CAPÍTULO 6

Virginia se acordaba de todo. No era cierto que una caída de caballo le hubiera causado una pérdida de memoria.

Cameron se detuvo en la escalera, todavía dándole vueltas en la cabeza a lo que Rafferty, el tonelero, le había dicho la noche antes. Hasta que Quinten Brown apareció con la noticia de que Cameron venía de camino, Virginia vivió en el poblado de los esclavos. Hasta que Cameron llegó a esta tierra inmunda, ella había estado trabajando en los campos.

La marca en el barril no fue una señal sin significado, sino una súplica, un riesgo calculado y un grito de socorro. Le flaquearon las piernas y se sentó, apoyándose contra la barandilla. A menos que el tonelero hubiera mentido. Según Rafferty, Virginia, a sus diez años, les dijo quien era. Moreland, el dueño anterior no la creyó. Delante de todos los habitantes de Poplar Knoll se rió de ella y le puso el cruel apodo de Duquesa. Duquesa, una burla a su ascendencia. El cuadro del salón era obra suya.

¿Qué era lo que la había llevado a mentir? Cameron no lo sabía, no se le ocurría ninguna razón lógica para hacerlo. Ella negaba conocer algo sobre sus orígenes y mentía sobre la vida que había llevado en Virginia. ¿Se trataba de orgullo, de miedo o de ambas cosas? Seguramente fuera eso.

Una puerta se cerró en el pasillo y se oyeron unos pasos. Consciente de lo extraño que debía parecer allí, sentado en las escaleras, se levantó de un salto y bajó a la primera planta. La señora Parker-Jones apareció en el vestíbulo y se dirigió a la puerta principal. La abrió utilizando una de las llaves del voluminoso llavero que llevaba a la cintura y descorrió las cortinas.

El trabajo propio de un ama de llaves.

Virginia no era el ama de llaves. Eso era reciente. Antes trabajaba en los campos. Si Cameron no hubiera visto el barril y acudido a buscarla, se habría pasado otros tres años sirviendo. ¿Habría ido ella a buscarle entonces o habría recibido él un mensaje de Lachlan MacKenzie diciéndole que había aparecido? ¿Qué derroteros habría tomado la vida de Cameron en ese lapso de tiempo? Se quedó mirando la alfombra y pensó en el monumental error que habría cometido de haberse casado con Adrienne.

—¿Capitán Cunningham?

Se dio media vuelta y vio a la señora Parker-Jones en la entrada con las manos a la espalda. Hasta poco antes, esa mujer no sólo había gobernado su propia casa, sino también la vida de Virginia. La señora Parker-Jones, una propietaria de esclavos, una dueña de almas.

—¿Se encuentra usted mal, señor?

Cameron se tragó su desagrado y recuperó la razón.

—Estoy bien, señora Parker-Jones. ¿Cómo está usted esta mañana?

—Bien, gracias. ¿Le apetece tomar café o té antes del desayuno?

Lo que le apetecía era llevársela al río y tirarla dentro. Sin embargo, su injusto comportamiento con Virginia era cosa del pasado. Tendría otros pecados por los que rendir cuentas. Ahora esta mujer estaba ayudando a Virginia. ¿Por qué? ¿Acaso temía la ira de los MacKenzie? Probablemente.

Que siguiera preocupada. Le dirigió una sonrisa falsa.

—¿Dónde está Virginia?

—En la cocina, dando instrucciones a los criados.

—Me tomaré el café allí, si me indica el camino.

Ella estuvo a punto de dejar caer las llaves.

—¿En la cocina?

—Los escoceses no somos tan estirados como nuestros vecinos ingleses o nuestros parientes americanos —dijo con orgullo.

—Lo siento. —Enrojeció, pero no desvió la mirada. Él supuso que eso se debía a la posición de autoridad que tenía sobre tantas personas—. Tenemos la cocina fuera... en otro edificio. Le mostraré el camino.

Él la siguió, tomando nota de la forma en que ella intentaba esconder aquellas llaves. No cabía duda de que no le gustaba hacer el papel de cómplice.

—Virginia dice que anoche durmió en su barco. Hoy ha dado comienzo la siembra y en la casa vamos con retraso.

¿Acaso lo desaprobaba? Sus días de juzgar a Virginia MacKenzie habían terminado. Quinten Brown afirmó que los Parker-Jones eran una bendición después del antiguo propietario. Rafferty dijo que eran de corazón blando. Lo que el tonelero contó sobre el tratamiento que los Moreland le dispensaron a Virginia hizo que a Cameron le hirviera la sangre.

Recurrió a la cortesía.

—No tiene por qué pedir perdón. Se va a ver obligada a buscar otra ama de llaves.

—No se me había ocurrido. Me alegro mucho de que hayan encontrado ustedes a Virginia.

—Y nosotros también. Una de sus hermanas es retratista. Esperaba poder llevarle a Mary ese cuadro pequeño que tiene usted en el salón, como regalo.

Ella se paró en seco y le miró entrecerrando los ojos con suspicacia.

Él adoptó una pose inocente.

—A menos que le tenga un cariño especial. Mary estudió con sir Joshua Reynolds. Es coleccionista de arte.

—Puede quedárselo.

—¿Dónde está lady Agnes?

Ella echó a andar de nuevo.

—Sigue a bordo de su barco. Virginia me ha dicho que su hermana acaba de dar a luz y que no se había atrevido a despertarla.

—Es verdad, lady Agnes estaba convaleciente del parto cuando partimos de Escocia.

—Virginia es muy afortunada.

—Me dijo que usted la había tratado bien.

