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Afortunadamente, el pequeño avión de Air Regional no tarda más de tres cuartos de hora en llegar a Málaga. Necesitaba salir cuanto antes del reducido espacio destinado a los pasajeros, angustiado por la noticia que acababa de recibir. Mientras esperaba la salida, tomaba, frente al televisor, un café en el bar del aeropuerto. El informativo de la televisión española abría con la noticia de que un barco pesquero cargado de emigrantes había encallado en las costas españolas, arrastrado por el viento y el oleaje contra los arrecifes. Varios de ellos y algunos miembros de la tripulación habían muerto, otros habían sido encontrados heridos entre los restos de la embarcación. El resto de la tripulación había desaparecido, y se suponía que algunos habían logrado huir. La Guardia Civil llevaba varias horas rastreando la zona. No pude reconocer en las imágenes nuestro barco, pero estaba convencido de que no podía tratarse de otro.

La noche anterior había acudido a mi cita en Beni Uriaghel. La absoluta oscuridad —los barcos siempre salían en noches sin luna— daba al barrio una apariencia fantasmal, la de una ciudad habitada únicamente por sombras que aparecían y desaparecían ante los faros del taxi. La tierra que el coche levantaba a su paso aumentaba la sensación de irrealidad. Parecía un lugar fuera del mundo, olvidado por todos, una vergüenza oculta al resto de la ciudad.

Una bombilla se esforzaba en iluminar la entrada de un café o la de una tienducha aún abierta, sin conseguirlo del todo. Ante una de ellas se detuvo el taxi. Le pedí que esperara a mi regreso, por temor a no tener cómo salir de aquel lugar, a quedar atrapado en su negrura.

El interior del café no desentonaba con el resto del barrio. En una cacerola, que hacía equilibrios sobre un hornillo de camping gas, el agua hervía a borbotones, lista para pasar a la tetera, caer sobre los vasos de los harraga, calentar su pánico, devolverles alguna esperanza. Eran cuatro hombres sentados alrededor de una mesa, unos tablones de madera posados sobre columnas de ladrillos. Junto a ellos, el encargado de recogerlos, para quien todo aquello formaba parte de la rutina de su vida de marinero. En un rincón del café, dos mujeres envueltas en una chilaba esperaban también que llegara el momento. ¡Cuántas preguntas, incertidumbres, temores ocultaban sus velos negros! Una de ellas debía de ser la mujer de Munir, al que reconocí nada más entrar en el local. La mala fortuna había prolongado su espera; a él, que habría salido el mismo día de nuestro encuentro, le tocó el último viaje. Era el más sereno de los cuatro, seguramente el único que no habría renunciado, si a esas alturas se lo hubieran propuesto.

Ya era demasiado tarde para todos ellos. Su dinero estaba en poder del marino, que me lo entregó envuelto en papel de estraza. El pago siempre se hacía por adelantado, y el dinero nunca viajaba en el barco: los peligros del mar, de la policía, eran para ellos, sólo para ellos, jamás para los billetes con que pagaban su viaje. Durante media hora repasamos juntos los pasos que dar, las precauciones que tomar. Me aseguré de que nadie llevara consigo su documentación: eran harraga, los que queman sus papeles, para salir del país sin dejar rastro. Les explicamos que era para protegerlos, para que no los pudieran devolver a su lugar de origen, que nunca debían confesar. En realidad, era la organización la que se beneficiaba de esa situación. Una vez que los dejaban en sus puestos, no se atrevían a salir sin documentación, ni a abandonar el trabajo o, en el caso de los más desesperados por regresar, a pedir auxilio en el consulado.

En unos momentos, un camión vendría a recogerlos para llevarlos, junto a los otros candidatos al gran salto, al barracón en que esperarían la salida. Todavía les quedaban horas de angustia, pisando aún el mismo suelo que familiares y amigos. Yo, que había vivido la desesperación por partir, los entendía, los animaba e interiormente los compadecía. Sabía lo que les esperaba, que en el mejor de los casos su auténtico sufrimiento estaba aún por empezar. Europa será un gran Beni Uriaghel para ellos, condenados a vivir como sombras en tierra extraña, hostil, desagradecida. Irán a salvar los campos españoles como ladrones, apestados a los que se les permitirá encorvar sus espaldas sobre las cosechas a condición de pasar desapercibidos, no hablar, no perturbar la paz europea.

