22
Llevaba esperando, escondido tras la cristalera del café, más de dos horas sin que nadie entrara ni saliera de la tienda de Madani. La ciudad se despertó con una lluvia fina que no dejó de caer en toda la mañana. Contaba con que la capucha de la chilaba, las gafas de sol y mi barba ya bien poblada me ayudaran a ocultar el rostro. El tercer barco había zarpado de madrugada, y ya sólo me quedaban unos días en Tánger. Cuando salía del piso para presentarme como recién llegado en casa de mis padres, no pude resistir la tentación de echar un vistazo alrededor de Madani. No tiene peor enemigo el hombre que el aburrimiento, solía decirnos el maestro del Ibn Jaldún, y no le faltaba razón, porque no fue otra cosa, además del sospechoso silencio, lo que me incitó a retomar mi puesto frente al bazar.
De repente apareció en el umbral, como un fantasma saliendo de las tinieblas, mi querido amigo Bachir. Miró a derecha e izquierda, abrió su paraguas y salió en dirección a la plaza de Francia. Hay decisiones en la vida que no dependen de uno. Te das cuenta de que las has tomado cuando ya no puedes dar marcha atrás, y ni siquiera necesitas una explicación. Así me ocurrió y, antes de saber por qué, ya estaba siguiendo al perro sarnoso. Malos consejeros me acompañaban: el cosquilleo del odio y la rabia me habían levantado de la silla como a un autómata. Al llegar a la altura del Café de París paró un taxi. Por la dirección que tomó supe que se dirigía a su pocilga. Otro coche me llevó hasta allí.
Al abrir la puerta, una sombra cayó sobre Bachir. No pudo reaccionar ante la avalancha de golpes. Sus grititos de rata acorralada me invitaban a pegarle más y más. El último puñetazo lo tumbó contra una mesa. No era mi intención matarlo, pero tras rebotar su cabeza contra el mueble primero y el suelo después, sus ojos de búho se quedaron abiertos, mirando fijamente al techo. No sé cuánto se tarda en llegar al Infierno después de muerto, pero le deseé un viaje rápido.
Instintivamente, me puse a rebuscar por la casa, deshacer cajones, simular un robo. Me encontré en uno de sus armarios varias bolsas de hachís sin prensar. Probablemente fue Satanás el que guiaba mi mano cuando abrí una de ellas y la esparcí sobre el cadáver. Y como el Diablo nunca deja su trabajo a medias, busqué un trozo de papel y lo dejé sobre el cuerpo con el nombre de Madani y el de su tienducha.
Salí de la villa, embutido en mi chilaba, y cuando llevaba un buen rato caminando, me di cuenta de que el corazón me iba a estallar dentro del pecho. Nunca me había imaginado capaz de matar a una persona, y acababa de hacerlo como quien degüella una gallina. Sentí que eran los puños de otro los que habían machacado la cara de Bachir, y que la pesadilla estaba llegando a su fin. Deseé despertarme en mi cama, y darme cuenta de que todo había sido un sueño, que el hijo de puta de Bachir no me había metido en un nuevo lío. Todo me daba vueltas en la cabeza, y tuve que sentarme en un café para no caerme en la calle.
Ni hablar de ir a ver a la familia. Compré comida y alcohol para unos días y me encerré en casa. Afortunadamente, nunca le había dado a nadie mi dirección. Me asomé al balcón. Muy por encima de las antenas de televisión clavadas en el techo de la ciudad, se erguía, señalando a Dios, creador de todas las cosas, justiciero ante el que todos tendremos que rendir cuentas, el minarete de la mezquita Hasán II. Como un aviso, un dedo acusador, empezó a resonar la voz del almuédano. Poco a poco se fueron incorporando otras voces, otras llamadas a la oración, desde todas las mezquitas de Tánger, como un eco en las paredes de una celda, y mientras los fieles se dirigían a rezar, mi propio padre entre ellos, cargando sobre sus espaldas doblegadas por el trabajo el peso de una vida digna, honrada, premiada sin duda al final de sus recorridos, yo seguía el camino contrario, el del fuego, llevado de la mano por Satán, que había metido en mí tanto odio que mataba sin pensar, sin siquiera darme cuenta.