—Por supuesto. Hace poco que somos los dueños de Poplar Knoll y no somos responsables de cualquiera que haya sido el infortunio que la trajera aquí.

O la desdicha que los Moreland le hubieran provocado a Virginia, fuera cual fuera. Rafferty no conocía los detalles, sólo que la anterior señora fue extremadamente cruel con Virginia. ¿Pero qué había hecho la señora Parker-Jones por ella?

—¿Se ha ocupado usted de que Virginia asistiera a la iglesia?

Ella titubeó y Cameron sintió una leve satisfacción.

—No solemos ir nosotros tampoco.

Aquélla no era una respuesta.

—¿Le dieron a elegir a ella?

—Claro que sí. Sencillamente, no podía ir sin escolta.

No sólo ayudaba a Virginia, sino que le proporcionaba excusas. La curiosidad de Cameron fue en aumento. Si se esforzaba un poco podría arrancarle la verdad. ¿Quería hacerlo? No. Quería que Virginia en persona se la dijera.

Una vez fuera de la casa, lo llevó a través del jardín hasta el huerto. Le sorprendió la ausencia de criados y de ruido. Una plantación tan grande como aquélla debería estar llena de gente. Se lo preguntó.

—Ha empezado la siembra. —Redujo la velocidad y se levantó un poco las faldas—. Perdone por el mal estado de la entrada, pero ahora mismo necesitamos a todo el mundo en los campos, incluso a los albañiles.

No estaba bien que jugara con ella, pero no podía evitarlo.

—¿De sol a sol?

Ella se detuvo, se volvió y le miró de frente.

—Tenemos que obtener beneficios: el señor Parker-Jones no tiene una familia de la que heredar.

Cameron sintió, a su pesar, un poco más de respeto por ella.

—No la molestaremos mucho más tiempo.

—¿Se marchan? —El alivió dulcificó sus rasgos—. Creí que vendría el duque de Ross. El capitán Brown dijo que los padres de Virginia estaban de camino.

Lachlan tendría que saber la verdad, ¿y quién mejor que él para buscar al escocés bastardo que había traído a Virginia a América para después vendérsela a Moreland? Mientras Lachlan estuviera ocupado vengándose de Anthony MacGowan, Cameron podría dedicar toda su atención a Virginia. Ella necesitaba un amigo y, desde su infancia, su mejor compañero había sido Cameron. Por más que ella se empeñara en negar tener conocimiento alguno de su larga relación de afecto mutuo.

Esperaba de corazón que sus razones para mentir estuvieran justificadas, pero no conocía a la Virginia MacKenzie actual. Aunque deseaba conocerla. La mujer que se había derretido entre sus brazos la noche anterior y que le había besado con pasión desenfrenada era suya. Siempre le había pertenecido y, durante su juventud, gran parte de la ambición de Cameron se basó en ese hecho.

—¿Han cambiado las cosas?

De más formas de las que era capaz de contar, pero Alice Parker-Jones no debía saber que Cameron se había topado con el tonelero y se había enterado de la verdad. Ni tampoco debía saberlo Virginia.

—Las cosas siguen igual. Sigamos. —Le indicó que siguiera andando, y volvió a pensar en su plan.

Una chimenea humeante identificaba la cocina en medio de un grupo de pequeños edificios de piedra. Cameron tuvo que agacharse para entrar en el reducido espacio.

El cocinero, dos esclavas mulatas y el mayordomo estaban frente a Virginia, que se interrumpió en mitad de una frase, tan sorprendida que estuvo a punto de soltar la taza que tenía en la mano.

La señora Parker-Jones se apresuró a ponerse a su lado y a entregarle las llaves.

—El capitán Cunningham ha insistido en tomar el café contigo. Ya he abierto la puerta principal.

—Permíteme que sirva yo al capitán Cunningham —dijo Merriweather acercándose a la cafetera—. Estoy seguro de que tú preferirás charlar con tu amigo.

Ella estaba pensando en el beso que habían compartido; él percibía su arrepentimiento. No iba a funcionar. Si ella quería negar lo que había pasado entre ellos, se iba a llevar una gran sorpresa, pero no iba a sacarlo a relucir ahí, delante de testigos.

—¿Has dormido bien, Virginia? —preguntó él.

—¡Oh, sí! —Los ojos le brillaron de alegría y Cameron volvió a pensar en lo mucho que se parecía a su padre. Sin embargo, tenían en común algo más que los ojos azules de los MacKenzie.

Ella se limpió las manos y se dirigió a los criados.

—Todos sabéis lo que tenéis que hacer. Los Parker-Jones esperan poder enorgullecerse de vosotros.

Merriweather le entregó a Cameron una taza humeante de café, pero se dirigió a Virginia.

—El informe de esta noche para la señora será breve y muy bueno, milady.

—Gracias, Merriweather.

Lo primero que quería hacer Cameron era quedarse a solas con ella. Ignorando el intenso escrutinio de las esclavas, bebió un sorbo de café.

—¿Sigues montando a caballo? —preguntó con la taza en los labios.

Virginia se puso el llavero en la muñeca.

—¿Por dónde?

Las esclavas se rieron disimuladamente.

—Silencio —ordenó Merriweather —. Si lady Virginia quiere ir a cabalgar con el capitán Cunningham es asunto suyo.

Las jóvenes se rieron más fuerte.

Merriweather puso los ojos en blanco.

Virginia pareció desconcertada durante un momento. Luego reaccionó. Dio unas palmadas y les dijo a las jóvenes que volvieran al trabajo.

—Perdónalas —le dijo a Cameron—. ¿Qué decías?

—Nunca he visto una plantación. Esperaba que tú me la enseñaras.

—Lo siento, pero todos los caballos están en el campo —se apresuró a decir la señora Parker-Jones.

