CAPÍTULO 14
—¿Qué le va a pasar? —Virginia se derrumbó en una silla, pero le resultaba imposible quedarse quieta. Se volvió a levantar, cruzó el espacioso comedor y se detuvo.
Cameron, Lottie, Sarah y Edward estaban sentados a la mesa. Michael Elliot, el marido de Sarah, estaba de pie en el umbral de la puerta.
—Virginia, por favor, siéntate. —dijo Lottie—. Vas a caer enferma de preocupación.
—Déjala, Lottie. —En el otro extremo de la habitación, Agnes también paseaba con Juliet, la recién nacida, sobre el hombro.
Cameron se sirvió otra torta de avena.
—Sarah lo sabe.
—Yo no soy abogado —dijo ésta.
Sin embargo, Virginia estaba segura de que lo sabía. Parándose frente a ellos, con el estómago hecho un nudo por la preocupación, repitió una frase que recordaba de su infancia.
—Sarah lo sabe. Sarah lo sabe todo.
Esta suspiró con resignación y apartó el plato de comida que no había tocado.
—Ese escrito está considerado material sedicioso. Si le declaran culpable será ahorcado o deportado.
Virginia enrolló el periódico y golpeó el respaldo de la silla de Cameron.
—¿Deportado adonde?
—A Australia.
Cameron se puso en pie, le quitó el periódico y le sujetó las manos.
—No le pasará nada. Mi padre tiene contactos.
Virginia estaba hundida por la tristeza; la tristeza y la ira por su ignorancia.
—Esto es culpa mía.
—No. —Cameron la atrajo hacia sí y le frotó la espalda para consolarla—. Confía en mí.
Ella disfrutó de su consuelo, pero la culpable era ella.
—Te digo que es culpa mía.
Un coro de protestas llenó la habitación.
Virginia cerró con fuerza los ojos. Esas personas eran su familia y la lealtad les obligaba a apoyarla. Años atrás, cuando Mary dibujó su primera tira satírica y se la envió al alcalde de Tain, la familia la arropó. La apoyaron incluso mientras pedía perdón, una semana después.
Michael, el marido de Sarah, que había llegado ese mismo día con Cameron, le sirvió un vaso de agua a Virginia.
—¿Cómo van a ser culpa tuya los problemas de Horace Reeding?
—Redding se lo ha buscado. Es un agitador.
—¡Por supuesto que lo es! —declaró Agnes—. Debería haber sido lo bastante listo como para no llevar ese ensayo encima.
—Otros ya han ido a la horca por tenerlo —soltó Lottie.
Por eso era por lo que, la noche anterior, Redding no había abierto el regalo ni se lo había mencionado a Edward cuando éste se reunió con ellos. A Virginia se le pasó por la cabeza una idea terrible.
—¿Y si cree que lo hice a propósito, por sus desavenencias con papá?
—¿Tú? —murmuró Cameron—. ¿Qué relación podrías tener en la pelea entre ellos?
Los demás le apoyaron con un coro de «Sí, exacto», pero la pregunta quedó suspendida en el aire mucho después de que la habitación se quedara en silencio.
—Es culpa mía. —Virginia se separó de Cameron y se enfrentó a su familia, llena de desprecio hacia sí misma.
—No debes culparte —insistió Agnes. La niña emitió un fuerte eructo y todos estallaron en una risa nerviosa.
—Es culpa mía porque el escrito se lo di yo.
—¿Qué?
Confesar su papel en la tragedia debería haber hecho que Virginia se sintiera mejor, pero no fue así. Ni siquiera llevaba en la familia el tiempo suficiente para conocerlos a todos y ya había hecho caer la vergüenza sobre ellos.
—Llevo admirándolo desde que leí la primera palabra de ese ensayo —dijo armándose de valor—. Durante diez años leí casi cada ejemplar del Virginia Gazette, y ni una sola vez vi que estar en posesión de ese escrito estuviera penado.
—En América no lo estaba. —Cameron le rodeó los hombros con el brazo—. Era imposible que lo supieras.
—Debería haberlo sabido. —¿Qué otras reglas iba a romper?—. La vida allí es muy diferente.
—Háblanos de ella, Virginia —la animó Cameron.
Ella sintió una enorme necesidad de desahogarse, pero ya había hecho suficiente daño.
—No somos extraños —insistió él con suavidad.
