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Cierro los ojos. Cuando era un niño, me parecía a la inmensa mayoría de los pequeños de mi país. Al menos de los pequeños pobres. Nuestros juegos eran sencillos: correteábamos por las callejuelas de la medina; visitábamos la ciudad sentados en el parachoques trasero de los autobuses; navegábamos en calzoncillos sobre un enorme salvavidas negro; bajábamos vertiginosamente las cuestas acurrucados en una plancha de madera con ruedas. Nuestras obligaciones eran escasas: besábamos la mano de nuestro padre al llegar a casa; repetíamos tras el maestro los suras del Corán; hacíamos los deberes, si podíamos, en el barullo de la casa. Nuestras necesidades se limitaban al pan con mantequilla de la mañana y lo que cayera durante el resto del día, a un par de pantalones cortos y otro de camisetas y a unas alpargatas eternas y descosidas. Todo ello era suficiente para que nos sintiéramos felices. En el mundo de los pobres, la verdadera desgracia se va asomando con el paso del tiempo, cuando tienes que vestirte y vestir a los demás, cuando tienes que alimentar a los tuyos, cuando necesitas trabajar para ello y no lo logras. Cuando sientes que perteneces a un país al que entregas tu vida a cambio de nada, porque todo lo que das, alguien se lo queda, y ni siquiera tienes fuerzas para pensar en quiénes son los ladrones de la esperanza ajena.

Aunque también hay pobres entre los pobres. Los que suman el vacío de su alma al de su estómago. Ésos son los niños de mi país que más me duelen, los que se asoman por las grietas de mi vida para preguntarme dónde estábamos los que podíamos hacer algo cuando ellos vaciaban los cubos de la basura. Como Mohamed, cuando lo encontré, aterido, revolcándose sobre la arena caliente de la playa para expulsar el frío que la humedad de la noche había incrustado en sus pequeños huesos.

Ocurrió en mi segundo viaje a Tánger, al mediodía, cuando aprovechaba uno de los días de calma en el trabajo para saciar mi ansia de Mediterráneo. Había dejado la ropa en una caseta del balneario Mistral, y me aprestaba a recorrer el largo camino hacia la orilla cuando vi a unos metros a un niño rodando sobre la arena. Pensé al principio que se estaba divirtiendo, pero al acercarme me di cuenta de que en ese cuerpecito cubierto de andrajos no había lugar para el juego. Le pregunté qué le ocurría y no recibí más respuesta que una mirada perdida en el terror. Parecía que no podía caber más miedo en un cuerpo tan diminuto. Recorrí con la mano su cabeza pegajosa, para intentar ganarme su confianza. Quizás ese gesto lo devolvió a una época tan remota como olvidada, porque su temblor se transformó en un llanto que parecía proceder de las tinieblas de la Humanidad. Había leído en los periódicos reportajes sobre los niños de la calle, yo mismo los había visto recorrer la noche de Tánger en muchas de mis salidas. Pero nunca había tenido a uno de ellos entre mis brazos. Lo llevé a casa, lo lavé, le di de comer, lo vestí. Estaba a la expectativa, esperando qué le iba a exigir a cambio. Aún no había cumplido once años.

Mohamed era uno de los numerosos hijos de un matrimonio que como otros muchos había canjeado la miseria del campo por la de los arrabales de Casablanca. Se hacinaba junto a otros miles de destinos paralelos en un poblado de chabolas pegado a la ciudad. De noche, salían los niños como un ejército de ratas a asaltar los contenedores de basura de los barrios ricos, antes de que los camiones pasarán para llevar al vertedero su único medio de supervivencia. No siempre regresaban ilesos: la policía y la seguridad privada hacían guardia en Anfa, La Corniche y otros barrios residenciales. A los ricos no les gusta que una mota de polvo sobre su conciencia les eche a perder la fiesta. Los pordioseros desentonan con las pulcras hileras de sus chalés.

Cuando tenía seis años, los padres se vieron obligados a aligerar la carga de tanta boca que alimentar, y repartieron algunos de los hijos entre sus familiares: a Mohamed le tocó una hermana de la madre, casada con un pequeño comerciante de su pueblo instalado desde hacía tiempo en Tánger. Durante dos años vivió en un infierno en el que todos lo maltrataban. La tía no pudo evitar que fuera recibido como un intruso por la otra esposa de su marido. Entre ésta y sus hijos lo convirtieron en el chico de los recados de la casa, el hazmerreír de los niños del barrio, le negaban la comida, lo apaleaban sin motivo. Una noche, no regresó a casa. La tía se sintió aliviada; los padres nunca volvieron a preguntar por él; los demás fingieron no darse ni cuenta.

Nunca había tenido nada. Los perros callejeros conseguían la comida sin tener que esperar que alguien que se apiadara de ellos dejara caer a su lado algún trozo de pan. La vida era más generosa con ellos que con Mohamed. Cuando lo encontré en la playa llevaba más de seis meses durmiendo en la calle. Para acompañar el pan que compraba con las escasas limosnas que recibía, se pasaba el día vagando por los mercados de la ciudad en busca de una europea que le hiciera llevar la cesta de la compra hasta su casa, de un tendero que se apiadara de su aspecto y que le ofreciera una fruta a cambio de desaparecer cuanto antes de su vista, del momento oportuno para robar en uno de los puestos una verdura, una lata de sardinas, un queso. Por las noches, se reunía a menudo con otros niños como él, hijos de la nada con los que compartía los juegos y las caricias que este mundo les negaba.

Antes de regresar a España, lo llevé a casa de mis padres y les pedí que lo guardaran como un hijo que Dios les encomendaba. Durante unos días, pudo vivir el espejismo de una existencia normal. Creo que no lo soportó, porque de nuevo desapareció. La vida lo había maltratado tanto que no fue capaz de separarse de su dolor, su única compañía durante los once interminables años que llevaba sobre la Tierra. Mi familia lo buscó por toda la ciudad; no había rastro de Mohamed. Algún día pasará a la fosa común del cementerio municipal, como un nuevo despojo de la ciudad, sin nadie que lo identifique, lo reclame. Nadie reclama lo que no existe.

Ni siquiera se acerca hasta mi camastro. Sólo se asoma desconfiado para comprobar si sigo allí. Lo llamo para que venga hasta mí, pero no se inmuta. Si supiera cuánto bien me haría que me abrazara hasta regresar juntos a la noche de la que nunca deberíamos haber salido.