—Queda el poni —dijo Virginia, mirándola—. Podríamos ir en la carreta.

Una de las esclavas soltó una risotada.

—Los nobles no van en carreta.

Merriweather se giró en redondo.

—Vigila esa lengua, Lizzie.

Cameron debería haber sabido que no la habrían permitido montar a caballo. Dejó la taza.

—Entonces, daremos un paseo.

Ella estuvo a punto de correr hacia la puerta.

—¿Te apetece ver los cornejos?

—Claro. —Habría estado de acuerdo en ir a la cárcel con tal de estar con ella a solas.

Ella cogió rápidamente su chal y le precedió hasta la puerta.

 

Anoche no fui totalmente sincera contigo —confesó en voz baja, alzando la vista hacia él.

Cameron contuvo la respiración, esperando que ella confesara, pero debió pensárselo mejor, porque no añadió nada más.

—Aquí tienes los cornejos, ¿verdad que son preciosos?

A él se le agotó la paciencia.

—¿Qué ibas a decir?

Ante su tono brusco, la mirada de ella voló a la suya.

—No soy una coqueta, si es eso lo que piensas.

—Porque me besaste.

—¡Ja!

Había recuperado la sensatez durante la noche, pero él no pensaba permitir que escondiera la pasión que habían compartido.

—No me avergonzó que me besaras.

—Tú me devolviste el beso.

—No voy a caer en tus brazos como una ciruela madura.

—Si te arranco antes del árbol, sí.

Ella hizo un gesto de despedida con los dedos.

—No voy a perder más tiempo con ese tema.

Siempre fue una niña descarada, dispuesta a plantarse y defender su postura, aunque se tratara de algo tan trivial como quién había sido el primero en llegar al pozo. Su padre la llamaba afectuosamente «Rasqueta», un apelativo cariñoso que a menudo iba a acompañado de un doloroso tirón de pelo. Con cuatro hermanas mayores, Virginia aprendió muy pronto a defenderse.

—Con el tiempo volverás a quererme.

—Yo y cualquier mujer que te propongas.

Agnes había hablado con ella. Ya se ocuparía él de Agnes cuando llegara el momento.

—Ya veremos.

Ella le apuntó con un dedo.

—Si me enamoro de ti o no, será después de que descubra quién soy y qué va a ser de mi vida. Y lo digo muy en serio.

Cameron la creyó. El resto tendría que esperar y él estaba sobrado de paciencia. Se acabaron los comentarios descuidados como el que había hecho la noche anterior cuando expresó su alivio porque ella no se hubiera visto obligada a servir. Agnes había dicho algo parecido. Sin embargo, ¿no se lo había ganado Virginia al no contarles la verdad? Mientras negara su servidumbre, los que la querían harían comentarios inocentes como aquél, que tendrían el poder de herirla. Expresar con vehemencia sus fuertes emociones en contra de la injusticia era una forma de vida para la familia de ella, para cualquier persona honorable, y los MacKenzie de Ross lo eran hasta la médula. Era natural que quienes la amaban quisieran lo mejor para ella, y nadie la amaba más que él.

—No debes asustarte por el futuro.

A ella ya se le había pasado el enfado.

—No estoy asustada, sólo...

Cameron quería que se desahogara.

—¿Sólo qué?

Ella se paró ante un cenador cubierto de flores blancas rodeadas de un enjambre de abejas.

—Sinceramente, tenía miedo de que, después de ese beso, pensaras que era una libertina.

¿Virginia una fulana? Entonces lo entendió.

—Tienes una expresión extraña —dijo ella—. ¿Pasa algo?

Él le dijo la verdad.

—Sigo esperando que respondas como la niña confiada que recuerdo, y siento mucho no haberte visto crecer.

Ella bajó la mano y cerró los dedos.

—Lamento no recordar nada de nuestra infancia.

Aquello le dolió. Incluso expresada en forma de disculpa y acentuada por su especial manera de cerrar el puño, la mentira le hirió. Ella se acordaba perfectamente.

—¿Virginia? —Al ver que ella no alzaba la vista, le levantó la barbilla—. Nuestro plan siempre fue que yo sería el único hombre que te besaría.

—¿Has besado a muchas mujeres?

Él quiso apartar la vista pero no pudo. Le cogió la mano, todavía cerrada en un puño, y rezó para que dejara de fingir.

—Define «muchas».

Ella le dirigió una sonrisa que él había visto cientos de veces, pero el tenue brillo de madurez en sus ojos era por completo el de una mujer burlona. Movió la muñeca y deslizó los dedos entre los de él.

—Dos.

El se sintió adulado y mimado por ella, y las manos unidas le devolvieron los entrañables recuerdos de su pasado.

—¿Estás coqueteando conmigo?

La timidez se apoderó de ella.

—Sin éxito, puesto que no me has contestado.

Él, en vez de alegrarse, cayó en la melancolía. Le apenaba pensar en los años que se habían perdido y lloraba por ella, por el sufrimiento que había soportado.

—No se admiten preguntas tontas.

Ella comenzó a andar otra vez y él se puso a su lado. Pasearon por un exuberante bosque de robles y helechos.

—Aquí hay pocas cosas que hacer —dijo ella—. Debes estar aburrido.

—Si crees que ir de la mano contigo me resulta aburrido es que perdiste algo más que la memoria al caerte de aquel caballo.

Su ronca carcajada molestó a una rolliza ardilla que se encontraba en un roble cercano. La enfadada criatura movió la cola y lanzó un chillido.

—Has cruzado un océano para entretener a un roedor que habita en los árboles.