—En absoluto —intervino Lottie—. Mira cuánto has recordado ya.
Extraños, familia, amigos. Ninguno se merecía cargar con la responsabilidad de sus errores.
—Virginia, te querríamos aunque no hubieras recordado nada más que el dibujo de ese barril —dijo Agnes dándole unas palmaditas en la espalda a su hija.
Cameron le dio un apretón a Virginia. Si él decidiera mañana entregar su corazón a otra, ella recordaría ese pequeño consuelo hasta que Dios la llamara a su lado.
Alzó la vista hacia él.
—¿De verdad puede ayudar tu padre? ¿Cuándo volverá de Italia?
La sonrisa de Cameron la calentó como un rayo de sol.
—Pronto, y sí, hará cuanto esté en su poder. Todos ayudaremos.
—Nunca estarás sola, Virginia —declaró Agnes—. Nunca estarás sola.
—No olvides que nuestro padre y David tienen amigos en la Corte —añadió Lottie sin dejar de sorber por la nariz de manera irritante.
—Vamos a necesitar un abogado —intervino la práctica Sarah.
Edward asintió.
—Pero uno que no sea de Glasgow. Ese chico de Carlisle... —Se volvió hacia Agnes—. ¿Cómo se llama?
—Aaron MacKale.
—Eso es. Mandaré hoy mismo a buscarle.
—Gracias. —Apenas abrió la boca, a Virginia se le ocurrió otra posibilidad—. ¿Por qué no deportar a Redding a América?
La sonrisa de Cameron se volvió agridulce.
—Porque el material sedicioso está prohibido. Nuestro rey sigue resentido por la pérdida de sus colonias americanas.
Edward se levantó y cogió al bebé de manos de Agnes.
—Algunos dicen que eso es lo que lo volvió loco.
—¡Un cuerno! Lo que le volvió loco fueron la mezquindad y el aburrimiento de su propia Corte.
Edward se acercó a Virginia.
—Permíteme, Cunningham. Virginia, dale un beso a tu sobrina —dijo cuando Cameron la soltó—. Es la hora de su siesta.
Edward le entregó al bebé. Ella la cogió y al mirar su carita angelical sintió que la tristeza se aliviaba. Aquella dulce niña era la hija de Agnes y se llamaba como la madre de Virginia, la duquesa de Ross.
Después de que tantos de sus sueños se hubieran convertido en realidad, llegaba esta pesadilla.
—Eres una MacKenzie, muchacha —dijo Edward—. Nunca lo olvides.
Los MacKenzie ostentaban un gran poder en Escocia. Edward Napier estaba considerado como un tesoro nacional. El padre de Cameron era miembro del Parlamento. «La esperanza no está perdida», le dijo una vocecita interior.
—Parece cosa de magia cómo puede aclararte la mente el hecho de sostener a un bebé, ¿verdad? —preguntó Edward.
Llamarle tesoro nacional no era suficiente para calificar al marido de Agnes.
—Sí.
—Bien. —Le acarició el hombro—. Y ahora, ¿qué?
A Virginia se le ocurrieron un montón de ideas.
—Necesitamos un plan.
—Tiene razón —dijo Cameron.
Virginia miró a su alrededor y pensó detenidamente en la situación. Le resultó fácil ponerse en el lugar de Redding, porque seguro que la cárcel era similar a la esclavitud.
—En primer lugar, está el señor Redding —dijo dirigiéndose a todos—. Tenemos que ocuparnos de sus necesidades. No debe sufrir ni humillaciones ni hambre.
Cameron la animó a seguir con una mirada.
—Me ocuparé de eso hoy mismo.
Lottie se levantó.
—Yo supervisaré la preparación de una cesta de comida.
—No te olvides de incluir ropa de cama —dijo Virginia, recordando las noches que había disfrutado de ese lujo en Poplar Knoll justo antes de la llegada de Cameron.
Agnes golpeó su copa con una cuchara. Una vez que obtuvo la atención de todos, se puso en pie.
—Sarah, escoge unos libros de la biblioteca; nada que sea sedicioso, ya me entiendes. Mételos en una caja y dile a la señora Johnson que busque una lámpara y mucho aceite. Y una silla cómoda.
—Vamos a tener que sobornar al guardia —dijo Cameron, más para sí que para los demás.