Me serví un whisky con hielo y me dejé caer en la cama. Al despertarme, apenas quedaban unas gotas en la botella, sentí una bomba alojada en la cabeza. La lluvia se estrellaba, en breves ráfagas, contra las ventanas. De nuevo, el coro de almuédanos empezó a acosarme, a sacar de sus camas a los fieles en la madrugada. Para huir de él, me metí en la ducha, y estuve más de media hora bajo el agua fría, intentando que se llevara por el sumidero mi dolor, mi angustia, mi locura, y hasta a mí mismo si así tenía que ser.
Preferí no ponerme a reflexionar sobre lo que había ocurrido hasta tener la mente más despejada. Desde la calle llegaba un ruido de mesas y sillas arrastradas, señal de que los cafés más madrugadores estaban abriendo. A esa hora no arriesgaba nada: sólo me encontraría con gente que regresaba de la mezquita o trabajadores que se tomaban un café antes de empezar la jornada. Bajé a desayunar, con la esperanza de que una taza bien cargada y el aire fresco me devolvieran las ganas de vivir. Aún no me había abandonado totalmente la esperanza de que todo fuera una pesadilla.
El desayuno me animó. Tomé un taxi y le pedí que me dejara en la playa. La bahía de Tánger, a esas horas en que el sol despierta a la ciudad, debe de ser uno de los lugares más hermosos de la Tierra. Ahí viví los mejores juegos de mi infancia, concebí más de una vida nueva, terminé noches de alcohol con mi primo. Ahí quería regresar, ahora que tenía que volver los ojos hacia mi interior, reconocerme, encontrar las razones que me habían llevado a convertirme en un asesino, robarles la esperanza a mis compatriotas, llevarlos a la miseria definitiva, de la que ya nunca saldrían, yo, Jalid Temsamani, hijo de Fatma y de Mohamed, que buscaron para sus hijos la honradez más que ninguna otra cosa, yo que sólo quería cambiar de vida, que simplemente aspiraba a ser más feliz, salir con dinero en los bolsillos, buscar el placer donde la televisión y las revistas nos decían que estaba.
Repasé mi existencia desde que acudí a la llamada de Hamid, y sentí que había viajado por una carretera de lujo, una autopista cinco estrellas con una sola dirección, la que te lleva al estercolero, al hombre putrefacto, a la fosa común de los malnacidos, al lugar en el que Satanás amontona su escoria antes de tirarla al fuego eterno. Soy musulmán, me dije, tengo la dicha de haber nacido musulmán y nunca, en los años que llevo sobre la Tierra, me he parado un instante a darle gracias a Dios por haberme hecho nacer de mi madre. Ahora ya todo es inútil. Bachir era una basura, pero sólo Dios puede recoger la basura que puso sobre este mundo.
El cielo amaneció cubierto, impenetrable, como cerrándome el paso. La marea, al subir, llevaba la espuma de las olas cada vez más cerca de mí. No importaba; sabía que mi destino estaba trazado, que ya nunca podría dejar de odiar: a mí mismo, a mis víctimas, por ser mejores que yo, a mi país, por haberme empujado a partir, a España, por haberme embaucado con sus rosas de papel, su mentira inodora, insípida, a Hamid, por haberme arrastrado en su camino, a los asesinos de Hamid, por haberme robado a mi amigo, a los vendedores de muerte, a sus compradores también. Demasiado odio para desprenderse de él en una sola existencia, demasiado para no saber, cierto como que el sol se suspenderá al mediodía sobre nuestras cabezas, que me llevará de nuevo a matar, a saciar su sed en la sangre ajena, hasta que alguien se decida a expulsar la mía de mi cuerpo, o que yo mismo lo haga.