—Nos prometimos, Virginia. He venido a por ti, a honrar nuestras promesas. —Ella se quedó tan pensativa que él preguntó—: ¿Estás recordando algo?

—No.

Ganarse su confianza era como escalar una montaña de arena. Si se movía demasiado rápido podía perder terreno.

—Es una pena que no podamos escabullimos al Maiden Virginia y partir hoy mismo.

¿Escabullirse? A él se le agudizaron los sentidos.

—¿Solos tú y yo?

—Sí.

A ella se le había humedecido la palma de la mano. Cameron formuló la pregunta, aunque ya sabía la respuesta.

—¿Por qué tan pronto?

Nada más decirlo se arrepintió. Hacerle una pregunta directa era lo mismo que pedir que le dijera otra mentira.

—Me gustaría ver Escocia.

Ahora le tocaba a él fingir. «Anímala, cólmala de recuerdos», le dijo el corazón.

—Tu padre asegura que sufre cuando deja las Highlands.

—Yo no he sufrido —dijo ella con demasiada rapidez.

—¿Te asusta encontrarte con tus padres?

—Me siento más bien intimidada... salvo cuando estoy contigo.

Cameron ignoró los motivos que tenía para ello y se tomó esa afirmación como un halago.

—Bien, ¿y qué pasa con MacAdoo? Lo necesito para que me ayude a pilotar el barco.

Ella le oprimió la mano.

—Enséñame a mí. Aprendo muy rápido y haré que te sientas orgulloso.

Era normal que un criado declarara su cualificación y, bajo toda aquella elegante apariencia de aristócrata, se vislumbraba a la joven desesperada. Por mucho que le hubiera gustado complacerla, tenía que ser honesto con ella.

—Si zarpamos sin una carabina, tú padre nos obligara a casarnos.

—Nosotros no... —Ella le soltó la mano, nerviosa, y se apartó—. Prometo no dejar que vuelvas a besarme. No tienes ninguna obligación hacia mí por una promesa que hiciste cuando eras adolescente.

¿Le había hablado Agnes sobre Adrienne? Aquello era lo que preocupaba a Cameron antes de su entrevista con el tonelero. Su relación era un asunto de conveniencia mutua. Se lo explicaría a Virginia, pero antes ella tenía que desnudar su alma.

—Es un viaje largo y no puedo dejar a Agnes aquí.

Ella asintió, aceptando la explicación.

—Debes pensar que soy muy egoísta.

La luz moteada del sol iluminaba su pelo y acentuaba la pureza de su piel. Años antes, las pecas le salpicaban la nariz y las mejillas. «Olvida a la niña que fue y piensa en la mujer que es ahora», se dijo.

—¿Egoísta? No. Sé que estás abrumada.

—Es cierto.

Y agobiada.

—Si quieres, podemos ir a Norfolk y esperar allí a tus padres.

—¡Oh, Cam! —Le rodeó con los brazos—. ¿Podemos, por favor?

Él no se había dado cuenta hasta ese momento de lo mucho que deseaba ella alejarse de Poplar Knoll, pero era lógico. Quizá consiguiera dejar sus demonios en el muelle. Una vez que estuvieran lejos de allí, sería libre para confiar en él. La abrazó más fuerte, aspirando el olor a limpio de su pelo y deleitándose en el milagro de haberla encontrado por fin.

—Coge tus cosas y despídete. Le diré a MacAdoo que nos vamos. ¿Vas a necesitar ayuda con tus pertenencias?

—No, no tengo demasiadas —respondió ella contra su hombro.

El se maldijo por ser un cretino sin corazón; sabía de sobra que ella poseía poco más que la ropa que llevaba.

Ella le soltó y se apartó.

—Voy a decirle a la doncella que recoja el equipaje de Agnes y el tuyo.

Su eficiencia le dio que pensar. El tonelero aseguraba que ella raras veces entraba en la casa principal. ¿Cómo había aprendido a impartir órdenes?

—De acuerdo, pero antes tienes que contestarme a una pregunta.

Ella ladeó la cabeza con una interrogación en la mirada.

—¿Me estás chantajeando?

Le gustó esta Virginia confiada y bromista. Aprovechó la oportunidad para hablarle del pasado.

—Ya lo he hecho antes.

—¿Cuándo?

El juego había empezado. Si él se inventaba una historia, ella se mostraría sorprendida. Y también pensaría que era un mentiroso. Si le decía algo que fuera verdad, podría observarla con atención y comprobar si ella recordaba ese momento con ternura.

—Cuando tenías nueve años te escondiste en el pesebre para ver a un semental montar a una yegua.

—¿Tú me descubriste?

—Sí. Y a cambio de mi silencio, tuviste que cepillar a mi caballo durante quince días.

—Éramos muy buenos amigos —dijo ella con nostalgia.

Ni una pregunta. Cameron le puso la mano en el hombro.

—Lo seguimos siendo. —Debería decirle algo que ella no supiera—. Mary me ha regalado un retrato de nosotros cuando éramos niños. —En realidad se trataba de un cuadro dentro de otro cuadro. Aquel concepto era una idea de Mary. Virginia, en su papel de Duquesa, la criada forzosa, había utilizado una variante de la misma técnica en la pintura que colgaba en la pared del salón de Poplar Knoll.

—Agnes dice que es una gran artista.

—Así es. Querrá que vayas a Londres. Su casa es el mayor logro de Lottie en cuanto a diseño.

—Lottie es quien diseñó el vestido de Agnes, el de los cardos dorados. Agnes me ha dicho que Lottie haría uno para mí.

—Todos te van a colmar de regalos y de recuerdos cariñosos.

—Es bastante desalentador que todos recuerden sólo lo mejor de mí.