Cuando llegó el momento de partir aparté a Munir del grupo, y le deseé suerte. Nos dimos la mano, y en su apretón recibí el último adiós de todos los que mandábamos a la muerte. El taxi me devolvió a la superficie de la ciudad, donde la pobreza se podía ver sin causar demasiados estragos en la conciencia. Le pedí que me dejara en el balneario Chellah, un oasis en la noche tangerina, a orillas de la playa. En ningún otro sitio como en este puedo sentir esa sensación de intemporalidad que sólo Tánger me ha podido ofrecer, esa fusión mágica de todos los tiempos en un mismo momento. Pedí un whisky doble, e intenté huir de Beni Uriaghel dejando que la brisa y el ronroneo del mar acompañarán la voz envolvente de Salima Abdelwahab:

A lala yelali

A lala yelali

A lala yelali

Soy extraño, berrani

Me preguntaron por ahí

De dónde eres tú

Enseguida respondí

Sin pensar, sin dudar:

Tánger me vio crecer

Donde se cruzan los mares

Y cuando tardo en volver

Sueño con volverla a ver

A lala yelali

A lala yelali

A lala yelali

Soy un nómada tanyaui

Entre calles me perdí

Sin saber mi destino

Con la mente confundida

En busca de un camino

Desde entonces comprendí

Que la Tierra no es de nadie

Soy un viajero sin fronteras

Soy un nómada tanyaui

A lala yelali

A lala yelali

A lala yelali

Soy un nómada tanyaui

De madrugada recibí una llamada del patrón: el barco salió sin problemas, esa misma noche. El buen tiempo así lo aconsejó, no fue necesario esperar más. La segunda parte de la operación, la recepción de la mercancía en España, podía seguir adelante. Entre todas las modalidades de travesía, estos harraga se habían pagado la más segura: nada de desembarco en la costa, ni de policías esperando a la llegada; nada de tirarse al monte muertos de frío, a refugiarse en la oscuridad: del barco, directamente al trabajo. La organización cobraba así del trabajador y del comprador de mano de obra barata, exenta de impuestos.

Nunca deseé tanto haberme equivocado como aquel día, frente a la televisión. Pero Dios no atendió mis plegarias: los muertos del barco hundido se convirtieron en mis muertos, los que yo había llevado hasta allí. El tiempo había traicionado una vez más, y la embarcación sobrecargada no había resistido los embates del mar. Supe después que el tremendo golpe contra las rocas acabó con unos cuantos pasajeros, que otros se ahogaron al intentar abandonar el barco, presas del pánico. Nadie esperaba a los demás, ningún camión frigorífico, ningún trabajo.

Llamé al abogado nada más llegar. Estaba nervioso, y su tono de perdonavidas había desaparecido:

—Espero que hayas hecho bien tu trabajo, que si cogen a alguno vivo, no sepa hacia dónde señalar.

Estaba claro que el drama de las víctimas no era la mayor de sus preocupaciones. Me ordenó que fuera a Granada y que no me moviera de allí hasta nuevo aviso. Cogí un taxi en el aeropuerto; no me sentía capaz de repetir en el autobús la angustia del avión. En los últimos tiempos, el destino no sólo se había adueñado de mi vida, sino que me llevaba por ella a empujones y por el camino más escabroso.

Ya en casa, me sentí acorralado en mi propio sueño. Me perseguía el fantasma de Bachir, me topaba en cada esquina con el cadáver de Hamid. Me desperté empapado en sudor, alertado por mis gritos. Las primeras luces del día iban despertando a la ciudad. Salí a la terraza: la Alhambra se erguía como la guardiana de Granada. Parecía ser la única que nunca dormía, testigo incólume del paso del tiempo. Recordé las palabras de Hamid, «nuestra época de mayor gloria», y lamenté el destino de nuestro pueblo, condenado a fracasar contra las costas que un día fueron suyas, empujado por sus propios hijos. Y me sentí miserable frente al palacio, traidor a siglos de historia, indigno de la huella que mis antepasados dejaron a su paso por esas tierras de las que fueron reyes, y a las que yo mandaba a los míos como esclavos.