30
Me gusta ir a Haffa cuando necesito estar solo, sentarme en uno de los bancos que dan al mar. Me siento pequeño frente a esa llanura inmensa, viva, azul, que me hace más llevadera la tristeza, porque la confunde con el paisaje, la integra en él. Ni siquiera tengo ganas de llorar, porque toda la realidad no cabe en mi melancolía. Sé que dentro de unas horas todo será diferente, pero ahora no quiero salir de la nada en la que me he acomodado. Ni siquiera he pedido al entrar, como suelo hacer, una pipa de kif, por temor a que perturbe el dolor sereno del que no quiero salir, por si el paso siguiente es la locura.
Tengo frente a mí la costa española, y entre ella y yo esa enorme losa líquida que tantas muertes oculta, bajo la que yo mismo enterré a la mujer a la que un día amé. Si mi vida hubiera sido otra, quizás el amor habría vuelto, pero el dinero era mi meta y nada me supo apartar de ella. Yasmina existió antes que todo eso, y su recuerdo era la única riqueza que llegué a guardar en el corazón. Esos escasos momentos de estremecimiento son los que me han bastado hasta ahora para sentirme capaz de amar, sentirme humano. Pero ya no están, porque yo mismo los aniquilé. La mandé dos veces a la muerte, desde la azotea de mi casa hasta Al Hoceima primero, y ahora, cuando lograba resucitar, desde mi puesto de mercader de ganado humano.
Desde que vi a Munir por primera vez, sentí una simpatía extraña por él. Me atrajo su firmeza en la decisión que había tomado de no viajar sin ella. Sólo el amor nos puede dar esa fuerza, hacerse de ese modo con nuestra voluntad. Cuando me despedí de él en Beni Uriaghel, no pude evitar desearle suerte. Quizás algo dentro de mí supiera que se la estaba deseando también a ella.
En una esquina del café dos mujeres esperaban. Sólo se les veían los ojos, y no sabría decir cuál de las dos era Yasmina. Pero ella sí me vio, y sin duda me reconoció. No puedo dejar de pensar en lo que sintió en el momento en que la miré. Hasta que apareció Munir, seguramente fui también para ella, en el exilio de su matrimonio, la única oportunidad que la vida le había dado de amar. Probablemente tuvo que contenerse para no lanzarse hacia mí, abrazarme, delatarse, quebrar el sueño que había surgido de las ruinas de su vida. No puedo dejar de pensar en sus últimos pensamientos, su último suspiro ahogado por las aguas del Estrecho. Pobre Yasmina, cómo se ensañó con ella la existencia.
Cuando el horizonte se confunde con las costas españolas, es que la noche está llegando. La humedad iba echando a la gente de Haffa, y me despertó del letargo en el que descansaba desde hacía unas horas. Regresé a casa de mis padres, donde esperaba poder dormir, tras dos noches sin pegar ojo. Tal como temí, mis hermanos no me dejaron acostarme hasta contarles, una vez más, cómo era España, sus tiendas, su gente, sus coches.
—Algún día —les dije—, volveré aquí, para no irme nunca más. Dios nos ha regalado un país maravilloso y nosotros nos empeñamos en huir de él. España es un espejismo, un país de mentira. No hay olores, ni sabores, sólo el ruido de las monedas rodando de mano en mano, para terminar en las de siempre. Nosotros no estamos hechos para eso. Además, allí no nos quieren, no nos respetan. Aquí, cuando vemos a un extranjero, le damos la bienvenida, le abrimos nuestra casa y nuestra despensa. Allá nos cierran las puertas en las narices, y se apartan a nuestro paso. Sólo nos quieren para hacer sus trabajos sucios, y cuando se acaba la tarea, nos echan a patadas de su paraíso de mierda. Para ellos, que se lo queden; yo, en cuanto pueda, regreso. Más vale que os quitéis de la cabeza la idea de atravesar el Estrecho, si es que se os ha ocurrido alguna vez. Hacedme caso: aquello no vale la pena.
Estábamos reunidos en el cuarto de la televisión, que, como siempre, estaba encendida. Mi madre escuchaba, sentada en una esquina. Sabía que la muerte de Yasmina me había destrozado el alma, y que algo nuevo estaba ocurriendo en mi vida. Estaba seguro de que no había abierto el bolso, pero también de que la tenía más que preocupada. La miré y le sonreí. Al levantarme para besarla, antes de ir a dormir, empezaron a hablar en la televisión del asesinato de Larache. Se sospechaba de un joven que, según el testimonio de un taxista, se dirigió a Uxda.
—Como no se dé prisa en pasar a Argelia, lo pillan seguro —dije para despedirme.