—¿No te atrae que te alaben?

—¿Debo cuestionar lo que me cuenten?

—Sí, pero nunca lo que te cuente yo.

—Agnes me dijo que podías superar en arrogancia a los franceses.

—Agnes encerró a Mary y al conde de Wiltshire en una torre.

—¿Por qué?

—Porque los dos eran demasiado cabezotas para admitir que se amaban.

—¿Qué pasó? ¿Cuándo los liberó?

—Los soltó la noche que Wiltshire ayudó a nacer a su hija.

—¿Estuvieron nueve meses prisioneros?

—No. Fueron cuatro.

—¿Cuatro?

—Se conocían muy bien.

—¿Pero ahora son felices?

—Sí.

Las lágrimas inundaron sus ojos y él supo que ella recordaba a Mary con cariño.

—Tienes que mantenerte firme con Lottie —dijo para animarla—. Si la dejas, empezará con tu guardarropa y acabará dirigiéndote la vida.

Ella respiró hondo y dominó su tristeza.

—¿De verdad?

—Cuando le dije que había comprado una casa sin amueblar en Glasgow, se presentó allí y la llenó de muebles.

—¿Quedaste satisfecho?

Él siempre quiso a Virginia para sí. Ese deseo implicaba aceptar a los suyos. Ahora los consideraba parte de su propia familia.

—Me sentí y me siento halagado.

Ella se paró junto a un emparrado.

—Agnes dice que mis momentos más felices fueron contigo.

Cameron no hubiera podido resistirse a besarla otra vez ni aunque su vida dependiera de ello.

—Eso es verdad. —La atrajo hacia sí, le rodeó la cara con las manos y tocó sus labios con los suyos.

Su imaginación se había quedado corta. Poner su corazón a disposición de Virginia era algo tan natural como navegar a favor del viento, pero el aguijonazo de pasión que le abrasó por dentro era nuevo. La había querido con el afecto de un niño; ahora la necesitaba con el deseo de un hombre, y a juzgar por la forma en que le estaba devolviendo el beso, ella sentía lo mismo.

Calculó los movimientos necesarios para tumbarla en el suelo y quitarle la ropa, y se maldijo por no llevar el tartán. Con una manta preparada y una hora de intimidad podría aliviar el dolor físico, y en tan amoroso proceso derribar una de las barreras que ella había erigido entre ellos.

Sin interrumpir el beso, paseó los ojos por la tierra que los rodeaba. El sendero, muy desgastado, indicaba que otros pasaban a menudo por allí. La espesa vegetación ofrecía refugio, ¿pero a qué precio?

Enfrentado a tan exiguas opciones, sofocó su necesidad y retrocedió.

—Por mucho que te desee, éste no es el lugar adecuado.

—Un poco más de esto y conocerás todos mis secretos.

¿Estaba tentada de acabar con el engaño? Él ansiaba que llegara ese día, pero hasta entonces iba a presionarla, de modo que dijo lo primero que se le ocurrió.

—Sólo me ocultaste un secreto.

Ella tenía la piel enrojecida a causa de la pasión.

—¿Sí?

—Sí.

—No sé si quiero saberlo.

—Sí que quieres. El día que nos dejaste no me contaste tus planes.

Ella se miró las manos.

¿Le culpaba a él de lo que le había pasado?

—Es una pena que no consigas recordar nada —continuó él, por si ella no había pensado en nada más allá del engaño—, porque ahora no puedes reclamar que se haga justicia contra los que te secuestraron.

Ella miró al horizonte.

—Si de verdad me acordara, mi corazón estaría lleno de ira.

¿Sólo eso? Tenía la impresión de que existían otras emociones más profundas que seguían manteniendo a Virginia MacKenzie cautiva y en silencio.

—Dime de qué está lleno ahora.

—¿Así es como quieres cobrar el chantaje?

—Sí.

Una bandada de gorriones pasó por encima de sus cabezas.

Ella siguió su vuelo con los ojos.

—Agnes estuvo muy comunicativa anoche.

Agnes siempre fue la principal defensora de Virginia; no le diría nada que pudiera hacerle daño.

—¿Qué te dijo esa buscapleitos?

—Muchas cosas. Detalles interesantes sobre tu vida.

—No le hagas ni caso.

—Dijo que eres el responsable de que se levantara la prohibición de los tartanes y las gaitas. Eres un héroe para mucha gente.

Aquel tema siempre le incomodaba. En la época en que comenzó su cruzada, lo hizo porque necesitaba un objetivo en su vida. Sin Virginia se había quedado sin timón.

—Los medio escoceses tenemos que trabajar duro para hacernos un lugar en las Highlands.

—Estás siendo modesto. Agnes dijo que lo eras.

—Agnes habla demasiado, sobre todo en el tema de la política escocesa.

—Yo también soy medio escocesa, como tú.

—Como digas eso delante de tu padre lo vas a lamentar.

—Agnes me ha traído un tartán MacKenzie.

El color de Virginia haría palidecer al más vistoso de los tartanes de la Highlands.

—Lo pondremos en lo alto del mástil... por si vemos a tu padre en el río.

—Agnes también me dijo que te acompañó a China y que conocisteis al emperador.

—Estábamos buscándote.

Ella se dio media vuelta y echó a andar por el camino por el que habían venido.

—Me alegro mucho de que me hayáis encontrado.

—¿Crees que estabas huyendo? —preguntó él, ahora que ella estaba relajada.

—No lo sé, pero espero recordarlo en su momento. —Enarcó las cejas y le lanzó una mirada de advertencia—. Cuando lo haga, vas a encontrarte en desventaja —añadió alegremente.