—Yo tengo dinero —afirmó Virginia, arrepintiéndose de las compras que hizo en Norfolk. Lo que quedaba de sus cien libras lo destinaría íntegramente a asegurar la comodidad de Redding.
—Yo me ocuparé de eso —ofreció Cameron.
—No —la obligó a decir el orgullo—. Insisto en utilizar mi dinero.
—De acuerdo. Puedes devolvérmelo después.
Virginia recordó que la noche anterior había conocido al condestable de Glasgow.
—¿Quién detuvo a Redding? ¿Fue el condestable Jenkins?
—De ser así, sería su primera detención —se quejó Agnes.
—Habría que nombrar condestable a Agnes —dijo Lottie.
Edward pareció receloso.
—Con ser condesa de Cathcart tiene suficiente, muchas gracias.
—No te preocupes —dijo Cameron—. Yo mismo iré a ver al condestable Jenkins.
—No —estalló Edward—. Le mandarás un carruaje, pero esa será la única cortesía que va a obtener.
Cameron se enfrentó a Edward Napier, aunque seguía sujetando a Virginia.
—¿Por qué va a ser mejor para nuestra causa recibirle aquí que encontrarme con él en el gremio de curtidores?
—¿El gremio de curtidores?
—Sí, con un poco de suerte, y una buena planificación, podría llegar cuando vaya a cobrarles.
—¿Admite sobornos? —Agnes se estremeció de asco—. Así es la política.
—Yo te acompañaré, Cameron —dijo Edward.
—Ahí lo tenéis —declaró Lottie—. El condestable no tiene la más mínima posibilidad. Eso sí, no os llevéis a Agnes.
—¡Me ofende que digas eso!
Virginia rezó porque el plan saliera bien.
—No pueden castigar a Redding por un error mío.
—Virginia, mírame. —Cameron cogió a la niña y se la devolvió a su padre—. Llegado el caso, yo mismo lo sacaré de esa cárcel y lo llevaré de vuelta a América.
Agnes dio un golpe en la mesa.
—¡Eso es! Y yo te ayudaré. Las cerraduras deben ser antiguas; cualquier punzón podrá hacer saltar el mecanismo. Haremos un plano del edificio, anotando cada vigilante y cada salida. Notch puede conseguir un horario de las guardias...
—Agnes, coge a la niña —le interrumpió su marido con un tono que cayó como un jarro de agua fría.
Ella lo miró de arriba a abajo con expresión de desafío. Él enarcó una ceja y, para sorpresa de todos, Agnes capituló.
Virginia no dejaba de darle vueltas al problema.
—¿Y si Redding quiere ir a Francia?
Cameron sonrió de oreja a oreja.
—En ese caso, tendrás que aprender a decir bonjour.
Las ganas de reír hicieron que se sintiera mejor.
—¿Irlanda?
—¿Irlanda? —gorjeó Lottie con expresión preocupada—. Allí no va nadie. La comida es más desagradable que el marido de Mary.
El tono bromista de la conversación, junto con la fuerte presencia de Cameron, restablecieron la normalidad. Aún así, a Virginia se le ocurrió otro posible desastre.
—Hay otra cosa. Si Redding no queda exonerado de los cargos, perderá su libertad.
—Virginia. —Al percibir la urgencia en la voz de Cameron, le miró a los ojos—. Sólo en América reina realmente la libertad.
Ella le observó, confusa.
—¿Por qué dices eso?
—Porque es la verdad. Mientras en América haya tierra de sobra, la gente podrá escoger su propio destino. Esta isla está atada al pasado. Aquí tiene dueño cada hectárea, cada roca y cada árbol, desde siglos antes de que zarpara el Mayflour.
Virginia no lo había pensado.
—Pero el hogar de Redding es Glasgow.
—¿De verdad? —la desafió él—. Después de un tiempo en la cárcel, creo que será más que feliz de perder de vista Escocia.
—Eso es cierto —dijo Edward—. Redding me confesó que está deseando volver a Filadelfia.
—¿Estás seguro?
—Piensa en ello.
Virginia pensó en pocas cosas más durante días. Sus hermanas intentaron distraerla y Edward incluso levantó sus normas y la invitó a visitar su laboratorio.
Cameron visitaba a Redding cada mañana, reponía las cosas que necesitaba y le llevaba nuevas delicias culinarias salidas de la cocina de Napier. Aunque no estaba de acuerdo, aceptó el dinero que le quedaba a Virginia, ochenta y dos libras, y sobornó a los guardias. Las veladas las pasaba con ella en Napier House.
