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Cierro los ojos. La imagen de mi hermana Amina me asalta de cuando en cuando, sin haberla llamado, sin esperarla. Se presenta ante mí sonriente, candorosa como siempre la conocí. Se cuela por alguna de las grietas del techo y se deja caer a mi lado. Rodea mi cuello con sus manos pequeñas y me inunda de risa y de besos. Es la menor de los siete hermanos, un regalo tardío del cielo para quien quisiera poseer la llave de la felicidad. Me adoraba, sentía pasión por mí, a pesar de que su presencia hacía poco más que divertirme. Ahora, desde mi camastro, la comprendo y la quiero como quiere el condenado, sobre la pira ardiente, un torrente de agua fresca.
Cuando Amina se hizo adolescente hacía tiempo que yo pasaba en mi casa el menor tiempo posible. Iba a dormir, a cenar, cuando iba. Al salir a trabajar, mi padre ya estaba en la mezquita, y mi madre trasteaba en la cocina. Durante los escasos momentos que pasaba con ellos tenía a mi pequeña hermana pegada a mí. El día que me fui de Tánger, lloró amargamente; tenía dieciséis años, y sintió que algo importante se le desprendía de la vida. Hoy comprendo que no se trataba sólo de perder al hermano querido, sino de una inmensa intuición, la que le anunciaba a su corazón de niña cuando mi partida habría de convertirse para ella en el símbolo de la cobardía, de la traición, no a nuestra patria, sino a nuestra clase, nuestra gente, nuestro pueblo.
Como sucede a menudo en una familia invadida por la miseria, los últimos hijos son los únicos que tienen la oportunidad de estudiar, cuando a los escasos recursos de los padres se suman las migajas de los mayores. Eso ocurrió con Amina, que resultó ser la única —Abderrahmán muy pronto renunció— que pasó de los estudios primarios. Desde el primer momento apareció ante nuestras miradas divertidas como una estudiante aplicada, que leía todo lo que llegaba a sus manos y alegraba la casa con un carácter incomprensiblemente alegre y optimista para los habitantes de aquel rincón oscuro del mundo. Como se hacía querer de todos, se convirtió en la preferida sin despertar la envidia de nadie.
Querida Amina que te deslizas desde el techo de mi celda para iluminar las paredes mugrientas de mi existencia. Cuánto te he echado de menos en el exilio interior al que me condené: exilio voluntario, mediocre, cobarde. Ahora que estoy acabado resuena en mí tu llanto como una voz sabia que quería impedir mi muerte, que no supe oír, el último suspiro de amor por tu hermano mayor, el que admirabas, el que te guiaba sin saberlo, el que te robó la inocencia.
Sin perder jovialidad, Amina maduró. Ya todos veían en ella una mujer hermosa, inteligente, cariñosa, libre, un elemento extraño en esa casa, en ese barrio. Pero ni eso ni su condición de mujer lograron que dejara de ser querida y respetada, dentro y fuera del hogar. Una beca y su facilidad para encontrar trabajo la llevaron hasta Rabat, donde estudió derecho. Nunca se sintió ajena a su mundo, ella que podía aspirar a vivir fuera de él. Nunca anheló huir de la miseria de la medina, ella que tenía la riqueza a su alcance. Nunca nos quiso abandonar; mi querida Amina, cómo te añoro. Sólo era feliz concibiendo una vida mejor para todos, su familia, sus vecinos, su barrio, su país. Cree en un mundo mejor, Amina.
En uno de mis viajes a Tánger pasé varias horas con ella. Me asombró que aquella joven, que para mí seguía siendo una niña, me hablara de aquel modo. Yo había leído bastante, había reflexionado, me había hecho una idea del mundo, pero me sentí muy pobre ante aquella personalidad que iba creciendo con fuerza en el alma de mi hermana. La convicción de estar del lado de la verdad es la fe de los luchadores. Cualquier religión se puede desmoronar sobre las ruinas de una persona, pero si estás del lado de la verdad, aunque tu cuerpo sucumba y tus esperanzas sean arrastradas por el lodo, permanecerá viva en ti una llama que habrá valido por una vida entera, y que a tu muerte se habrá multiplicado en nuevos corazones.
Eso creía Amina, y también que esa llama jamás había tenido cobijo en mí. Aquél era su dolor, y sentía una especie de rencor porque así fuera. Para ella, abandonar a los tuyos en busca de un mundo mejor era no sólo cobarde, sino también inútil. Me reprochaba que, al dejarme deslumbrar por los fuegos artificiales que invadían diariamente nuestras casas, hubiera permanecido impasible ante la pobreza, la injusticia, la opresión en que nuestro pueblo está sumido. El mundo mejor que buscas está aquí mismo, me decía con voz tan firme que era imposible no creerla, y luchar junto a tu gente para construirlo es la manera más digna de pasar por este mundo.
En la universidad, Amina batallaba desde todos los frentes: igualdad entre hombres y mujeres, libertad de expresión, reivindicaciones laborales, derechos humanos… No había nada en lo que la justicia estuviera ausente sin su presencia para ayudar a restablecerla. Se convirtió en una líder estudiantil, una militante destacada, pisó comisarías y cárceles, sufrió vejaciones y malos tratos de policías y de estudiantes integristas. Hoy, desde su despacho de abogada en el que se apiñan los más pobres, sigue siendo un bálsamo para el sufrimiento de los que la rodean.
Siéntate a mi lado, Amina, alivia con tu voz dulce mi espíritu maltrecho. Inúndame con tu amor infinito para morir por fin en paz. Posa tu mano luchadora sobre mis ojos, y no la retires hasta que sientas que el último hálito de este cuerpo se despide de una vida miserable. Regálame en mis últimos instantes lo que no hallé en toda una existencia.