¿Cuándo decidiría ella acabar con aquella farsa?

—Creo que contigo siempre he estado en desventaja.

Ella se echó a reír, pero su tono era serio cuando preguntó:

—¿Qué te ha llevado a pensar que me escapé de casa?

—Me pediste que te llevara conmigo, y cuando me negué lo aceptaste con demasiada facilidad —respondió él invadido por una sensación agridulce—. Debería haber sabido que estabas tramando algo.

Ella miró a lo lejos.

—Podrías haberme llevado contigo.

No dijo «deberías», sino «podrías». Era otro mensaje tácito: no le culpaba a él. Cuando eran niños, él siempre sabía lo que ella estaba pensando. Ahora tenía que escucharla de otra manera.

—No, no podía. Lo siento.

—No lo sientas. Vamos a irnos. Todo va a ir bien.

Cameron percibió el olor a tocino frito al mismo tiempo que la casa aparecía ante sus ojos. Pensó en el largo viaje a Escocia, en los rincones íntimos que ofrecía el barco y en las horas que podrían llenar de pasión.

—Te veré en el barco dentro de una hora.

 

Localizar a Quentin Brown retrasó su salida. Virginia aprovechó ese tiempo para ir al poblado a recuperar sus recuerdos especiales. Se detuvo en el claro, con la cesta colgada del brazo. De allí salían caminos en todas direcciones, senderos que tanto ella como los demás habían desgastado, caminos que llevaban a todas partes y a ninguna, dependiendo de quién anduviera por ellos.

Troncos y rocas rodeaban la hoguera apagada y servían de punto de encuentro para la gente del poblado. Al principio ella se sentaba en el margen. Más tarde reclamó la roca del tamaño de un taburete situada cerca de un roble joven. Ahora el árbol había crecido y ella hacía mucho que ocupaba una posición de autoridad junto al fuego.

Allí se cantaban canciones y se contaban chistes. Se intercambiaban regalos hechos a mano y se dirimían las discusiones. Daba igual lo que se hiciera, sus recuerdos de aquellas ocasiones siempre estarían empañados por la tristeza. Desvió la mirada hacia el camino menos usado y pensó en el poste de los azotes que allí esperaba. El silencio, roto tan sólo por el sonido de los pájaros y de los insectos, le zumbó en los oídos. Ella se había librado de los latigazos, pero presenciar el castigo de los demás dejó profundas cicatrices en todos los habitantes del poblado.

Elevó una plegaria silenciosa, suplicándole a Dios que cuidara de Fronie, Georgie y el resto. Una vez en paz empezó a buscar a Merriweather. Lo encontró en el almacén, con un delantal encima de su atuendo típico de mayordomo, con el inventario abierto sobre el banco de trabajo. Merriweather odiaba hacer recuento de provisiones.

Virginia echó el cerrojo a la puerta después de entrar.

—He venido a despedirme.

Él no levantó la mirada, sino que tapó el tintero y limpió la plumilla con cuidado.

—Todos los demás están en los campos.

Los criados forzosos iban y venían. En Poplar Knoll siempre se les mantenía a distancia de los esclavos. Debido a su edad, y a la larga duración de su contrato, Virginia fue aceptada por éstos. Su intento de fuga la convirtió en una prisionera. En los años siguientes, los esclavos le entregaron sus corazones; presenciar su partida les llevaría a la desesperación.

—Es mejor así. ¿Quieres...?

—Sí, se lo diré, y espero que tú conserves algunos buenos recuerdos. Los hubo.

La satisfacción personal de leer un periódico robado. Recompensas después de una buena cosecha. Conservar la dignidad en medio de la más completa ignominia.

—Lo haré.

—Llévate también esto para que te dé suerte. —Le entregó un medallón de madera con una cinta blanca. Tallada en la madera había un águila majestuosa.

—No sé qué decir, excepto gracias. Lo guardaré como si fuera un tesoro.

—Es el símbolo de nuestra libertad. Prométeme que no permitirás que ningún aristócrata, sea escocés o británico, te robe lo que has ganado aquí.

Nuevamente hablaba de carácter y de amor propio.

—Pero he mentido a Cam y a mi familia.

Él se encogió de hombros, pero su mirada penetrante no tenía nada de despreocupada.

—Tanto a ellos como a ti misma. No te preocupes. Lo único que tu familia y tus amigos poseen de sobra, y tú no, es culpa. ¿Acaso no han seguido con sus vidas?

—Sí. Por eso les mentí.

—Siempre has sido bondadosa... —Se quitó el delantal y dobló la cintura—. Virginia, de los ducales MacKenzie. Ahora eres una mujer que va a emprender la siguiente etapa de su destino. Recórrela con orgullo.

—Lo haré.

Él dobló el delantal y se lo puso encima del brazo.

—¿Qué has decidido hacer? ¿A dónde vas a ir?

Había pasado la noche en el barco de Cameron, pero había dormido poco. Ella y Agnes estuvieron hablando hasta caer agotadas.

—Una vez que nos encontremos con mis padres me reuniré con el resto de mi familia en Glasgow. Horace Redding está allí.

Eso despertó su interés.

—¿De verdad?

—Sí. Tengo pensado darle la copia de Razón Suficiente.

—¿La que escribiste en esa exquisita piel de conejo?

—Sí.

—Se va a quedar muy impresionado, pero me imagino que estará muy ocupado admirándote.

Ella se puso colorada.

—¿Le doy recuerdos de tu parte?

Él se rió. Nunca había visto a Redding.

—Vete. —La alejó con un gesto de sus envejecidas manos—. Sal corriendo al encuentro de la vida para la que estabas destinada.

