27
—Venga, hombre, Jalid, seamos razonables. Te voy a servir un whisky y hablamos —recuperó el aliento Martínez.
Una de las cosas que nunca he podido soportar de los españoles es su certeza de que una idea no puede circular como Dios manda en la cabeza de un árabe. Aún con la pistola apuntándole a la frente, aquel ser al que no quedaba más que unos minutos de vida estaba convencido de que era imposible que él no encontrara alguna manera de engañar a un moro. Su orgullo infinito no le permitía, una vez pasado el susto primero, imaginar que una vida como la suya pudiera serle arrebatada por mí. Esa idea me animó a hacerle saborear su derrota, a ponerlo tan cerca del abismo que se cagara en sus pantalones de marca, que me suplicara compasión, que lamiera el suelo que yo había pisado, que pasara su lengua, reseca por el pavor, sobre las heridas que dejó en mi país.
—Claro, vamos a echarnos un trago —le dije—, pero te lo sirvo yo. Mi idea no es matarte —disfruté al mentirle—, sino aclarar un par de cosas. Pero si haces un solo movimiento, dispararé, puedes estar seguro de que lo haré.
Me acerqué al bar sin dejar de apuntar hacia él. Serví dos vasos de Chivas con mucho hielo. Abrí un cajón bajo la barra: ahí estaba la pistola con la que me quería servir la copa el hijo de perra.
—¿Por qué piensas que somos idiotas? ¿De verdad crees que se me va a caer la baba por una copa servida por ti y que vas a acabar tan fácilmente conmigo? —le dije enseñándole su arma—. «Este moro gilipollas me está tocando los cojones», es lo que estás pensando, «le voy a pegar un tiro y me voy a dormir…».
Notó que la cosa se iba poniendo fea. Necesitaba acojonarlo para sacarle cuanto antes lo que me interesaba. Se me ocurrió que tenía que guardar dinero en casa, y que no me vendría nada mal para salir pitando de este país, para no volver a pisarlo jamás.
—Sólo quiero tu pasta —le espeté—. Dame todo lo que tengas y desaparezco. Te encierro en un cuarto para que no me sigas y me largo, nunca más volverás a oír hablar de mí. Eso es lo único que pretendo; te portas bien y sigues viviendo. Te haces el listo y te vas a la mierda.
Me tocaba a mí tomarlo por imbécil, con la diferencia de que a él solo le valía obedecer y rezar para que le estuviera diciendo la verdad.
—Está bien, tengo dinero en la cartera —se llevó la mano al bolsillo trasero de su pantalón. Son incorregibles. La vanidad del que está convencido de su superioridad hace frontera con la estupidez. Le tiré su whisky a la cara.
—Mira, cabrón, te vas a meter tu cartera por el culo. Como me vuelva a parecer, sólo a parecer, que me tomas por un gilipollas, me pongo nervioso, muy nervioso, y te salto la tapa de los sesos. Así que levantas tu puto culo del sillón, con las manitas detrás de la espalda, y vamos juntos hasta donde escondes la pasta, sabes a lo que me refiero, ¿verdad?, esa pasta que le sacas a los miserables de mi país y que no puedes guardar en el banco.
Se echó las manos a la cara y se le escapó un gemido. Iba aprendiendo la lección. Hasta los más testarudos se vuelven razonables cuando la muerte se les pone delante.
—Sí, Jalid, perdona, te voy a dar todo lo que tengo y quedamos en paz —estaba a punto de echarse a llorar, o de mojar sus pantalones. Se levantó dócil y lo seguí hasta una habitación que le servía de despacho. Mucha imaginación no tenía, porque guardaba su caja fuerte detrás de un cuadro. Le ordené que la dejara preparada, pero que no la abriera. Yo me encargué de eso, después de obligarlo a ponerse de espaldas contra una pared. Nunca había visto tantos fajos de billetes juntos, apilados en hileras ordenadas.
—Ese dinero no es mío —gimió—, si no lo entrego me matarán.
—No sabes la pena que me da. ¿A cuántas familias calculas que has robado toda esta pasta? ¿Te has parado a pensar alguna vez en los hijos, las mujeres, los padres de los que nunca volverán? Claro que no, porque tú eres un hijo de puta que sólo cree en lo que tiene encerrado en esta caja. ¿Crees que si te vuelo los sesos habrá alguien que llore por ti, cerdo? Porque si nadie te va a echar de menos, y no se echa de menos a una basura como tú, me preocupan mucho más los que murieron anteanoche en tu barco que lo que te pueda ocurrir a ti. Así que por mí te pueden meter un palo por el culo y sacártelo por los ojos, y a lo mejor hasta me sale una sonrisa al pensarlo.
La observación no lo animó demasiado. Lo acompañé a buscar un bolso de viaje, y metí en el todo el dinero de la caja. Había dírhams, pesetas y dólares. Cuando no quedaba un solo billete apareció un cuaderno. Lo hojeé: era un libro de cuentas, que metí también en el bolso.
