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Terminó el verano y Hamid regresó a Granada, donde había de empezar el segundo curso. De vez en cuando llegaba una carta, a la que siempre acompañaba una postal, como para que pudiéramos imaginar mejor el paraíso que en ella nos describía. Cuando eso ocurría, mi primo y yo nos sentábamos en la plaza de Faro y leíamos una y otra vez las páginas que Hamid nos enviaba. Esperábamos frente al Estrecho a que las luces de Tarifa se encendieran, e imaginábamos que, en una de las casas, era nuestro amigo quien había apretado para nosotros el interruptor.
Mientras tanto, la vida nos seguía llevando de la casa al trabajo y del trabajo al Manila. El otoño había liberado las calles de Tánger de los emigrantes que exhibían sus matrículas belgas, francesas y holandesas por toda la ciudad. A finales de noviembre, uno de los camareros del Café de París, el más viejo del lugar, murió. Había servido a artistas famosos, a gente cuyos retratos poblaban los escaparates de las librerías, las carteleras de los cines y las revistas de todo tipo. Pero nunca se dejó impresionar por el espejismo. Ante nuestra añoranza de un Tánger que ya no existía nos repetía que las ciudades son seres animados y que quienes les dan vida son los que las habitan en cada momento. Que aquellos extranjeros que hicieron famosa la ciudad no eran sus únicos habitantes; que ellos solos no habrían formado ni una simple aldea y que sólo fueron el adorno de una época; que las calles de Tánger seguían siendo las mismas, sus tiendas y sus cafés vivos, su gente hospitalaria, y que su historia desbordaba aquellos años, eso sí, hermosos sin duda; que, en definitiva, Tánger ni empezó ni acabó con ellos; que quien de verdad ama a su ciudad no reniega de ella porque desaparezca de la mitología de los europeos. Y que el tangerino auténtico, musulmán, judío o cristiano, no deja de conmoverse al contemplar desde el barco que lo trae de Algeciras los brazos de la bahía ofreciéndole la bienvenida, y el perfil que tras la playa permanece inalterable desde el puerto hasta Malabata.
El dueño del establecimiento me ofreció el puesto del viejo camarero y acepté sin pensarlo dos veces, como quien encuentra trazado en su vida un camino sobre el que nada tiene que decir, un camino que no le pertenece y que le presenta una única opción: seguirlo.
Llegaba al trabajo todas las mañanas a las siete. Aunque la jornada era dura y larga —no terminaba nunca antes de las seis de la tarde—, tener mis propios recursos y poder contribuir a la economía familiar me devolvió la confianza en mí mismo y algún optimismo. Cierto es que, entre sueldo y propina, no me daba más que para elegir mi propia ropa, invitar de vez en cuando a alguna chica del barrio y seguir con las habituales salidas con mi primo y mis amigos. Me inscribí en los cursos de español del Instituto Cervantes, para mejorar una lengua que ya hablaba con cierta soltura. Me acostumbré a sacar cada vez más libros de su biblioteca y descubrí el placer de la lectura.
Mi primo y yo, espoleados por la nueva situación —él llevaba ya un año trabajando como portero en un hotel de la avenida de España—, nos adentramos en otros sectores de la ciudad, el único modo a nuestro alcance de descubrir otros mundos. Recorrimos calles, bares, burdeles en un viaje iniciático tardío pero fecundo. La noche nos desveló sus secretos y en ella nos codeamos con la miseria y el placer. Ante mis veintisiete años desfilaron niños harapientos pegados a cubos de basura, mendigos envueltos en cartón, prostitutas confinadas en cuartuchos mugrientos, policías ahítos de cerveza gratis, locos asidos al tetrabrik para no caerse del mundo, iluminados en paro trocando versos por vino, islamistas al acecho de la desesperanza ajena. Y cuando el coro de los almuédanos resonaba en la noche, ésta se vaciaba de su ejército de desheredados, de desalmados, de desesperados, que desaparecía como absorbido por el sumidero de la ciudad. Tomaban entonces los fieles posesión de las calles, camino de las mezquitas, y los primeros carros repletos de verdura subían y bajaban por las siete colinas, empujados hacia los mercados y los puestos callejeros por viejos campesinos, como quien empuja su propia vida.
Los libros y la calle me fueron despertando a nuevas inquietudes, y pronto la ciudad recién conquistada se me hizo pequeña. A través de las antenas parabólicas, que en pocos años habían invadido las azoteas, llegaban pruebas constantes e irrefutables de que existía un mundo mejor, y a nosotros no nos había tocado vivir en él. Trabajo abundante, dinero para mucho más que un vaquero barato y unos litros de cerveza, noches relucientes de neón, mujeres dispuestas a amar, coches para todos, hamburguesas americanas, centros comerciales gigantescos penetraban en cada hogar, salpicaban nuestra miseria, derrotaban nuestra resistencia.