—¿Puedo darte un abrazo? —Eso le cogió por sorpresa, como demostró su repentina incertidumbre—. Mi familia siempre ha sido muy abierta para mostrar su afecto —añadió a modo de explicación, porque no podía marcharse sin hacerlo.

Él chasqueó la lengua y sacudió la cabeza.

—Has luchado mucho más que lo que cualquiera de nosotros imagina, ¿verdad, niña? Y sin embargo, nunca te he visto sometida.

Todo aquello quedaba atrás.

—He ganado, Merriweather.

—Así es. Nadie conseguirá jamás romper tu espíritu. La servidumbre desde luego no lo ha hecho. —Extendió los brazos.

Ella se metió entre ellos. Él olía a bayas de enebro y a tristes despedidas.

—No lo olvides —susurró él—: tu familia quería a la niña, y querrá todavía más a la mujer.

Ella suspiró, y su mejilla rozó la mandíbula arrugada del mayordomo. No le salían las palabras. Merriweather se despediría de los esclavos en su nombre. Era mejor así.

—No permitas que ese guapo Cunningham te haga perder la cabeza antes de que te reúnas con ellos.

—Es muy atractivo y encantador, ¿verdad?

—Sí. Enorgullécete de ti misma, niña, y piensa en nosotros. Perdemos a una duquesa. Los MacKenzie y Cunningham tienen todas las de ganar.

Ella sintió que se le quitaba un peso de encima.

—Si alguna vez vas a Escocia...

—No voy a ir. —Se separó de ella y sonrió—. Creo que me va gustar mucho más vivir con un presidente elegido libremente que con el rey hannoveriano de Inglaterra.

Su dignidad era contagiosa y le infundió orgullo.

—Dios te bendiga, Merriweather.

Metió el medallón en la cesta y se alejó despacio de Poplar Knoll. También se había despedido de la señora Parker-Jones, quien se puso a llorar y volvió a decirle que lo sentía. Virginia la consoló y le prometió escribirle en cuanto llegara a Escocia.

A medida que Virginia avanzaba por el camino de ladrillos dispuestos en espiga que llevaba al río, su paso se fue haciendo más ligero. Había llegado a ese lugar siendo una niña. En algún momento entre la desconcertada criatura que era entonces y la mujer de hoy, la niña había crecido. Aquella chiquilla había aprendido a curar sus propias heridas, tanto las interiores como las exteriores. Cuando la soledad amenazaba con asfixiarla había alejado las lágrimas imaginándose en su hogar, en su cama blanda y en su madre arrullándola con su canción favorita.

Ahora era libre, pero cuando abordó el barco que le debía su nombre a ella y se preparó para mentir a quienes la amaban, se sintió como si se estuviera adentrando en otra clase de esclavitud.

Cameron era todo sonrisas y encanto. Se había puesto su tartán, una camisa amarilla y un sombrero con escarapela, cuya pluma se movía con la brisa.

Agnes se paseaba por la cubierta haciendo resonar los tacones de sus zapatos contra los tablones. Quinten Brown estaba al timón. MacAdoo y dos hombres más estaban preparados para soltar amarras.

—¿Tienes todo lo que necesitas? —preguntó Cameron, cogiéndola del brazo.

«Sería de ayuda disponer de unas piernas más fuertes», pensó ella, intentando que no se le doblaran las rodillas.

Agnes alzó los brazos al cielo.

—Por supuesto que sí, pero si se le ha olvidado algo lo compraremos en Norfolk.

Cameron cerró los ojos y se estremeció.

—Sálvame de ella, Virginia, porque te juro que es capaz de hacer enloquecer a un hombre y de herirle con palabras.

No parecía estar herido. A Virginia le parecía atractivo y seguro de sí mismo. Pensó en el beso que habían compartido en el bosque y el estómago le dio un vuelco.

—¡Capitán Cunningham, espere!

Virginia se dio la vuelta y vio a la señora Parker-Jones corriendo por el camino, con un paquete en las manos.

—Se ha olvidado del cuadro.

¿Cuadro? ¿Qué cuadro?

—Sujetad la pasarela —gritó Cameron.

Virginia observó con sorpresa cómo subía la señora Parker-Jones al barco y entregaba una pintura enmarcada. Era la del salón.

—¿Por qué quieres ese cuadro? —preguntó.

—Es un regalo para Mary.

—Déjame verlo. —Agnes se la quitó de las manos—. Me acuerdo de él. Estaba en la sala. Se parece mucho al dibujo que os hizo Mary a Virginia y a ti cuando erais pequeños.

Él echó un vistazo a Virginia y juró que iba a hacer que se olvidara del apodo Duquesa.

—Sí. A Mary le gustará el estilo.

Agnes se puso petulante.

—Cuando volvamos con Virginia, Mary te volverá a pintar como un salvador, pero en vez de rescatando tartanes te va a poner una palma y una lanza y declarará que eres san Pancracio, el protector de los niños. Vas a volver a ser la comidilla de la isla.

—No —dijo él muy convencido—, Mary me va a dejar al margen de sus caricaturas políticas.

Agnes se puso alerta de inmediato.

—¿Qué secretos sabes de ella? —ladró.

—Los suficientes para salvar mi orgullo. Es una pena que tú no dispongas de ningún arma similar para protegerte de la pluma de Mary.

—No puedes decir eso y no compartir esos secretos conmigo.

Discutían igual que Georgie y su hermana. Virginia adoptó el papel que le era familiar.

—¿Vais a estar todo el día peleando o vamos a irnos de aquí?

Ambos se echaron a reír. Agnes hizo intención de devolver el cuadro pero se detuvo.

—Señora Parker-Jones, ¿quién es esta Duquesa que firma la pintura? —preguntó.

