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Cierro los ojos. Veo desde mi camastro el techo agrietado de este lugar en que me encerraron. Ya no cuento los días, las semanas, los años que llevo aquí dentro. No distingo las noches de los días. Una bombilla, que sólo se apaga cuando se funde y se enciende cuando la reponen, es toda mi luz. El sol de Tánger, la ciudad en que nací, no está autorizado a entrar aquí.
A veces me parece que me expulsaron de la realidad, que me encuentro en el Infierno. Pero no: en el Infierno no te mete un guardián a empellones, y eso sí lo recuerdo. Nítidamente.
Todo lo demás, mi ciudad luminosa, los callejones de mi infancia, la bahía acogedora como brazos de madre, mis padres, mis hermanos, mi primo, la pequeña casa de la medina, la pobreza que tanto añoro, los pechos de Yasmina, el té con hierbabuena, mi pipa de kif, Abderrahmán que me pesa como la muerte, absolutamente todo lo demás lo tengo que buscar entre las grietas del techo. Tengo mucho tiempo para rebuscar, para encontrar ahí lo que esta celda me ha robado.
Y espero en cada instante que alguno de los míos, de los seres que he querido en mi vida, se asome por ellas y baje hasta mi camastro, se siente a mi lado y me hable. Entonces invento largas charlas para los dos, o fijo mi mirada en él hasta que su figura se desvanece, desaparece entre las lágrimas que arrasan mis ojos.
Hace tiempo que no distingo cuándo sueño y cuándo pienso. Y para seguir sintiendo que aún vivo, necesito reconstruir mi vida, recordar los pasos que di hasta llegar aquí; saber qué pecado, qué esperanza me sacaron del camino para tenderme en este camastro, encerrarme en este antro en el que el sol de Tánger tiene prohibida la entrada.