar a Rabat. Cuando lo abatieron en la misma puerta de casa, salía hacia la estación de trenes. Mi madre lo vio morir desde la azotea, y cuenta Abderrahmán que maldijo mi nombre y mi existencia, y que gritó, aferrada a su cadáver, que ojalá ese hijo jamás hubiera salido de sus entrañas.

Pero Abderrahmán me trae nuevas noticias. Todo lo que me contó está olvidado, jamás ocurrió, fue el fruto de una mala interpretación de sus palabras. Mi madre nunca abrió ese bolso, no se habría atrevido a incumplir la promesa que me hizo. Sabía que yo confiaba en ella y no me quería defraudar. Como temía que, más tarde o más temprano, alguien lo encontraría en esa casa en la que nada se puede esconder, creyó conveniente avisar y poner por encima de todos su autoridad. Este bolso es de Jalid, dijo, y nadie lo puede tocar. El que lo abra no sólo desobedecerá a su hermano mayor, sino que faltará gravemente al respeto que le debe a su madre. Abderrahmán, el callado, nunca habría abierto el bolso de no escuchar las palabras de su madre. Despertaron en él tan fuerte curiosidad que no pudo evitar, aprovechando que ella se encontraba en la azotea, entrar en su dormitorio y abrir la cremallera. Ante él aparecieron fajos y más fajos de billetes, de todos los colores, de todos los tamaños. La caja de los sueños que había guardado durante años, en silencio, delante de la televisión, se abrió de repente, y aquéllos se permitieron flotar por vez primera en el aire. Abderrahmán los pudo ver a su alrededor, tocarlos, acariciarlos. Sintió su presencia tan cercana que se dijo que había llegado el momento de vivirlos. Se desvanecieron a su alrededor las paredes desconchadas del cuarto de la madre, el olor a humedad pegado a todos los rincones de la casa, el pan con mantequilla y la harira.

«Jalid», me dijo Abderrahmán acomodándose al pie del camastro, «¿recuerdas aquella chica de la que me hablaste cuando volviste por primera vez a Tánger? No, no la recuerdas. Yo nunca la he olvidado. Era rubia, de piel tan suave que creías acariciar una fruta. Siempre que la llamabas, estaba dispuesta a visitarte, a enredarse contigo en las sábanas de tu cama. Una cama de verdad, me dijiste, Jalid, grande, para ti solo, lejos de los ronquidos de Mustafá, del olor a sudor de Karim, nos reímos. Hacer el amor con ella era tan maravilloso que, cuando acababais, parecía que nada existía a vuestro alrededor. Entonces fumabais juntos, os tomabais una cerveza, os preparabais una cena. A veces, si los padres estaban fuera de la ciudad, pasaba la noche contigo, y volvíais a hacer el amor, una, dos, tres veces. Otras, ella regresaba a su casa, y tú te quedabas solo en la terraza, frente a ese hermoso palacio de nuestros antepasados del que tanto me hablas, y te sentías como uno de ellos, un rey dueño del mundo entero. La vi, Jalid, tienes que perdonarme, pero la vi. Fue mía por unos instantes y, como siempre me dijiste que entre vosotros dos no había más que esos momentos de felicidad, ni compromisos ni obligaciones, pensé que no te importaría que yo también la tuviera unos instantes. Así lo hice, y fue increíble. Nunca había tenido una mujer en mis brazos, hermano. Sabías que no me atrevía y que no quería empezar en las casas a las que tú y los demás ibais. Creo que me estaba reservando para este momento, y ahora no me arrepiento, porque siento que valió la pena esperar. Le he pedido que me espere, volveré a buscarla y la haré mía para siempre. Sé que no te importará, Jalid, porque tú tienes a muchas como ella, tú mismo me lo dijiste». La vida daba vueltas en la cabeza de Abderrahmán hasta marearlo. Su pulso se aceleró, su respiración se tornó violenta e irregular. Cerró los ojos y los hundió en la maleta.