La mujer se movió nerviosa hacia la pasarela.

—Era una criada forzosa que compró el antiguo dueño.

—Hace años que se fue a Kentucky —se apresuró a decir Virginia.

Cameron cogió la pintura de manos de Agnes.

—Bueno, estoy seguro de que a Mary le va a gustar mucho su trabajo.

—No les entretengo más. Que tengan un buen viaje. Que le vaya bien, milady.

Al escuchar la formalidad con que se despedía de ella, Virginia se encogió de miedo. No sabía cómo ser una aristócrata. Su relación con la nobleza dejó de existir cuando ella tenía diez años.

Antes de eso no la habían obligado a seguir el protocolo porque era una niña. La habían mimado.

La madera arañó la madera cuando subieron la pasarela.

Virginia reunió valor.

—Preparaos, compañeros —gritó Cameron—. Nos dirigimos al mar.

Se escucharon unos vítores, la tripulación corrió a las jarcias y soltaron las amarras. El barco empezó a moverse en medio de un batir de velas.

El momento de la libertad estaba al alcance de su mano. A Virginia se le hizo un nudo en la garganta.

—¿Quieres ir a proa? —le preguntó Cameron, deslizándole una mano por la espalda —. ¿Sin Agnes?

Haudyer wheesht! —gritó Agnes, aunque su tono desdecía la orden de silencio que le acababa de dar a Cameron.

Virginia asintió; incapaz de hablar, y con las piernas todavía temblorosas, se dirigió a la parte delantera del barco. Un tartán MacKenzie rodeaba el baluarte y revoloteaba con la brisa. Todo y todos se movían demasiado despacio. Se aferró a la borda y empujó, como si así pudiera lograr que el barco se moviera más deprisa. «Sal de aquí volando», le urgió, y el Maideti Virginia, como un carruaje enganchado a un buen tiro de caballos, se metió en la rápida corriente del río.

Permanecieron allí en un agradable silencio. A su espalda, Agnes conversaba con el capitán Brown. Junto a ellos pasaron balandros y barcazas, incluso un jenny, como llamaban a la barca de los vendedores ambulantes. Los ocupantes de las otras embarcaciones les saludaron con las manos y Cameron y Virginia les devolvieron el saludo. Cuanto más se alejaba el barco más se aliviaba su tensión, y cuando aspiró el olor a sal del océano, experimentó el mayor de los alivios.

Aparentemente satisfecho de que Brown no les estuviera conduciendo al desastre, Cameron se apoyó en la barandilla.

—¿Te entristece irte de aquí?

¿Qué podía contestar? ¿Qué debía contestar?

—Un poco. —Eso era verdad; se sentía muy mal por mentir.

—¿Cómo pasabas tus días libres?

La verdad era demasiado amarga.

—En la iglesia —mintió—. Allí es donde hacemos la representación de la Natividad.

Él se puso a mirar el río con los ojos entrecerrados para protegerlos del viento.

—¿Te acompañaban los Parker-Jones a los servicios religiosos?

Ella tenía intención de adornar la historia para luego cambiar de tema.

—Sí, tienen su propio banco en la iglesia.

—Háblame de la Natividad —dijo él, mirándola.

Rodeando la curva del río apareció otro barco, con las velas tirantes y un paño de vistosos colores en el aparejo.

—¿Tú participabas en la representación? —insistió Cameron.

Merriweather había comentado que Cameron y su familia experimentaban un sentimiento de culpa y Virginia lo percibió en ese momento.

—Sí. Usábamos los animales de la granja. Cuando era más pequeña hice el papel de ángel y un año fui el Rey Mago que lleva el incienso.

—¿En Virginia tenéis especias exóticas?

Ella sonrió al oír aquello.

—En realidad eran trozos de caña de azúcar... para los niños. ¿Y tú como pasas los días de fiesta?

—Generalmente en el mar. ¿Alguna vez pensaste en dejar Poplar Knoll?

Ella pensó en la balsa mal hecha. Aquella niña había asimilado la derrota y aprendió de ella. No obstante, tenía que ser muy cuidadosa con lo que iba a responder.

—¡Oh, sí! —respondió con una risita—. Todos los años, cuando había que hacer la limpieza de primavera.

Él también se rió y ella tomó nota de que debía contarle más historias como esa.

—¡Oé, los del Virginia!

El otro barco estaba casi a su lado.

Agnes corrió a proa. Cameron agarró a Virginia del brazo.

—Son papá y Juliet.

—Son tus padres.

Cameron y Agnes hablaron a la vez, pero no era necesario que dijeran nada, ya que Virginia reconoció de inmediato a la pareja. Su padre nunca se había preocupado por los sombreros y eso no había cambiado con el paso de los años. Seguía llevando el pelo más largo de lo normal e incluso trenzado en las sienes según la costumbre de las Highlands.

Agnes agitó los brazos.

—¡La hemos encontrado!

Ellos devolvieron el saludo. Su madre apretó los labios en un esfuerzo por contener las lágrimas. Su padre la abrazó y luego le cogió la cara entre las manos, del mismo modo que se la había cogido Cameron a Virginia el día anterior, pero Lachlan, en vez de besar a Juliet, le dijo algo.

Ella sacudió la cabeza.

Él volvió a hablar. Ella asintió con resignación. Lachlan se quitó la chaqueta y se subió a la borda.

—¡Caramba! —exclamó Agnes—. Va a acercarse a nado.

Virginia contuvo el aliento, se aferró a Cameron y, con las lágrimas rodando por sus mejillas, vio como el mejor hombre de la Highlands se zambullía en el río James para ir a su encuentro.