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Nunca antes en mi vida había viajado en avión. El Focker de Air Regional aterrizó sobre la pista del aeropuerto de Tánger. Vista desde arriba, la ciudad es mucho más grande de lo que imaginaba. Había llovido durante todo el invierno, y los rebaños se movían por el campo como invitados a un banquete imprevisto. Me alegré de no llegar en barco, de no encontrarme de nuevo con la cara de Mustafá al salir de la aduana. Me dejé crecer la barba para disimular las últimas cicatrices y que fuera más difícil reconocerme.

Decidí que sólo iría a mi casa antes de regresar a España. Tendría que estar al menos dos o tres semanas viajando por el norte, donde Hamid tenía la mayoría de los contactos. Lo mejor era empezar por los de Tánger, los más importantes y numerosos. Me recluí en el piso. Iba a todas las citas de noche y en taxi, lo más lejos posible del centro de la ciudad. Sentía que me jugaba la vida a cada nuevo encuentro. Alguno de los reclutadores podría haber sido contactado por los hombres de Madani y tenderme una trampa.

El primer hombre al que fui a ver se llamaba Hasán. Tenía unos cuarenta años, y parecía constantemente asustado. Creo que fue sincero cuando lamentó la muerte de Hamid. Tras sus primeras dudas, fue confiando en mí, y cuando terminó la conversación sentí que yo también podía corresponderle. Como la mayoría de los contactos, Hasán conoció a Hamid en el contrabando de drogas, en la época del aceite. Éste fue rodeándose de un grupo de incondicionales a los que encomendó la tarea de reclutar a gente dispuesta a pasar a España para trabajar. Cuando tenía un grupo de cinco o seis, se lo comunicaba a Hamid, que los ponía en contacto con el responsable de la embarcación. Lo mismo hacían los demás, y en cada viaje podían salir hasta cincuenta hombres y mujeres. Como me adelantó el español, estos reclutadores nunca conocieron a cualquier otra persona de la organización, patrón de barco ni a cualquier otro intermediario. Así estuvieron a salvo de la familia, y pude sentirme más seguro en mi trabajo. No se conocían entre ellos, pero Hasán me aseguró que estarían de mi lado.

—Los hijos de puta que se cargaron a Hamid —me dijo—, nunca contarán con nosotros.

No se opuso a que estuviera presente en las primeras reuniones con los harraga, pero insistió en no querer conocer a nadie más del negocio.

—Cada nueva persona que conoces es también un peligro nuevo —me aseguró.

Me sorprendió el dispositivo de seguridad que Hamid había ideado, y decidí mantenerlo punto por punto. Los reclutadores nunca trabajaban en barrios en los que fueran conocidos. Sólo veían a sus clientes una vez, cuando les hacían morder el anzuelo. El trato económico y todos los demás contactos los mantenían aquéllos con hombres de Madani. Nunca un harraga supo el nombre de cualquiera de ellos o cómo volver a localizarlos. Eso hizo imposible a la familia encontrarlos tras la muerte de Hamid, y de paso me puso a salvo de sus matones.

En una ocasión, la curiosidad y el afán de conocer ese mundo por dentro para moverme mejor en él me llevaron a acompañar a Hasán en una de sus incursiones en Beni Uriaghel, uno de los barrios con más candidatos a la gran travesía. Me vestí, como él, con una chilaba y me puse unas gafas de sol, por si a alguna de mis antiguas amistades se le ocurría darse un paseo por el lugar.

Hasán tenía un olfato especial para detectar a los candidatos. Los cafetines de los barrios populares eran el lugar habitual de contacto. A ellos acudían los que aspiraban a dar el salto, esperando que alguien se sentara a su lado e iniciara una conversación banal, en la que se terminaba hablando sobre las penalidades que nos reserva la vida, la miseria que le aguarda a nuestros hijos, la posibilidad de buscar trabajo en otro país. Elegimos una mesa desde la que pudiéramos observar a toda la clientela. El café era un cuchitril sin nombre, uno de esos numerosos lugares en los que los hombres sin trabajo veían pasar la vida delante de un vaso de té con hierbabuena. Pedimos el nuestro y observamos, uno a uno, a todos los que allí estaban.

—Normalmente —me explicó Hasán—, los que quieren cruzar el charco aparecen bien vestidos. Es una manera de decir que tienen con qué pagar su pasaje, que el dinero no es un problema. Vienen a pedirte un favor, a convencerte de que los dejes ir. Siempre les ponemos algún impedimento, y finalmente les damos el visto bueno. Les hablamos de un precio aproximado y les preparamos una cita en otro café, otro barrio. Necesitamos unas dos semanas para reunir a un grupo. Ahí se acaba nuestro trabajo, la siguiente cita no tiene nada que ver con nosotros. Les damos instrucciones para el siguiente paso y les deseamos suerte.

El levante empezó a soplar. Junto a los clientes entraba y salía del bar la tierra barrida por el viento, restos de matorrales secos, sumando miseria a la de los rostros arañados por el tiempo, las teteras desconchadas, las moscas pegadas a las paredes.

Hasán llevaba un rato observando a un hombre joven que desde hacía media hora le daba vueltas a un vaso de té. De repente, se levantó y se acercó hasta su mesa. Tras un rato de conversación aparentemente afable, me hizo señas de que me acercara.

—Éste es Munir —me dijo—. Tiene decidido ir a España a buscar trabajo —siguió, satisfecho de demostrarme su competencia.

—Hola, Munir, soy Rachid —mentí—. ¿Estás seguro de lo que quieres hacer?

—Seguro, nos vamos mi mujer y yo. Aquí no podemos seguir.

—El viaje es duro —intervino Hasán—, será mejor que vayas solo y ya encontrarás la manera de volver a buscarla.

—Nos iremos los dos o nos quedaremos los dos. Tengo el dinero necesario.

Me conmovieron sus ojos brillantes, la fuerza de su determinación en aquel cafetín sórdido de un barrio sitiado por las ratas, carcomido por el hambre, tomado por integristas, controlado por traficantes. Me puse de su lado:

—Está bien, te ayudaremos. Tendrás que esperar un par de semanas, seguir nuestras instrucciones al pie de la letra. Cruzaréis los dos el Estrecho y habrá trabajo para ti.

—Gracias a Dios —murmuró con los ojos cerrados.

Al abandonar Beni Uriaghel, pensé que, después de todo, la medina no era un mal sitio para vivir.