26
Un simple vistazo a la guía telefónica me bastó para encontrar la dirección del abogado. Vivía en una villa, rodeado de otras casas de ricos, en una avenida bordeada por flamboyanes que, en esa época del año, tenían su copa cubierta de rojo. Detrás de uno de ellos esperé durante horas a que regresara a casa. Llamé por teléfono a las cinco de la tarde, sin obtener respuesta. Ojalá, pensé, viva solo, sin mujer, sin hijos. Llevaba en un bolsillo la pistola de Hamid, cargada, dispuesta a matar; en el otro, la carta, y la mano derecha embutida en un guante de piel fina.
Sobre las diez, reconocí a lo lejos el coche en el que había paseado por las calles de Málaga. Se detuvo delante de la casa, y se abrió la puerta del garaje. Iba solo. La calle estaba vacía, en el silencio y la paz de los barrios pudientes. Cuando el coche se adentró en el garaje crucé rápidamente la calle, y antes de que la puerta automática volviera a bajar ya estaba dentro, escondido detrás del maletero. Cuando Martínez salió del coche, me tenía delante, con el cañón apuntándole a la cabeza.
Intentó disimular su sorpresa:
—¿Qué coño haces aquí, hombre? Venga, entra, que tenemos que hablar, llevo todo el día intentando localizarte.
—Por supuesto que tenemos que hablar, amigo. Sube, y cuidado con lo que haces.
Me sorprendió el control que tenía sobre mis actos. Durante mi larga espera no dejé de preguntarme si, llegado el momento, sería capaz de enfrentarme a él. Cuando se dio la vuelta, le pegué la pistola a la nuca y le ordené que pusiera sus brazos detrás de la espalda. Le agarré el izquierdo por la muñeca y se lo doblé hacia arriba. Al traspasar la puerta que separaba el garaje del resto de la casa pregunté en voz alta si había alguien. El silencio me tranquilizó.
—Tranquilo, estamos solos —dijo, conciliador—, y suéltame, que me haces daño. ¡Vamos a hablar, coño, hablando se entiende la gente!
El muchacho estaba empezando a perder la compostura. Eso me dio confianza. Llegamos a un salón enorme, con una barra en una esquina. Sobre las estanterías, una gran pantalla de televisión, un par de equipos de música, vídeo: el abogadito no se privaba de nada. Un sofá y tres sillones, con una mesa de cristal entre ellos, ocupaban el centro de la habitación. Lo empujé hacia uno de los sillones, y se hizo pequeño entre los cojines mullidos. Me senté enfrente, sin apartar la pistola de él.
La carta que llevaba en el bolsillo me había hecho dar el paso. La conversación con Buceta despertó mis sospechas, y al releerla me las confirmó. Después de mi pesadilla, la abrí, sobre la tumbona de la terraza. La primavera empezaba a despedirse de la ciudad y las noches aún se resistían al calor que, durante el día, anunciaba el tormento de cada verano. Me di cuenta enseguida de que iba dirigida a Buceta, al que no conocía aún cuando la leí por primera vez:
«Amigo Ahmed: te escribo para contarte cómo van las cosas. La familia me presiona continuamente para que les pase la lista. No se fían. Dicen que cuando pase algo, todos nosotros tendremos las espaldas cubiertas, y ellos caerán. La lista les garantiza mi fidelidad, pero no estoy dispuesto a soltarla. Las negociaciones con los otros van bien, pero siempre chocamos con el mismo problema: también quieren la lista. Ya les he dicho que eso no se negocia, que o lo toman o lo dejan. Creo que al final cederán. Hay mucho más dinero por medio y necesito contar con alguien de confianza. Siento que no quieras salir de tu escondrijo, aunque te entiendo, y a veces te envidio. Pero creo que yo no aguantaría mucho así, espero otra cosa de la vida. Ya sabes con quién contaré. Es un tipo legal, y tiene ambición. Habrá que cuidar mucho el cambio de bando. Los demás ni se enterarán. Tú eres el único que lo sabes todo, pero tranquilo, de esta boca jamás saldrá el nombre de mi hermano. Cuídate, y cuando puedas, ve a ver a mis padres. Dales buenas noticias mías. Hasta siempre».
Evidentemente, la carta no llegó a viajar, y Buceta nunca supo de ella. Por eso estaba convencido de que Hamid era quien me había dado la lista de contactos. Conocía por él la amistad que nos unía, y sabía que contaba conmigo para ayudarle en la nueva organización. Seguramente era para hablar de eso por lo que esperaba Hamid mi regreso de Tánger. Pero ¿por qué me había enviado allá con tanta prisa? ¿Por qué el empeño en que recogiera la maleta en casa de Bachir, a pesar de lo que había ocurrido, si no fue él quien me denunció a los aduaneros?
