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Cierro los ojos. Al despertar, descubro a mi padre sentado al pie de mi camastro. Su llegada ha sido, como todos los gestos de su vida, silenciosa, discreta. Ha visto mi muerte pasar por sus sueños, y viene a anunciármela. La muerte para un buen musulmán es el premio a una vida de sacrificios, la antesala de la gloria eterna. Al dejar esta vida, sobre el rostro de mi padre no habrá más que la serenidad de quien se despide convencido de que, nada más cerrar los ojos, Dios estará esperándolo, tendiéndole la mano para llevarlo a su lado, de donde sólo saldrá el día del Juicio Final, para regresar definitivamente con todos los elegidos para la paz eterna.

Pero mi padre sabe que no me espera una muerte serena. Conoce los caminos por los que los hombres se pierden, y siente que yo estoy en uno de ellos, que desde que salí de su casa he errado por las trampas que el Diablo tiene tendidas en el mundo, y muy especialmente en el de los infieles.

Sobre un rosario desgrana las palabras de perdón que ha pronunciado por mí a lo largo de mi peregrinaje por el pecado. Nunca le oí un solo reproche en mis visitas a Tánger, nunca una frase de agradecimiento a Dios por la suerte que su hijo corrió, por el dinero que traía a casa. Jamás compartió la celebración del regreso con que mi madre y hermanos me recibían. Sabía que sólo sus oraciones podían salvarme, y ahora que llegaba el final, seguía convencido de que la misericordia, el perdón divino, pasaba por ellas, y las multiplicaba en la mezquita, en la casa, en el silencio de su vida, al pie de mi camastro.

Los surcos profundos que la vida había cruzado sobre su rostro me parecían de repente de una belleza extraordinaria. Estaban en ellos el amor, la sabiduría, el trabajo, el cansancio, el sacrificio, todos los dones que habían hecho de su vida de pobre la existencia más digna a la que un ser humano pueda aspirar. Me pareció que ese hombre que era mi padre, ese desconocido cuyas enseñanzas había sido incapaz siquiera de escuchar, que había pasado por la vida con la humildad de un santo, incapaz de escribir su nombre y que únicamente podía leer el Corán en su memoria, merecía ser la persona más respetada del mundo, alguien al que nadie jamás se debería atrever a molestar.

No quiero pensar en los sufrimientos, las humillaciones que a lo largo de su vida habrá tenido que soportar, mendigando trabajo a cambio de miseria para poner el pan diario sobre nuestra mesa destartalada, soportando insultos de los patronos para no perder el trabajo. Nunca imaginé, hasta ahora que lo veo sentado, con sus ojos mirando al techo y su susurro permanente, el dolor que cada día podría traer a esa casa en que la alegría nunca faltaba.

Somos un ejército de sumisos, de resignados, un país encadenado a las mezquitas. Entiendo mejor que nunca a Hamid, cuando escupía ante mi primo sobre todas las religiones. A ellas nos asimos para convertir nuestro miedo en virtud, hacer de las pisadas que manchan nuestras vidas pruebas irrefutables de sapiencia, dejarnos machacar la dignidad y sentirnos por ello los elegidos, trocar nuestra propia estima por un paraíso perdido en las tinieblas del universo, en el que creemos firmemente para no tener que rebelarnos contra las voces que nos ordenan, insultan, detienen. Y sin embargo veo a mi padre y lo admiro, y hallo en sus oraciones el amor más alto que jamás se haya acercado hasta este cuerpo ya tendido para siempre.

Y quisiera ser como él, haber seguido el camino que me marcó el nacimiento para, al menos, tras una vida llena de pesares poder morir en paz, engañado pero en paz, y sentir en el último aliento que mi vida ha valido la pena, sentirme orgulloso de haber sido capaz de soportar las pruebas que Dios me puso en ella, cerrar los ojos compadeciendo a mis verdugos, los que hicieron de mi existencia un infierno, porque tras su paso por esta tierra sólo les espera el vacío, la soledad, la ausencia del Todopoderoso, el más horrible castigo que un hombre pueda esperar.

Pero quiero creer firmemente que Dios me puso sobre la Tierra, que creó la vida para elegir a los suyos, poder rezar para que estas cuatro paredes sean el castigo por todos mis pecados, que las oraciones de mi padre hayan propiciado el perdón divino y el Todopoderoso haya decidido permitirme pagar mi deuda antes de llamarme a su lado. Debo saber que mi padre está ahí, en silencio, para hacérmelo entender, que su presencia es la señal de que debo arrepentirme, rezar e implorar para que el perdón que consiguió para mí sea efectivo. Porque de nada me habrá servido este purgatorio si en el momento del encuentro con Él mi alma no ha sido purificada por el arrepentimiento sincero, todos los males que la habitan barridos por la oración, el odio expulsado por el perdón a los que me hicieron daño.

Debo abandonar para siempre las ideas que mi amigo sembró en mí, que Satanás hizo crecer para alejarme de Alá, que mi paso por la tierra de los incrédulos, del vicio y el dinero multiplicó hasta emponzoñar mi espíritu. Rezar, rezar, rezar para encontrarle un sentido a la terrible soledad en la que me encuentro, desear prolongarla hasta pagar el tributo por todos mis pecados, desterrar el pánico que se apodera de mí, a cada instante cara a cara con la muerte, al sentir que la vara que se estrellaba contra nuestros dedos en la escuela coránica no era sino el aviso de lo que le espera al que no llega al final de su vida con la lección cumplida.

Gracias, padre, por regresar al desierto en el que me he perdido, por saciar mi sed con tu enseñanza, guiar mis últimos pasos en esta vida para devolverlos a la dirección correcta, la que me llevará hasta tu lado, en el cielo, donde quizás ya me estés esperando.