«Cuando los toqué, Jalid, sentí que dejaba el asiento frente a la televisión y que me metía dentro de ella. Sí, atravesé la pantalla y no te puedes ni imaginar todo lo que cabía ahí. Podía comer a mis anchas, conducir los mejores coches, vestirme como un príncipe. Probé todos los perfumes del mundo, y las mujeres más hermosas me llamaban. Paseé por calles relucientes, anchas, y por primera vez en mi vida, pude respirar profundamente. El aire entraba en mí sin que nada lo frenara, y me llenaba de una sensación nueva, que jamás había tenido antes, tan agradable que, de repente, estuve seguro de que no valía la pena seguir viviendo sin ella. ¿Nunca has pensado, Jalid, en lo difícil que es respirar en esta casa? Cuando éramos niños, a veces me llevabas contigo a la playa. Corríamos por la arena como locos y nos subíamos cuatro o cinco en la enorme rueda negra que llevábamos rodando hasta el mar. Siempre terminábamos en el agua, riéndonos a carcajadas. ¡Qué afortunados éramos, Jalid! Nunca he vuelto a sentirme tan vivo como en aquellos tiempos. Necesitábamos tan poco para ser felices, teníamos tanto que repartir. Al ver todo ese dinero —nunca imaginé que se pudiera llenar una bolsa con billetes— pensé en lo que a menudo te he oído decir: con el dinero todo se puede comprar, hasta la felicidad. He salido muy poco de la medina, pero he pasado muchas horas delante de la televisión, las suficientes como para saber que debes de tener razón. Sólo que pensaba que eso nunca estaría a mi alcance, que no había nacido en el país adecuado. Tú, en cambio, eres uno de esos elegidos que el destino señala con el dedo en el saco de los desgraciados, y me alegro por ti, pero cuando abrí el bolso, sólo pude pensar que me había tocado el turno, que la fortuna me había puesto aquello delante para decirme “venga, ya has soñado bastante, ahora te toca vivir”. Perdóname, Jalid, ahora sé que estaba confundido, pero creo que en ese momento no me estaba permitido pensar otra cosa». Abderrahmán cogió un fajo de billetes y se acarició la cara con él. Lo besó, lo tocó, lo miró. Nunca había tomado una decisión en su vida. Quizás tampoco ésa la tomara él. Su cerebro estaba repleto de ideas que nunca había pensado, de imágenes que había recortado del televisor y con las que, como quien clava fotos de artista en su habitación, había forrado las paredes de su existencia. De ellas salieron músicos, actores, deportistas, conductores de Mercedes, bebedores de cerveza, galanes de la noche, y le dijeron: «coge eso, hombre, únete a nosotros, llevamos años esperándote».

«Sabía que tú me entenderías, Jalid, que te sentirías orgulloso de mí. Mi hermano es de los míos, él sí que sabe vivir, dirías. Cerré el bolso, lo levanté para recorrer con él nuestra pequeña casa, nuestro mundo diminuto en el que nunca entra la luz. Creo que ni siquiera pensé que mi madre estaba en la azotea, que tenía padre y hermanos, ni sabía lo que iba a hacer. No pensé, Jalid, sencillamente cogí el bolso y salí con él. Y Dios lo tuvo que ver, porque nada más salir a la calle me paró y me dijo nunca deberías haber abandonado tus sueños. Esto es lo que ocurrió en realidad, nunca te he contado algo distinto y nunca te lo contaré. Puedes creerme, Jalid, porque ya no volveré a molestarte; solamente quería que supieras que no quise hacerte daño, pedirte que me perdones y decirte que no me arrepiento de haber dejado libre mi puesto delante de la televisión».

Es verdad que nunca volvió Abderrahmán. No hay nada en esta celda tan cruel como su ausencia. Sí, yo lo llevaba de la mano a la playa, miraba a un lado y otro de la calle antes de dejarlo cruzar. Cuando le solté la mano y desaparecí de su vida, se preguntó quién iba a proteger su risa, y buscó una mirada que cayera sobre él, pero no la encontró. Vivió solo el resto de su vida, y ni siquiera estuve para guiar sus últimos pasos, para apartarlo de la piedra que yo mismo le puse en el camino.