Dormí profundamente durante toda la noche. Al despertar, como si en sueños hubiera tomado una decisión, ya sabía lo que había de hacer. Tenía que serenarme para no dar pasos equivocados. Cogí el móvil de Buceta y marqué el número desde el que habían llamado los matones al llegar a Tánger.
—Buenos días, soy Buceta, ¿dónde os habéis metido? —pregunté cuando respondieron.
—Buceta ya está enterrado, cabrón, ahora te toca a ti.
—¿Por qué no me recomiendas un buen restaurante en París? Me he despertado con apetito esta mañana.
—Es posible que comamos juntos hoy. Nosotros invitamos —y colgó.
Anoté el número en un papel, y añadí, antes de que se agotara la batería, el de la llamada que había recibido Buceta desde Málaga, en la playa. No tenía con que recargar el teléfono, ni conocía su código de entrada. Apunté también todos los números que quedaban en la memoria. Sentí el peligro cercano, y me dispuse a afrontarlo. Volví a utilizar una chilaba de mi padre y unas gafas de sol para salir a la calle, con el rostro oculto bajo la capucha.
Subí la calle Libertad. Al pasar por el hotel Minzah, pensé que mis amigos quizás se alojaran allí. Criminales de lujo, ejecutivos de la muerte, tuve la tentación de llamarlos, pero lo primero era la misión que la noche me había dictado. Seguí por la calle Fez hasta llegar, frente al inmueble Venezuela, a uno de esos puestos privados de teléfono y fax que el desastre de las comunicaciones públicas ha hecho proliferar en Tánger. Desde una de las cabinas pedí información sobre el número de teléfono de las comisarías de las ciudades españolas que recordaba, y de todos los ministerios en Madrid. Llamé a todos ellos solicitando una dirección de correo electrónico a la que mandar información. Lo mismo hice con los ministerios marroquíes, los gobernadores de las provincias más importantes y varias comisarías. Apunté también varias direcciones. Encargué que me hicieran, mientras llamaba, quince fotocopias del libro de cuentas del abogado.
Al cabo de tres horas, llevaba conmigo una cantidad más que suficiente de direcciones como para esperar que, en algún lugar, alguien se tomara en serio la información que me aprestaba a enviar. Desde la oficina de correos envié, por correo certificado, una copia del libro dirigida al ministro del Interior, al gabinete del Rey, a la comisaría de Tánger, al gobernador y a varios periódicos. Lo mismo hice con organismos y medios de comunicación españoles. A todos ellos adjunté una pequeña nota aclaratoria sobre el libro, a quién pertenecía, dónde lo había encontrado, y les pedía que relacionaran ese envío con un correo electrónico que, cuando recibieran el libro, ya tendrían en su poder.
Desde Correos me acerqué al cibercafé de la calle Ibn Rochd. Sólo había estado en un par de ocasiones ante un ordenador; le pedí al dependiente que me explicara cómo enviar un mismo correo a varias direcciones. Me maravillé ante la idea de que, unos minutos más tarde, la información que quería enviar llegaría a decenas de destinos donde, si el mundo no estaba aún más trastornado de lo que pensaba, se pondrían a trabajar inmediatamente.
Redacté una carta extensa, en español y en francés. En ella, detallaba las actividades de la familia y de la organización. Explicaba todo lo que sabía: el trasiego de maletas con pastillas y hachís, la manera de reclutar a los harraga, los lugares desde donde salían los barcos, su llegada a Algeciras y la salida del puerto en camiones, el contrabando de hachís. Mencionaba a Madani y su tienducha. Aclaraba la muerte de Hamid, describía al aduanero de Algeciras y al de Tánger, al funcionario de policía que me entregó el pasaporte, nombraba al chupatintas del consulado español, la empresa fantasma de cosméticos, el consulado marroquí en Málaga. Adjunté un listado con todos los datos que tenía: la lista de contactos de Hamid, los teléfonos que habían quedado registrados en el móvil de Buceta, incluidos los de mis perseguidores, insistiendo que en estos momentos se encontraban en Tánger. Escribí después todas la direcciones a las que quería mandar mi carta: políticos, policías, periodistas de los dos países iban a recibir información suficiente como para, hurgando un poco, desarticular las dos mafias. Sobre la pantalla del ordenador, una línea azul iba creciendo. Cada nuevo milímetro era un paso más hacia mi venganza, la que les debía a Hamid, a Yasmina, a todos los desconocidos que se hacinaban en barcos, en pateras, a mí mismo. En cuanto el mensaje salió, pagué y salí del café: en unos minutos podía detectarse desde dónde había sido enviado y presentarse ahí la policía.
