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El éxito de mi primera misión reforzó la confianza que Hamid tenía en mí. Incrementó su estima, reforcé mi posición. Eso ayudó a que los incidentes de Tánger no fueran motivo de bronca, aunque no faltaron las recomendaciones y las alusiones a las lecciones mal aprendidas.

—Los que sólo trabajan allí se pueden permitir esas cosas, allá ellos. Nuestra posición es mucho más delicada, vivimos en el extranjero, y tenemos que cruzar la aduana más vigilada del Mediterráneo. Además, allá le callas la boca a cualquier juez con un fajo de billetes; aquí, sólo a los que ya tienes de tu lado. El dinero no da para tenerlos a todos.

Sin embargo, lo que más le preocupaba era la rapidez con la que Madani se enteró del caso.

—El viejo es un zorro, no te fíes de él. Intenta hacerte creer que eres un hijo para él, pero no tiene más descendiente que el dinero. Ahí donde lo ves, con su pinta de tendero aburrido, está conectado con lo más alto del poder. Para el trabajo que tú tienes que hacer, cuanto menos sepas de él, mejor; cuanto menos él de ti, también mejor. Pero no se te ocurra nunca contestarle como a Bachir, porque no llegas vivo ni a la puerta del bazar. Aprende que detrás de cada palabra hay una señal. Así nos hemos acostumbrado a hablar, así hablamos casi sin darnos cuenta.

Empecé a ingresar dinero, el primero producido con mi propio riesgo. Hamid me descontó el que me había ido prestando hasta ese momento. Él se encargaba de colocar la mercancía en el mercado. Ya tenía sus canales de distribución en la ciudad, sus camellos, sus clientes fijos que lo invitaban a cenas copiosas para cerrar los tratos. No me tocaba entrar en acción hasta un par de meses más tarde, cuando llegara el momento de reabastecer a los niños de papá del otro lado del Estrecho. Me dediqué de lleno a disfrutar de lo que tenía, y decidí que era el momento de vivir por mi cuenta. Aproveché que un grupo de estudiantes dejaba una casa del Albaicín para alquilarla: ya tenía una Alhambra para mí solo, que más de una noche compartía con alguna de las chicas que pululaban como moscas alrededor de mi vida fácil.

Hamid se ausentaba cada vez con más frecuencia de Granada, sin decir nunca adónde iba. Cuando estaba aquí, lo veía todos los días. Nuestra amistad se había consolidado, y para mí era una referencia imprescindible para vivir en aquel lugar que no me pertenecía. Él, en cambio, parecía no necesitarse más que a sí mismo, y se movía en la ciudad como si hubiera corrido por sus calles desde niño. Los vecinos lo saludaban, en las tiendas del barrio todos lo conocían, en sus bares los camareros no necesitaban preguntar para saber lo que quería tomar. Admiraba su seguridad, la facilidad con la que se movía en ese mundo al que llegó como un extraño, el respeto que infundía en los demás. Creo que, en cierto modo, también se sentía mejor conmigo a su lado; que, en el interior de su caparazón, mi presencia contribuía a calmar algún desasosiego: nadie se aleja de sus raíces sin sacrificar una parte de su alma.

Mis idas y venidas a Tánger se multiplicaron. Nunca pasaban tres meses sin que cruzara el Estrecho. Desde el segundo viaje alquilé una pequeña buhardilla en un edificio del centro de la ciudad. Pude así tener un escondrijo seguro para mis maletas repletas de aceite y alejarme un poco del guirigay de casa. Mi familia seguía conformándose con cualquier decisión que tomara, con cualquier mentira que los contara. Había encontrado en mí un alivio a sus penurias, y no estaba dispuesta a echarlo a perder con dudas de ninguna clase. Más preguntas hacían los amigos, o los compañeros del Café de París, que no entendían como podía tener vacaciones con tanta frecuencia, hasta que, cansado de su curiosidad y de tener que inventar, dejé de ir a visitarlos. Empecé así a aislarme poco a poco, porque no pude reponer las amistades perdidas con nuevos conocidos. Desconfiaba de todos, rehuía cualquier compañía, y sólo en los burdeles y en los bares pude saciar la necesidad de comunicarme con alguien en mi propio país.