En mi casa ya se empezaba a hablar de matrimonio. Era el mayor, varón y tenía trabajo. De cada una de las reuniones de mi madre con sus amigas salía una nueva propuesta: al cabo de unos meses no hubo prima, vecina o simplemente conocida que no pasara por la lista de candidatas. Cada negativa era una afrenta, un delito de soberbia, una muestra de capricho. El recuerdo de Yasmina le ha sorbido la sesera, decían, o los libros lo tienen trastornado. Mi madre alternaba rogativa con lamento, y yo sentía que no podría sustraerme por mucho más tiempo a la voluntad férrea de mi mundo, que a la penitencia de los pobres de mi país sólo escapan los que tienen la posibilidad de salir de él o el valor de vivir a su aire, bajo la censura de los que te consideran un traidor y la de los que no fueron capaces de hacer lo mismo.
Sobre tan movedizo terreno se iba fraguando en mí, casi sin darme cuenta, la idea de escapar de un mundo que me asfixiaba. Mis ojos se demoraban cada vez más sobre las luces de Tarifa, la lectura empezó a ocupar la mayor parte de mis horas libres, sustituyendo paulatinamente a las salidas nocturnas. Sin embargo, todo quedaba tan lejos como las playas doradas de un catálogo turístico para un mendigo de la medina.
Las cartas de Hamid se fueron espaciando cada vez más. Al empezar el verano, hacía ya meses que no sabíamos de él. Esperábamos en cualquier momento su llegada, pero ni el calor ni el levante nos trajeron noticia alguna. Mi primo fue a informarse ante su familia: nada sabían de él desde el invierno. Su última carta a la madre fue un lacónico: «Estoy bien, con mucho trabajo y tendré que quedarme en Granada este verano». Se había roto el lazo que nos mantenía en contacto con el exterior, el único lazo de carne y hueso con el mundo de la abundancia, de los hombres felices, los privilegiados del planeta.
La ciudad empezó a llenarse de gente: trabajadores que desde Europa regresaban con los coches cargados, veraneantes que llegaban de todo el país en busca del Mediterráneo, turistas en grupos organizados y algún que otro despistado corriendo detrás de un mito que nunca encontraría. El Café de París estaba repleto de día y de noche, y la jornada resultaba agotadora. Cuando acababa, sólo me quedaban fuerzas para ir a las clases de español, pasar un rato en el Manila y regresar a casa a dormir, para volver al día siguiente a servir tés y refrescos.
El mes de julio coincidió con el de Ramadán. Los ánimos estaban caldeados, y sólo la sirena que anunciaba el permiso para volver a la mesa devolvía a la ciudad el sosiego que había perdido desde el alba. Las calles se vaciaban entonces como por arte de magia y los autobuses rezagados las cruzaban a velocidad infernal, con sus conductores locos por abandonarlos en la terminal. Durante el tiempo que duró el ayuno, me cambiaron al turno de noche. Sólo se mantenía durante el día al camarero más viejo, por si a algún turista se le ocurría consumir algo y para dejar el café abierto a los musulmanes que, ante la mesa vacía, pasaban las largas jornadas sin agua, comida ni tabaco, leyendo el periódico, conversando o jugando al parchís. Nosotros nos tomábamos la harira en la cocina del café, y, nada más terminar, empezaban a llenarse las mesas de hombres que, ya roto el ayuno, se disponían a esperar hasta la madrugada el momento de la última comida.
El Ramadán dejó paso al sol plomizo de agosto. Hasta la madrugada, largas caravanas de coches recorrían todos los días la ciudad anunciando con las bocinas una nueva boda. Los emigrantes aprovechaban su estancia estival para cumplir con la obligación de contraer matrimonio, y se aprestaban a regresar a Europa, con los deberes de nuestra tradición cumplidos. Cada nueva comitiva me enfrentaba al dilema de seguir soñando con otro mundo o de complacer a mi madre, cada vez más insistente.
Una tarde, cuando el verano llegaba a su fin, mientras servía un té en la terraza que da a la plaza de Francia, un compañero se me acercó para decirme que, en una mesa situada al fondo del café, alguien preguntaba por mí. Pensé en mi primo, que a esa hora ya había acabado su jornada. La penumbra en la que se hallaba esa zona no me permitió reconocer al cliente hasta que me encontré cerca de él. Pero a medida que me iba aproximando, su silueta fue adoptando la forma inconfundible de Hamid.