—Bueno, amiguito, ha llegado el momento de la despedida, ¿qué te parece si hablamos un poco tú y yo, como buenos socios que somos?
—Me parece bien, Jalid —contestó con una voz que me agradó sentir rota, humilde, derrotada.
Volvimos al salón, le serví otra copa, para facilitarle la palabra, con la promesa de que si se portaba bien no se la volvía a echar a la cara. El que ha vivido toda su vida pisoteado no sufre por la humillación. El engreído que tenía delante no sabía reaccionar ante ella, que por primera vez en su vida lo visitaba, en su propia casa, sobre su propio trono. La vida seguía apacible en los alrededores de la villa, ajena a lo que le ocurría a uno del lugar. Al día siguiente se despertarían incrédulos con la noticia, y correrían a las tiendas a comprar nuevas alarmas, al alcalde a reclamar más vigilancia, a los bancos a esconder su dinero. No hay nada como el asesinato de uno de los suyos para conmover a los ricos, trastornarles la digestión, joderles la serenidad.
—Cuéntame, querido socio, qué tal te sentiste cuando tus amigos, porque un tipo como tú no se ensucia las manos con esas cosas, te anunciaron que Hamid ya colgaba del techo de su casa.
No pudo evitarlo: el trago de whisky que tomaba en ese momento se equivocó de camino, y tuvo que toser antes de contestar:
—¿Qué dices, Jalid? Ahí te equivocas —actuaba de pena—, es verdad que no somos angelitos, pero entre nosotros nos respetamos: eso es sagrado. Si no hay respeto, todo se viene abajo. Nunca me hubiera imaginado que hicieras lo que estás haciendo. Cuando eres de los nuestros, estás a salvo de todo. Escúchame, Jalid, todavía estás a tiempo de rectificar, lo que ha ocurrido esta noche no saldrá de aquí. Con nosotros tienes el futuro asegurado, no te metas en líos.
La típica defensa del ratón acorralado, pensé. Lo miré en silencio, intentando sembrar la duda en su terror, por el gusto de ver pasar una esperanza por sus ojos acuosos.
—Pero ¿y si me haces lo mismo que a Hamid?
—¡Coño, que yo no tengo nada que ver con eso, ya te dije que fueron sus propios amigos los que se lo cargaron, joder, porque decidió pasarse con nosotros! ¡Él era listo, sabía con quien estaba seguro, mira lo que te hicieron a ti!
Repetí el ademán del vaso de whisky a la cara para bajarle el tono.
—Y la lista te la dio tranquilamente, porque tenía plena confianza en ti, porque eres una buena persona.
—Y porque fue la condición que le pusimos para trabajar juntos, y la aceptó. Si no, ¿por qué te la habríamos dado a ti?
—Porque necesitaban a alguien que les pusiera en marcha la maquinaria, alguien que conociera bien el terreno y que tuviera experiencia en el negocio. Un gilipollas que se tragara tus historias y al que después se quitarían de en medio, como seguramente ya habría ocurrido si tu barquito no se llega a hundir la otra noche.
—Te equivocas, Jalid, estás totalmente equivocado ¡joder!, nosotros no somos de ésos —forzó un tono condescendiente que me dio ganas de vomitar. Seguramente lo habría hecho sobre su cara si no llega a sonar el teléfono en ese momento.
—Ni se te ocurra contestar —me levanté con la pistola frente a su cara.
Conté siete llamadas antes de que saltara el contestador automático. Después sonó la voz del abogado: «En este momento no puedo atenderte, deja tu mensaje después de la señal», con una voz que le tuvo que parecer, en ese momento, muy antigua, muy lejos del temblor que salía de sus labios con sus mentiras, sus últimos intentos de salvar lo que más había querido, idolatrado, en su vida: su propio pellejo. Sonó la señal y surgió otra voz, algo agitada:
—Oye, Martínez, el moro no está en su casa. Llevamos toda la tarde esperándolo, pero nada. Seguro que se ha ido de putas por ahí. Pero tranquilo, en cuanto vuelva solucionamos el asunto y te llamo de nuevo. Hasta luego.
Me sorprendí al sentir lástima por aquel rostro lechoso, desencajado, suplicante. Ya no decía nada, sabía que había perdido, y no creo que tan siquiera esperara un milagro.
—Tanta chulería para terminar como una cucaracha —le dije, y di así por terminada nuestra breve conversación. Lástima, pero asco también, asco suficiente como para encender la radio, subir el volumen a tope, pegarle la pistola en la sien, sentir su jadeo de perro, disparar. Volví a bajar la música, y cuando ya me iba, al pasar con el bolso delante de un espejo, vi como la sangre del cristiano me había salpicado en la cara, en la mano, en la ropa. Corrí de un lado a otro y, antes de lograr encontrar el cuarto de baño, vomité todo el odio que aún me quedaba dentro, y dejé desparramado sobre la moqueta de aquella casa respetada el hastío de una vida irremediablemente desviada del camino que la medina reserva a los que tienen la sabiduría de aceptar su destino.