La convicción de Buceta y la carta me demostraban que Hamid no habría soltado la lista sin que lo forzaran a ello. El abogado me había engañado, me había utilizado para recomponer la red. Sabía que ellos confiarían en mí, y una vez hecho el trabajo, probablemente tendría la intención de quitarme de en medio. Me hicieron creer que los de Madani se habían cargado a Hamid, pero no fue así. Con la paliza que me dieron, sólo quisieron darle un aviso. A Hamid se lo cargaron éstos, y ya no me cabía duda de que yo era el siguiente en la lista. Pero aún no sabía cómo le habían hecho confesar. Su cuerpo no mostraba señales de violencia. Me imaginé al español, probablemente acompañado de un par de gorilas, pasándole la cuerda alrededor del cuello, con el pie amenazante en la escalera, proponiéndole la vida a cambio de la lista. Hamid se la dio, y lo mataron igual. Pero no registraron la casa, o no encontraron la caja fuerte, y me dejaron esta carta. Y esta pistola, cargada, como una invitación a la venganza.
Cualquier nueva explicación que buscara, cualquier nuevo camino me llevaba al mismo lugar, la misma persona: Málaga, Carlos Martínez Ochoa. Sabía de mí por las conversaciones que tuvo con Hamid durante las negociaciones para trabajar juntos, se enteró por el aduanero de lo ocurrido en Algeciras; o quizás supo por el propio Hamid lo de la paliza, cuando lo llamé para contarle mis penas. Al saber que yo llegaba y que la familia se había puesto nerviosa hasta el punto de dejarme hecho un trapo, decidió acelerar el asunto, y acabó con él por la vía rápida. Después vino el paripé del aprecio que mi amigo me tenía, de la tristeza por su pérdida, y el ultimátum para trabajar con ellos. Al mismo tiempo, dentro de su cerebro de abogado corrupto, de rata conspiradora, daba vueltas un plan para pegarme un tiro o colgarme de una soga, después de terminar mi trabajo. Con la lista en la mano y el terreno allanado, alguien se encargaría de tomar el relevo. Uno de los suyos, nada de gente extraña. Probablemente mi destino se saltó la parada en la que habían decidido que me bajara; el barco encallado en las costas de Tarifa aplazó la sorpresa que me tenían preparada. Había problemas más urgentes que resolver. Un accidente como ése era el cabo de la cuerda que más convenía a la policía. Tirando de él, podían llegar muy lejos. Había que poner en marcha toda la maquinaria de infiltrados, corruptos, comprados, para obtener información, desviar las miradas, salvar la situación. No te muevas de tu casa, ya me pondré en contacto contigo, me dijo, y si no llega a ser por la carta, me quedo esperando en casa, como le ocurrió a Hamid, a abrirle yo mismo la puerta a la muerte.
A estas conclusiones llegué y me sentí acorralado. Cualquier paso que diera iba en dirección equivocada. Pensé en desaparecer, en huir, pero sabía que no llegaría lejos. Más tarde o más temprano darían conmigo. Volver a la familia, explicarlo todo, pretender que fue un malentendido, apostar por lo que sabía sobre la organización sólo retrasaría el final unos cuantos días, el tiempo de que contrastaran la información que les interesaba obtener de mí.
Nunca me había sentido tan solo. Jamás tan necesitado de un amigo, una vida normal, una familia. Me sentí enterrado en la mierda, la oscuridad absoluta. Me había metido en un mundo demasiado complicado para mí. No te salgas nunca de las aguas por las que tu vida te lleva. No intentes cambiar el destino que Dios tiene para ti. Él sabe todo lo que nosotros no comprendemos, nunca podremos entender. No hay preguntas que hacer, no hay dudas, sólo seguir la ruta que Él nos ha trazado. El camino que nos devuelve a Él es pedregoso, sobre él los pies sangran y el dolor nos acompaña. Si tienes la suerte de que te haya puesto ahí, dale las gracias y sigue, y bendice cada herida nueva como un nuevo paso hacia la felicidad eterna. Mi padre me lo había anunciado antes de mi partida, y dilapidé su única herencia en un camino que no era el mío, en el que buscaba una salida de urgencia.
El amanecer me sorprendió en la terraza. Ya había tomado una determinación. Sólo había una manera de salir del fango, una puerta que me devolviera algo de la dignidad perdida. Me ofrecería a mí mismo a Dios en sacrificio, y con mi muerte salvaría a hombres y mujeres inocentes, y pagaría así parte de mi deuda, e imploraría la misericordia del Todopoderoso. Entendí a mi primo, que sólo escapó del precipicio en el que caía agarrándose, cuando la luz ya no llegaba, a las enseñanzas del Libro, el arma que Dios nos ha dado para salvarnos.
Vengar a Hamid, a todos los inocentes a los que yo había empujado a la desgracia, a los que murieron en el barco y los que cada día pensaban dejar atrás su miseria, sin saber que la llevaban con ellos, en las pateras, multiplicada. La convicción de que había tomado la decisión correcta me dio fuerzas. Las primeras luces del día me devolvieron una vida nueva, y antes de que el sol ocupara su sitio en el cielo limpio de Granada, ante la Alhambra y los que la habitaron, juré que el abogado cristiano, asesino de mis hermanos, sería la primera ofrenda con que imploraría el perdón divino.