Las tardes estaban dedicadas a visitar a la pequeña nobleza de la zona. En esas ocasiones, Virginia se disculpaba y se dedicaba a escribir cartas a Rowena, a Sibeal -la hermana de Cameron-, a Merriweather y a la señora Parker-Jones. Todos los días escribía a Horace Redding. En la primera carta le pidió perdón y él la perdonó, pero ella no iba a poder perdonarse a sí misma hasta que él estuviera libre.
De no ser por el peligro en que se encontraba Redding, que nublaba su felicidad, a Virginia le parecía que nunca se había separado de Cameron ni de sus hermanas. Empezaron a desarrollarse rutinas familiares. Las mañanas las pasaba con los niños, que competían todos entre sí para obtener la atención de tía Virginia. Le contaron las anécdotas sobre ella que les habían transmitido sus hermanas y el tío Cameron. En su inocencia infantil admitieron compartir la opinión general de que Virginia estaba con los ángeles. Mary incluso la había pintado así en un retrato de familia. La única que no perdió la fe fue Agnes, pero se debía a que se sentía responsable de su desaparición.
Aaron MacKale, el abogado, un caballero de mejillas coloradas, llegó de la vecina ciudad de Carlisle con su ayudante. Cameron les ofreció Cunningham Gardens y Edward arregló las cosas para que unos cuantos estudiantes de la universidad de Glasgow le ayudaran.
Empezó un intercambio incesante de peticiones y mandamientos judiciales. MacKale no hizo ninguna promesa: las pruebas eran sólidas y la situación tenía muy mal aspecto.
Virginia estaba desesperada.
Sólo Cameron le proporcionaba consuelo. Intentaba aliviar su agitación. Algunas veces ella tenía la sensación de que podía leerle la mente y ver la humillación a la que había sido sometida. Siempre entendía que Redding ocupara un lugar especial en su corazón. Cuando perdió la esperanza de corregir el daño que le había hecho a su mentor, Cameron le habló con mucho cuidado del nuevo trabajo de Redding, que comparaba la imparcialidad de la justicia americana frente a la opresión de los tribunales británicos. Planeaba publicar el ensayo bajo el título Escritos de un americano privado de libertad de expresión.
Se reunieron todas las noches, durante quince días, en el comedor de Napier House. Hicieron planes, maquinaron y elaboraron teorías.
Al decimoquinto día, un amigo de Agnes, un hombre llamado Haskett Trimble, les trajo la noticia de que Lachlan MacKenzie estaba de camino a casa.
—¿Qué le ha retrasado tanto? —preguntó Agnes—. ¿Ha habido algún problema? ¿Está enfermo? ¿Le ha pasado algo a Juliet?
—Ambos gozan de una salud de hierro. Su Excelencia retrasó su salida de Boston para esperar la llegada de un viejo amigo. —Miró de forma significativa a Cameron y añadió—: Un capitán morisco llamado Ali Kahn.
Para sorpresa de Virgina, Cameron cerró el puño y lo levantó con gesto triunfante. Para consternación de Napier, rompió la araña del techo mientras exclamaba:
—¡Dulce venganza!
Su padre volvía a casa. Se estaba acercando rápidamente el momento de decir la verdad. Entre la liberación de Redding y la llegada de su padre, Virginia estaba con el alma en vilo.
Más avanzada la semana, Trimble regresó con noticias de Italia. Sibeal, la hermana de Cameron, había tenido un hijo. Myles y Suisan, los felices abuelos, tardarían un mes más en volver. Trimble le entregó a Virginia un montón de cartas, dos de las cuales eran de su hermano Kenneth y de su hermana Cora, quienes habían viajado con los Cunningham. Virginia rezó para que, cuando volvieran, Redding ya estuviera libre.
Cuando llegó Mary trayendo consigo a sus hijos y su marido, volvió a producirse un aumento de la actividad. Contrariando el convencimiento de su padre de que la espada siempre podía más que la palabra escrita, Mary sacó una pluma y dibujó una serie de historietas en las que ridiculizaba al condestable Jenkins y a los tribunales de Glasgow.