Durante una de mis estancias, corrió el rumor de que había sido descubierto un caso de tráfico de visados en el consulado de España. Un grupo de funcionarios llevaba tiempo dedicándose a sellar pasaportes a cambio de dinero. A los pocos días, la prensa local confirmó la noticia. En mi país, los periódicos sirven para corroborar lo que ya todo el mundo sabe. En esa época, yo ya tenía mi permiso de residencia en España y hacía tiempo que me había librado de verle la cara a José Manuel. La familia tendría que buscarse a otros que le hicieran el trabajo. No dudé de que los encontraría sin demasiadas dificultades: nunca faltan buitres sobrevolando la miseria ajena. Me agradó imaginar al individuo detrás de unas rejas, pero pronto se supo que el Ministerio de Asuntos Exteriores había optado por evitar el escándalo. En la prensa española, la noticia pasó como un suspiro por las páginas de sucesos, y me tuve que conformar con que, a partir de ese momento, lo cambiaran de departamento. Se ve que no interesaba revolver las aguas más de lo debido, no fuera que la mierda saliera a flote.

Bachir seguía en su villa de Muyahidin. Acudía a ella para recoger la mercancía y, aunque no intenté congraciarme con él, evité ir más allá del saludo cortés y del intercambio de maleta por dinero. Sentía que no había perdonado mi impertinencia. Era de esos tipos capaces de mantener durante años la sombra de una ofensa hasta que la venganza la hiciera desaparecer. No era concebible para él otro modo de arreglar las cosas, y sus ojos me lo decían claramente. Más adelante tendría la oportunidad de confirmar que no estaba equivocado.

Cada uno de mis viajes terminaba igual. Iba a ver a Madani, le comunicaba una fecha y una hora, y regresaba a España el mismo día. Me acostumbré a ir unas horas antes al café de enfrente, esconderme tras la cristalera y, desde allí, observar las entradas y salidas de la gente. Los pocos turistas que se aventuraban en el bazar, y que huían de él generalmente con las manos vacías, se alternaban con gente que tenía pinta de todo menos de ir a comprar un Souvenir. En una ocasión, el funcionario de policía entró visiblemente excitado. A los cinco minutos salió rápidamente, olvidando su habitual movimiento de cabeza a derecha e izquierda. Un cuarto de hora más tarde, el Mercedes negro se paró delante del bazar, y volvió a arrancar con Madani dentro. Faltaba una hora para mi cita con él, y esperé que volviera. Pasó otra hora sobre la convenida, y decidí llamar a Hamid.

—Algo gordo ha tenido que ocurrir —me dijo—. Espera hasta que sea el momento de coger el barco. Lo más importante es salir hoy, a la hora prevista, sin falta. Si no ha llegado hasta ese momento, no te preocupes, ya buscaremos la manera de hacerle llegar el mensaje. No dejes de avisarme antes de subir al barco.

Madani no apareció. Cuando el barco atracó en el puerto de Algeciras, bajé dispuesto a obtener de Hamid más información sobre el negocio que se traía entre manos con Madani. Sentí que algo podía fallar en la maquinaria, y cuanto más informado estuviera, más posibilidades tendría de escapar del enredo. Acababa de cometer un nuevo error. El viejo se tuvo que dar cuenta de que lo espiaba antes de nuestras citas: de otro modo, ¿cómo me habría enterado de que no estaba en la tienda, si ni siquiera había entrado en ella para preguntar por él? Pasé el viaje pensando en la situación, y casi ni me acordé, al acercarme a la aduana, de que llevaba en una mano una maleta cargada con varios kilos de aceite de hachís. Horas más tarde, llegué a Granada y me senté a hablar con Hamid.