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Cierro los ojos. Mi primo me visita a menudo, y se sienta a los pies de mi camastro. Me coge la mano y me lleva al Manila, para devolverme al día en que me presentó a Hamid. No recuerdo el origen de la amistad que los unía, pero sí que después de conocernos, éste se inclinó cada vez más por su relación conmigo. Encontró en mí a la persona que necesitaba: ambicioso, algo culto, políglota, desesperado por abandonar el país. Cuando nos veíamos los tres, hablábamos un poco de todo. De vez en cuando, el tema era la religión.

Hamid era, a ojos de mi primo, un auténtico hereje. Creo que nunca pensó que fuera en serio cuando hablaba de todas las religiones sin excepción como de una de las grandes mentiras del mundo. Situar al islam al lado del cristianismo o, peor aún, del judaísmo, no podía ser obra más que de un provocador, alguien con ganas de discutir, incluso de pelear. A nadie en su sano juicio se le podía ocurrir decir que Dios es un invento de los poderosos para amedrentar a los débiles y dominarlos mejor. ¿Qué sentido tenía una vida de miseria si no le esperara a tanto sufrimiento y sacrificio el premio de la felicidad eterna? ¿Cómo soportar tanta injusticia en este mundo sin la certidumbre de que los ladrones, los impíos, los egoístas, los explotadores, los corruptos habrían de rendir cuentas ante el Todopoderoso? Para mi primo, Hamid pretendía hacerse el moderno al defender esas teorías: el europeo, el estudiante de medicina, el científico que no cree más que en aquello que ve con sus propios ojos. Cada vez que salía el tema, su rostro se iluminaba al mencionar la palabra del Profeta.

Yo solía mantenerme al margen cuando la conversación se acaloraba, pero interiormente iba tomando partido por uno o por otro. Más de una vez me sorprendí defendiendo, una misma tarde, argumentos contrapuestos. A pesar de que las ideas de Hamid me encandilaban, no podía concebir que nuestro Dios fuera un invento de nadie. Ciertamente, yo no era un hombre de fe, pero no me sentía orgulloso de ello. A menudo achaqué el origen de todos mis males a la falta de empeño en seguir los preceptos del islam. ¿No encontraba acaso mi madre en ellos la fuerza para seguir luchando y el amor para entregarse a los suyos? ¿No eran el refugio en el que mi padre hallaba la paz que siempre nos transmitió? ¿Cómo podía la cultura, la esperanza, la convicción de millones de seres descansar sobre una ilusión? No, Hamid no podía tener razón, pero algo dentro de mí me invitaba a creer en sus ideas.

Mi primo, para reforzar sus argumentos durante estas conversaciones, se encerró en el estudio del Corán. Encontró en el Libro las respuestas a todas las provocaciones de su amigo, pero también a las de sus propias frustraciones. La última vez que se vieron fue durante el viaje en que Hamid me desveló sus verdaderas ocupaciones. Mi primo advirtió al hereje sobre el mayor entre todos los pecados: el orgullo, la vanidad, la soberbia suprema que lleva al hombre a destruir la existencia de Dios para no sentir a nadie por encima de sí mismo. En aquella época, ya hacía tiempo que no compartía mis salidas nocturnas. El alcohol y las mujeres de la calle se acabaron para siempre, decía, ahora me toca lavar las ofensas a Alá, las mías y la de los demás, para mi bien y para el de todos. Había soñado durante años, como cualquier joven del planeta, con un mundo feliz, con una vida plena, con la justicia, la libertad. Nació y creció, como yo, en la miseria de la medina; sus anhelos se ahogaron en las borracheras y los burdeles de la noche tangerina; la búsqueda de una vida plena se empantanó en el vestíbulo de un hotel de la avenida de España; la esperanza de un mundo mejor se trasladó al Paraíso prometido a los fieles cumplidores de las enseñanzas del profeta.

Mi primo se casó y engrosó con su esposa el batallón que ocupaba la casa de los padres. Calcó de éstos su propia vida, y dejó definitivamente atrás las ideas que algún día, azuzado por el Maligno, defendió sobre la superación de la tradición desde una visión moderna de la situación, como solía decir. Regresó a sus raíces para sentir la seguridad que se le negaba fuera de su entorno, sentirse acompañado en su frustración, sumar su vacío al vacío de los demás y, desde aquéllas, preparar su revancha.

Se unió a otros que, como él, buscaban en las mezquitas lo que la vida les había negado. Desde una clandestinidad mal disimulada, propagaba entre los que nada tenían que perder una misión, la única que le era permitida a los pobres, pero la más noble de todas: servir al Creador, ganar para la fe a las almas descarriadas, luchar por un mundo para todos, limpiar el país de hipócritas, ladrones, ricos que emponzoñan con su aliento el Corán que acercan a sus labios para ocultar al pueblo sus únicas intenciones, su única verdad, el dinero, el poder, la lujuria. Se convirtió pronto en un cabecilla, un líder, uno de esos barbudos que sembraban la medina y las mezquitas de esperanza y de amenazas, que siempre tenían a alguien para escucharlos, a alguien para temerlos.

En unos de mis viajes a Tánger, volví a ver a mi primo. Todo en él había cambiado. Me resultó imposible reconocer al joven alegre y divertido, pleno de vida y de proyectos, aún menos al niño con el que recorría, en busca de alguna travesura, las calles de nuestro barrio. Me saludó con educación, pero su mirada dejó al descubierto el odio profundo que ya sentía por mí, y me demostró inequívocamente su desprecio al ni siquiera intentar convencerme de lo errada que andaba mi vida, al dejar claro que ni tan sólo merecía el honor de incluirme en su lista de pecadores a los que él iba a salvar del fuego eterno.

Poco después del último encuentro, cayó en manos de la policía durante una redada contra los integristas que por esas fechas controlaban los barrios pobres de la ciudad. No sé si su fe le sirvió para aguantar las descargas eléctricas y las palizas sin delatar a sus compañeros de cruzada. Hoy se pudre en una cárcel para presos políticos en el sur del país. Cuando se sienta a mi lado en el camastro, lo retengo unos instantes antes de que se esfume entre las grietas del techo, y le explico que somos compañeros de un mismo destino, que no hay razón para el odio entre dos personas que han elegido caminos distintos para llegar al mismo lugar.