El Courant, anclado en las tradiciones, se negó a publicarlo. Al ver que podía sacar tajada de la situación, el Glasgow Mercury no sólo imprimió los dibujos, sino que además le pagó a Mary por su trabajo. El marido de ésta, un miembro influyente de la Cámara de los Lores, asesoró a MacKale. Sin embargo, el condestable Jenkins, vecino de Glasgow desde su nacimiento, ya había hecho pública su postura. No iba a rebajar los cargos contra Redding.
Después de un feliz encuentro con Mary, Virginia vio muy poco a su artística hermana, cosa normal en ella cuando era presa de la inspiración.
Una semana más tarde, tanto Virginia como Edward recibieron una citación del tribunal, al igual que otros de los presentes en la recepción. Tenían que presentarse ante el juez en el plazo de tres días. Virginia tuvo miedo de que le preguntaran sobre la piel de conejo y sobre su pasado.
Cameron protestó ante la citación. Edward intentó restarle importancia. Agnes se enfureció. Virginia tembló de miedo ante la perspectiva de ir al tribunal. Una vez que prestara juramento tendría que contestar a cualquier pregunta con la verdad. El periodo que vivió en esclavitud era una tragedia privada y se negaba a contar los detalles de su pasado en público. Se vería obligada mentir o a admitir ante unos extraños lo que no había tenido el valor de confesarles a Cameron y a su familia.
La víspera del juicio, Agnes les sorprendió a todos al cambiar de opinión. Le quitó importancia a la citación y se llevó a los niños a la Feria de Mayo, acompañada de Notch. Volvieron con un invitado -el vicario-, quien se quedó a cenar.
Esa misma noche, más tarde, mientras el vicario y los demás jugaban al billar, Virginia se disculpó y se fue. Se sentó en la biblioteca con un ejemplar de Humphry Clinker que no había leído e intentó con todas sus fuerzas alejar la melancolía. Durante el tiempo que duró su servidumbre no dejó de pensar en lo que haría cuando ésta terminara. Un día decidía quedarse en América, trasladarse al norte y rehacer allí su vida; otro pensaba en ir corriendo a su casa, con su familia. Pese a todos sus planes, la decisión quedó tomada el día que dibujó esos corazones con la flecha en los barriles.
Hasta entonces tuvo miedo de arriesgarse a que se le prolongara la condena por la débil esperanza de que la rescataran, pero de no haberle proporcionado a Cameron el medio para encontrarla, ahora no conocería su amor. Darse cuenta de eso la atormentaba incluso ahora, cuando se encontraba en la seguridad de la biblioteca de Napier.
—Sea lo que sea que estés pensando, bórralo de tu cabeza. —Cameron se apoyó en la estantería más próxima a la puerta con los brazos cruzados sobre el pecho y una expresión decidida en la mirada.
Ella cerró el libro rápidamente.
—Estaba pensando que los cuentos populares están muy sobrevalorados.
Él se acercó a ella, deslumbrante con sus pantalones de montar y una chaqueta de terciopelo marrón.
—¿Igual que la resolución?
A ella se le aceleró el corazón.
—Los últimos restos de resolución desaparecieron de mi cabeza cuando me hiciste el amor en la cofa.
Él se arrodilló junto a su silla con una risita maliciosa y fue a coger el libro, pero en vez de quitárselo lo acarició con la yema del dedo, trazando un rectángulo sobre su regazo. A Virginia le hormigueó la piel y todos sus sentidos se pusieron alerta, a pesar de las capas de enaguas y la falda que estaban en medio. La expresión de los ojos de Cameron se volvió decididamente soñadora.
El reloj de pie dio la primera de diez campanadas. En la cuarta, Cameron la levantó en brazos, en la séptima la besaba con ardor. El sonido de la última quedó suspendido en el aire igual que los sentidos de Virginia con la pasión que él le inspiraba. En sus brazos se olvidó de la vida y sus problemas. La felicidad se apoderó de ella, y en lo único que fue capaz de pensar fue en ese hombre, su Cam, y en el momento presente.
—Te he echado de menos —dijo él contra sus labios. Ella, más que oír las palabras, las percibió.
El deseo que llevaba semanas conteniendo volvió, y con él una necesidad por Cam tan salvaje como tierna. Sin embargo, se había prometido algo a sí misma. Semanas antes, cuando supieron de la detención de Redding, se juró que antes de que Cameron y ella sucumbieran de nuevo a la pasión, le contaría la verdad.
El momento había llegado.