Había dudado durante todo el día anterior entre desaparecer en el sur del país, donde me sería mucho más fácil pasar desapercibido que en Europa, y utilizar toda la información que poseía. Ahora que había dado aquel paso, me sentí satisfecho, en parte reconciliado con mi vida. Sabía que había caminado en una dirección que no era la mía. La atracción del dinero, del lujo, de la vida fácil me había deslumbrado y mis ojos se cerraron ante acciones que, realizadas por otros, yo detestaba. Las contradicciones se agolparon en mi mente para sumarse a las que mis tradiciones, mi religión me despertaban cada día. Sólo faltaba un empujón para enfrentarme a ellas: me lo dio Yasmina, y detrás de ella fueron apareciendo todas las muertes, las traiciones, los pecados. Ahora me sentía mejor, pero mi denuncia me puso al descubierto. Ya estaba localizado, el testimonio del encargado del cibercafé se uniría al del taxista de Larache, y quizás el hilo llevara hasta el puesto de teléfonos de la calle Fez. En cuestión de horas, la voz de alarma estaría sonando en comisarías, ministerios, periódicos y en las dos organizaciones, que tenían quienes les informaran sobre una noticia que pudiera interesarles. Mi testimonio valía tanto como mi silencio, y esa misma tarde todos multiplicarían sus esfuerzos para localizarme. Tenía que huir cuanto antes, esconderme, cuidar cada paso que diera.
Entré en una tienda y compré ropa y una chilaba nueva, de distinto color a la que llevaba. Metí la antigua en una bolsa y la abandoné entre bolsas de basura. Mi familia era lo primero: mi presencia en casa se convirtió en un peligro para ella. Tenía que sacar de ahí cuanto antes la maleta y alejarme de ellos. Podían ser interrogados, implicados, acusados. Quería estar lejos cuando se enteraran de todo, no asistir ante sus propias narices al derrumbamiento del ídolo, ver el cuerpo de mi madre secarse de tantas lágrimas derramadas ni presenciar el hundimiento definitivo de mi padre. No quería imaginar a Amina, la luchadora, honrada, valiente Amina, encontrarse frente a frente con todos los males que combatía encarnados en su hermano predilecto.
Más que nunca, me di cuenta de que no tenía a nadie. Mi familia ya no existía, mi primo se pudría en una cárcel del sur, amistades no había tenido más que las que se fraguan en la cera de la hipocresía, siempre dispuesta a derretirse cuando el calor aprieta. Habría confiado en Hamid, de no haber terminado colgado de una soga.
Un taxi me dejó cerca de mi casa. Preferí no darle mi dirección exacta. Encapuchado en mi chilaba recorrí despacio, sabiendo que tardaría en volver a verlo, el barrio de mi infancia. La vida era alegre en esas calles estrechas y sinuosas, llenas de música y olores. Los que en ellas vivían sentían que éstos les pertenecían, territorio abierto a todos pero inalienable, como el perfume de una flor. Llevaba tiempo fuera de la medina, pero nunca como en ese momento sentí que la estaba perdiendo para siempre, que ya había dejado de formar parte de mi existencia. Mis raíces estaban condenadas al silencio. Tendría que reconstruirme un pasado para no morir de soledad.
Inmerso en esos pensamientos, me di cuenta tarde de que unos niños salían corriendo de todos los callejones y me adelantaban. Eso es siempre señal, en mi país, de que algo inusual ha ocurrido, ha atropellado el curso tranquilo del día. El enjambre de chiquillos seguía la misma dirección que yo, y un presentimiento me revolucionó el pulso. Aceleré el paso, hasta seguir corriendo a la multitud que engrosaba un grupo de curiosos formado delante de mi casa. Me abrí camino a empujones, hasta percibir los gritos de mi madre abrazada al cuerpo de Abderrahmán, el menor de los varones, envuelto en sangre. Sabía que no podía permanecer ahí, unirme al asombro de mi familia. Un cuchillo ardiendo me atravesó el alma. Los comentarios que recorrían la multitud me persiguieron en mi huida discreta, lenta. Dos individuos apostados delante de la casa, al ver salir a mi hermano con un bolso de viaje en la mano, le dispararon en la cabeza, recogieron su carga y salieron corriendo en direcciones diferentes. Uno de ellos, el que llevaba la carga, tropezó y cayó. La gente se lanzó sobre él, lo golpeó, le arrebató la pistola, lo inmovilizó. Un niño abrió el bolso, buscó en él. Sólo había ropa, dijo uno; estaba repleta de dinero, comentó otro; estaba vacía, añadió un tercero. Cuando salí del tumulto un ruido de sirenas me heló la sangre. Me crucé con un coche de policía y un ambulancia.